Capítulo 10

LA iglesia de St. George’s-in-the-East era un gigantesco edificio blanco junto al cual todo lo que le rodeaba parecía minúsculo. El campanario, que se recortaba contra el sol de esa mañana de domingo, arrojaba una sombra que se extendía hasta Cannon Street, y sobre los pies de Gabriel.

—No me gusta, Bubbe —murmuró, tirando de la mano de su abuela.

—¡Cómo que no te gusta! —le reprendió la anciana—. Es una iglesia, tatellah. Es la casa de Dios.

—No de tu Dios —masculló el chico.

Su abuela le apretó la mano.

—Gabriel, hijo mío, debes aprender a formar parte de ellos, de estos ingleses. Dentro de unos años, serás lo bastante mayor para celebrar tu bar mitzvah.

Él entrecerró un ojo con gesto de suspicacia.

—Los ingleses no celebran el bar mitzvah, Bubbe.

—Por supuesto que sí, pero lo llaman confirmación —respondió la anciana—. Tu madre deseaba que recibieras la confirmación.

Gabriel restregó la punta del pie contra una grieta en la acera y no dijo nada.

—Vamos, tatellah —dijo su abuela, tratando de convencerlo—. Sube la escalera y siéntate al fondo. Haz lo que hacen los demás.

Gabriel miró de nuevo la iglesia. Un numeroso grupo de personas pasaban junto a ellos y avanzaban por el sendero empedrado. Había elegantes carruajes por doquier.

—¿No vas a entrar conmigo, Bubbe?

Su abuela le acarició la mejilla.

—No puedo, pero tú debes entrar, tatellah. Porque se lo prometí a tu madre, y ella a tu padre.

—¡Pero apenas me acuerdo de él!

Su abuela le pellizcó la mejilla.

—No importa —respondió con firmeza—. No deja de ser tu padre. Y no debes decepcionarle nunca.

—Um. —George Kemble se relamió de forma sonora—. Prepara usted una excelente taza de té, señora Waters. Es wu-long de Fujian, ¿no?

Nellie Waters le miró con recelo a través de la mesa del ama de llaves.

—Es lo que quedó en la bandeja de té de la señora Musbury —respondió, levantándose. Los criados tomaban el té en las dependencias de los sirvientes cada tarde a las tres, pero los otros ya habían terminado y se habían marchado—. Está allí, en el aparador. Usted mismo puede verlo.

Kemble hizo un ademán indicando a la mujer que volviera a sentarse.

—Siéntese, señora Waters —dijo—. Tengo aún mucho que aprender sobre el funcionamiento de una mansión ducal. Quería pedirle que me ayudara.

Los recelos de la criada no se disiparon, pero volvió a sentarse lentamente.

—Será mejor que se lo pida a Musbury —dijo Nellie—. O a Coggins. Son los sirvientes principales.

Kemble sonrió y cruzó las piernas.

—Sí, pero no conocen la rutina diaria de la casa —contestó—. Esos detalles íntimos que los sirvientes personales perciben de modo instintivo.

—No sé qué significa «de modo instintivo» —dijo Nellie Waters—. Pero sé que lo que usted pretende es averiguar algún chismorreo. No me tome por estúpida, señor Kemble.

—¡Ni mucho menos! —protestó éste—. Usted no tiene nada de estúpida. Por eso pedí a la señora Musbury que nos dejara solos después del té.

—Supongo que no hay nada de malo en ello —dijo la doncella, desarrugando el entrecejo—. Pero no voy a cotillear sobre mi ama.

—¿Y quién le ha pedido que lo haga? —Kemble metió la mano en el bolsillo de su levita y sacó una petaca de plata grabada, que inclinó sobre la taza de Nellie—. ¿Unas gotas de licor?

—Y ahora quiere emborracharme —dijo la doncella.

—Por Dios, mujer, es el mejor armagnac francés que pueda hallar a este lado de Argelia.

En el rostro de la doncella se dibujó la tentación.

—Supongo que unas gotas no me harán daño.

—¡Pues claro que no! —dijo Kemble, vertiendo una generosa porción del licor en las tazas vacías.

Nellie acercó su taza.

—Conozco a los de su especie, señor —dijo, olfateando el brandy—. Sé que ha estado husmeando por aquí, haciendo toda clase de preguntas. Y no dudo que le han hecho venir para esto.

Kemble la miró cariacontecido.

—Ay, Señor, veo que es imposible engañarla.

Nellie se relajó y bebió un buen trago de su taza.

—Dígame lo que quiere sin rodeos, señor, y quizá le ayude —dijo—. O quizá no. Pero si intenta sonsacármelo con malas artes, no lo conseguirá.

Ella le había convencido.

—Verá, señora Waters —le explicó él—, el duque está preocupado por ciertos rumores referentes a la muerte de su primo.

La doncella le miró arrugando el ceño.

—¿Qué clase de rumores?

Kemble esbozó una tensa sonrisa.

—Creo que ya lo sabe, señora Waters —respondió—. Como dice, no es una estúpida.

—Ya, imagino que se refiere a los rumores de que fue envenenado —dijo la doncella—. Quizá lo fuera. Pero digan lo que digan los chismosos del pueblo, mi señora no lo hizo. Es incapaz de una cosa así, pobrecita, y si hubiera querido envenenar a un marido, no habría sido a éste.

Kemble asintió con aire de complicidad.

—Supongo que se refiere a lord Lambeth —dijo—. Por lo que he oído decir, se lo merecía.

Nellie se rebulló en su asiento, turbada.

—Se mató él mismo, el muy idiota —dijo—. Lo que está hecho, hecho está. ¿Qué más quiere saber?

—¿Qué otra persona pudo haber deseado la muerte del duque?

—¡Cielos, la lista es larguísima! —Nellie puso los ojos en blanco—. Las familias de las dos últimas jóvenes con las que se casó, quizás. Uno o dos sirvientes. Y el conde de Mitchley, con quien tuvo una disputa sobre los límites de sus respectivas propiedades. El caso iba a verse en los tribunales el año pasado, según dijo el señor Cavendish. Y el duque estaba furioso con Laudrey, el juez de paz local, por hacer preguntas sobre la muerte de su llorada esposa.

Kemble asintió con la cabeza.

—El actual duque me ha dicho que el médico del pueblo declaró que fue envenenamiento por nitrato de potasio —dijo con gesto pensativo—. Es una droga que se utiliza a menudo para combatir el asma agudo, pero generalmente por inhalación. ¿Estaba el duque enfermo de gravedad?

Nellie frunció el ceño.

—Pilló un resfriado pocos días antes de la boda —respondió—. La tos le duró dos o tres días, y se puso muy pesado, pidiendo paños calientes y calentadores de cama y haciendo que los criados no pararan de subir y bajar las escaleras. El duque era muy aprensivo con respecto a su salud.

—¿Antes de la boda? ¿Usted estaba aquí?

Nellie asumió una expresión de tristeza.

—Lord Swinburne quería que mi señora dispusiera de unos días para aclimatarse —explicó la doncella—. Y quería conocer al doctor Osborne, supongo que para prepararlo. El doctor estaba arriba, auscultando el corazón de mi señora con ese tubo que se mete en la oreja, porque el soporífero que tomaba no le sentaba bien, y dijo que la tos del duque parecía asma, de modo que bajó para examinarlo. Al cabo de una noche, la tos desapareció.

—Muy interesante —murmuró Kemble—. Dígame, señora Waters, ¿vio usted por casualidad el cuerpo del duque después de su muerte?

—Sí, esa mañana oí al viejo Nowell gritar a voz en cuello —respondió Nellie—. Corrí a la alcoba del duque y lo encontré postrado en el suelo.

—¿Vio algo que le llamara la atención, señora Waters? ¿En su rostro, quizá?

—Eso fue lo que me preguntó Laudrey —contestó Nellie—. Tenía los labios de un extraño color pardusco.

—Entiendo. Dígame, ¿había un orinal en la habitación?

—Por supuesto —contestó la doncella—. Fue lo primero que quiso ver el doctor Osborne. Estaba lleno a rebosar. Dije que Musbury debía dar una buena reprimenda a las camareras, pero el doctor dijo que era un... síntoma.

—De envenenamiento por nitrato, sí —dijo Kemble—. El juez de paz, el señor Laudrey, ¿examinó el contenido del botiquín del duque? Y en tal caso, ¿qué hizo con él?

—Sí, se lo mostré yo —respondió Nellie—. El señor Nowell estaba trastornado, y dos días más tarde Coggins le pagó su pensión y se fue de esta casa. De modo que yo mostré al señor Laudrey dónde estaba el botiquín.

—¿Qué hicieron con las cosas del duque?

—¿Con sus medicinas y demás? —preguntó Nellie—. Las guardé en una caja y las llevé a la habitación anexa a la cocina, donde se preparan y guardan los medicamentos. No conviene desperdiciar nada.

Kemble se puso de pie.

—Opino lo mismo, señora Watson —dijo, sonriendo—. ¿Tendría la bondad de enseñármelas?

Nellie le condujo por el pasillo, sacó un pequeño llavero del bolsillo y le hizo pasar a una pequeña estancia que contenía unas mesas de piedra.

—Aquí, en el armario —dijo, sacando una voluminosa caja llena a rebosar con frascos y botes de color marrón.

—¡Santo cielo! —exclamó Kemble—. ¿El duque era hipocondríaco?

Tras reflexionar unos momentos, Nellie confesó:

—No había oído nunca esa palabra, pero en primavera contrajo un extraño sarpullido en la espalda.

Kemble sonrió.

—¿Y dice que el duque era muy aprensivo sobre su salud?

Nellie sonrió con gesto tenso.

—Dicen que Warneham temía morirse antes de concebir otro heredero —respondió la doncella, acercando la caja a Kemble—. Pero yo cero que temía encontrarse con San Pedro. Creo que había hecho algo..., algo de lo que tenía que rendir cuentas.

Kemble pensó que la doncella era la viva imagen de una intuición fuera de lo común. Empezó a examinar el contenido de la caja.

—Polvos dentífricos, polvos para la jaqueca, pastillas para los cólicos, ungüento para el dolor de las articulaciones —murmuró—. Y ¡ajá! Esto.

—Es la medicina para el asma —dijo Nellie.

Kemble sostuvo el frasquito marrón contra la luz.

—Jesús, parece nitrato de potasio puro —murmuró.

Desenroscó el tapón, miró el contenido y lo olió.

—¿Huele mal? —preguntó Nellie, recelosa.

—No huele a nada, como es lógico.

—Entonces, ¿es lo que se supone que es?

Nellie parecía decepcionada.

—Es una sustancia química peligrosa —respondió Kemble—. Venenosa, incluso explosiva, en determinadas circunstancias. —Se abstuvo de enumerar sus numerosos usos, aunque no dejaba de dar vueltas en la cabeza a esas posibilidades. Al cabo de unos momentos devolvió el frasco a su lugar—. No veo ningunas instrucciones sobre la dosis —comentó—. ¿Qué cantidad tomaba el duque?

Nellie se encogió de hombros.

—El duque solía dosificarse él mismo la medicación —respondió—. Pregúnteselo al doctor Osborne.

A Kemble no le gustó la respuesta.

—¿Le preparaba la duquesa alguna vez la medicación?

Nellie cruzó los brazos.

—En un par de ocasiones, pero sólo al principio, cuando el duque tuvo que guardar cama debido a la tos. Era lo cristiano, ¿no?

—Y su deber de esposa, sin duda —convino Kemble—. Dígame, ¿pudo alguno de los sirvientes de la casa entrar en la habitación del duque la noche en que murió?

—Sí, supongo que con algún pretexto.

—¿Quién más venía con frecuencia a la casa?

Tras reflexionar unos momentos, la doncella respondió:

—Bueno, sir Percy y lady Ingham vienen al menos una vez a la semana. El párroco y su esposa. El doctor también acude a menudo, al igual que hacía su madre, pero ésta murió poco después de que mi señora y yo viniéramos aquí..., ah, y la noche en que el duque murió tuvo invitados. Dos caballeros de la ciudad. Uno era abogado, sir No Sé Cuántos. El otro era su sobrino, lord No Sé Cuántos, emparentado con su primera esposa.

—Estoy seguro de que Coggins recordará sus nombres —dijo Kemble—. Bien, esto es todo. Gracias, señora Waters, ¿Nos terminamos el té?

En ese momento se oyó un breve grito al otro lado del pasillo enlosado. Nellie arrugó el ceño y se apresuró a abrir la puerta.

—Debe de ser Jane, la fregona —dijo con tono sombrío—. Pobre chica. Alguien debería de capar a ese sinvergüenza.

Hizo ademán de dirigirse a la trascocina, pero Kemble la sujetó del brazo.

—No, señora Waters —dijo don dulzura—. Permítame que vaya yo.

Esa noche eran ocho comensales a la hora de cenar. Gareth trató de no mirar todo el rato a Antonia, que estaba sentada en el otro extremo de la mesa. Lucía un vestido de color púrpura oscuro, palabra de honor, que ponía de realce su elegante cuello de garza. Pero no podía reprimirse, y apenas prestó atención al prolijo discurso del reverendo Hamm sobre la importancia de la filantropía entre las clases altas.

La señora Hamm era una mujer morena, bonita y vibrante que se esforzaba en contrarrestar el aburrido talante de su esposo con su habilidad para hacer que los demás participaran en la conversación. No obstante, su estatus como esposa del párroco la situaba fuera del alcance del agresivo coqueteo de Rothewell. Por consiguiente, el barón se sumió en un humor melancólico del que nadie fue capaz de arrancarlo.

Cuando la cena estaba a punto de concluir, Antonia ordenó que sirvieran el café en el espacioso cuarto de estar, mientras los caballeros paladeaban su oporto. Cuando las señoras salieron de la habitación, riendo animadamente, Gareth observó que Antonia le dirigía una última mirada. Era una mirada a la vez dulce y de complicidad. Él sintió que se derretía. Era un síntoma nefasto.

«Soy fuerte, Gabriel —le había dicho ella en Knollwood—. No me subestimes.»

Él no la subestimaba. Lo cierto era que empezaba a temer que tuviera la fuerza de hacerle sucumbir. Pero temía que fuera ella quien se llevara la peor parte. Al margen de la verdad sobre Antonia y Warneham, Gareth empezaba a sentir una profunda estima por ella. Le había contado cosas que jamás había compartido con nadie, al menos desde que Luke Neville le había salvado la vida y le había ofrecido la oportunidad de convertirse en un hombre de bien.

Pero el hecho de compartir unos pocos y tristes detalles de su vida con alguien no significaba que existiera una intimidad entre ellos, y Gabriel no era tan tonto como para creerlo. Puede que fuera eso lo que le gustaba de Xanthia. Ella nunca le había preguntado nada sobre su pasado. Quizá Luke le había contado todo cuanto ella necesitaba saber. Y quizá fuera eso por lo que ella se había negado a comprometerse con él. O quizá no le gustaba su pasado. Xanthia era una mujer fuera de lo corriente que no dejaba que sus emociones dictaran sus actos. Tenía la cabeza fría y —según había pensado él con frecuencia— el corazón no menos frío.

Antonia era muy distinta. Gareth intuía que era el tipo de mujer que no temía mostrar sus sentimientos. Cuando se enamorara, lo haría profunda y perdidamente, y querría compartir todos los aspectos de su vida con su amor. Gareth confiaba en que no se enamorara profundamente de él. Antonia anhelaba el tipo de intimidad que él no podía darle, pues había demasiadas cosas que no soportaba compartir con nadie. Y lo último que ella necesitaba era sentirse atrapada en otro matrimonio sin amor.

La puerta se había cerrado, y a Gareth ya no le apetecía el oporto. Rothewell había encendido un oloroso puro, y el doctor Osborne le reprendió por fumar. Los ojos de Rothewell mostraban una expresión sombría, un claro síntoma de que había caído en uno de sus estados depresivos.

Después de que sirvieran el vino, permanecieron un breve rato en el comedor. Luego, Rothewell apagó el puro y se dirigieron a la sala de estar. Mientras avanzaban por el pasillo, Gareth se detuvo y le tocó ligeramente en el hombro.

—¿Te sientes bien, amigo?

—Todo lo bien que cabría esperar —respondió el barón con voz inexpresiva.

—Te aburres en el campo —dijo Gareth—. Y echas de menos a Xanthia. Reconócelo.

Rothewell le miró malhumorado.

—No, estoy preocupado por ella —confesó—. ¿Qué sabemos en realidad de ese Nash, Gareth? ¿Por qué ha tenido que llevársela al Adriático?

Gareth sonrió.

—Sabemos que Xanthia lo eligió —dijo—. Y que siempre ha tenido buen criterio. Quizá tu malhumor de un tiempo a esta parte se deba más a tu persona, a lo vacía que es tu vida, que al cambio que se ha experimentado en la de Xanthia.

—Estás hecho todo un filósofo —replicó Rothewell, irritado—. No lo necesito, maldita sea. ¿No tienes suficientes problemas sin inmiscuirte en los míos?

Gareth sonrió.

—Has venido para ayudarme —respondió—. De modo que me siento obligado a devolverte el favor.

Con una última y hosca mirada, Rothewell se encaminó hacia la sala de estar.

—No hay nada más irritante, Gareth, que un hombre que acaba de encapricharse de una mujer —gruñó—. Ten cuidado de que no se convierta en algo peor.

—No me he encaprichado de nadie —contestó Gareth sin perder la calma—. Sólo estoy..., ¿cuál fue el término que acabas de emplear...?, ah, sí, preocupado.

Rothewell emitió un sonoro bufido.

—Y yo soy la reina del Nilo.

—Mira, Kieran —dijo Gareth, suavizando su actitud—, hiciste bien en traer a Kemble. Y te agradezco que vinieras, porque, sinceramente, es muy agradable ver una cara amiga, pero no te inquietes por mí, viejo amigo. Puedes regresar a la ciudad cuando te apetezca. Sabes que si te necesito te mandaré llamar.

—Sí, tal vez —respondió Rothewell con tono ambiguo.

Entraron juntos en la sala de estar unos momentos después que los otros caballeros. Encontraron a las señoras enfrascadas en una animada conversación con el señor Kemble, quien había portado sin ayuda una bandeja de plata lo bastante grande para contener un lechón.

Gareth indicó a los otros caballeros que se sentaran.

—¿Dónde está Metcaff? —preguntó cuando todos se hubieron instalado cómodamente.

Kemble agitó una mano y colocó las tenacillas para el azúcar sobre el azucarero.

—Tuvimos un pequeño percance en la trascocina —respondió—. Le rompí sin querer un dedo..., o quizá dos o tres.

Gareth bajó la voz.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—¡Déjelo estar! —dijo Kemble—. No quiero aburrirle con los detalles en este momento. ¿Tomará café, excelencia?

—¿No tenemos criados para eso?

Kemble sonrió y dio una palmadita en el respaldo de una butaca desocupada.

—¿Y qué soy yo, excelencia, cebo para las anguilas?

Sin saber que decir y turbado, Gareth le presentó a sus invitados como su nuevo secretario. Sir Percy y el reverendo Hamm se mostraron un tanto sorprendidos de que le presentaran a la persona que servía el café, pero Kemble no hizo caso.

—Encantado de conocerlos —dijo, pasándoles las tazas de café—. Por supuesto, ya conozco al doctor Osborne.

Osborne tomó su taza.

—Sí, el señor Kemble sufrió unas contusiones sin importancia durante el trayecto desde Londres —comentó el doctor—. Confío en que los baños con sales de Epsom le aliviaran.

—¡Sí, me siento mucho mejor! —Kemble sonrió—. Un pueblo tan pequeño es muy afortunado de tener a un médico tan excelente como el doctor Osborne. ¿No le tienta trasladarse a Harley Street y convertirse en un afamado médico de las clases altas?

—¡No conoce usted a nuestro doctor Osborne! —terció sir Percy—. Jamás abandonará nuestro pequeño pueblo.

—Desde luego que no —apostilló lady Ingham—. A propósito del doctor, conozco una deliciosa anécdota.

Rothewell parecía sentirse mortalmente aburrido.

—¿De veras? —dijo secamente—. Cuéntenosla.

—Por favor, lady Ingham —protestó el doctor—. Creo que hay miles de anécdotas más interesantes que la mía.

Pero lady Ingham no le hizo caso.

—La señora Osborne me contó que cuando su hijo era un joven, recién llegado al pueblo, se encontró por casualidad con el duque, que conducía de las riendas a su yegua favorita —explicó la dama—. El duque sentía gran cariño por esa yegua, la cual... ¿cómo se llamaba, doctor Osborne?

—Creo que Annabelle —respondió el médico de mala gana.

—Sí, es posible... En cualquier caso, la yegua cojeaba. —Lady Ingham asentía con vehemencia, haciendo que la pluma violácea de su turbante se agitara con fuerza—. Él y el joven Osborne empezaron a conversar sobre el motivo de que el duque condujera a su montura a casa por las riendas, y Osborne le sugirió que le aplicara una pomada de aceite de linaza y... vaya por Dios, nunca recuerdo...

—Sauce blanco —dijo el doctor casi a regañadientes—. Y quizás una pizca de consuelda.

—¡Y eso salvó a la yegua! —dijo lady Ingham—. Dejó de cojear, y al percatarse de las dotes científicas de Osborne, y puesto que en el pueblo no había un médico, el duque le propuso sufragarle la carrera de medicina para que ocupara ese puesto.

—Qué historia tan encantadora —declaró lord Rothewell, cuyo cinismo era más que obvio.

El doctor se encogió de hombros.

—La botánica y las ciencias naturales me fascinaban —explicó—. Y se dio la circunstancia de que estaba en el lugar adecuado, en el momento oportuno. Su excelencia fue muy generoso al costear mis estudios en Oxford.

Lady Ingham estaba abanicándose, pues al parecer el esfuerzo de relatar la historia le había producido una intensa emoción.

—El duque siempre fue un hombre muy generoso —dijo—. No hay más que ver el magnífico asilo de pobres, un edificio de ladrillo, que mandó construir en West Widding.

—¡Un asilo de pobres! —preguntó Rothewell—. Qué detalle tan encantador.

—Le aseguro que los pobres se mostraron encantados —replicó lady Ingham con un respingo.

—También se encargó de reparar el tejado de la iglesia —dijo el reverendo Hamm—. En junio, el día de la festividad de St. Alban’s, pedimos a los feligreses que aportaran fondos para repararlo, y después de misa, el duque vino a hablar conmigo y ofreció pagar él mismo las obras.

—Lo recuerdo —dijo lady Ingham—. Fue el primer año que ocupaba usted el cargo de párroco en St. Alban’s.

Gareth reparó en que la señora Hamm había empezado a rebullirse en su silla, nerviosa. Kemble, que seguía trajinando en la sala de estar, observaba atentamente, pero con discreción, cada movimiento de la dama.

Durante esta animada conversación, Antonia no había despegado los labios. Pero cuando por fin dejaron de hablar sobre su difunto esposo, se apresuró a proponer una partida de whist. Se formaron dos equipos, pero Rothewell pasó buena parte del resto de la velada observando a la señora Hamm y bebiendo el coñac de Gareth.

Al poco rato, sin embargo, la partida terminó y los invitados subieron a sus habitaciones o se marcharon a sus casas.

—Bien —dijo Gareth cuando Kemble subió para ayudarle a desnudarse—. Me siento purificado después de haber rendido culto en la iglesia de san Warneham esta noche. ¿Usted no?

—Aquí se morirá de aburrimiento, excelencia, si no consigue pronto su propósito con lady Bella —le advirtió Kemble, ayudándole a quitarse la levita—. Si su suerte no mejora para San Miguel, sugiero que regrese de inmediato a la ciudad y deje que ese obtuso administrador que tiene se encargue de regentar la finca.

Gareth estuvo a punto de decir a su impertinente «secretario» que su suerte con lady Bella había mejorado mucho, pero no estaba seguro de que su relación con Antonia pudiera calificarse de afortunada. Esta noche, al observarla mientras jugaban a las cartas, había tenido la sensación de que le apuñalaran en el corazón con una navaja roma. Ella estaba tan... hermosa. Casi efervescente. Sus mejillas tenían un tono sonrosado, y hasta que salió a colación el tema de su difunto esposo, se había mostrado animada y encantada con todo lo que la rodeaba. Por primera vez desde que él la conocía, Antonia había dado evidentes muestras de ser una mujer feliz.

—La cena de los lunes —murmuró torciendo un poco el gesto—. ¿Es esto lo que debe hacer el señor de la casa para demostrar su interés por el bienestar de sus vecinos?

—¿De modo que es eso?

Gareth se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo? Es una tradición impuesta por mi primo, no por mí.

Kemble llevó la levita al vestidor.

—Tengo muchos clientes y amigos entre la aristocracia, excelencia, y ninguno se molesta siquiera en cenar con su párroco una vez a la semana —dijo—. Y menos con el hacendado de la comarca. Al menos, Osborne es ingenioso e interesante, pero...

—Pero ¿qué? —Gareth le siguió hasta el vestidor mientras se quitaba el corbatín—. Estas cenas son muy aburridas, de modo que si tiene un plan para librarme de ellas, suéltelo.

—No es eso —dijo Kemble con gesto pensativo—. Pensaba en Osborne.

—¿Ah, sí? Explíquese.

—Esta noche, durante el café, tuve la impresión de que miraba embelesado y con insistencia a lady Bella —comentó—. Y que ella parecía... casi radiante. ¿Cree que hay algo entre ellos?

Gareth sintió que se le encendía la sangre.

—¿Entre Osborne y Antonia?

Kemble se encogió de hombros.

—A mí no me mire. Acabo de llegar.

Pero lo cierto era que Gareth también se había hecho esa pregunta. Recordó la escena en la sala de estar la primera noche que llegó a Selsdon. El doctor sostenía las manos de Antonia mientras —según había observado él— la miraba embelesado a los ojos. Pero desde entonces, no había notado nada anormal.

—Creo que se equivoca —dijo—. Osborne es su médico y ella...

—Está loca, al menos eso dicen los sirvientes —apostilló Kemble, despojando a Gareth de su chaleco.

Gareth le miró indignado.

—No consiento que nadie diga eso en mi presencia —bramó—. Y despediré a la persona que vuelva a hacerlo, incluido usted, Kemble.

Kemble le miró durante unos momentos, tras lo cual prorrumpió en sonoras carcajadas.

—¿Y qué hará? ¿Obligarme a regresar a la aburrida rutina de la capital?

Gareth había olvidado que Kemble había venido obligado.

—En cualquier caso, no está loca —le espetó—. ¿Qué le dijo Osborne hoy? ¿Qué consiguió sonsacarle a ese pobre diablo?

—Ahora que lo menciona, fue una visita muy interesante —respondió Kemble con gesto pensativo—. No sé si cree que la duquesa es inocente o si la protege asumiendo parte de la culpa por lo sucedido.

—Puede que ambas cosas —dijo Gareth entre dientes.

De pronto se sintió muy cansado. Cada día le importaba menos quién había matado a Warneham y le preocupaba más Antonia. Osborne había dicho que a veces se mostraba ajena a cuanto la rodeaba, debido a sus «estados alterados», como los había denominado.

Sin embargo, durante los últimos días Antonia parecía estar más centrada. Cuando Gareth se encontraba con ella en la casa, siempre estaba atareada en algo, escribiendo cartas o colocando flores en un jarrón, en lugar de ensimismada. Pero en cierta ocasión, una noche que no había podido conciliar el sueño, bajó a la biblioteca y se la encontró sentada allí, en bata, con aspecto aturdido, mientras su doncella la atendía solícitamente. Al verlo, la señora Waters se había llevado un dedo a los labios. Gareth había regresado a su habitación. Al parecer, Antonia había sufrido uno de sus episodios de sonambulismo.

—Osborne opina que la duquesa ha mejorado —dijo Kemble, interrumpiendo las reflexiones de Gareth—. No tiene que tomar tanta medicación como antes. Lo cual me recuerda..., esta mañana, cuando fui a verlo, me hizo pasar a un elegante saloncito.

—Sí, decorado en azul, situado en la parte delantera de la casa, ¿no?

Gareth le alargó su arrugado corbatín.

Pero Kemble no pareció percatarse de su mano extendida.

—Vi allí un retrato —continuó—. Una mujer joven y muy hermosa, con el pelo y los ojos muy oscuros. Tenía un aire familiar.

—Lo recuerdo vagamente. ¿Quién es?

—La madre de Osborne, según me dijo él —respondió Kemble—. La señora Waters también la mencionó..., pero eso fue más tarde. Esta mañana me pareció que el retrato me resultaba familiar, aunque no recordaba el nombre de la persona.

—Yo habría deducido que era la señora Osborne —ironizó Gareth.

Kemble no hizo caso del sarcasmo.

—Cuando la conocía era la señora De la Croix —dijo—. Celeste de la Croix. Sí, creo que estoy en lo cierto.

—¿Quién era Celeste de la Croix? —inquirió Gareth.

—¡Caramba, se nota que ha permanecido mucho tiempo en las Antillas! —observó Kemble—. Pero era usted muy joven. Celeste de la Croix era muy ambiciosa, y por un breve tiempo, la sensación de Londres.

—¿Una cortesana?

—Y muy solicitada —dijo Kemble—. Debió de retirarse para vivir aquí sus últimos días en un apacible ambiente rural.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Gareth, receloso—. Usted también era un niño.

El gesto reflexivo de Kemble se disipó, sustituido por su habitual talante práctico.

—Mi madre era una cortesana —dijo, arrebatando el corbatín de manos de Gareth—. Quizá la más célebre de su época.

—¿Su madre conocía a Celeste?

—Mi madre tenía muchas amigas escandalosas —respondió Kemble, entrando de nuevo en el vestidor—. Y sí, durante un tiempo, la belle Celeste fue una de ellas. Pero era muy hermosa, y mi madre no soportaba esas comparaciones.

—¿De modo que Osborne no es el verdadero nombre del doctor? —preguntó Gareth, apoyando el hombro en la puerta del vestidor.

—Es probable que lo sea —contestó Kemble—. Celeste era tan francesa como usted.

Mientras meditaba en ello, Gareth se dirigió al aparador y sirvió dos brandys.

—¿Hay algo más que yo deba saber? —preguntó, pasándole a Kemble una copa.

Éste se dio unos golpecitos en la mejilla con un dedo.

—Bueno, he descubierto algunos detalles sobre los invitados que tuvo Warneham la noche de su asesinato —respondió—. Sir Harold Hardell, abogado y antiguo compañero de colegio del duque, junto con el sobrino de su primera esposa, un tal lord Litting. ¿Le suena alguno de esos nombres?

Lord Litting. Gareth lo recordaba bien.

—De niño, Litting solía pasar los veranos en Selsdon —explicó—. La duquesa le consideraba una buena influencia sobre Cyril. Pero en realidad era un matón. Del abogado no he oído hablar nunca.

—Vaya, no parece que ninguno de ellos ofrezca el menor interés —observó Kemble—. Ahora, volviendo a los chismorreos...

—¡Cielo santo! ¿Qué más ha logrado averiguar durante sus primeras cuarenta y ocho horas aquí?

Gareth se sentó junto al hogar y apuró la mitad del brandy de un trago.

—Le asombraría saberlo —respondió Kemble—. Por ejemplo, Metcaff, ese lacayo tan arisco, le desprecia a usted. ¿Lo sabía?

—Sí. —La mirada de Gareth se endureció—. Lo cual me recuerda..., ¿por qué le partió los dedos?

—¡Ah, eso! —dijo Kemble sacando un objeto del bolsillo—. Se produjo un pequeño incidente en la trascocina. Chocó con mi mano cuando yo llevaba esto puesto.

Gareth bajó la vista y vio una pieza de metal con cuatro orificios para los dedos. Había visto muchos de esos artilugios en los puertos, sobre todo al anochecer. Y de inmediato comprendió lo que había sucedido.

—¡Maldita sea! —bramó, depositando su copa con tan violencia que por poco la rompe—. ¿Estaba acosando de nuevo a esa pobre criada? Yo me encargaré de partirle el resto de sus condenados dedos.

—Esta vez la cosa no llegó tan lejos —le aseguró Kemble—. ¿Qué ha hecho usted para suscitar las iras de Metcaff?

—Nada en absoluto —contestó Gareth con aspereza—. Me detestaba antes de que yo llegara porque soy judío, para que lo sepa.

Kemble se encogió de hombros y volvió a guardar la pieza de metal en el bolsillo.

—Sí, ése es, en parte, el motivo.

Gareth le miró extrañado.

—Bien, ¿cuál es el motivo en general?

—Los celos —respondió Kemble con tono neutro—. Metcaff es hijo ilegítimo del viejo duque.

Gareth le miró pasmado.

—¡Qué me dice!

—No lo digo yo —contestó Kemble—. Lo dice la señora Musbury, aunque tardé dos días en sonsacárselo. El duque dejó preñada a una de las camareras. ¿La señora Gottfried nunca oyó esos rumores?

¿Cómo diablos había averiguado Kemble el nombre de su abuela?, se preguntó Gareth pasándose la mano por el pelo.

—Aquí nadie hablaba con ella —respondió—. Los habitantes de Selsdon la consideraban más o menos una criada, desterrada a Knollwood para limpiarme los mocos y obligarme a comerme las gachas para que ellos no tuvieran que molestarse en hacerlo.

—Lamentable —dijo Kemble con gesto pensativo—. Supongo que tampoco sabía lo de la señora Hamm. Eso es mucho más reciente.

—¿Lo de la señora Hamm?

—El duque la sedujo en cierta ocasión —dijo Kemble.

—¿Sedujo a la esposa del párroco? Santo cielo, ¿es que no hay nada sagrado?

—Sí, el recuerdo del duque, según la aduladora lady Ingham. —Kemble soltó una carcajada—. La señora Hamm no parece tenerlo en tan alta estima.

Gareth emitió un gruñido y bebió un trago de su brandy.

—Me pregunto si la sedujo o fue algo peor.

—Deduzco que algo peor —respondió Kemble con tono grave—. Pero teniendo en cuenta el poder del duque, no se pudo hacer nada al respecto.

—De todos modos, nadie la habría creído —dijo Gareth—. Empezando por su marido, porque no le convenía hacerlo.

—En efecto, y poco después, el párroco consiguió el nuevo tejado que solicitaba —apostilló Kemble—. Todo un quid pro quo, ¿no le parece? Y la pobre mujer tuvo que soportar cenar una vez a la semana con ese sinvergüenza hasta que..., hasta que uno de ellos muriera. Es curioso, ¿no?

—Dios mío —dijo Gareth, asqueado—. Parece como si todo el pueblo estuviera corrompido hasta la médula.

—Estas aldeas siempre lo están. —Kemble sostuvo su brandy a la luz—. Son un microcosmos de la sociedad, con todas sus miserias, pecados y codicia, multiplicado por diez, según he podido comprobar.

—Rebosa usted optimismo. —Gareth se hundió más en su butaca—. Dígame, ¿había algún comensal esta noche que no deseara ver muerto a Warneham? ¿Lady Ingham? ¿Sir Percy? Le ruego que procure restituir un poco de mi fe en la humanidad.

—Bueno, supongo que lady Ingham —respondió Kemble—. En cuanto a su marido, quién sabe qué esqueletos oculta en el armario. Puede que hubiera algo entre él y Warneham.

—¿Sir Percy? —preguntó Gareth haciéndose el ingenuo—. Pero si es un viejo inofensivo.

—Ya, pero más maricón que un palomo cojo —dijo Kemble.

—Si yo tuviera que acostarme con esa mujer tan parlanchina que tiene, quizá consideraría otras opciones. —Gareth apoyó el codo en el brazo de su butaca y la cabeza en la mano. Empezaban a dolerle las sienes—. ¿Y quién le ha revelado ese pequeño escándalo? ¿La señora Musbury?

—¡Cielos, no! —respondió Kemble—. Sir Percy me tocó el culo cuando me incliné para pasarle las tenacillas del azúcar.

—Qué asco —dijo Gareth.

—Para usted es fácil decirlo —dijo Kemble—. No fue su culo. Créame, fue más que asqueroso.

—Dios. —Gareth sacudió la cabeza—. ¿Qué conclusión ha sacado de todo esto?

—Que mi trasero le parece atractivo —respondió Kemble—. Y, sinceramente, para mi edad, reconozco que está bastante bien. Podría ser algo menos... prominente, quizá. Pero con un buen sastre...

—¡Por el amor de Dios, no me refería a su trasero! —le espetó Gareth—. Me refería a todo este asunto.

En ese momento se abrió la puerta y apareció Rothewell, con aspecto un tanto desaliñado.

—¡Vaya facha que trae! —comentó Kemble.

Rothewell no se inmutó.

—¿De qué culo estabais hablando? —preguntó, dejándose caer en la butaca al otro lado del hogar—. Esta noche me sentí atraído por el de la señora Hamm. ¿Creéis que hay esperanza?

—No, y hablábamos del mío —dijo Kemble, alzando el faldón de su levita—. ¿Qué le parece? ¿Demasiado redondo? ¿O aceptable?

Rothewell entrecerró un ojo.

—Vuélvase hacia la izquierda.

Kemble obedeció.

—A mí me parece aceptable —dijo el barón—. Bien, ¿queda más brandy?

Gareth meneó la cabeza y se levantó para servir otra copa.

—Dime, Kieran —dijo, pasándosela—, ¿está mal visto por la flor y nata que un noble pegue una paliza a uno de sus criados?

Rothewell se enderezó en su butaca.

—No si se la merece —respondió, asumiendo una expresión más animada—. Yo te apoyaré, amigo. ¿A quién quieres que machaquemos?

—A ese bruto de Metcaff, el lacayo —dijo Gareth en voz baja—. Ha estado acosando a una de las criadas.

Rothewell se encogió de hombros.

—Así es la vida, viejo amigo —dijo—. A fin de cuentas, es la naturaleza humana.

—¿La naturaleza humana? —Gareth sintió que volvía a indignarse—. ¿Forzar a una persona más menuda y débil que tú? ¡Esa pobre chica no debe de pesar ni cuarenta kilos con la ropa empapada!

El barón le miró perplejo.

—Pero ¿le hizo algo a esa chica?

Gareth se había acercado a la chimenea. Apoyó la bota sobre el guardafuego y contempló el hogar, que estaba apagado.

—No la ha violado, si te refieres a eso —contestó con dureza—. Pero no se detendrá. Ese tipo de hombres nunca lo hacen.

—Entonces debes despedirlo —dijo Rothewell—. La chica merece vivir y trabajar en un lugar seguro.

—Si le despido, se irá con su barbarie a otro sitio —respondió Gareth sin levantar la vista del hogar—. Buscará a otra víctima a quien acosar.

—¡Molinos de viento! ¡Molinos de viento! —canturreó Kemble desde el vestidor—. Arremete de nuevo contra molinos de viento, Alonso.

—Kemble tiene razón —declaró Rothewell—. Echa a ese cabrón y olvídate del asunto, Gareth. No puedes remediar todos los males del mundo.

Pero Gareth no podía desterrar la sensación de que éste sí podía remediarlo. Frustrado, propinó un puntapié al guardafuego, que se deslizó sobre el mármol, arañándolo, y se empotró en la pilastra debajo de la repisa de la chimenea. Maldita sea, Gareth sintió ganas de ir a sacar a ese arrogante hijo de perra de la cama.

Rothewell pareció leerle el pensamiento.

—Exageras, amigo mío —dijo con calma—. Siéntate y termínate el brandy. Mañana harás lo que convenga.

De acuerdo, lo haría mañana. Entonces regresó junto a sus invitados, a regañadientes, y se sentó en su butaca.

—Siéntese con nosotros, Kem —le ordenó—. Tenemos otros asuntos que resolver.

Kemble salió del vestidor y se sentó con lánguida elegancia.

—¿Tiene algún asunto concreto en mente?

—Sí —respondió Gareth con gesto serio—. Quiero que vaya a hablar con ese juez de paz del que habla todo el mundo. ¿Cómo se llama?

—Creo que es el señor Laudrey.

—Eso, Laudrey. —Gareth se relajó en su butaca sonriendo con gesto sombrío, como para sus adentros—. Localícelo. Y procure tirarle de la lengua. Quiero averiguar todo lo que sabe.