Capítulo 1
EL sol caía a plomo, calentando la fragante hierba de Finsbury Circus, Gabriel jugaba con sus animales de madera, colocándolos en fila sobre su manta. Su padre se agachó, tomando con su mano delgada y morena un animal de la fila.
—¿Cómo se llama este, Gabe?
Gabriel movió su tigre al espacio vacío.
—Frederick —respondió sin más.
Su padre se rió.
—¿Qué clase de animal es?
A Gabriel le pareció una pregunta tonta.
—Frederick es un elefante. Me lo enviaste de la India.
—Así es —dijo su padre.
Su madre se rió.
—Creo que a los tres años Gabriel había aprendido de memoria todo el reino animal, Charles. Dudo que puedas enseñarle mucho más.
Su padre suspiró y se reclinó en el banco.
—Me he perdido muchas cosas, Ruth —dijo, tomando la mano de su esposa—. Demasiadas, y me temo que voy a perderme muchas más.
La madre miró apenada a su esposo.
—No, Charles, no me refería a que... —De pronto sacó un pañuelo de su bolsillo y tosió delicadamente en él—. Te ruego que me disculpes. Hoy me encuentro fatal.
El padre arrugó el ceño.
—En cuanto me vaya quiero que pidas al médico que te dé algo para esa tos, cariño —reprendió a su esposa—. Gabriel, ¿ayudarás a tu madre a que se acuerde de ir a ver al doctor Cohen mañana mismo?
—Sí, señor —contestó y tomó uno de los monos de la fila y se lo entregó a su padre.
—¿Es para mí? —preguntó éste, sosteniendo al mono en la palma de su mano.
—Se llama Henry —dijo Gabriel—. Volverá a la India contigo. Para que te haga compañía.
El padre guardó el mono en el bolsillo de su guerrera y acarició el pelo de su hijo Gabriel.
—Gracias, Gabe —dijo—. Voy a echaros mucho de menos. ¿Estaréis bien aquí, mamá y tú, con los abuelos, Zayde y Bubbe?
Gabriel asintió con la cabeza. Su madre apoyó una mano en la rodilla de su padre.
—Es mejor que sigamos así, Charles, hasta que las cosas se arreglen para nosotros —dijo con dulzura—. De veras. Espero que no te importe.
El padre apoyó la mano en la de su esposa.
—Lo único que me importa, amor mío, es que no te sientas desgraciada.
Las oficinas de Neville Shipping, situadas junto a Wapping Wall, hervían en actividad, mientras los empleados subían y bajaban apresuradamente la escalera con contratos de última hora, papeles de embarque, pólizas de seguros y alguna que otra taza de té. El sofocante calor agosteño en Londres no contribuía a calmar el fervor, aunque habían abierto todas las ventanas para que entrara la brisa matutina, la cual servía para transportar el hedor del Támesis y poco más.
La señorita Xanthia Neville, que se hallaba junto a su mesa de despacho, apenas reparó en el olor a lodo pútrido y a cloacas. Ni tampoco percibió el ruido de los carros de la tonelería, ni los lancheros hablando a voces en el río más abajo. Al cabo de menos de un año en Wapping, estaba inmunizada contra todo ello. Pero estas malditas cuentas eran otra cuestión. Exasperada, la señorita Neville arrojó su lápiz y se apartó el pelo de la cara.
—¿Gareth? —Al levantar la vista vio a un oficinista pasar frente a ella—. Siddons, ¿dónde está Gareth Lloyd? Lo necesito de inmediato.
Siddons asintió y bajó apresuradamente la escalera. Al cabo de unos segundos apareció Gareth; sus anchos hombros llenaban el hueco de la puerta de la cavernosa oficina que ambos compartían. Durante un momento, observó el rostro de Xanthia.
—Vísteme despacio que tengo prisa, amiga mía —dijo con tono lacónico, apoyando un hombro contra el marco de la puerta—. ¿No has conseguido que cuadren esos números?
—Aún no —confesó Xanthia—. No encuentro las hojas de conciliación de la travesía de Eastley para contabilizar las cantidades.
Gareth atravesó lentamente la habitación, se detuvo junto a la mesa de Xanthia y sacó las hojas de conciliación de debajo de unos informes contables. Ella puso cara de exasperación y los ojos en blanco.
Gareth la observó en silencio durante un momento.
—¿Nerviosa? —preguntó al fin—. Es comprensible, Zee. Mañana, a estas horas, serás una mujer casada.
Xanthia cerró los ojos y se llevó la mano al vientre en un gesto protector, tan revelador como femenino.
—Estoy muerta de miedo —confesó—. No del matrimonio, que es lo que deseo. Deseo a Stefan con desespero. Es... la ceremonia. La gente. Su hermano conoce a todo el mundo. Y ha invitado a todos sus amigos. Pero no me atrevo a suspender la boda...
Gareth apoyó una mano en el respaldo de la silla de Xanthia. No la tocó. Jamás volvería a tocarla; lo había jurado, y esta vez estaba decidido a cumplirlo.
—Debiste suponer que acabaría así, Zee —dijo con tono quedo—. Y esto no es lo peor. Cuando te conviertas en lady Nash y la gente averigüé que tienes la osadía de trabajar para ganarte el sustento, dirán...
—¡No trabajo para ganarme el sustento! —le interrumpió ella—. Soy dueña de una compañía naviera, mejor dicho, tú y mi familia sois los propietarios. Todos somos dueños de ella. Todos juntos. Yo contribuyo a... dirigirla.
—Esto es hilar muy fino, querida —respondió él—. Pero te deseo suerte en tu empresa.
Ella le miró un poco abatida.
—Ay, Gareth —dijo en voz baja—. Dime que todo irá bien.
Él sabía que no se refería al matrimonio, sino al negocio, que ella consideraba casi como un hijo. De hecho, para ella lo más importante de su vida.
—Todo irá bien, Zee —le prometió—. No emprenderás tu viaje de bodas hasta dentro de una semana más o menos. Nos pondremos al día con estos números. En caso necesario, contrataremos a alguien. Yo vendré aquí todos los días hasta que regreses a casa.
Ella sonrió levemente.
—Gracias —contestó—. Te lo agradezco mucho, Gareth. No nos ausentaremos mucho tiempo, te lo prometo.
De pronto el rompió su promesa de no tocarla y apoyó un dedo debajo de su mentón.
—Te ruego que no te preocupes, Zee —murmuró—. Júrame que no lo harás. Piensa en la nueva y gozosa vida que te espera.
Durante un instante, el rostro de ella se animó de una forma que sólo era atribuible a un hombre.
—Mañana por la mañana estarás allí, ¿verdad? —preguntó casi angustiada—. Me refiero a la iglesia.
Él desvió la vista.
—No lo sé.
—Gareth —dijo Xanthia con tono implorante—. Necesito que estés presente. Eres... mi mejor amigo. Por favor.
Pero Gareth no tuvo oportunidad de responder, pues en ese momento alguien llamó a la puerta. Al volverse vio a un hombre de avanzada edad y pelo canoso en el umbral, y detrás de él, en la sombra, al señor Bakely, el jefe de los contables de la compañía, con cara de profunda turbación.
—¿En qué podemos ayudarle?
La voz de Xanthia denotaba cierta irritación. La misión de Bakely era retener a los visitantes en la contaduría situada en el piso de abajo, no dejar que subieran a las oficinas de administración.
El hombre entró en el despacho, dejando que el sol iluminara su traje austero pero bien cortado. Lucía unas gafas doradas y portaba una cartera de cuero viejo. Gareth supuso que era un banquero de la City, o peor, un abogado. Fuera lo que fuere, no tenía aspecto de traer buenas noticias,
—¿Es usted la señorita Neville? —preguntó el hombre, inclinándose educadamente—. Soy Howard Cavendish, de Wilton, Cavendish y Smith en Gracechurch Street. Busco a uno de sus empleados. Un tal señor Gareth Lloyd.
Inexplicablemente, la tensión aumentó en la habitación. Gareth avanzó hacia él.
—Yo soy Lloyd —respondió—. Pero tendrá que hablar del asunto legal que le trae con nuestros abogados...
El hombre alzó una mano para silenciarlo.
—Me temo que el asunto que me trae es de carácter muy personal —dijo—. Es urgente que me conceda unos momentos.
—El señor Lloyd no es un empleado, señor, es uno de los dueños de la compañía. —La voz de Xanthia denotaba cierta arrogancia mientras se levantaba de detrás de su mesa—. Lo habitual es que alguien que desee verlo concierte antes una cita.
En el rostro del abogado se pintó un gesto de sorpresa, que se apresuró a ocultar.
—Entiendo. Mis disculpas, señor Lloyd.
Resignado a lo que parecía inevitable, Gareth regresó a su reluciente mesa de caoba e indicó al abogado que ocupara la butaca de cuero situada enfrente. Ese hombre hacía que se sintiera profundamente inquieto, y, curiosamente, se alegró de que Xanthia se hubiera gastado una pequeña fortuna en redecorar su otrora destartalada oficina, que ahora tenía un aspecto tan elegante como la de un abogado.
El señor Cavendish miró a Xanthia, indeciso.
—Puede hablar con toda libertad —dijo Gareth—. La señorita Neville y yo no tenemos secretos.
El hombre arqueó sus oscuras cejas con gesto de sorpresa.
—¿Ah, no? —murmuró, abriendo su cartera de cuero—. Espero que esté convencido de ello.
—¡Caramba! —dijo Xanthia en voz baja—. Que emocionante.
Picada por la curiosidad, se sentó en la butaca situada a la izquierda de la mesa de Gareth.
El abogado extrajo un manojo de papeles de su cartera.
—Debo decir, señor Lloyd, que ha demostrado ser una admirable presa.
—No sabía que me estuvieran persiguiendo.
—Ya lo supongo. —Cavendish hizo un mohín de disgusto, como si su misión le desagradara—. Mi bufete lleva varios meses tratando de localizarlo.
Pese al tono frío del abogado, la inquietud de Gareth aumentó. Miró a Xanthia, pensando que debió pedirle que se retirara. Carraspeó para aclararse la garganta y preguntó:
—¿Por dónde me buscaban con exactitud, señor Cavendish? Neville Shipping tenía su cuartel general en las Antillas hasta hace unos meses.
—Sí, sí, ya lo sé —respondió Cavendish con tono impaciente—. Aunque me llevó bastante averiguarlo. No quedan muchas personas en Londres que se acuerden de usted, señor Lloyd. Pero al fin conseguí localizar a una anciana en Houndsditch, la viuda de un orfebre local, la cual se acordaba de la abuela de usted.
—¿Houndsditch? —preguntó Xanthia sin dar crédito—. ¿Qué tiene esto que ver contigo, Gareth?
—Mi abuela vivió allí los últimos meses de su vida —murmuró él—. Tenía muchos amigos, pero imagino que la mayoría de ellos habrán muerto.
—En efecto. —El señor Cavendish comenzó a examinar sus papeles—. La única amiga de su abuela que quedaba estaba senil. Nos informó que usted había escrito en cierta ocasión a su abuela, desde las Bermudas, según dijo. Y cuando seguimos esa pista sin resultado, la mujer se desdijo y aseguró que eran las Bahamas. Pero tampoco tuvimos suerte. De modo que la anciana decidió probar con otra letra del alfabeto, y nos envió a Jamaica en busca de su paradero.
—Era Barbados —murmuró Gareth.
Cavendish sonrió levemente.
—Ya, mi secretario dio casi la vuelta al mundo tratando de localizarlo —dijo—. Y me temo que ha costado una fortuna.
—Lo lamento por usted —dijo Gareth.
—Descuide, el dinero no sale de mi bolsillo —respondió el abogado—. Sino del suyo.
—¿Perdón?
—Mejor dicho, de su herencia —rectificó el abogado—. Yo trabajo para usted.
Gareth se echó a reír.
—Me temo que debe de haber un error.
Pero al parecer el abogado había dado con el papel que buscaba, que le pasó a través de la mesa.
—Su primo, el duque de Warneham, ha muerto —dijo con tono neutro—. Envenenado, según dicen algunos, pero el caso es que ha muerto, lo cual resulta muy oportuno para usted.
Xanthia miró al abogado estupefacta.
—¿El duque de qué...?
—Warneham —repitió el abogado—. Así consta en el informe del forense. El veredicto era «muerte accidental», aunque casi nadie lo creerá. Y éste es el documento del College of Arms nombrándolo a usted heredero del ducado.
—¿El... qué?
Gareth estaba aturdido. Mareado. Sin duda era un error.
Xanthia se inclinó hacia él.
—¿Gareth...?
Pero Cavendish no había terminado.
—Tengo también varios documentos que requieren que los firme cuanto antes —continuó—. Todo esto es un lío, como puede imaginarse. El duque murió en octubre del año pasado, y los rumores que rodean su muerte son cada vez más especulativos.
—Lo siento —dijo Xanthia, esta vez con brusquedad—. ¿Qué duque? ¿A qué se refiere el señor Cavendish, Gareth?
Gareth apartó los papeles como si hubieran estallado en llamas.
—Lo ignoro.
De pronto se sentía desconcertado. Furioso. Hacía una docena de años que no había pensado en Warneham, es decir, había tratado de no pensar en él. Y ahora su muerte no le producía el gozo y la satisfacción que durante mucho tiempo supuso que le produciría, sino un extraño y desagradable aturdimiento. ¿Warneham envenenado? Y él iba a heredar el ducado. No. Era imposible.
—Creo que será mejor que se marche, señor —dijo a Cavendish—. Sin duda se trata de un error. Ésta es la contaduría de una empresa importante. Tenemos mucho trabajo.
El abogado alzó la cabeza bruscamente de sus papeles.
—Le ruego me disculpe —dijo—. ¿Su nombre es Gabriel Gareth Lloyd Ventnor? ¿Hijo del comandante Charles Ventnor, que murió en Portugal?
—Jamás he negado quién era mi padre —respondió Gareth—. Fue un héroe, y me siento orgulloso de ser su hijo. Pero por lo que a mí respecta, el resto de los Ventnor pueden abrasarse en el infierno.
El señor Cavendish le miró irritado sobre sus gafas doradas.
—De eso se trata justamente, señor Lloyd —dijo con tono impaciente—. No existe una familia Ventnor. Usted es el único miembro. Es el octavo duque de Warneham. Ahora, si es tan amable de examinar estos documentos...
—No —le interrumpió Gareth con firmeza. Miró a Xanthia, que le observaba con los ojos como platos—. No quiero saber nada de ese hijo de perra. Nada en absoluto. ¡Cielo santo! ¿Cómo es posible que haya ocurrido esto?
—Creo que sabe cómo ha ocurrido, señor Lloyd —respondió Cavendish secamente—. Pero es preferible dejar atrás el pasado y seguir adelante. A propósito, la ley no le permite rechazar el ducado. Es un hecho consumado. Ahora bien, puede ocuparse de su propiedad y cumplir con sus deberes, o puede dejar que todo se vaya al traste si es lo que de...
—Pero Warneham vivió una larga y vigorosa vida —le interrumpió Gareth, levantándose de su silla—. Sin duda... tuvo hijos...
El señor Cavendish meneó la cabeza.
—No, excelencia —dijo con tono solemne—. El destino no fue generoso con el difunto duque.
Gareth sabía bien lo cruel que podía ser el destino, gracias a Warneham. ¿Era posible que ese hijo de perra hubiera obtenido el castigo que merecía? Entonces empezó a pasearse de un lado a otro, con una mano apoyada en la nuca.
—Santo Dios, esto no puede estar ocurriendo —murmuró—. Era un parentesco lejano, éramos primos terceros. ¿Cómo es posible que la ley permita semejante cosa?
—Los dos eran tataranietos del tercer duque de Warneham, que cayó como un héroe en el campo de batalla luchando por Guillermo de Orange —dijo el abogado—. El tercer duque tuvo hijos gemelos, unos hijos póstumos, que nacieron con pocos minutos de diferencia. Warneham ha muerto, su hijo Cyril murió con anterioridad a él, y usted es el único heredero consanguíneo vivo del gemelo menor. Así pues, el Collage of Arms ha determinado que...
—Me importa una mierda lo que el Collage of Arms haya determinado —replicó Gareth—. Quiero...
—¡Cuida tu lenguaje, Gareth! —le reprendió Xanthia suavemente—. Ahora siéntate y explícamelo todo. ¿Te apellidas Ventnor? ¿Es cierto que alguien asesinó a tu tío?
En ese momento entró otro caballero de pelo oscuro en la habitación, vestido con una elegancia rayana en el dandismo. Sostenía un enorme y reluciente objeto ante él.
—¡Buenos días, estimados amigos! —dijo alegremente.
Gareth, cuya paciencia estaba a punto de agotarse, se volvió hacia él.
—¿Qué diablos tienen de buenos?
Xanthia no le hizo caso.
—Cielos, señor Kemble —dijo, levantándose—. ¿Qué lleva ahí?
—Supongo que otro de sus costosos caprichos —observó Gareth, acercándose a él.
El señor Kemble apartó el objeto con gesto protector.
—Es un ánfora de la dinastía Tang —dijo—. ¡No la toque, ignorante!
—¿Para qué sirve? —preguntó Xanthia un tanto perpleja.
—Es el toque maestro para el pedestal de mármol de la ventana. —El señor Kemble atravesó la habitación con paso ágil y colocó el ánfora con delicadeza—. ¡Ya está! Perfecto. El último detalle de la decoración. —Acto seguido se volvió—. Perdonen mi intromisión. ¿Dónde estábamos? ¿De modo que el señor Lloyd se ha cargado a su tío? No me sorprende.
—Me equivoqué —dijo Xanthia—. Era un primo, ¿no?
A continuación presentó a Kemble al abogado.
—Y no me he cargado a nadie —contestó Gareth con tono hosco.
—Lo cierto es que investigamos ese extremo —dijo el abogado secamente—. El señor Lloyd tiene una coartada perfecta. En aquellos momentos se hallaba en medio del océano Atlántico.
Xanthia no pareció advertir el sarcasmo.
—Y lo más asombroso, señor Kemble —dijo, apoyando una mano en la manga de la levita de éste—, ¡es que Gareth va a ser duque!
—¡Estupendo, Zee! —Gareth sintió que la indignación hacía presa en él—. Calla, por favor.
—Lo digo en serio —contestó ella, dirigiéndose a Kemble—. Gareth tiene un duque secreto en la familia.
—Pues claro, como todo el mundo —observó el señor Kemble sonriendo secamente—. ¿Cómo se llama el suyo?
—Warnley —se apresuró a decir Xanthia.
—Warneham —corrigió el abogado.
—Ni lo uno ni lo otro —dijo Gareth, muy serio—. Cavendish tendrá que agitar el árbol genealógico de esta familia hasta que caiga otro mono.
El señor Kemble alzó las manos.
—Lamento no poder ayudarle en eso, amigo —dijo, dirigiéndose a Gareth—. C’est la vie, ¿non? Ahora, estimados, debo irme enseguida. No pretendía irrumpir de esta forma, pero al oír mencionar un asesinato me picó la curiosidad y no pude evitarlo. Más tarde averiguaré los detalles escabrosos.
—Gracias por la magnífica decoración, señor Kemble —dijo Xanthia.
El elegante caballero se detuvo para tomar la mano de Xanthia y se inclinó sobre ella.
—Esperaré a besársela mañana en el pórtico de la iglesia de St. George’s, querida —dijo—, cuando pueda dirigirme a usted como la marquesa de Nash.
Al oír eso, el abogado se enderezó en su silla.
—Discúlpeme —dijo cuando el señor Kemble se marchó—. Al parecer, debo darle la enhorabuena.
Xanthia se ruborizó.
—Me caso mañana por la mañana.
En ese momento apareció otra sombra en la puerta. Gareth alzó la vista, irritado.
—Discúlpeme, señor —dijo el señor Bakely—. Acaba de llegar un mensajero de Woolwitch. El Margaret Jane ha sido avistado al rebasar Blackwall Reach.
Xanthia se llevó la mano al pecho.
—¡Gracias a Dios!
—¡Ya era hora! —dijo Gareth, empujando su silla hacia atrás con tal vehemencia, que las patas de ésta arañaron el suelo.
—¿Desea que atraque en el West India Docks, señor? —preguntó Bakely—. ¿O que prosiga río arriba?
—Que atraque —se apresuró a responder Gareth—. Y ordene que traigan mi calesa. Ambos bajaremos a ver cómo va todo.
Xanthia también se había levantado.
—Le pido disculpas, señor Cavendish —dijo—. Pese a lo interesante que es su historia, y confieso que estoy pasmada, debemos ir de inmediato a ver el Margaret Jane. Ha permanecido tres meses en el puerto de Bridgetown, y hemos perdido a un tercio de su tripulación debido al tifus. Estamos muy preocupados, como es natural.
—Tú no puedes ir, Zee —dijo Gareth con firmeza mientras se ponía su guardapolvo, ajeno a todo salvo a la tarea que debía llevar a cabo.
Xanthia se llevó de nuevo instintivamente la mano al vientre.
—Supongo que no —respondió.
Sonrió a Cavendish, que también se levantó, aunque de mala gana.
—Pero ¿qué quiere que haga con los documentos ducales? —preguntó.
Gareth, que estaba recogiendo sus cosas, no respondió.
—Déjelos sobre la mesa del señor Lloyd —dijo Xanthia—. Estoy segura que los revisará más tarde.
El señor Cavendish parecía irritado.
—Pero tenemos varios asuntos urgentes —protestó—. Es preciso que su excelencia les preste atención.
Xanthia sonrió con dulzura.
—No se preocupe, señor —murmuró—. Gareth cumplirá con su obligación. Siempre lo ha hecho. Y estoy segura de que resolverá cualquier problema que se presente con su habitual eficacia.
El abogado no le hizo caso.
—Señor —dijo, dirigiéndose al cogote de Gareth—, esto no admite dilación.
Gareth tomó un libro de cuentas de la estantería.
—Regresaré dentro de un par de horas —informó a Xanthia—. Saludaré de tu parte al capitán Barrett.
—¡Espere, excelencia! —dijo el abogado con tono implorante—. Le esperan en Selsdon Court de inmediato. ¡Le espera la duquesa, señor!
—¿La duquesa? —repitió Xanthia.
Cavendish no le prestó atención.
—Todo está pendiente, señor —insistió el abogado—. No es posible postergarlo más.
—Pues tendrá que esperar —contestó Gareth sin mirarles—. Por lo que a mí respecta, puede quedar pendiente hasta el día del juicio final.
—¡Pero, señor, esto es inadmisible!
—La sangre no hace al hombre, Cavendish —le espetó Gareth—. De hecho, muchas veces es su perdición.
Tras estas palabras bajó apresuradamente la escalera detrás de Bakely sin añadir otra palabra.
Xanthia condujo al abogado hasta la puerta. Éste la miró arrugando el ceño.
—Realmente, no lo entiendo —murmuró—. Ese hombre es el duque. ¿No se da cuenta de su buena fortuna? Ahora es un par del reino, uno de los más ricos de Inglaterra.
—Gareth posee una seguridad en sí mismo que a veces resulta irritante, señor Cavendish —respondió ella—. Es un hombre hecho a sí mismo, pero el dinero significa muy poco para él.
Estaba claro que ambos conceptos se le escapaban a Cavendish. Después de que se despidieran murmurando unas frases de rigor, Xanthia consiguió que el abogado se marchara. No obstante, cuando éste se disponía a bajar la escalera, a Xanthia se le ocurrió una pregunta.
—Señor Cavendish —dijo—, ¿puedo preguntarle quién cree que deseaba que el duque muriera? ¿Hay... algún sospechoso? ¿Confían en arrestar a alguien?
El abogado negó con la cabeza.
—Como ocurre con la mayoría de los hombres poderosos, el duque tenía enemigos —reconoció—. En cuanto a sospechosos, por desgracia los rumores se centran en su viuda.
Xanthia abrió los ojos como platos.
—¡Cielo santo! Pobre mujer, suponiendo que sea inocente.
—Yo creo que lo es —dijo el abogado—. Y el forense también. Por lo demás, la duquesa proviene de una familia muy influyente. Nadie se atreve a acusarla en voz alta sin unas pruebas contundentes.
—Sin embargo, en la sociedad inglesa, el mero indicio de un escándalo... —Xanthia sintió de pronto un escalofrío y meneó la cabeza—. La duquesa debe estar hundida.
—Supongo que sí —respondió Cavendish con tono apesadumbrado.
El abogado bajó la escalera, sosteniendo su elegante cartera de cuero y con aspecto más cansado que cuando llegó. Xanthia se sentía aturdida. Cerró la puerta de la oficina sin hacer ruido y apoyó la frente contra la madera fresca y pulida.
¿Qué diantres acababa de suceder? ¿Qué había ocultado Gareth Lloyd todos estos años? Al parecer, algo más serio que una infancia desdichada. Pero ¿cómo era posible que fuera un duque?
De repente Xanthia alzó la cabeza. Puede que su hermano Kieran supiera la verdad. Atravesó la habitación, llamó a la campanilla y empezó a guardar apresuradamente el contenido de su mesa en su abultada cartera de cuero.
—Pide que traigan mi coche —dijo al joven oficinista que abrió la puerta con cautela—. Voy a almorzar con lord Rothewell.