Capítulo 9
LAS cortinas estaban cerradas en el pequeño piso sobre el taller de orfebrería. El aire era irrespirable, las habitaciones parecían sin vida. De vez en cuando Gabriel oía unos murmullos procedentes de la habitación contigua, aunque no captaba lo que decían. Estaba aburrido y asustado.
Aunque sabía que no debía hacerlo, se acercó a la ventana y descorrió las cortinas lo suficiente para mirar por ella. Apoyó los codos en la repisa y observó a los joyeros vestidos de negro que entraban y salían de Cutler Street, más abajo. Durante un rato, los observó tratando de imaginar adónde se dirigían con paso firme y decidido. De pronto, oyó un ruido y se volvió.
¡El rabino Isaacs! Gabriel se sentó en el suelo, avergonzado.
—Gabriel, hijo mío —dijo el rabino—, ¿no estás con Rachel?
Gabriel torció el gesto.
—Lo estaba, pero me cansé.
—¿Te cansaste del shiva, de guardar los siete días de duelo? —El rabino se agachó y le acarició el pelo—. Sí, creo que te comprendo. —Tomó la desvencijada silla que había junto a la cama y la volvió de cara a él, que estaba sentado en la alfombra a los pies de la ventana—. Veo que has cubierto el espejo, Gabriel. Eso es correcto a los ojos de Dios. Y has guardado tus zapatos. Lo cual dice mucho en tu favor, hijo mío.
Gabriel bajó la vista y observó sus raídas medias.
—Procuro comportarme como es debido —dijo—. Pero Bubbe no deja de llorar.
El rabino Isaacs asintió con la cabeza.
—Llora porque está de luto —dijo con tono quedo—. Pero las lágrimas de Rachel le dan fuerza, Gabriel. No lo olvides nunca.
Gabriel no lo comprendía. Pero asintió con la cabeza, como suponía que debía hacer.
—Fuiste un buen nieto para Malachi, Gabriel. —El rabino Isaacs le dio una palmadita en la cabeza y se levantó para marcharse—. Sé que se sentía orgulloso de ti.
Gabriel esperó un momento, y luego regresó junto a la ventana, y a sus temores. No sabía qué otra cosa podía hacer.
Al otro lado del amplio pasillo en lo alto de la escalera, Gabriel observó el pálido pero hermoso rostro de Antonia. Se mostraba muy tranquila para una mujer que había estado a punto de..., si no de morir, al menos de sufrir un grave accidente.
—¿Está bien? —le preguntó—. ¿No se ha hecho daño?
Ella sonrió y meneó la cabeza.
—No, pero supongo que le he dado un buen susto —respondió—. Durante unos momentos, temí que nos cayéramos juntos al vacío y aterrizáramos en el sótano.
Él torció el gesto.
—Es el último lugar que desearía visitar en esta casa, créame. Es de allí que proviene esta humedad.
—¡Cielos! —De pronto en el rostro de Antonia se pintó un gesto de temor—. ¿Cómo vamos a bajar?
—En los viejos torreones que se alzan a ambos lados de la casa hay unas escaleras —respondió él—. Son oscuras y siniestras, y supongo que estarán llenas de telarañas, pero yo abriré el camino y las apartaré mientras bajamos.
—Gracias. Es usted muy amable. —Antonia se relajó y echó una ojeada alrededor del rellano. Su rostro estaba pálido como la porcelana en contraste con el color negro de su traje de amazona, pero hoy sus mejillas tenían un toque de color y sus ojos relucían y mostraban una expresión totalmente lúcida—. ¿Cómo llegó hasta aquí arriba sin caerse? —preguntó.
—Tengo el ojo de un marinero para detectar madera podrida —respondió él—. Son gajes del oficio.
—¿En la empresa naviera? —preguntó ella.
—Durante un tiempo fui marinero —le explicó él—. Uno aprende muchas técnicas de supervivencia a bordo de un barco.
Antonia empezó a avanzar tentativamente por el pasillo.
—Estuvo en la marina, ¿verdad? —preguntó sin volverse—. Debió de ser una experiencia muy excitante para un joven.
Él la siguió, perplejo.
—Nunca estuve en la marina.
Ella se volvió, haciendo que el bajo de su vestido girara en torno a sus tobillos.
—Ah —dijo—. Supuse... que se había formado como oficial en la marina.
—No —contestó él moviendo la cabeza.
—Entonces debo de estar confundida —dijo ella. Su sonrisa se había desvanecido un poco. Se volvió y asomó la cabeza en la siguiente alcoba—. Esta casa es tan bonita como triste —murmuró—. ¿No la siente?
—¿El qué?
Ella se volvió y le miró a los ojos.
—La sensación de dolor —respondió en voz baja—. Flota en el ambiente.
Gareth crispó la mandíbula y apretó los dientes. Había sentido el dolor y la tristeza de inmediato. Lo había vivido. Pero no quería hablar del pasado, y menos con Antonia. Por lo demás, al margen de lo que sintiera hacia su difunto primo, nada de ello era culpa de su viuda.
—¿De modo que ha venido para echar un vistazo a la casa? —preguntó—. Yo la habría invitado a venir, pero temí que no fuera un lugar seguro.
En cierto sentido era verdad. Pero también había deseado estar solo en su primera visita a Knollwood. Lo cierto era que no sabía cómo se sentiría al regresar aquí. Ahora, sin embarbo, se alegraba de verla.
—No sabía que estuviera usted aquí. —Antonia se había acercado a la ventana que daba al jardín delantero—. Vine a caballo para echar una ojeada a la casa, y cuando vi que la puerta principal estaba abierta, no pude resistir entrar.
Él la siguió hasta la ventana. Los hombros de ambos se rozaban mientras miraban a través del cristal. Él señaló un punto situado sobre el lejano bosque.
—Allí está el tejado de Selsdon —dijo—. ¿Lo ve?
—Sí —respondió ella—. ¡Y allí está la colecturía! ¿Y ese espacio entre los árboles no es el viejo camino de herradura?
—Sí, que desciende hasta los establos de Selsdon. De niño lo recorría con frecuencia.
—En cierta ocasión traté de utilizarlo —confesó ella—. Pero estaba cubierto de maleza.
—Haré que lo desbrocen para que pueda utilizarlo —le aseguró él—. Llevará un tiempo ponerlo en condiciones, Antonia, pero este lugar puede volver a ser un hogar. El dolor y la tristeza pueden ser eliminados junto con los suelos podridos. ¿Me cree?
—Sí, le creo —contestó ella, bajito.
—¿Antonia?
—¿Sí?
—Ella no le miró.
—¿No se sentirá sola aquí? Yo... no quiero que se sienta sola.
Gareth apoyó las manos en la repisa y se inclinó sobre la ventana. Ella hizo lo propio.
—Lo ignoro —respondió, mirando a través del sucio cristal—. Quizá sí. Pero nadie se ha muerto nunca de soledad.
Tenía razón. Durante largo rato, ninguno de los dos dijo nada. Estaban envueltos en una extraña y apacible calma. Una sensación de intimidad que él se resistía a romper. Por fin se aclaró la garganta y dijo tímidamente:
—Hace unos momentos, en la escalera, me... llamó Gabriel.
Ella se volvió hacia él, sus labios entreabiertos casi como si esperara que la besara.
—En efecto, excelencia —respondió—. No debí permitirme esa libertad. Discúlpeme.
Él sonrió levemente y meneó la cabeza.
—No es necesario que me llame excelencia —dijo—. Tan sólo me refería a que..., bueno, hace mucho que nadie me llama Gabriel.
Desde la noche en que habían hecho el amor bajo la lluvia, y desde hacía muchos años antes de ese episodio.
—Ya —respondió ella con tono quedo—. Rara vez he oído que le llamaran por otro nombre. ¿Prefiere que le llame de otra forma?
Él se encogió de hombros.
—Puede llamarme como quiera —respondió—. Pero tengo la sensación de que esa parte, la parte que se llama Gabriel, se perdió hace mucho tiempo, Antonia.
—¿A qué se refiere?
—Unos meses después de abandonar este lugar, comprendí que era mejor que nadie pudiera localizarme. Y me disgustaba la persona débil y atemorizada en que me había convertido. De modo que me convertí en otra persona.
—Entiendo —murmuró ella.
Pero no lo entendía. Era imposible que lo hiciera.
Antonia estaba muy pensativa.
—Pero si ha perdido una parte de sí mismo —añadió—, quizá debería tratar de recuperarla. Sé cómo se siente. En cierta ocasión me perdí a mí misma, mi alegría, mi fe, todo cuanto era yo. Para ser sincera, no he recuperado todo lo que perdí. Pero algunos días, siento renacer la esperanza. ¿No es a lo que aspiramos todos? ¿A ser simplemente..., no sé..., lo que estamos destinados a ser?
Gareth desvió la vista.
—Yo estoy satisfecho de ser como soy —dijo.
Antonia se incorporó y preguntó con tono jovial:
—Entonces dígame, ¿qué habitación ocupaba cuando vivía aquí?
Él se dirigió hacia la puerta, y ella le siguió.
—Ésta —respondió—. Me encantaba el baúl junto a la ventana que contenía mis juguetes, los pocos que tenía. Pero la cama me inspiraba terror.
Antonia la miró estremeciéndose con gesto teatral.
—Cielos, tiene un aspecto medieval. Ese terrorífico dosel de madera. Comprendo que a un niño le hiciera sentirse atrapado.
Gareth se rió, pero sintió una curiosa sensación de alivio al comprobar que alguien le comprendía. Casi sin darse cuenta, le contó las ideas y pesadillas que había tenido de pequeño. Su convencimiento de que unos duendes habitaban debajo de su cama, y que unos fantasmas se ocultaban en su armario ropero. De cómo el denso silencio de las noches en el campo podía atemorizar a un niño acostumbrado al bullicio de la ciudad.
Mientras conversaban se pasearon por la habitación; Antonia alzaba las esquinas de las fundas de holanda para ver qué había debajo de ellas.
—Pobrecito —dijo cuando él terminó de hablar—. Había venido a vivir en un lugar que le era extraño. Un lugar muy distinto de la ciudad a la que estaba acostumbrado. Cuando mi esposo y yo nos trasladamos al campo, a Beatrice le aterrorizaban...
Gareth se volvió hacia ella. Antonia había palidecido y tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Él le tomó la mano con suavidad y la atrajo hacia sí.
—¿Qué era lo que aterrorizaba a Beatrice? —Intuía que debía obligarla a seguir hablando—. Dígame, Antonia, ¿quién era Beatrice? ¿Qué era lo que le daba miedo?
Antonia tragó saliva y apartó los ojos de los suyos.
—Beatrice era... mi hija —respondió al fin—. Le daban miedo los setos vivos. No... no debo hablar de ella.
Gareth retuvo su mano.
—¿Quién le dijo eso? —le preguntó con dulzura—. ¿Quién le dijo que no debía hablar de ella?
—A nadie le interesa oírlo —balbució Antonia—. Papá dice que el dolor de una persona aburre a los demás.
—Hace un rato me pasé un cuarto de hora contándole los motivos del mío —dijo—. ¿La aburrí con mi relato?
—Le ruego que no se burle de mí —respondió ella. Hablaba de forma atropellada, y sus ojos mostraban de nuevo esa expresión de una potranca asustada—. Trato... de hacerlo lo mejor posible.
Él la condujo de nuevo hacia el asiento de la ventana y la obligó, con delicadeza, a sentarse.
—¿De modo que a Beatrice le asustaban los setos vivos? —preguntó, insistiendo en el tema—. ¿Porque eran muy altos?
Ella volvió a tragar saliva.
—Sí, muy altos —respondió—. A veces, no dejaban ver el sol. Y los árboles cuyas ramas colgaban sobre la carretera también la aterrorizaban. Y cuando pienso en ella, en dónde estará, pienso en lo asustada que debe sentirse. —Su voz se quebró, y se llevó una trémula mano a la boca—. Sé que me echa de menos. Y... temo... ¡Ay, Gabriel, temo que esté en la oscuridad!
Gareth le rodeó la cintura con un brazo. Cielo santo, ahora comprendía muchas cosas. Sabía lo que significaba tener miedo. Ser un niño que se siente perdido y desesperado. Pero la hija de Antonia ya no estaba atrapada en esta espiral mortal.
—Beatrice no está en la oscuridad —murmuró él—. Está en la luz, Antonia. Está en el cielo, y se siente feliz.
—¿Cree que está en el cielo? —preguntó Antonia con voz entrecortada—. ¿Cómo podemos saberlo? ¿Los judíos tienen un cielo? En tal caso, ¿cómo sabe que existe? ¿Cómo? ¿Y si... y si todo lo que nos enseñaron no fuera cierto? Meras mentiras para... para tranquilizarnos. Para hacernos callar.
—Antonia, creo que la mayoría de nosotros creemos que existe algo más allá de la muerte —respondió él, tomando una de sus manos en las suyas—. He estudiado más de una religión, y es un concepto prácticamente universal.
—¿De veras? —preguntó ella entre lágrimas.
—Sí, y estoy convencido de que los malos van al infierno —contestó él—, y que todos los niños van al cielo. Estoy seguro de que su hija Beatrice está en paz. Pero el que yo lo crea no es lo mismo a que lo crea usted. No hay nada de malo en tener miedo o dudas, y no hay nada de malo en hablar de ello.
La mano que Antonia tenía libre temblaba con violencia.
—¡No sé qué pensar! —exclamó—. A veces me siento cansada de llorar.
Gareth apoyó la mano en su mejilla y la obligó con suavidad a volver el rostro hacia él.
—En cierta ocasión un rabino muy sabio me dijo que nuestras lágrimas nos dan fuerza, Antonia —dijo con calma—. Según la fe que profesaban mis abuelos, el duelo es un proceso sagrado que requiere un tiempo. Recordamos a nuestros muertos los días festivos. Y en el aniversario de su muerte, honramos y conmemoramos su vida.
—Qué extraño me resulta eso —dijo Antonia. Sus ojos azules y límpidos le miraban asombrada—. Creía que todo el mundo coincidía en que yo no debía pensar nunca en ello.
—Un buen judío le dirá que es preciso que piense en ello. —Él le acarició la mano mientras hablaba, obligándola a relajar el puño—. Y que hable de ello. Debe dedicar unos minutos a hacer esas cosas, y honrarlas por ser trascendentales. Si su padre le aconsejó que no lo hiciera, estaba equivocado.
—Ocurrió hace mucho tiempo —dijo ella con voz inexpresiva—. Debo seguir adelante con mi vida. Muchas personas pierden a sus hijos.
—Los hijos no son objetos desechables, Antonia —dijo él, irritado. Cielo santo, no era de extrañar que la pobre mujer se hubiera vuelto medio loca de dolor; la habían obligado a reprimir su dolor—. Nadie puede librarse simplemente de un hijo. Lo sé mejor que nadie. Y si Dios le arrebata un hijo, es natural que llore su muerte. Debe hacerlo. Si alguien ha tratado de convencerla de lo contrario, esa persona merece arder en el infierno.
—Eso... es lo que yo creía a veces —confesó Antonia—. Pero todo el mundo opina que forma parte de la vida. Y que debo olvidarme de Beatrice... y de Eric.
—¿Eric era su marido?
Él ya lo sabía. Kemble se lo había dicho, pero al parecer éste ignoraba lo de la hija.
—Sí, mi primer marido.
La voz de Antonia apenas era audible.
—Y estoy seguro de que usted le amaba mucho —dijo Gareth con dulzura.
—Demasiado —contestó ella con aspereza—. Le amaba demasiado. Hasta el final..., y entonces había dejado de amarlo.
Gareth no sabía qué decir. Le apretó la mano de nuevo.
—¿Por qué no me habló de Beatrice? —preguntó.
Ella le miró con ojos rebosantes de dolor, pero no dijo nada.
—¿Qué edad tenía? —inquirió él, animándola a continuar—. ¿Cómo era físicamente? ¿Tenía un espíritu intrépido? ¿Era tímida?
En el semblante de Antonia se dibujó una sonrisa melancólica.
—Era una niña intrépida —murmuró, sacando un pañuelo del bolsillo de su chaqueta de montar—. Y se parecía a mí. Éramos muy parecidas. Todo el mundo lo decía. Pero... yo ya no soy la que era. No soy intrépida. Apenas me reconozco. Beatrice era una niña maravillosa. Tenía... tres años.
—Lo siento mucho, Antonia —dijo él—. No puedo imaginar la gravedad de su pérdida, pero lo lamento profundamente.
Gareth era sincero. Era imposible imaginar el horror de lo que ella había pasado. Él tenía doce años cuando el destino le había separado de su abuela. Se habían desembarazado de él como si fuera un montón de basura, sin que nadie, salvo ella, se ocupara de él. Y Rachel Gottfried —una mujer fuerte y sensata— había vivido sólo dos años después de eso. Si un dolor así podía arrebatar a una mujer de su fortaleza y su fe del deseo de vivir, significaba que podía doblegar a cualquiera.
Antonia ni siquiera había podido llorar la muerte de su hija. A menos que él estuviera equivocado en sus cálculos, su padre había concertado un segundo matrimonio para ella al poco tiempo de que perdiera a su primer marido, un matrimonio que había terminado en una indecible tragedia. Gareth casi confiaba en que ella no supiera que su primer marido era un canalla que le había sido infiel, pero lo sabía. Lo había visto en sus ojos.
—Mi padre creyó que yo debía seguir adelante con mi vida —dijo ella en voz baja—. Dijo que cuanto antes volviera a casarme, antes podría tener otro hijo. Dijo que me resultaría más fácil olvidar lo que le había ocurrido a Beatrice, y que Warneham me ofrecía lo que nadie más me ofrecería. Pero le fallé. No le di un hijo.
Gareth no sabía cómo responder a eso. Le apartó con dulzura un mechón rebelde, y se lo recogió detrás de la oreja.
—Antonia, cuando una mujer ha sufrido un trauma, tengo entendido, aunque no soy un experto en estos temas, que a veces le cuesta volver a quedarse embarazada.
Ella fijó la vista en el suelo y meneó la cabeza.
—No fue por eso —murmuró—. Fue porque... yo no era lo bastante deseable.
—¿Que no era lo bastante deseable? ¿Acaso estaba ciega?, pensó Gareth.
—Tenía los ojos hinchados y la nariz enrojecida de tanto llorar, según decía mi padre —confesó ella con tono quedo—. Decía que las mujeres desdichadas no resultaban atractivas a los hombres. Eric también me lo dijo. De modo que traté de hacer lo que debía para agradar a Warneham. Le aseguro que lo intenté. Pero no hacía más que pensar en Beatrice. Luego él murió, y todo el mundo pensó que yo deseaba su muerte... o peor aún. Pero no es cierto. No deseaba su muerte.
—Antonia. —Gareth se llevó una mano a la frente durante un instante, midiendo bien sus palabras—. ¿Acaso Warneham no... se mostraba romántico con usted?
Ella alzó sus estrechos hombros y estrujó el pañuelo.
—Trató de serlo —respondió en un murmullo—. Pero nunca conseguimos..., yo no era capaz de complacerle.
Él le apretó de nuevo la mano brevemente y con firmeza.
—Antonia, ¿por qué cree que... la incapacidad sexual de su marido tenía algo que ver con usted? ¿Por qué no se lo comentó él al doctor Osborne? ¿No dicen que estaba obsesionado con su salud?
—En efecto, lo estaba, pero ignoro si le contó al doctor lo que sucedía —dijo ella, sorbiéndose la nariz—. Aunque creo que el doctor Osborne lo sospechaba.
—¿Que lo sospechaba? ¿Por qué?
—A veces me hacía ciertas preguntas, con delicadeza, desde luego —respondió ella—. Supongo que estaba preocupado por mí. Sabía que Warneham se había casado conmigo sólo por una razón. Pero yo sentía que le había fallado.
—Antonia, usted no le falló —le dijo—. Warneham no era joven.
—Eric sí lo era. —Ella enroscó el pañuelo alrededor de sus dedos con tanta fuerza, que él temió que la sangre dejara de fluir a ellos—. Decía que un esposo desea que su mujer sonría y esté alegre. Y que si no lograba que él se sintiera adorado por ella, si estaba siempre malhumorada y quejosa, él no desearía acostarse con ella.
—Ya —dijo Gareth, desenroscando el pañuelo de sus dedos—. ¿Qué excusa alegaba él?
Ella se volvió y le miró extrañada.
—¿A qué se refiere?
Gareth no la miró, sino que extendió el pañuelo sobre su rodilla y empezó a doblarlo con meticulosidad.
—Su marido era un embustero, Antonia —respondió por fin—. Llámeme cerdo si quiere, pero yo desearía acostarme con usted aunque no dejara de llorar, gritar y tratar de apuñalarme. Créame, me tendría sin cuidado que tuviera la nariz enrojecida.
—No... no comprendo —dijo ella.
Gareth se encogió de hombros.
—¿Por qué cree que vine hoy aquí, Antonia? —preguntó—. Prefería que me arrancaran una muela a tener que regresar a Knollwood. Aquí es donde mi vida se fue al traste. Pero si consigo que se quede aquí..., si no la obligo a marcharse de Selsdon... —Gareth sacudió la cabeza, se aclaró la garganta y continuó, turbado—: Estoy seguro de que conocerá a otro hombre, Antonia —dijo—. Se enamorará de alguien digno se usted, de un hombre que cuente con la aprobación de su familia. Un hombre de sangre azul, y confío que esta vez tenga un corazón tan puro como el suyo.
Ella abrió la boca para decir algo, pero él se volvió y aplicó un dedo sobre sus labios para silenciarla.
—Escúcheme, Antonia —dijo—. Es usted una mujer deseable, una mujer muy bella, y tiene sólo veintiséis años. Tiene muchos años para conocer al hombre adecuado y tener hijos con él. Pero tiene todo el derecho de llorar la muerte de la hija que perdió. La llorará el resto de su vida, estoy seguro de ello, no cada minuto, pero cada día, durante al menos un minuto y a menudo durante más tiempo. Hasta que conozca a un hombre que lo acepte, no se case con nadie.
—Ya no quiero esa vida —respondió ella, con voz más firme—. Cuando murió Warneham decidí que quería llevar una vida independiente. Sé que no soy la persona que era. Pero deseo tener un hogar, y tomar mis propias decisiones. No quiero que un hombre me diga lo que debo hacer o sentir. Y cuando quiera llorar, lloraré. Si no puedo tener esas cosas... si no las consigo..., creo que me moriré. Sé que me moriré, porque he estado a punto de hacerlo.
Su determinación era sorprendente. Estaba claro que había reflexionado mucho sobre su independencia. Gareth decidió no insistir en el tema y le devolvió el pañuelo. Luego apoyó la mano en la suya.
—Debemos irnos —dijo—. La acompañaré de regreso a Selsdon. Enviaré a Watson a Londres para que contrate a una cuadrilla de albañiles para que comiencen las reformas la semana que viene.
—Sí, debemos regresar. —Se levantaron del asiento de la ventana y salieron al pasillo—. Es lunes, ¿verdad? Esta noche tendremos muchos invitados a cenar.
Maldita sea. Gareth había olvidado que el lunes era la noche en que sir Percy y su grupo de amigos acudían a cenar. Era una tradición agradable, pero esta noche no estaba de humor para agasajar a otras personas.
Antonia se detuvo frente a la habitación que había ocupado la abuela de Gareth y se volvió hacía él.
—¿Tengo la nariz enrojecida? —preguntó—. ¿Parezco un espantajo?
Gareth sonrió.
—Su nariz tiene un agradable color rosado —respondió—. Usted no puede parecer nunca un espantajo, Antonia.
Ella sostuvo su mirada.
—¿Me encuentra realmente deseable?
Él sintió que su sonrisa se desvanecía.
—Hay muchas mujeres deseables, Antonia —contestó—. Pero usted es más que eso.
Ella siguió mirándolo con ojos luminosos y sinceros.
—Ojalá... volviera a demostrármelo, Gabriel.
Él entrecerró los ojos.
—¿Cómo?
Ella desvió la mirada.
—Dijo que había pasión. Una locura. Que había algo ardiente e intenso entre nosotros. Deseo volver a sentirlo, siquiera un momento. Béseme. Béseme como me besó ese día en el cuarto de estar.
Él retrocedió un paso.
—No sería prudente, querida —respondió en voz baja—. Lo que deseo cuando la miro es..., no importa. En este momento tiene las emociones a flor de piel. Sería aprovecharme de esta circunstancia.
Ella ladeó la cabeza y le observó.
—No haga eso —murmuró—. Por favor, no me hable en tono condescendiente. No finja que soy una mujer frágil y estúpida. Soy fuerte, más de lo que parezco, Gabriel. No me subestime.
Él avanzó hacia ella y apoyó una mano en su hombro.
—No es eso, Antonia.
—Yo creo que sí —contestó ella acercándose a él—. Ha dicho que le parezco atractiva. Yo... le pido que me lo demuestre.
—No soy el hombre adecuado para usted, Antonia —respondió él con calma—. Usted lo sabe.
—Sí, lo sé.
—Entonces no fuerce... la situación. No soy un caballero, Antonia. No la rechazaré. Cuando haya terminado con usted, sabrá con exactitud lo que siento por usted. Porque no me detendré después de un beso.
Pero ella avanzó hacia él y apoyó una mano en su pecho.
—Demuéstremelo —murmuró, rozando con su boca el borde de la mandíbula de él—. Recuerdo cómo hizo que me sintiera esa noche. No sé... por qué le mentí. Recuerdo gran parte de lo que sucedió, y eso hace que me sienta un poco avergonzada. Pero no puedo dejar de pensar en ello.
—Antonia, se sentía sola y asustada —dijo él—. Yo le di lo que necesitaba. En eso soy un maestro. Pero aparte de eso, no tengo nada que ofrecerle.
—No le pido nada más —dijo ella—. ¿Sabe lo que significa, Gabriel, experimentar algo tan intenso y tan puro, cuando lo único que una siente es una emoción confusa y caótica? ¿Estar tan obsesionada con una misma y el deseo de una misma que todo lo demás no cuenta? Para mí fue un alivio. Como una redención, no de mi alma, sino de mi ser.
Él la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Olvidó que apenas la conocía; que hacía pocos días le había parecido fría y altiva, quizás incluso una asesina.
—Antonia —dijo, sepultando la cara en su cabello—. Esto es un grave error.
Ella deslizó su otra mano por la espalda de su levita al tiempo que apoyaba la mejilla en su solapa.
—Oigo los latidos de su corazón —dijo—. Late con fuerza. Con determinación. No, esto no es un error. Es... lo que es. Dos personas, Gabriel. Dos personas que están solas. Es nuestro secreto. Nuestro pecado. Nadie tiene que saber nunca lo que hacemos aquí.
Le había convencido. Antonia lo intuyó. Él la deseaba. Con este hombre, su instinto femenino no le fallaba. Gabriel agachó al cabeza y la besó en la frente.
—Sólo esta vez —dijo, con voz ronca de deseo—. Una última vez, Antonia. Luego..., esto debe terminar.
—Sí —murmuró ella, pues en ese momento habría vendido su alma al diablo con tal de sentir de nuevo las caricias de Gabriel—. Lo juro, Gabriel.
Antonia sintió que él oprimía su boca sobre la suya, con firmeza y avidez. Durante unos instantes la duda hizo presa en ella y se sintió perdida, nadando en la sensación de un beso que hacía que las rodillas apenas la sostuvieran y le cortaba el aliento.
Las manos de Gabriel empezaron a moverse sobre su cuerpo, apremiantes e insistentes. Apoyó la cálida palma de una mano en la parte inferior de su espalda, tirando de su camisa para sacársela de la falda. Le acarició su piel desnuda, abrasándola con sus caricias mientras no dejaba de besarla. Ella no recordaba cómo se dirigieron hacia el dormitorio bañado por el sol, pero cuando Gabriel la hizo retroceder hasta rozar el colchón, sintió el borde de madera de la cama contra sus piernas.
Era vagamente consciente de estarle ayudando a quitarse la chaqueta y el corbatín. Gabriel le desabrochó la chaqueta y se la quitó. Ella oyó que caía al suelo. Empezó a respirar trabajosamente. Sus dedos comenzaron a desabrochar los botones de su chaleco mientras él deslizaba la boca sobre su mandíbula, y más abajo. Luego deslizó la punta de su lengua, suavemente, sobre su cuello y su pulso, haciendo que ella se estremeciera.
—¡Ah! —exclamó Antonia en voz baja.
Esto era lo que deseaba. Lo deseaba a él. Necesitaba perderse en una emoción que no fuera dolor o pesar, sino una celebración de la vida. Y Gabriel estaba pletórico de vida. Impaciente, le quitó el chaleco y le sacó el faldón de la camisa, tras lo cual introdujo los dedos por la cinturilla de su pantalón de montar. Sintió su rígido pene oprimido con firmeza contra su vientre, y deslizó los dedos más abajo. Pero cuando rozó la aterciopelada punta de su miembro en erección, Gabriel se quedó inmóvil.
—Espera —dijo, apartándola un poco—. Tú no mereces que sea así, Antonia.
—¿Y cómo debe ser? —preguntó ella.
Él hizo que se volviera y la sentó en la cama, mientras su camisa se movía suavemente alrededor de su cintura.
—Ven —dijo, tirando de ella y colocándola entre sus piernas—. Deja que te desnude lentamente, Antonia. No quiero levantarte simplemente las faldas. Deja que me recree contemplando tu pura belleza inglesa.
De pronto Antonia sintió vergüenza. Era distinto cuando se abrazaban y acariciaban como fieras. Pero hacerlo lentamente... Pensando..., le resultaba más difícil.
—No puedo esperar más —le imploró mientras él le desabrochaba los botones de la camisa.
—Es preciso —insistió él con firmeza—. No quiero volver a tomarte como... la otra vez. Lo haremos despacio, Antonia. Esta vez lo haremos a mi manera.
Ella cerró los ojos y asintió mientras los tibios y hábiles dedos de él le quitaban el corpiño.
—¡Espera! —dijo ella, abriendo los ojos—. Quítate la camisa. Por favor.
Él la miró sonriendo como un chico travieso.
—Puedes quitármelo todo, excepto quizás estas botas, que no creo que seas capaz de arrancarme sin forcejear con ellas.
Antonia le devolvió la sonrisa.
—Tus botas no son un impedimento para lo que deseo —respondió—. Déjatelas puestas. Pero quítate la camisa.
—Lo que ordene su excelencia —dijo él, quitándosela por la cabeza con un rápido movimiento.
—¡Ah! —Antonia paseó su mirada sobre él—. ¡Cielos!
Gabriel era esbelto y su piel tenía un cálido color de miel. Su torso estaba cubierto por unos fibrosos músculos y una fina capa de vello rubio. Al igual que sus brazos. Tenía el cuerpo de un hombre vigoroso y sensual en la flor de la vida. Extendió un brazo y la colocó de nuevo entre sus piernas.
—Te advierto que nos arrepentiremos de esto —dijo, alzándole la camisa para besar la suave piel debajo de sus costillas—. Pero es demasiado tarde. Más vale que gocemos de este momento. Deja que te quite esto.
Antonia sintió de pronto que su falda se deslizaba sobre sus piernas.
—¡Oh! —exclamó, mirando el suelo.
—Todo —dijo él con voz ronca—. Toda la ropa, Antonia. Esta vez quiero contemplarte mientras te hago el amor.
Alzó la cabeza y la miró, sus ojos luminosos y dorados bajo el sol vespertino.
En ese momento, nada existía más allá de la polvorienta habitación. Fuera se había levantado una leve brisa, que agitaba las ramas frente a las ventanas. A lo lejos, una vaca mugía. El sol declinaba en el cielo. Pero ella sólo lo veía a él, sus ojos ávidos y su rostro enjuto y duro. Ella deseaba esto; lo había implorado. Y lo que él deseaba no era excesivo. Sin decir palabra, levantó los brazos y empezó a quitarse las horquillas del pelo.
Él no le quitó la vista de encima, observándola con creciente ardor. Cuando ella se hubo quitado todas las horquillas, se deshizo de sus prendas interiores, con manos temblorosas, y las dejó caer al suelo.
—Cielo santo —dijo él con voz entrecortada.
Antonia no se había quedado nunca desnuda ante un hombre a plena luz del día. Se sentía abochornada, y un poco insegura, pero el ardor que traslucían los ojos de él la tranquilizó.
—¿Tienes idea de lo bella que eres, querida? —murmuró él, acariciándole los pechos casi con gesto reverente—. Estos pezones rosados, perfectos, son capaces de resucitar a un hombre de entre los muertos.
—Gracias —respondió ella con sinceridad—. Creo que debo quitarme también las botas y las medias.
En la boca de él se dibujó una perezosa sonrisa. Le pellizcó ligeramente los pezones, haciendo que se pusieran tensos y rígidos.
—Si quieres, puedes dejarte puestas las botas, excelencia.
Ella estiró el cuello para mirarlas.
—Creo que no —respondió—. ¿Quieres hacer el favor de desabrochar las hebillas?
Antonia observó los dedos largos y elegantes de él mientras la despojaban de las botas. Luego le bajó las medias enrollándolas sobre sus piernas, con tanta habilidad como habría hecho su doncella.
—Veo que tienes experiencia en estos menesteres —murmuró ella.
—Un poco, sí —respondió él, arrojando la última media a un lado—. No soy un inocente, Antonia. Pero puedes utilizarme como creas conveniente.
Sonaba duro, como si él mismo se menospreciara. Debía de saber que para ella representaba algo más que eso. Pero cuando se enderezó y abrió la boca para regañarle, Gabriel apoyó sus cálidas manos sobre las nalgas de ella, atrayéndola hacia sí. Sintiéndose aún un poco turbada, Antonia cerró los ojos un instante. En ese momento, él pasó la lengua ligeramente sobre su vientre, haciendo que se estremeciera y contuviera el aliento.
—Querida, veo que eres fácil de complacer —murmuró él.
—Sí, contigo... creo que lo soy —musitó ella, cerrando los ojos—. Pero deseo saber cómo... ¡Cielos! ¿Qué...? Esto es...
—¿Delicioso? —preguntó él, retirando su lengua.
Ella le sujetó con firmeza por los hombros y asintió.
Él la alzó y le separó las piernas con sus manos anchas y fuertes, introduciendo la lengua en sus partes íntimas lo bastante profundamente para hacerla enloquecer. Lo bastante profundamente para hacerla contener el aliento. Repetidas veces. Antonia sabía algo sobre el deseo y —o eso creía— sobre su cuerpo. Pero enseguida comprendió que no sabía nada en absoluto.
—¡Basta! —exclamó al cabo de unos momentos de suplicio—. ¡Basta, por favor!
Él se detuvo en el acto.
—¿Antonia?
La preocupación que denotaba su voz era palpable.
Ella abrió los ojos y le miró.
—No te detengas —aclaró. Se pasó la punta de la lengua por el labio—. Eso ha sido... ¡Oh! Algún día quisiera..., Me refiero a que, de momento... sólo te deseo a ti.
Él se abrió la bragueta de su pantalón de montar y de los calzoncillos con una mano. Antonia bajó la vista y contempló su miembro erecto, que asomaba a través del tejido. Era... impresionante.
—Siéntate sobre mí —dijo él con voz ronca.
Ella le miró a los ojos.
—¿Qué...?
Él la atrajo hacia sí con brusquedad.
—Acércate, mujer, y deja de mirarme —le ordenó.
Antonia soltó una risita nerviosa y apoyó una rodilla en el colchón. Gabriel la colocó encima de él, le separó las piernas e hizo que se sentara sobre su rígido pene, dejando que éste se deslizara dentro de su cálida vulva rozando su punto más sensible.
—Ah —gimió ella, estremeciéndose de nuevo entre sus brazos—. ¿No quieres... desnudarte? ¿O tumbarte en la cama?
—No hay tiempo, cariño.
Tras emitir un gruñido de placer, Gabriel la levantó un poco. Ella sintió que su miembro la penetraba de nuevo. Apoyando las manos en los anchos hombros de él, se incorporó sobre las rodillas y empezó a moverse sobre él.
—Cielo santo —dijo Gabriel con voz entrecortada—. ¡Dios!
La penetró más profundamente, lenta pero inexorablemente, dilatándola hasta un extremo increíble.
—¡Ah!
Antonia se alzó, a modo de experimento, deleitándose al contemplar el miembro viril que salía de su cuerpo. Se sentó de nuevo sobre él, emitiendo un suspiro dulce y perfecto. Esto era increíble. De rodillas, sobre él, casi controlaba la situación. Gabriel apoyó sus manos en su cintura y volvió a alzarla con delicadeza.
—Esto es... increíble —musitó ella.
Gabriel se rió.
—Hazme trabajar amor —dijo, inclinándose hacia atrás para observarla.
Pero Antonia agachó la cabeza y le besó, con los labios y la lengua, introduciéndola en su boca, tal como él la había besado. Parecía como si algo en la habitación hubiera estallado en llamas. Les envolvía el calor y el deseo, un fuego de intenso y emotivo deseo carnal. Ella se incorporó de rodillas una y otra vez, moviéndose sobre él al tiempo que sus lenguas se entrelazaban en un duelo de pasión. Él seguía sosteniéndola por la cintura con sus musculosas manos. Ella contempló su vientre duro y plano como una tabla mientras él la penetraba una y otra vez, abrasándola. Poseyéndola.
Ella jamás había imaginado que esto, ni nada parecido, fuera posible. Gabriel apartó su boca de la suya y tomó su pezón entre los dientes. Lo mordió, no con fuerza, pero lo suficiente para hacerle daño. Sin embargo, no se lo hizo. Antonia gimió al sentir su lengua succionando y lamiéndole la pequeña y rígida punta del pezón, conduciéndola hacia el éxtasis. Era enloquecedor. Incendiario. Clavó las uñas en los hombros de Gabriel. Sintió que se perdía en los dulces e intensos movimientos del cuerpo de él, siguiendo su ritmo, restregándose contra él con desenfreno, buscando algo precioso y huidizo.
—Ven a mí, Antonia —dijo él con voz ronca—. Santo cielo, eres una salvaje.
—Sí, lo soy —respondió ella, aunque la voz no parecía la suya—. Me siento... distinta.
—Ven a mí, amor mío —repitió Gabriel con dulzura—. Déjame verte..., déjame... ¡Dios!
Antonia sintió que estallaba dentro de ella una luz blanca y cegadora. Sintió que su cuerpo se fundía con el de él, rindiéndose a él, dándole lo que él le exigía. Y de pronto perdió la noción del tiempo, ajena a todo excepto a la maravillosa y perfecta unión de dos cuerpos. Una sensación de alivio a la vez carnal, dulce y gloriosa. Por fin recobró el sentido, respirando trabajosamente y un poco asustada.
No era estúpida. Sabía lo que era el deseo. Y su cuerpo, o eso había creído hasta ahora. Pero no estaba segura de lo que acababa de suceder. Todo era infinitamente más intenso, más... todo. Era un poco desconcertante.
Al cabo de unos momentos se dio cuenta de que estaban tumbados en la cama. Gabriel yacía debajo de ella, boca arriba.
—Dios mío —murmuró ella—. Gabriel, puede que esto no sea... conveniente.
Él alzó la cabeza y la miró.
—Desde luego no ha sido mi mejor actuación —respondió.
Antonia le miró sorprendida.
—¿Ah, no?
Él se rió y apoyó de nuevo la cabeza en la cama.
—Cinco minutos no es lo habitual en mí. —Ella captó de nuevo su tono sarcástico, como burlándose de sí—. Menos mal que eres un barril de pólvora, amor mío, de lo contrario te habrías llevado un chasco conmigo.
Un barril de pólvora. Ella supuso que era un elogio. Se relajó sobre él, oprimiendo sus pechos sobre el torso, levemente húmedo, de él, envuelta por su calor y su olor. Gabriel no utilizaba agua de colonia, sino que olía a jabón y a algo maravilloso. Un olor único y personal.
—Eres un magnífico amante —murmuró, apoyando la cabeza en su hombro—. Lo sabes, ¿verdad?
Él soltó una carcajada grave y gutural.
—Confieso que me lo han dicho alguna vez.
Ella cerró los ojos.
—Pero eres más que eso, Gabriel —continuó ella—. Me acaricias de una forma que no sé explicar. Hay algo entre nosotros que es casi... metafísico.
Él la besó en la sien.
—Antonia, estamos bien juntos —dijo, bajito—. Pero no es más que sexo. Dime que lo sabes, querida.
Antonia sintió que sucumbía al sueño. De pronto se sentía extenuada.
—Sí, lo sé —murmuró—. Es sólo sexo. Y no volveremos a hacerlo.
Pero el hecho de saberlo no la tranquilizó. Por el contrario, no cesaba de pensar en su promesa. Sólo esta vez. Empezaba a arrepentirse de haberlo dicho.