Capítulo 7

GABRIEL observó cómo los hábiles dedos de su abuela alisaban las arrugas de las fundas de almohada que acababa de bordar.

—Son muy bonitas, Bubbe —dijo él—. ¿Para quién son?

—Para Malka Weiss. —Su abuela retrocedió para admirar su obra—. Mañana, de camino a la sinagoga, se las llevaré. Es su bat mitzvah.

Gabriel arrugó el ceño.

—¿Qué es eso, Bubbe?

—Significa que ya es una mujer —respondió su abuela—. Malka puede declarar como testigo, e incluso casarse si...

—¡Casarse! —exclamó Gabriel—. ¿Con esos dientes salientes que tiene?

—Calla, tatellah —le reprendió su abuela—. Mañana es un día especial. Su madre preparará unas tortas de semillas de amapola y nosotros besaremos a Malka y le daremos unos regalitos.

Gabriel restregó uno de sus gastados zapatos contra el otro.

—Bubbe —dijo tímidamente—. ¿puedo ir yo también a la sinagoga?

Su abuela sonrió con tristeza.

—No, Gabriel.

—¿Por qué?

Su abuela dudó unos instantes.

—Por que no puedes —respondió al fin.

—¿Porque no soy como vosotros? —preguntó con tono petulante—. ¿Por qué no lo dices sin rodeos, Bubbe? No soy un auténtico judío.

—¡Calla, Gabriel! —Su abuela apoyó una rodilla en el suelo y le zarandeó un poco por los hombros—. ¡Por supuesto que eres un auténtico judío! —murmuró—. ¿Me has oído? ¡Ser judío significa algo más que una sinagoga! Eres tan judío como yo, tatellah, pero algún día vivirás en un mundo donde no podrás hablar de ello a la ligera. ¿Me entiendes?

Cuando se hallaba a mitad de camino, en la carretera que conducía al pueblo de Lower Addington, Gareth frenó su montura. Se quitó el sombrero y contempló el edificio de Selsdon, su impresionante fachada de piedra iluminada por una luz vespertina pura, casi suntuosa. Desde aquí divisaba el baluarte meridional que se alzaba dramáticamente sobre el acantilado, y, al norte, la imponente estructura de los establos y los talleres de la finca, que en conjunto eran más grandes que el propio pueblo. La parte de Selsdon que no alcanzaba a ver era igual de grandiosa, y se extendía hasta el horizonte. Gareth aún no se explicaba cómo era posible que todo eso fuera ahora suyo. Pero lo era, y se preguntó vagamente si alguna vez gozaría de un momento de paz entre sus muros.

La paz la crea uno mismo, solía decir su abuelo. Esa frase encerraba una gran verdad. Gareth había pasado los tres últimos días tratando de asimilar lo que había sucedido entre Antonia y él, y tratando de aceptar que quizá no lo comprendería nunca. Desde la discusión que habían tenido, no habían vuelto a encontrarse salvo a la hora de cenar, que soportaban con estoica cortesía, tratándose mutuamente como extraños.

De repente, Gareth volvió a ponerse el sombrero e hizo girar de nuevo a su espléndido caballo bayo de largas patas. Confiaba en ver al doctor cuando llegara al pueblo. El hecho de entrevistarse con Osborne sería un pequeño paso destinado a crear su propia paz. Estaba decidido a averiguar si existía alguna explicación médica sobre los supuestos episodios de amnesia —muy selectivos, por otra parte— que sufría Antonia, aunque no tenía muy claro qué esperaba conseguir con ello.

La vivienda del doctor se hallaba al final de la carretera, aproximadamente a medio kilómetro del pueblo propiamente dicho. Era una hermosa casa solariega con entramado de madera, con una amplia y acogedora puerta coronada por una tupida enredadera, que empezaba a mostrar un tono castaño rojizo. Gareth ató su caballo al poste en la entrada y subió los escalones para llamar. Una doncella vestida con un uniforme negro y un delantal blanco almidonado le hizo una reverencia, mirándole entre admirada y sorprendida, y le condujo al soleado cuarto de estar delantero. Cinco minutos más tarde, el doctor Osborne apareció, con el ceño arrugado en un gesto de preocupación.

—Excelencia —dijo, inclinándose educadamente—. ¿Ocurre algo malo?

Gareth se puso de pie.

—¿Algo malo? Espero que no. ¿Por qué lo pregunta?

Osborne le indicó que volviera a sentarse.

—No lo sé —respondió con tono cansino—. Supongo que cada vez que alguien de Selsdon se presenta aquí temo que haya ocurrido una desgracia.

Gareth supuso que se refería a la muerte de Warneham.

—No, hoy no ha ocurrido ninguna desgracia —dijo, forzando una sonrisa—. Sólo quería hacerle unas preguntas sobre los habitantes de Selsdon.

—¿Los habitantes? —Osborne le miró con frialdad mientras se sentaba frente a él—. ¿Se refiere al servicio doméstico?

—Sí —respondió Gareth—. En realidad, a todo el mundo. ¿Es usted el único médico que reside aquí cerca?

—En efecto —respondió Osborne—. ¿Le preocupa alguien en particular?

Gareth apoyó los codos en los brazos de la butaca y se inclinó hacia delante.

—Me preocupan todos —respondió—. Me guste o no, son una responsabilidad que he heredado. Pero sí, algunos me preocupan más que otros. Por ejemplo, la señora Musbury.

—Ya. —El doctor juntó las manos con aire pensativo—. Una mujer muy trabajadora, la señora Musbury. Siempre contrae una tos crónica en esta época del año.

—La duquesa me ha dicho que la señora Musbury está delicada de los bronquios.

El doctor se encogió de hombros con gesto afable.

—Lo dudo —contestó—. Se trata de un rito anual. La tos se presenta en agosto y desaparece después de la primera helada. Cuando llega Adviento, está completamente restablecida.

—¿De modo que la duquesa exagera?

El doctor movió los hombros como si la levita le quedara demasiado estrecha.

—La duquesa es muy buena —dijo por fin—. Y no conoce a la señora Musbury desde hace tanto tiempo como yo.

Gareth sostuvo su mirada durante unos momentos, como tratando de adivinar lo que pensaba.

—La propia duquesa tampoco parece gozar de buena salud —dijo—. No pude por menos de observar su preocupación cuando se despidió de ella el lunes por la noche.

Osborne adoptó de pronto una expresión distante.

—Es verdad que está algo delicada —respondió—. Es una mujer frágil, nerviosa. Y a veces..., bueno, parece perder el contacto con la realidad que la rodea.

—¿Sueña despierta? ¿Tiene fantasías?

El doctor meneó de nuevo la cabeza.

—Es más que eso —reconoció con evidente reticencia—. Es sonámbula. Nellie, su doncella, siempre está en guardia. En ocasiones, es preciso sedarla. Es un caso muy complejo, una forma de histeria, para decirlo sin rodeos.

De nuevo, Gareth se inclinó hacia delante en su butaca. Le disgustaba insistir en el tema, pero no pudo resistirse.

—Doctor Osborne, quiero preguntarle algo en la más estricta confidencialidad —dijo bajando la voz—. Algo que quizá le choque.

El doctor esbozó una sonrisa un tanto tensa.

—Pocas preguntas chocan a un médico, excelencia —respondió—. Pero antes pediré que nos traigan el té. Creo que nos sentará bien a los dos.

El doctor se levantó y tiró de la campanilla. Charlaron de cosas intrascendentes como el tiempo hasta que la doncella vestida con el uniforme negro regresó con una bandeja de té tan voluminosa y exquisita como las que tenían en Selsdon. Al cabo de unos momentos apareció de nuevo con una bandeja de delicados sándwiches. Al verla, Gareth sintió que le sonaban las tripas, y recordó que hoy tampoco había almorzado, el tercer día consecutivo.

El doctor sirvió el té y le ofreció la bandeja de sándwiches.

—Bien, no puedo seguir postergándolo —dijo—. Deseaba preguntarme algo sobre la duquesa, según creo recordar.

Gareth se detuvo para medir bien sus palabras.

—Sí, me temo que es algo de carácter personal.

Osborne parecía resignado.

—Ya lo supuse —dijo—. Adelante.

—Deseo saber... —Gareth hizo una pausa, pensando en cómo formular la pregunta—. Bueno, deseo saber si la duquesa podría hacer algo..., sin darse cuenta de lo que hacía. ¿Es posible que más tarde no lo recordara?

El doctor Osborne palideció.

—Vaya por Dios —murmuró—. Otra vez con lo mismo.

—Perdón, ¿cómo dice?

Osborne se rebulló en su silla, turbado

—Ojalá cesaran esos rumores —respondió—. Como amigo y médico de la duquesa, jamás les he dado crédito.

¿Rumores? Estaba claro que hablaban de cosas distintas, pero Gareth se sentía picado por la curiosidad.

—¿Por qué no les da crédito, doctor? —inquirió.

Osborne asumió una mirada distante.

—En mi opinión —dijo por fin—, la duquesa no posee la crueldad necesaria para un acto tan violento, ni siquiera cuando está en un estado alterado, por decirlo así.

—¿Un acto violento? —Gareth supuso que el médico se refería a la muerte de Warneham—. Creo que debería contarme todo lo que sepa, doctor Osborne.

—¿Sobre Warneham y... las habladurías?

El semblante del médico mostraba una expresión de tristeza.

Gareth dudó unos instantes. Al parecer Antonia tenía razón con respecto a los rumores. Ahora él tenía la oportunidad de averiguar más detalles.

—Tengo derecho a saberlo, ¿no?

—Quizá fuera preferible, excelencia, que hablara con John Laudrey, el juez de paz local.

—No, quiero que me lo cuente usted —insistió Gareth—. Acudía con frecuencia a la casa, ¿no?

Osborne se encogió de hombros.

—Fui el médico personal del duque durante varios años —contestó—. Jugábamos con frecuencia al ajedrez. Cenaba al menos una vez a la semana en Selsdon. Sí, acudía con frecuencia.

—Entonces cuénteme qué sucedió —insistió Gareth.

—En mi opinión, Warneham murió a causa de un envenenamiento por nitrato de potasio —dijo el doctor.

—¿A manos de quién? —preguntó Gareth.

Osborne extendió ambas manos con las palmas hacia arriba.

—Bueno..., quizá las mías.

—¿Las suyas?

—Se lo receté yo. —Durante unos segundos el médico pareció consternado—. Para el asma que padecía. La noche de su muerte, tuvo unos invitados de Londres, lo cual era infrecuente. Los caballeros jugaron al billar hasta bien entrada la noche, y fumaron. Yo había convencido a Warneham de que dejara el tabaco, pero sus amigos...

—Entiendo —dijo Gareth—. ¿Se quejó de que le costaba respirar?

—Yo no estaba presente —respondió el doctor—. Pero Warneham estaba muy preocupado por su salud.

—¿Quién solía prepararle la medicación por las noches? ¿La duquesa?

—Rara vez, aunque sabía cómo hacerlo —contestó el doctor—. Por lo general su excelencia se preparaba él mismo la medicación. Es posible que esa noche, al acostarse, tomara una dosis excesiva, quizá por temor a que el humo del tabaco le hubiera afectado.

—¿Nadie más pudo haberlo hecho?

—¿Administrarle el nitrato de potasio? —preguntó el doctor—. Sí, supongo que cualquiera. Pero ¿por qué iban a hacerlo?

—Ha insinuado que algunos creen que lo hizo la duquesa.

Osborne negó con la cabeza.

—No la creo capaz —respondió—. Nunca he creído esos rumores, y así se lo dije a Laudrey. Por lo demás, el frasco tenía una etiqueta indicando que era la medicación que tomaba el duque para el asma. Nadie me preguntó nunca qué contenía.

—¿Manipulaba alguna otra persona la medicación?

—¿A qué se refiere? —Osborne parecía sentirse un poco ofendido—. Tengo un excelente boticario en Londres. Yo mismo traigo los medicamentos aquí, puesto que en Lower Addington no hay un boticario, y los entrego en mano a mis pacientes.

—¿Siempre?

El doctor vaciló unos instantes.

—Mi madre solía ayudarme a veces —respondió—. Sobre todo cuando se trataba de algo... de carácter femenino. Para ahorrarme el bochorno.

—Entiendo.

—Pero mi madre murió hace casi tres años —prosiguió el doctor—. Luego están los criados de la casa, claro está, pero llevan aquí muchos años y son de toda confianza.

—Le creo —dijo Gareth—. Dígame, doctor, ¿el duque y la duquesa no eran felices en su matrimonio?

El doctor dudó de nuevo antes de responder.

—No sabría decirle.

Gareth le observó con recelo unos momentos.

—Yo creo que sí —dijo por fin—. Prefiero que me lo diga sin rodeos a que los malditos criados murmuren a mi espalda. Y aparte de estar convencidos de que yo maté al hijo del duque, ahora sospechen que su esposa lo asesinó. Es intolerable.

El doctor Osborne guardó silencio unos momentos. Gareth comprendió que había hablado demasiado; había revelado demasiado sobre sí mismo. ¿Qué le importaba que Antonia hubiera envenenado a su marido? Warneham se merecía eso y mucho más, y hacía unas semanas, no habría dudado en bailar sobre la tumba de ese hijo de perra.

Pero ahora le importaba. El asesinato era un delito, desde luego, pero ése no era el motivo de que le importara. Lo cual no dejaba de inquietarle. ¡Pardiez, no era esto lo que había venido a averiguar!

Por fin, Osborne rompió el silencio.

—Antes de responder, excelencia, deseo dejar claro que consideraba al difunto duque mi amigo y benefactor —dijo—. Sí, es evidente que desde hace un año todo el mundo ha estado muy alterado en Selsdon. Sí, ha habido rumores. En cuanto al matrimonio, fue concertado contra el deseo de la duquesa. Eso me consta. Pero creo que llegó a sentirse a gusto en Selsdon.

—No tuvieron hijos —comentó Gareth.

Osborne meneó la cabeza.

—Fue un matrimonio breve —explicó—. Duró poco más de un año.

—¿Sólo un año? —preguntó Gareth, sorprendido.

—Dieciocho meses, según creo —continuó Osborne—. Y Warneham no era joven. A veces lleva tiempo concebir un hijo.

El doctor se rebulló de nuevo en su butaca como si se sintiera incómodo, y Gareth intuyó que no quería abundar en el tema.

—Gracias, doctor Osborne —dijo secamente—. ¿Quiere responder ahora a mi primera pregunta? ¿Es posible que la duquesa haga algo que más tarde no recuerde?

El rostro de Osborne denotaba una evidente reticencia.

—Sí —respondió por fin—. Es posible.

—¿Por qué? —insistió Gareth—. ¿Está... loca?

La reticencia del doctor aumentó.

—La duquesa sufrió un trauma emocional aproximadamente un año antes de casarse con Warneham —reconoció—. Un trauma del que, en mi opinión, no se recuperó nunca. En cualquier caso no se había recuperado cuando volvió a casarse.

—¿Cuando volvió a casarse? —preguntó Gareth, asombrado.

—Sí —respondió el doctor arqueando las cejas—. Era viuda, lady Lambeth. ¿No lo sabía?

De pronto Gareth recordó algo. ¿Qué era lo que la señora Waters le había dicho, indignada, hacía unos días? Algo sobre haber enterrado a dos maridos, pero él había estado demasiado furioso para prestarle atención.

—Ni siquiera conocía la existencia de esa mujer, Osborne, hasta que llegué aquí —replicó con tono áspero—. De modo que deduje, aunque me tenía sin cuidado, que Warneham seguía casado con su primera esposa.

—No, su primera esposa murió hace muchos años —dijo el doctor—. Lady Lambeth era su cuarta esposa.

—Ya, al parecer Warneham tuvo muy mala suerte —dijo Gareth secamente—. ¿Qué fue de las otras?

—La primera murió en trágicas circunstancias —respondió el doctor.

—Como no podía ser de otra manera —observó Gareth.

El doctor sonrió con tristeza.

—Supongo que tiene razón —dijo—. Pero ésta fue doblemente trágica. La joven estaba encinta, del hijo del duque; se cayó del caballo durante una cacería que organizan todos los años en otoño en el pueblo, y sufrió graves lesiones. Ni ella ni el niño sobrevivieron.

Gareth miró al doctor sin dar crédito.

—¿Participó en la caza del zorro estando encinta?

Osborne dudó unos momentos.

—Según me han contado, la segunda duquesa era muy joven, e impulsiva —confesó—. Se casó a los dieciocho años con un hombre mucho mayor que ella, y quizá le disgustaba su falta de libertad. Es posible que el matrimonio no fuera feliz.

—Sí, es muy posible —dijo Gareth.

El doctor se encogió de hombros.

—Yo estudiaba aún en la universidad —dijo—. En Oxford. No conozco detalles de primera mano.

—¿Y la tercera esposa? —inquirió Gareth—. ¿Era también joven e impulsiva?

—Era joven, sí —respondió Osborne—. Pero no tanto como la otra, una chica de carácter serio. A mí me caía muy bien. Aunque no era una belleza, todo el mundo pensaba que era un matrimonio ideal.

—Pero ¿no lo era?

El doctor le miró con tristeza.

—Era estéril —respondió—. Su excelencia se llevó una gran decepción.

—Ya —dijo Gareth secamente—, e imagino que no dejó que ella lo olvidara nunca.

Osborne no le contradijo.

—El hecho de no poder darle un hijo también hizo sufrir a la duquesa —dijo—. Sentía que le había fallado, y su melancolía la llevó a enfermar. Empezó a depender del láudano para conciliar el sueño.

Gareth dedujo lo que el doctor iba a decirle.

—De modo que se suicidó.

El doctor sonrió con gesto cansino.

—Para las personas que toman opiáceos con regularidad, excelencia, existe una línea muy fina entre la sedación y la muerte. Creo que fue un accidente.

—Lo cual permitió al duque volver a casarse —sugirió Gareth.

—Fue un accidente, excelencia —repitió Osborne—. Ella nunca se habría suicidado debido a su melancolía, y nadie le deseaba ningún mal.

Gareth se sintió avergonzado.

—Estoy seguro de ello —se apresuró a decir—. Como ha dicho usted, fue una tragedia.

—Los Ventnor han sufrido mucho —dijo el doctor.

Gareth se preguntó qué sabía Osborne sobre su historia en Selsdon. Pero ¿qué importaba? Apoyó ambas manos en los muslos y se levantó.

—Gracias, doctor, por su sinceridad —dijo—. No le entretendré más.

Gareth regresó a caballo a través del pueblo mientras multitud de pensamientos bullían en su mente. Había ido a ver al doctor Osborne con unas sospechas muy firmes. ¿Por qué se sentía ahora tan turbado al ver confirmadas esas sospechas?

Puede que Antonia no recordara haberle hecho el amor, pensó meneando la cabeza. Sospechaba que eso sólo indicaba una parte de la verdad. Cuando él la había encontrado en el baluarte ella se había mostrado incoherente, sin duda, pero en cierto momento había recobrado el juicio. La mujer con la que había compartido una pasión desenfrenada se había comportado, al menos durante unos instantes, con toda normalidad y lucidez. Estaba claro que lo recordaba. La mañana en que habían discutido, él había visto en sus ojos la verdad y un sentimiento de vergüenza. Sí, era una mujer que se dejaba arrastrar por sus emociones, quizás un tanto imprevisible. Pero ¿indicaba eso que estaba loca? No exactamente.

A bordo del Saint-Nazaire había un hombre, un viejo marino llamado Huggins, que había sido abandonado por la Royal Navy por considerar que no estaba capacitado para servir en ella. Huggins había combatido a bordo del HMS Java con el general Hislop frente a las costas de Brasil, no lejos de donde el Saint-Nazaire le había recogido. Había sido una batalla larga y feroz, y al final, los americanos se habían comportado de forma despiadada. El Java había sido derrotado y quemado. Los escasos supervivientes habían quedado malheridos.

Huggins mostraba también esa expresión, una expresión perdida y atormentada que él había visto en los ojos de Antonia esa noche bajo la lluvia. Parecía como si sus ojos le miraran sin verlo, como un portal de acceso a un terror casi inimaginable. A bordo del barco, Huggins sufría alucinaciones y había demostrado su total incapacidad. El capitán le había obligado a desembarcar en Caracas, donde probablemente había muerto.

Dios santo, ¿cómo podía comparar a Antonia con ese patético individuo? No tenían nada en común. Pero los ojos de ella..., ¡Dios, esos ojos...!

Gareth apartó esos recuerdos de su mente y espoleó a su montura. Necesitaba unos momentos de paz y tranquilidad para meditar en lo que Osborne le había contado. En realidad, lo que necesitaba era que le aconsejaran. Estaba demasiado cegado por la lujuria y la ira para pensar con claridad. Tenía que ocuparse de dirigir su finca y al personal de servicio, más numeroso que los de la naviera Neville. Tenía que conocer a sus inquilinos, presentarse a la alta burguesía de la localidad y contratar a un buen ayuda de cámara. Tenía que informarse sobre la rotación de cultivos y la irrigación. Pero su mente regresaba sin cesar al pasado, y a Antonia. ¿Pensaban realmente algunos que era una asesina? ¿Por qué tenía que demostrar él que no lo era?

No la conocía. De hecho, no conocía a nadie en Selsdon. Prácticamente todos los habitantes de la casa podían haber deseado que su primo muriera. Él mismo lo había deseado con frecuencia.

¿Cuál era la verdad sobre Antonia? ¿Qué la había dejado tan traumatizada? De repente se le ocurrió que necesitaba a Xanthia. Ella sabría cómo averiguar la verdad del asunto. De pronto, se echó a reír al darse cuenta de lo absurdo de esa idea. ¿Quería que su antigua amante le aconsejara con respecto a su nueva amante?

No. Antonia era un deber. Una obligación. Pero no era su amante. Él no podía seguir pensando que lo era. Por lo demás, en estos momentos Xanthia navegaba hacia el Egeo a bordo del yate privado de Nash. Estaría ausente varias semanas, y era la esposa de otro hombre. Así pues, sólo quedaba Rothewell.

Gareth se acarició la mandíbula con gesto pensativo, meditando sobre ello. ¿Tan desesperado estaba?

Sí, aunque no sabía muy bien qué era lo que necesitaba. Suponía que un amigo. Alguien con quien desahogarse. Espoleó de nuevo a su caballo, y esta vez no se detuvo hasta divisar su casa. Cuando llegó, se dirigió a su estudio y sacó del escritorio una hoja del elegante y grueso papel de cartas de Warneham.

El sábado, Antonia empezó a relajarse un poco. No se había hablado de que ella y Nellie tuvieran que marcharse, y la vida en Selsdon con el nuevo duque había asumido cierta normalidad durante los últimos días. Como era costumbre en Selsdon, esa noche cenarían en el comedor pequeño, una estancia que acogía a ocho comensales, a diferencia del suntuoso comedor principal, en el que podían sentarse cuarenta a la mesa con toda comodidad. Antonia lo miró al pasar frente a él cuando se dirigía a cenar. El comedor principal no había sido utilizado nunca durante el breve tiempo que había vivido como duquesa de Warneham en Selsdon. Se preguntó distraídamente si el nuevo duque no pensaba ofrecer nunca una cena a sus vecinos y amigos. Puede que no. Parecía un hombre que gozaba con la soledad.

Al llegar a la puerta del comedor pequeño, se detuvo para hacer acopio de valor y colocarse bien el chal. Acto seguido alzó el mentón, enderezó los hombros y entró. Durante los últimos días, casi se había acostumbrado a esto, a sentir que le faltaba el aliento y una opresión en la boca del estómago cuando se disponía a entrar en una habitación y encontrarse con él.

Esta noche el duque lucía un atuendo austero pero elegante en blanco y negro. No parecía poseer muchos trajes de etiqueta, según había observado ella, pero los que tenía eran de excelente factura y le sentaban muy bien. Con frecuencia, su pelo estaba todavía húmedo, lo cual atenuaba el cálido y lustroso dorado de su cabellera. Su rostro delgado y bronceado estaba siempre impecablemente afeitado, lo cual realzaba el pronunciado contorno de su mandíbula.

—Buenas tardes, excelencia —dijo ella secamente.

Él se levantó de inmediato.

—Buenas tardes, señora.

Era la forma en que se saludaban durante los tres últimos días; de forma tan seca y rígida que la ausencia de toda emoción constituía casi en sí misma una emoción. Antonia bajó la vista y se apresuró a ocupar su lugar en un extremo de la mesa, la silla de la duquesa, tal como él había insistido desde el primer día.

El duque hizo una indicación con la cabeza al lacayo que les servía, que esta noche era Metcaff, cuyos labios mostraban un rictus casi de desdén. Antonia confiaba en que el duque no lo conociera lo bastante para darse cuenta de ello. Cuando trajeron el primer plato, ella observó a Metcaff mientras les servía. Sus gestos denotaban una evidente desgana. Quizás había llegado el momento de despedirlo. Pero eso no le incumbía a ella.

Borró a Metcaff de su mente y se centró en la cena, confiando en que concluyera lo antes posible. Sin embargo, cuando terminaron el segundo plato, consistente en lenguado en salsa de mantequilla y finas hierbas, y el tercero, chuletas de ternera, Antonia comprobó que casi habían agotado los temas de conversación intrascendentes como el tiempo, la cosecha y la salud del rey. El duque también se había percatado. Indicó a Metcaff que les sirviera el siguiente vino.

—Gracias —le dijo luego—, puedes retirarte.

Metcaff vaciló unos instantes.

—Perdón, ¿cómo dice?

—No es preciso que nos atiendas de momento —respondió el duque—. Ya te llamaremos más tarde.

Metcaff hizo una breve reverencia y se retiró.

Nerviosa, Antonia dejó su tenedor, golpeando sin querer el borde de su plato.

El duque tomó su copa de vino, aspiró su aroma y bebió un trago con gesto de aprobación.

—Coggins tiene una excelente bodega —observó.

—Sí, sabe mucho de vinos —respondió Antonia con voz un poco trémula.

El duque la observó sobre el borde de su copa.

—No muerdo, señora —dijo con tono quedo—. Al menos, hasta ahora.

Antonia desvió la vista, notando que se sonrojaba.

Él depositó con brusquedad su copa en la mesa. Ella sintió el calor de su mirada sobre ella.

—No es necesario que continuemos con esta farsa, Antonia —dijo él por fin—. No me divierte. Y está claro que a usted tampoco.

—¿A qué... farsa se refiere, excelencia?

Él hizo un amplio ademán con su copa, indicando la habitación.

—Esta farsa a la hora de la cena —respondió—. Es un momento en que la gente suele relajarse al reunirse para cenar. Pero ninguno de los dos nos sentimos relajados. No gozamos con este momento. Y no es necesario que se sienta incómoda cuando puede pedir que le suban la cena en una bandeja a su habitación. O yo puedo cenar en mi estudio. ¿Qué prefiere?

Curiosamente, esa idea no la complació. Es más, por inexplicable que parezca, le disgustó. Se aclaró la garganta y alzó la vista para mirarlo a los ojos.

—No, excelencia —dijo con sorprendente firmeza—. La cena es una tradición importante en Selsdon.

El duque movió el vino en su copa en un perezoso círculo.

—¿Y usted es una mujer que disfruta con las tradiciones? —preguntó con calma.

—Me educaron en el respeto a las tradiciones —respondió ella—. Es el pilar de todos nuestros principios, ¿no?

Curiosamente, el duque se encogió de hombros.

—A mí estas cosas me tienen sin cuidado —declaró sin el menor atisbo de desdén—. La tradición nunca ha hecho nada por mí. Pero estoy dispuesto a darle otra oportunidad si usted lo considera oportuno.

Había algo en su voz —cierta tensión—, y un ligero cansancio en sus ojos. De improviso Antonia pensó en lo duro que debía de ser para él. Quizá no se le había ocurrido nunca que un día el manto del deber —y de la tradición— caería sobre sus hombros.

Ella hizo un gesto ambiguo con la mano, y volvió a apoyarla en el regazo. Maldita sea, no era una estúpida escolar. ¿Por qué era tan dolorosamente consciente en presencia del duque de sus limitaciones? ¿Consciente del hecho de que ya no era la mujer alegre y segura de sí que era antes? ¿Qué tenía ese hombre que hacía que... sintiera?

—Lo lamento —dijo con tono sereno—. No me he comportado como debía, excelencia. De repente se encuentra con que tiene que cargar conmigo, lo sé. Y yo... no he sido una buena anfitriona. No he tratado de ayudarle.

—No necesito su ayuda, Antonia —respondió él—. Sólo deseo su felicidad, en la medida en que yo pueda contribuir a ella.

Lo decía con sinceridad. Ella lo percibió en su voz. Y cuando le miró, tomando nota de esos ojos solemnes, de color dorado oscuro, y su rostro demasiado hermoso, sintió algo en su interior. Un sentimiento de reconocimiento y admiración, y otras emociones que era preferible no mencionar.

—Debí ayudarle a instalarse aquí —dijo, tanto dirigiéndose a él como para sí—. Debí mostrarme... más amable. En lugar de ello..., bueno, prefiero no recordar la forma en que me he comportado.

El duque guardó silencio largo rato.

—El dolor nos afecta a todos de manera extraña —dijo al fin—. Quiero que sepa, Antonia, que lamento todo lo que le ha sucedido. Al margen de mis sentimientos personales hacia mi primo, era su esposo. Sé que le echa de menos. También sé que su muerte ha hecho que se sienta más insegura, y no quiero agravar su pérdida.

De improviso Antonia sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos.

—Es usted... muy amable, excelencia.

El duque apartó un poco su copa de vino.

—Verá, Antonia, imagino los rumores que han circulado sobre mí por estos pagos —dijo asumiendo un tono más seco—. Me consta que Warneham me odiaba. Jamás quiso que yo viviera aquí, y Dios sabe que yo no deseaba volver. Pero dígame, Antonia, ¿qué podía hacer yo? Si se le ocurre alguna solución, le ruego que me lo diga.

—No se me ocurre ninguna —reconoció ella—. No puede hacer nada al respecto. Todo el mundo en Selsdon depende de usted, y de su capacidad para tomar unas decisiones acertadas. El ducado es una responsabilidad grave y trascendental.

—Pero podría renunciar a todo —sugirió él—. Aunque Cavendish me ha dicho que la ley no lo prevé. Si renuncio a todo, sin embargo, ¿qué sería de los trabajadores y de los inquilinos?

Ella meneó la cabeza.

—Lo ignoro.

El duque fijó la vista en el otro extremo de la habitación.

—Supongo que al cabo de un tiempo esta propiedad, con todos sus problemas, pasaría a manos de la corona —dijo con gesto pensativo—. Yo podría quedarme aquí unos años, para mantener las cosas a flote, hasta que algún Ventnor apareciera por fin.

Antonia soltó una carcajada.

—No creo que eso suceda, excelencia —dijo, bebiendo un reconfortante trago de vino—. De existir alguno, le aseguro que hace mucho que mi esposo habría dado con él.

El duque esbozó una amarga sonrisa.

—En tal caso, cuando yo la palme, la finca pasará inevitablemente a manos de la corona —dijo—. Apuesto a que el viejo príncipe regente se está frotando las manos ante la perspectiva.

Antonia le miró un instante sin comprender.

—¿No piensa... engendrar un heredero legítimo, excelencia?

Él negó con la cabeza.

—Lo dudo. A menos..., a menos que nosotros... —Gareth bajó la voz hasta que fuera apenas un murmullo—. ¡Cielo santo, Antonia! ¿Qué diablos haríamos si nosotros...?

Ella percibió el chasquido de la copa al partirse antes de sentir dolor. Al bajar la vista vio una gota de sangre, de un rojo intenso, en el mantel. Debió de emitir un grito, porque el duque se levantó de su silla y corrió a auxiliarla antes de que Metcaff tuviera tiempo de entrar en la habitación.

—Dios mío, deje que examine su mano —dijo el duque, apartando los fragmentos de cristal con el dorso del puño.

—¿Está usted bien, excelencia? —preguntó Metcaff, preocupado.

El duque empezó a enjugar la sangre con su servilleta.

—Partí el tallo de mi copa de vino —respondió ella—. No tiene importancia. A veces... no me doy cuenta de lo que sostengo en la mano.

—¿Quiere que vaya en busca de Waters, excelencia? —preguntó el criado—. ¿O que le traiga una venda?

—No, déjanos —le espetó el duque, alzando la vista.

En el rostro del lacayo se pintó una expresión de indignación. Dio media vuelta y salió dando un portazo. Antonia se alegró de que el criado se retirara.

El duque siguió limpiando con suavidad la herida, que casi había dejado de sangrar.

—Me pregunto si es posible que ese hombre demostrara de forma más palpable su aversión hacia mí —murmuró.

—A veces Metcaff es muy insolente.

—Ya me había percatado. —Gareth sacó un pañuelo recién lavado y planchado de su bolsillo y lo aplicó con delicadeza sobre el corte—. Sosténgalo sobre la herida. ¿Le duele?

Ella negó con la cabeza.

—No es más que un arañazo —respondió—. Le pido disculpas por la conducta de Metcaff.

El duque se incorporó, llevándose su reconfortante calor y su olor. De pronto Antonia sintió frío.

—Sí, empiezo a creer que ha llegado el momento de dar al señor Metcaff fundadas razones para su mal humor —dijo él con gesto severo—. Me disgusta hacerlo, teniendo en cuenta el estado en que se encuentra la economía. ¿Tiene familia ese hombre?

Antonia negó de nuevo con la cabeza.

—Creo que se ha dedicado a difundir ciertas historias, excelencia —dijo, sintiendo que se sonrojaba—. No sobre nosotros..., me refiero a que corren ciertos rumores sobre... usted. Sobre sus orígenes. Pero eso no me incumbe. Y menos a Metcaff.

—Bueno, al menos reconoce que existe algo que pueda dar pábulo a habladurías. —La delicadeza se había borrado de su rostro, sustituida por el cansancio—. Pero la expresión de ese lacayo no tenía nada que ver con las habladurías. Hace unos instantes vi en su rostro puro odio, y no es la primera vez.

Antonia oprimió el pañuelo de lino sobre su mano y apartó la vista.

—Creo... —Se detuvo para tragar saliva—, creo que es porque no desea trabajar para usted.

—Un deber del que puedo librarle de inmediato —respondió el duque—. Pero ¿qué diablos le he hecho yo?

—No es usted, excelencia —murmuró ella—. Metcaff no es más que... un ignorante.

Él apoyó las palmas de las manos en la mesa y la miró a los ojos.

—¿Un ignorante? —preguntó, mirándola de hito en hito—. No, se trata de algo más. Dígamelo, Antonia. ¿Qué es?

Ella le miró tímidamente.

—Es porque dicen... que es usted judío.

El duque no parecía ni sorprendido ni furioso, sino tan sólo disgustado.

—Ya, de modo que ahora soy un asesino y un judío.

Se enderezó y se sentó bruscamente en la silla a la derecha de ella.

—Nadie ha dicho eso, excelencia. Al menos no desde que murió mi esposo —añadió Antonia en silencio. Inexplicablemente, deseaba conocer la verdad—. ¿Es usted judío?

El duque la miró sin inmutarse.

—Desde luego —respondió—. Aunque sólo sea, de corazón. Mi madre lo era. Pero mi educación fue bastante inusual.

—Entiendo —dijo Antonia, nerviosa—. ¿Su madre... era muy rica?

Gareth soltó una amarga carcajada.

—Sí, es el único motivo por el que un noble inglés se dignaría a casarse con una joven judía, ¿no? —preguntó de forma retórica—. Por su cuantiosa dote.

Antonia sacudió la cabeza casi con violencia.

—No, no me refería a eso —contestó—. Me refería a que... tiene usted un aspecto... muy corriente.

Él la miró con dureza.

—¿Corriente? —repitió—. ¿Debo interpretarlo como un cumplido?

Antonia había sido educada para resolver cualquier situación embarazosa con total naturalidad. ¿Tan grave había sido el desliz que había cometido?

—Me refiero a que tiene el aspecto de cualquier inglés —continuó con más firmeza—. Parece... bueno, es como todas las personas que conozco.

—¿Se refiere a que tengo sólo una cabeza? —preguntó él sonriendo de manera forzada—. ¿No tengo garras ni colmillos?

—Se burla de mí —dijo ella con tono quedo—. Me refería a un hombre acaudalado, bien educado y profundamente inglés. Yo sabía que el comandante Ventnor era un soldado. Pero supuse que su madre quizás era rica. ¿O es usted un hombre que se ha hecho a sí mismo?

El duque esbozó una leve sonrisa, como si sonriera para sus adentros.

—Ningún hombre se hace a sí mismo, querida, por más que quiera convencerse de ello —respondió—. Yo he contado con la ayuda de muchas personas. Mis abuelos. Los Neville. Y sí, la comunidad judía en la que viví mis primeros años. Eran personas honestas y trabajadoras que tuvieron una gran influencia sobre mí. Pero de haber sido rico de familia, le aseguro que jamás habría venido a Selsdon. De niño viví aquí porque no tenía más remedio.

—Disculpe mi ignorancia —dijo ella—. Conozco a pocos judíos, como por ejemplo al escritor, el señor Disraeli. En cierta ocasión le conocí a él y a uno de sus hermanos en un salón literario. Me parecieron unos caballeros encantadores. Pero muy morenos. Tengo entendido que son españoles.

—Italianos —dijo Gareth.

—Sí, quizá tenga razón —continuó ella—. Pero en realidad no son judíos, ¿verdad?

—Los Disraeli son tan judíos como yo —respondió él con calma—. Son de madre judía, lo cual según algunos es la definición. Pero al igual que yo, Disraeli fue bautizado en la Iglesia anglicana y jamás ha puesto los pies en una sinagoga.

—¿Y usted?

—No —respondió él, bajando la voz—. Mi madre me lo prohibió.

—¿Por qué le prohibió que visitara una sinagoga? —le preguntó Antonia, picada por la curiosidad.

—No estoy seguro —contestó él—. Mis padres eran muy especiales. El suyo fue un matrimonio por amor, una unión muy apasionada, sin duda. Y mi madre juró que yo me educaría como había sido educado mi padre, como un caballero inglés que goza de todos los privilegios que le ofrece su clase.

—¿Se lo pidió su padre?

Antonia se dio cuenta de que hablaba como una cotorra, pero el hecho de expresar sus pensamientos le procuraba una sensación curiosamente liberadora. Y el duque era un interlocutor con el que era muy fácil conversar. Sentía como si se hubieran abierto unas compuertas; no sólo las de su curiosidad, sino algo más profundo. Deseaba averiguar más sobre este hombre tan enigmático.

Él desvió la vista y la fijó en la copa que ella había roto.

—Ignoro si mi padre insistió en ello —confesó—. Sólo sé que lo acordaron al casarse. Puede que mi madre lo considerara su deber, pues amaba mucho a mi padre. O quizá quería que mi vida fuera más fácil, libre de prejuicios. Sabía que, como judío, no podría asistir a la universidad, ni ocupar un escaño en el Parlamento, ni hacer un centenar de cosas que cualquier inglés normal y corriente puede hacer sin mayores problemas.

—¿No le preguntó nunca el motivo?

—No tuve oportunidad de hacerlo —respondió él en voz baja—. Yo era muy joven cuando ella murió. Hizo a mi abuela prometerle que me educaría tal como ella y mi padre habían convenido. Iba en contra de todo cuanto mi abuela creía, y a mi abuelo le pareció una solemne estupidez. Pero cumplieron su palabra.

—¿Y su padre?

—Fue a luchar a la Península con Wellington —respondió el duque—. Murió allí unos años más tarde.

—¿Y sus abuelos siguieron cuidando de usted?

—No, mi abuelo ya había muerto —respondió el duque con tono apagado—. Su negocio había sufrido un serio revés del que ni él ni mi abuela se recuperaron nunca. Mientras mi padre vivió, nos mantuvo a mi abuela y a mí como pudo. Pero cuando me quedé huérfano, mi abuela me trajo aquí. No se le ocurrió otra solución.

—Entiendo —dijo ella con dulzura—. ¿Cuántos... años tenía usted?

El talante del duque había experimentado un curioso cambio. Estaba inclinado hacia delante, con los hombros encorvados, como si se sintiera cómodo en presencia de ella, aunque un poco receloso. A ella le pareció de pronto vulnerable, un hombre pletórico de vitalidad, increíblemente apuesto, que debería gozar de la vida en lugar de mostrarse agobiado por todo lo que le había sucedido. Era distinto a todos los hombres que ella había conocido; ni un embustero infiel, como Eric, ni un seductor calavera, como su hermano. Paradójicamente, no parecía ni amargado ni ansioso de vengarse, y ella empezó a preguntarse si no tenía motivos para sentir ambas cosas por todo lo que ellos le habían hecho, incluido su segundo esposo.

—No recuerdo qué edad tenía —murmuró él al fin—. ¿Ocho años? Quizá nueve.

Antonia se quedó pasmada.

—¿Ocho o nueve?

Él la miró con extrañeza.

—Sí, ¿por qué?

El difunto marido de Antonia había descrito a su joven primo como la encarnación del diablo. Ella había imaginado que era un canalla, un agitador que no había hecho sino provocar disturbios en toda la comarca. Pero ¿nueve años? No era más que un niño.

—¿Cuántos años tenía cuando decidió abandonar Selsdon? —le preguntó.

Gareth la miró sorprendido.

—¿Que cuándo lo decidí? —repitió—. Tenía doce años cuando me marché de Selsdon, si se refiere a eso.

—Supongo que sí —respondió ella, aunque no lo tenía muy claro—. ¿Puedo preguntarle, excelencia, cuántos años tiene ahora?

—Dentro de unas semanas cumpliré treinta —respondió él, observándola con atención.

—Cielos —dijo ella.

Él sonrió, haciendo que en las esquinas de sus ojos aparecieran unas arruguitas.

—¿Le parece que tengo un aspecto un poco tronado?

Ella se permitió el placer de contemplar de nuevo su rostro con detenimiento.

—No, francamente esperaba a alguien mucho mayor —respondió al fin—. ¿Sólo tiene treinta años? En algunos aspectos que no sabría explicar, parece mayor, aunque no por su aspecto.

Él volvió a encogerse de hombros, como si le tuviera sin cuidado dar la impresión de tener treinta o sesenta años.

—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó—. Yo le he confesado mi edad, es justo que usted me confiese la suya.

Antonia sintió que se ruborizaba de nuevo.

—Creo que tengo veintiséis años... Para ser sincera, he perdido la cuenta.

Él esbozó una leve sonrisa, como si sonriera para sus adentros; pero si uno le observaba más de cerca, veía que sus ojos traslucían una profunda admiración masculina, un ardor sensual que se intensificaba conforme paseaba su mirada perezosamente sobre ella.

—Es usted muy bella para una mujer de veintiséis años —dijo—. Y aún no ha alcanzado su plenitud como mujer. Le quedan aún muchos años por delante, Antonia. Espero por su bien que no los desperdicie.

Antonia notó que su respiración se aceleraba de nuevo al tiempo que un recuerdo —las manos de él acariciándole los pechos bajo la lluvia, su camisón empapado, toda la escena— irrumpía de improviso en su mente. Sintió que se sonrojaba y que todo su cuerpo se tensaba. El recuerdo era tan sensual como bochornoso. Observó que él la miraba con ojos ardientes y durante un instante le pareció como si hubiera una pregunta suspendida entre ellos. Un deseo no expresado. Aguardó unos momentos sobre ascuas, preguntándose si él la formularía. Y qué le respondería ella.

Pero él se limitó a aclararse la garganta y se puso en pie.

—Bien, estoy seguro de que desea que le curen esa herida —dijo, ofreciéndole la mano—. De todos modos, la cena había concluido.

Con un sorprendente sentimiento de decepción, Antonia apoyó la mano en la suya, grande y cálida, y se levantó. Lo había interpretado equivocadamente. Había sido un error. ¿Qué sabía ella en realidad de los hombres y de sus deseos?

Se hallaban muy juntos, casi rozándose, y ella percibió su singular calor y olor. Daba la impresión de ser sólido y firme como una roca, y durante unos segundos Antonia se preguntó qué sentiría si él volviera a estrecharla en sus brazos estando ella en su sano juicio.

Pero el duque parecía tener la mente en otro sitio.

—La semana que viene me acercaré a Knollwood a caballo —dijo con voz carente de emoción—. Después de echar un vistazo a la casa, podré decirle aproximadamente cuándo podrá estar preparada para usted.

Antonia se apartó.

—Gracias.

El duque atravesó la habitación y sostuvo la puerta abierta para ella.

—Buenas noches, Antonia —dijo—. Hasta mañana.