Capítulo 8

GABRIEL observó las manos artríticas de su abuela cerrar la pesada tapa del baúl, y deslizarlas casi con cariño sobre ella.

—Parece muy viejo, Bubbe —dijo el niño cuando la anciana se incorporó.

—Es viejo, sí. —Ella le sonrió casi con melancolía—. Cuando tu abuelo llegó aquí de joven, este baúl contenía todas sus pertenencias. Y cuando lo transportó al desván, hace una docena de años, pensé que no volvería a verlo nunca más. Pero a veces la vida nos sorprende, ¿verdad, tatellah?

En ese momento entraron dos sirvientes y, a una indicación de su abuela, aseguraron el baúl con unas cuerdas y lo levantaron entre los dos. Gabriel observó cómo lo transportaban escaleras abajo.

—¿Nos gustará vivir en Houndsditch, Bubbe? —preguntó—. ¿Está lejos?

Su abuela le acarició el pelo.

—No está lejos, Gabriel —respondió—. Y nos gustará tanto como nos lo propongamos.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el niño—. A mí me gusta vivir aquí, Bubbe. Me gusta Finsbury Circus.

La anciana sonrió de nuevo con melancolía.

—El abuelo dice que no podemos demorarlo más —dijo—. Una nueva familia va a instalarse en esta casa, tatellah. Es la voluntad de Dios.

Gabriel cruzó los brazos sobre su estrecho pecho.
—Estoy cansado de la voluntad de Dios —contestó—. Algún día, Bubbe, tendré mi propia casa. Y Dios no deseará que sea de otras personas. Nunca más.

Poco más de una semana después de su entrevista con el doctor Osborne, Gareth se hallaba en la oficina de la finca cuando Terrence, el segundo mozo de cuadra, entró apresuradamente.

—¡Excelencia! —dijo, muy excitado—. ¡Señor Watson! ¡Un carruaje!

Gareth y Watson estaban inclinados sobre los libros de cuentas de la finca.

—¿Qué tipo de carruaje, Terry? —preguntó el administrador con aire distraído.

—¡Un enorme faetón de pescante alto, señor! —respondió el joven—. Pintado de negro. ¡Pasó por el pueblo a gran velocidad, por entre las gallinas de la señora Corey! Hay plumas por doquier, señor. Aún se la oye gritar desde los establos.

El administrador de la finca se enderezó, arrugando el ceño.

—¿Reconociste al ocupante?

El mozo de cuadra se encogió de hombros.

—Quienquiera que sea, acaba de subir la cuesta sobre dos ruedas y ha pasado rozando el poste de la verja —dijo—. No tardará en llegar.

Gareth arrojó su lápiz y salió apresuradamente a dar la bienvenida a su visitante. No muchos hombres conducían con tan poco apego a su integridad física, y menos a la de unas indefensas gallinas.

No obstante, tanto el hombre como los animales sobrevivieron. Lord Rothewell detuvo su faetón frente a los escalones de la fachada de Selsdon —a menos de un palmo de distancia—, y se bajó del vehículo con una elegancia que indicaba que estaba sobrio. El caballero que iba sentado junto a él, sin embargo, no era tan ágil. El señor Kemble se quitó su exquisito sombrero de castor y empezó a abanicarse con él.

—¡Pardiez, Rothewell! Si llego a ensuciarme en esa última curva, me habría lavado usted la ropa.

—Amigo mío, no tengo la menor idea de cómo se hace —contestó el otro.

Gareth se acercó a la pareja con cautela, como quien se aproxima a una pistola cargada.

—Buenas tardes, Rothewell —dijo—. Y señor Kemble. Qué sorpresa.

En los labios de Rothewell, por lo general comprimidos en un rictus de displicencia, se pintó una sonrisa.

—Creo que hemos establecido un récord de velocidad desde Londres, viejo amigo.

—Espero que no lo hayan hecho por mí —dijo Gareth—. No quiero tener mis manos manchadas con la sangre de nadie.

Rothewell se puso serio.

—No choqué con nada, te lo aseguro —protestó—. En cuanto a esas gallinas, las esquivé a tiempo, y...

—¡Sí, virando bruscamente! —terció Kemble. El enjuto y elegante caballero se apeó con cuidado del asiento del faetón—. Luego chocó con el poste de la verja. Mañana estaré cubierto de moratones que lo confirmen.

—Deberías tener más cuidado, Rothewell —dijo Gareth con gesto solemne—. Las gallinas permanecen toda la vida con sus parejas.

—Peor para ellas —murmuró Rothewell, contemplando la casa con los brazos en jarras—. Menuda mansión, Gareth. Creo que es el doble de grande que mi finca en Cheshire.

—¿Cómo lo sabes, si nunca te has molestado en ir a verla? —replicó Gareth con tono afable.

El señor Kemble examinó la fachada de Selsdon con ojo crítico, ventana por ventana.

—¿Qué tal es el chef? —preguntó de sopetón—. ¿Está satisfecho con él, o quiere que le busque otro?

—Es usted muy amable, Kemble —respondió Gareth con tono lisonjero—. Pero prefiero que se ocupe primero de la decoración de la casa. Seguro que no le parece adecuada.

—Excelente idea —dijo Kemble, sin reparar en el tono de sorna. Había empezado a pasearse frente a la fachada de la casa, con la mirada fija en el segundo piso—. Puedo decirle sin vacilar, Lloyd, que no me gusta lo que veo en las cortinas del piso de arriba. El terciopelo color vino está muy anticuado. ¿Esta fachada da al sur? No, yo diría que más bien al suroeste, ¿no? De modo que lo ideal sería utilizar allí arriba unas cortinas verdes y doradas. Le echaré un vistazo, y le informaré después de cenar.

—¿De veras? Qué amable.

Coggins se había acercado a la puerta y observaba la escena con un leve gesto de desaprobación. El hosco lacayo se hallaba detrás de él.

—¿Desea que Metcaff saque el equipaje de los caballeros del coche? —preguntó el mayordomo, indeciso.

—Supongo que sí. —Gareth se volvió hacia Rothewell—. ¿Qué diablos hace ése aquí?

Kemble, que ya había recorrido la mitad de la fachada, no parecía prestarles atención.

—He hecho lo que me pediste, viejo amigo —respondió Rothewell, subiendo los escalones—. Te he traído ayuda. Una especie de secretario.

—No tiene aspecto de secretario —comentó Coggins estirando el cuello para mirar sobre el frontón de la puerta.

Gareth agarró a Rothewell del brazo.

—¿Un qué? —preguntó sin dar crédito—. ¿Un secretario? No te pedí que me trajeras un secretario. No te pedí que me trajeras a nadie, ni siquiera que vinieras tú. Tan sólo te pedí consejo. Y de paso mencioné que necesitaba un ayuda de cámara.

—Perfecto —respondió el barón—, entonces será tu ayuda de cámara. Pero ya hablaremos de esto más tarde.

El desdén de Metcaff era más que evidente.

—¿En qué quedamos? —preguntó el lacayo con tono hosco—. ¿Es un ayuda de cámara o un secretario?

—Ambas cosas —le espetó Kemble, que se había acercado sigilosamente por detrás—. Cumpliré ambas tareas, y la suya también, señor Metcaff, si no borra esa sonrisa condescendiente de su rostro.

El lacayo vaciló unos instantes.

—Pero ¡tengo que saber dónde instalarlo! —protestó, dirigiéndose a Coggins—. ¿Arriba? ¿O abajo?

Gareth estaba resignado a lo inevitable. Ya había pasado por esto con Xanthia. Cuando Kemble conseguía trabar un pie en la puerta y se le metía una idea en la cabeza, era imposible librarse de él.

—Instálalo arriba —dijo, irritado—. Es un secretario. Instálalo arriba.

—¡Cielos, no! —protestó Kemble—. Instáleme abajo, Metcaff.

Gareth dudó.

—Pero si va a ser mi ayuda de cámara —dijo—, creo que...

Kemble apoyó una mano en su brazo para silenciarlo.

—Eso es justamente lo maravilloso de la situación, excelencia —dijo con tono despreocupado—. Ya no es necesario que piense. He venido para hacerlo por usted. Me instalaré abajo. Y no se hable más. Ahora no hagamos que el señor Metcaff siga perdiendo su precioso tiempo. Iré en busca del estudio y me serviré algo que me calme los nervios, que los tengo crispados. ¡Hasta luego!

—Estoy encantado de verte, Rothewell —dijo Gareth cuando los criados sacaron los baúles del coche y los transportaron escaleras arriba—. Pero para ser sincero, estoy asombrado. ¿Qué te trae por aquí?

El barón miró con aprobación el amplio vestíbulo.

—¡Magnífico! —dijo, fijándose en el Poussin situado a la izquierda de la inmensa chimenea de mármol de Carrara—. ¿Qué que me trae por aquí? Supongo que el aburrimiento. Tu carta me intrigó, y nunca me habías pedido consejo. Y esa duquesa tuya...

—No es la duquesa de nadie —le advirtió Gareth—. Es la viuda de mi primo.

—Las viudas suelen ser muy complacientes —dijo Rothewell, bajando la voz—. ¿Dices que es una delicada belleza?

Gareth notó que su expresión se endurecía.

—Ni lo pienses, Kieran —le advirtió—. No es ese tipo de mujer. Regresa a la ciudad y ve a ver a la señora Ambrose, si eso es lo que buscas.

Rothewell arqueó sus negras cejas.

—¿Yo? —preguntó, ofendido—. He venido al campo para respirar aire puro y ver en qué lío se ha metido mi viejo amigo. Pero me pregunto qué diantres estás buscando, Gareth.

—No sé a qué te refieres.

Rothewell meneó la cabeza.

—Había algo en tu carta... —dijo con tono pensativo—. Algo escrito entre líneas. Por desgracia, en eso no puedo ayudarte. Tienes que resolver tú mismo tus emociones. Pero esos otros pequeños misterios me intrigan profundamente.

—Te agradezco que te tomes mis problemas tan en serio, pero sigo sin entender por qué has traído a Kemble —se quejó Gareth, indicando con la cabeza su estudio—. Ni siquiera le caigo bien.

—Y a mí me odia a muerte —dijo Rothewell—. Pero le reclamé un favor, y...

—¿Qué favor? —le interrumpió Gareth bruscamente—. Tú no has hecho un favor a nadie en tu vida.

Rothewell se encogió de hombros.

—Un favor que le debía a Zee —reconoció—. Kemble y sus compinches en el Ministerio del Interior le debían un gran favor por la debacle de los rifles de contrabando que ocurrió hace unas semanas.

—¿Te refieres a esos contrabandistas franceses? —preguntó Gareth, sin dar crédito—. Zee tuvo suerte de que Nash no la matara.

—Recuerda que Nash resultó ser inocente —contestó Rothewell.

—Sí, pero ella no lo sabía.

Rothewell se detuvo en el rellano y apoyó una mano en el hombro de Gareth.

—Ella leyó tu carta, viejo amigo —dijo con tono resignado—. Y me pidió que lo trajera. A propósito, Kem tiene la peregrina idea de que asesinaste a tu tío. Supongo que no es verdad.

—Ni siquiera tengo un maldito tío —respondió Gareth—. Y creí que Zee estaba en el Adriático.

Rothewell le dio una palmada paternal en la espalda.

—Se ha producido un leve retraso —dijo—. Partirán dentro de poco. Creo que deberías contratar los servicios de Kemble, amigo mío. Te conviene tener una opinión objetiva.

—Mi opinión es objetiva —replicó Gareth, irritado.

—¿De veras? —El barón arqueó de nuevo sus negras cejas—. ¿Estás seguro de ello? ¿No quieres averiguar la verdad sobre tu hermosa viuda?

—Ya conozco la verdad —le espetó Gareth—. Lo que deseo es probar su inocencia, aunque es un asunto que no me concierne.

Rothewell le miró sin inmutarse.

—Entonces, ¿por qué no aprovechas las habilidades de Kemble? —sugirió—. Hay que reconocer que es más listo que el hambre, y un tanto perverso. Quizá te resulte útil como sirviente.

—¿Cómo sirviente? —Gareth le miró sin dar crédito—. Ese hombre está en mi estudio, bebiéndose mi brandy. ¿Te parece que se comporta como un sirviente?

Kemble se hallaba cómodamente instalado en el estudio, sentado en la butaca orejera de cuero marrón que se había convertido en la favorita de Gareth, bebiendo de forma tentativa una copa de lo que parecía ser un excelente coñac. Le gustaban los lujos más caros de la vida, y tenía un magnífico olfato para detectarlos.

—Un magnífico y añejo eau-de-vie, Lloyd —dijo, alzando la copa cuando entraron los otros dos—. Me refiero al coñac, por supuesto. Me ha calmado los nervios.

—Sírvete una copa Rothewell —dijo Gareth, señalando la licorera—. Es demasiado temprano para mí.

Rothewell rechazó el ofrecimiento. Estaba claro que tenía otra cosa en mente, aparte de beber y de acostarse con putas, lo cual era insólito en él. Se sentaron alrededor de la mesita de té, y Kemble empezó a formular preguntas, unas preguntas muy específicas sobre Warneham, su muerte y la finca en general. Al cabo de un rato, se levantó de la butaca y empezó a pasearse por la habitación mientras conversaban. Rothewell les escuchaba con atención. Parecía tomarse las preocupaciones de Gareth con sorprendente seriedad, y, a decir verdad, él se alegraba mucho de verlo.

Después de pasar una hora encerrado en el estudio, Gareth se sentía más animado. Se relajó en su butaca y observó a Kemble pasearse de un lado a otro ante los ventanales que daban a los jardines del ala norte. Empezaba a comprender las ventajas que ofrecía el plan de Rothewell. Kemble sería su instrumento; sus ojos y oídos en la casa y en el pueblo. Éste podía hacer preguntas y obtener una información que los criados jamás revelarían a su empleador. Gareth veía ahora con claridad por qué Kemble había insistido en que le instalaran abajo.

Por fin. Kemble se detuvo y depositó su copa de brandy en la esquina del escritorio.

—Da la impresión de que su primo era un tipo bastante indeseable —comentó—. Imagino que muchas personas deseaban verlo muerto.

—Entre ellas, yo —confesó Gareth,

Rothewell mostraba una expresión pensativa, lo cual no era habitual en él.

—Creo que es mejor que dejes que Kemble se ocupe del asunto, amigo mío —dijo—. Yo no puedo quedarme, y de todos modos nadie va a revelarme nada aquí, pero he hecho lo más conveniente. Te he traído a Kemble.

—Cosa que te agradezco, Kieran —respondió Gareth—. Es muy amable por tu parte. Pero ¿por qué pensó Xanthia que esto era tan importante?

Rothewell vaciló unos instantes.

—Tu duquesa tiene sin duda un nubarrón que se cierne sobre ella —respondió al fin—. No es fruto de tu imaginación.

Gareth le miró con gesto interrogante.

—¿A qué te refieres con exactitud?

Rothewell se encogió de hombros.

—Zee y yo nos hemos dedicado a hacer algunas preguntas en la ciudad —murmuró—. Nuestra prima Pamela, lady Sharpe, está muy bien relacionada, como sabes.

—¿Y...?

Gareth se inclinó hacia delante en su butaca.

—Pamela dice que corrieron unos desagradables rumores cuando falleció su primer marido —dijo Rothewell bajando la voz—. Se rumoreaba que la duquesa había sufrido una crisis nerviosa. Luego se produjo la segunda muerte... El caso es que se han suscitado sospechas sobre ella. La gente murmura. Se preguntan si no estará un poco loca.

—Me parece una idea absurda —contestó Gareth, procurando conservar la calma—. Esa mujer está tan cuerda como tú y como yo.

No obstante, se abstuvo de mencionar su conversación con el doctor Osborne. Tampoco les contó lo que había sucedido entre ellos esa noche en el baluarte, y la extraña conducta de Antonia con posterioridad a ese episodio. Debió hacerlo. Incluso en ese momento, comprendió que estaba ocultando una información que podía ser importante. Pero no dijo nada. Era una mala señal y él lo sabía.

Gareth observó a Kemble con detenimiento.

—Quisiera que se encargara de este asunto, señor Kemble —dijo—. Pero requerirá un tiempo. ¿Puede dejar su negocio desatendido?

Kemble dio un respingo.

—Tengo una deuda de honor con lady Nash —respondió con cierta altivez—. Supongo que Maurice puede vigilar la tienda desde arriba. Además, usted necesita toda la ayuda que pueda conseguir, Lloyd. Si no consigo demostrar la inocencia de la bella duquesa, al menos podré quemar esas cortinas de color vino.

Su respuesta hizo reír a Gareth, que se levantó de su butaca y propuso a sus huéspedes mostrarles los talleres y los establos de la finca. Rothewell, que había sido propietario de unas plantaciones, no dudó en aprovechar la ocasión para ver la nueva trilladora. Kemble declaró que el estiércol le producía urticaria y se retiró apresuradamente.

Fiel a su palabra, Kemble inició su nueva carrera como ayuda de cámara con un entusiasmo tan admirable como innecesario. Cuando Gareth regresó a su suite para cambiarse antes de cenar, encontró la mitad del contenido de su ropero colocado en ordenadas pilas. Algunas prendas estaban colocadas sobre una silla, y la mayor parte dispuestas sobre la cama. Kemble le recibió a la puerta del vestidor, sosteniendo en el brazo la chaqueta de montar favorita de Gareth.

Después de observarla con suspicacia, se acercó a su aparador y sirvió dos copas de brandy.

—¿Cuánto tiempo puede ausentarse, Kemble? —preguntó, pasándole una de las copas.

—Tanto tiempo como sea necesario, y ni un instante más —respondió éste, apurando su brandy de un trago—. Odio el campo. Y dado que no he hecho de ayuda de cámara para nadie desde hace casi una década...

—¿Había trabajado antes como ayuda de cámara?

Kemble le miró con curiosidad.

—¿Cree que me estoy inventando esto sobre la marcha? —replicó con un respingo de desdén—. El trabajo de ayuda de cámara es una ciencia, Lloyd. Uno no se dedica a él en sus ratos libres.

—Me sorprende averiguar que no todas sus carreras han sido de dudosa respetabilidad —observó Gareth sonriendo.

—Quizás una o dos. —Kemble tomó una chaqueta de montar marrón y le dio una buena sacudida—. Lo cierto es que su ropero no es un completo desastre, Lloyd..., disculpe, excelencia. Es curioso, pero no acabo de acostumbrarme a ese nuevo título.

—Yo tampoco —masculló Gareth.

—Tomemos, por ejemplo, esta chaqueta de montar —prosiguió Kemble—. El corte es soberbio y el tejido aceptable. Pero el color... —Se detuvo y miró el cabello de Gareth—. Quizá dé resultado. Tiene usted el aspecto de un Adonis alto y rubio, y conserva su bronceado. Maurice dice que el tabaco siempre realza el colorido natural de...

—No soy un gran fumador —le interrumpió Gareth.

Kemble le fulminó con la mirada.

—El tabaco es un color, excelencia.

—Yo creía que era simplemente un vicio.

Kemble arrojó la chaqueta sobre la pila de prendas en la cama.

—Hablando de vicios, vi a su arrogante lacayo junto a la escalera de servicio toqueteando a una de las criadas.

—¿Toqueteando? —repitió Gareth, indignado—. Espero que ella estuviera conforme.

—Creo que no lo estaba en absoluto —respondió Kemble—. O bien se hacía la remolona, como una profesional de Drury Lane. No me gusta el aspecto de ese tipo.

—A mí tampoco.

—¿Quiere que me deshaga de él?

—¿Y negarme ese placer? —contestó Gareth—. No permitiré que ese cabrón acose a una persona más menuda y débil que él. Averigüe qué ha sucedido.

Kemble arqueó ambas cejas.

—Se ha puesto usted muy serio —murmuró—. Déme unos días para ganarme la confianza de los otros sirvientes, y averiguaré la verdad.

—Muy bien. —Gareth se repantigó en la butaca y se esforzó en reprimir su indignación—. Kemble, dígame otra vez por qué accedió al plan de Xanthia —dijo, cambiando de tema—. ¿Qué que dijo ella con exactitud?

—Veamos. —Kemble apoyó un dedo en su mejilla—. Lady Nash me ordenó que en primer lugar «mejorara su vestuario para que fuera digno de un duque.» Y segundo, «que descubriera quién había matado a su indeseable tío...»

—Primo.

—Lo que sea —contestó Kemble con un ademán ambiguo—. Y tercero, «que averiguara si la duquesa es realmente digna de su afecto.»

—¿Digna de mi qué...?

—De su afecto.

—Xanthia no tiene derecho a poner en mi boca palabras que no he dicho nunca.

—No era necesario que lo hiciera —replicó Kemble—. ¿Leyó usted la carta que escribió, o la escribió inspirado por el más allá y la echó al correo matutino sin leerla?

—Sé muy bien lo que decía la carta, maldita sea —gruñó Gareth—. Y no decía nada de que estuviera enamorado de la duquesa.

Kemble oprimió los dedos contra su pecho.

—¿Enamorado? —preguntó, abriendo los ojos como platos con gesto teatral—. Esto es fascinante. Pero el «afecto» es una emoción mucho más simple, Lloyd, y su preocupación por ella quedaba palpable en su carta. Veamos..., «una criatura bella y frágil que de inmediato suscita tu atención y simpatía». Creo que eso fue lo dijo usted.

—Es posible. —Gareth apoyó la barbilla en la mano—. No lo recuerdo con precisión.

—Y se da la circunstancia de que yo sé muchas cosas sobre el objeto de su... afecto.

Gareth alzó el mentón.

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo ha averiguado?

Kemble sonrió y regresó al vestidor.

—En mi profesión, excelencia, conviene conocer esas cosas —respondió, acercándose a una pila de camisas dobladas.

—Permita que le haga otra pregunta —dijo Gareth—. ¿Cuál es exactamente su profesión?

Kemble asomó la cabeza por la puerta y sonrió con gesto afable.

—Soy el dueño de un establecimiento en el Strand —dijo—. Un simple marchante de antigüedades, pinturas y objetos de arte raros.

Gareth entrecerró un ojo.

—¿Por qué será que nunca me he creído ese cuento?

—No sabría decirle. —Kemble arrojó una de las camisas sobre la butaca con un airoso ademán—. La policía tampoco lo cree. Tiene la peregrina idea de que soy un perista de obras de arte robadas.

—Perfecto —dijo Gareth—. Mi primera semana en Selsdon, y he acogido en mi casa a un tratante de objetos robados y a un loco que siempre está bebido. ¡Pero qué más da! Ha dicho que sabía algo sobre la duquesa. Suéltelo de una vez.

Kemble comenzó a examinar las medias.

—Sólo los pormenores de sus orígenes —respondió—. Nada escabroso..., todavía.

Gareth abrió la boca para protestar, pero se abstuvo.

—Continúe.

—Antonia Notting es la segunda hija del conde de Swinburne. —Kemble siguió doblando y desdoblando las medias de Gareth mientras hablaba—. La familia tiene mucho dinero. Su padre se casó hace poco con una pálida e insignificante jovencita recién puesta de largo. El hermano mayor de Antonia, James, vizconde de Albridge, es un donjuán impenitente, un cliente favorito de los corredores de apuestas. Tiene amistad con un grupo de personas libertinas y peligrosas, una de las cuales era el marido de su hermana, Eric, lord Lambeth, un barón de escasa importancia pero muy arrogante. Se casaron durante la primera temporada social de Antonia. Ella acababa de cumplir diecisiete años.

—Cielos —dijo Gareth con tono sarcástico—. Es usted una mezcla del anuario de la nobleza y un periodicucho sensacionalista de Covent Garden.

Kemble sonrió satisfecho.

—Pero observo que está pendiente de cada palabra que digo. —Introdujo la mano en una de las medias de Gareth y la sostuvo contra la luz—. Tiene el talón muy gastado —dijo, arrojándola sobre la cama.

Era una media de lana gruesa, que abrigaba mucho, pero Gareth no tenía ganas de discutir. Sabía cuando no merecía la pena entablar una batalla.

—A propósito —dijo de mala gana—, al parecer tengo que comprar ropa nueva.

—Tiene que renovar prácticamente todo su vestuario —respondió Kemble, arrojando otra media sobre la cama.

—Me pregunto —dijo Gareth—, si podría conseguir que su amigo monsieur Giroux se encargue de renovar mi vestuario. Sé que Giroux y Chenault son los mejores sastres, pero Xanthia dice que no aceptan clientes nuevos.

Kemble sonrió con aire de complicidad.

—Maurice hará lo que yo le pida —respondió—. Quizá se lo mencione cuando regrese a casa, si usted demuestra ser digno de sus extraordinarios talentos.

—¿Demostrar que soy digno? ¿En qué sentido? —preguntó Gareth—. Mire, olvide que se lo he pedido. ¿Qué más puede decirme de ese lord Lambeth? ¿Qué tipo de individuo era?

—Impresionante —contestó Kemble—. Le conocía vagamente. Pero murió hace tres años, por lo que deduzco que su duquesa no estuvo casada con Warneham mucho tiempo.

No, muy poco. Gareth pensó en ello. Antonia debió de casarse con Warneham al poco de quitarse el luto. Lo cual no tiene nada de malo.

—¿Por qué se casó con él? —preguntó de sopetón—. Con lord Lambeth.

Kemble soltó una risita.

—¡Fue un apasionado enlace por amor! —respondió—. Estaba locamente enamorada de lord Lambeth, y él de ella. De modo que tenían algo en común.

Gareth se rió.

—Es usted un hombre cruel, Kemble.

—No —contestó el otro con un vago ademán—. Soy Casandra, Vidente de la Verdad. Además, Lambeth dejó una amante y dos hijos en Hampstead, y un buen número de compañeras de cama más lascivas en Soho. ¿Le suena eso a amor?

Gareth empezaba a preguntarse si sabía lo que era el amor.

—Lo ignoro —respondió—. ¿Cómo murió?

Kemble se encogió de hombros.

—De la misma forma que vivió —respondió—. Como la mayoría de los hombres. Oí decir que volcó en su calesa cuando conducía a toda velocidad bajo la lluvia, pero ocurrió en su finca en el campo, de modo que no conozco todos los detalles morbosos... todavía.

—Repite usted esa palabra de una forma que me produce escalofríos —observó Gareth—. Creo que ya he oído suficiente.

—Muy bien —dijo Kemble—. Entonces no le diré quién mató a su primo.

Gareth alzó la cabeza bruscamente.

—¿De modo que alguien lo mató? ¿Sabe quién fue?

Kemble sonrió.

—Es lo más probable, y todavía no —respondió—. Las malas personas suelen acabar mal.

Gareth bebió un trago de su brandy con gesto pensativo.

—Quiero que averigüe exactamente lo que sucedió, Kemble —dijo al cabo de unos momentos—. Averigüe la verdad, y no repare en medios.

Kemble hizo una profunda y dramática reverencia.

—Sus deseos son órdenes, excelencia —respondió—. Por cierto, presiento que van a salirme un par de tremendos moratones debido a la forma en que conduce lord Rothewell. Creo que mañana tendré que ir a ver a un médico.

—¿Por unos moratones? —preguntó Gareth.

—Sí, soy muy delicado —contestó Kemble—. Ahora, dígame de nuevo cómo se llama el doctor del pueblo.

Al día siguiente a su llegada, los nuevos huéspedes de Selsdon insinuaron que quizá se quedarían hasta la temporada de caza. Gareth sabía que Rothewell deseaba no estar presente cuando partiera su hermana, aunque él mismo no fuera consciente de ello. Así era como funcionaba la mente del barón. Había estado borracho durante dos días después de la boda. Los motivos de George Kemble eran más difíciles de entender. Era probable que Xanthia le hubiera pagado una suma exorbitante de dinero para que hiciera lo que le había pedido. Era natural que Gareth estuviera furioso por esa intromisión en su vida, pero había otras cosas que le preocupaban más que el hecho de que Xanthia se inmiscuyera en sus asuntos. Además, Rothewell tenía razón. Kemble podía serle útil.

Después de desayunar, Kemble se dirigió al estudio con un montón de correspondencia, en su mayoría cartas de enhorabuena de personas a las que Gareth no conocía, dándole la bienvenida a las nobles filas de la aristocracia rural. Él dudaba de que alguna de ellas deseara sinceramente su bien. Sospechaba que la mayoría estaban horrorizados. A fin de cuentas, no era más que un tosco judío de clase obrera, cuyo parentesco con el difunto duque era tan lejano y complicado que ni él mismo era capaz de rastrearlo. Para la aristocracia, su falta de linaje constituía una afrenta.

Rothewell aún no se había levantado y probablemente no lo haría antes del mediodía. Nervioso e irritado, Gareth se vistió para ir a montar y ordenó que ensillaran su caballo. Desde su primer encuentro con Antonia, temía el día en que tuviera que visitar Knollwood, pero ahora, por inexplicable que pareciera, estaba impaciente por ir. Anoche, durante la cena, no había podido apartar la vista de ella, pese a la presencia de los otros invitados. La curiosidad que ella le inspiraba rayaba en la obsesión. Una obsesión que iba en aumento. Gareth sabía que cuanto antes uno de ellos abandonara la casa, las cosas serían más fáciles para ambos. Por lo demás, estaba cansado de toparse con ella por sorpresa y sentir que su corazón empezaba a latir aceleradamente como el de un escolar enamorado.

Cuando le trajeron su montura decidió que en cuanto regresara a Londres buscaría una amante. Partió hacia el pueblo, sin dejar de dar vueltas al asunto. Quizá visitara de nuevo a madame Trudeau. Ésta era una educada y encantadora modista, aunque algo madura, y Gareth había pasado dos deliciosas veladas en sus brazos. Ella le apreciaba por lo que él podía darle, sin hacer preguntas. Ahora que ya no suspiraba por Xanthia, quizá lograra convencer a madame para que mantuvieran una relación más asidua. Al pensar en ello, tiró de las riendas de su caballo para detenerlo. ¿Era cierto que ya no suspiraba por Xanthia?

Sí, suponía que sí. Ahora, cuando pensaba en ella, lo hacía con una mezcla de afecto y exasperación. Quizá su boda había trazado la fina pero visible línea que él necesitaba ver. Por otra parte, puede que su cambio de actitud obedeciera a algo más alarmante. Algo en lo que era preferible no pensar.

Su caballo empezó a moverse, nervioso. Al llegar al pie de la colina, Gareth giró hacia el norte, alejándose del pueblo, y espoleó a su montura. Deseoso de complacer a su amo, el animal se lanzó a galope, levantando una nube de polvo y guijarros a su paso. Al poco rato llegaron al pie del sendero empedrado. Mientras subía la cuesta comprobó que alguien —seguramente Watson— se había ocupado de mantener el camino que daba acceso a Knollwood en buenas condiciones.

Por desgracia no podía decirse lo mismo de la casa. Knollwood era una bonita mansión de tres plantas con dos torreones de piedra que no servían para nada, una elegante entrada y unos jardines antaño bien cuidados. La casa había sido construida hacía aproximadamente un siglo y medio, y desde entonces se había ido deteriorando sistemáticamente. Ató al caballo detrás de la casa, en un lugar sombreado, y se dirigió hacia los escalones de piedra de la fachada, ahora rodeados por zarzas y cubiertos de musgo. La llave que le había dado Watson funcionaba. La hizo girar en la cerradura, abrió la puerta y de inmediato experimentó una vaga sensación de temor.

Sus últimos días en esta vieja y triste casa habían sido los peores de su vida. Incluso los malos tratos que había sufrido a manos de los marineros del Saint-Nazaire no podían compararse con este dolor. Tras unos instantes de vacilación, entró. Miró alrededor del vestíbulo como si fuera una tierra extraña, aunque al mismo tiempo se dio cuenta de que nada había cambiado. El olor a humedad y podredumbre era más intenso, pero las paredes de color amarillo pálido eran las mismas, aunque cubiertas de moho. Incluso el viejo banco de roble junto a la puerta seguía intacto, cubierto por el polvo que se había acumulado durante años.

Al entrar en la sala de estar, comprobó que alguien se había limitado a cubrir los muebles con unas fundas de holanda. Distinguió la silueta del sofá, de las butacas e incluso de la vieja poltrona llena de bultos. En la pared colgaban aún los dibujos de plantas, enmohecidos dentro de sus marcos. Los colores del paisaje al óleo que colgaba sobre la repisa de la chimenea se habían desteñido, y se había desprendido una esquina del bastidor.

Gareth se acercó a la mesa de lectura favorita de su abuela y al levantar una esquina de la funda vio que la bombonera de porcelana seguía sobre la superficie de marquetería, dentro de la cual había un objeto negro y grumoso. ¿Una chocolatina calcificada? ¿Una rata muerta? Era repugnante. Sin embargo, de repente se percató que este lugar ya no ejercía ningún poder sobre él. Era como si al entrar en él se hubiera roto el maleficio.

Siguió recorriendo la planta baja, mientras el sonido de sus botas reverberaba a través de esta casa sin vida. La biblioteca con sus viejos paneles de madera. El salón, cuya amplia ventana de estilo palladiano estaba rota. El otrora elegante comedor estaba decorado con seda de color rosa que antes había sido roja. Los deteriorados residuos de una vida que hacía mucho que se había extinguido

De vez en cuando, sentía el viejo suelo ceder sospechosamente bajo sus pies. Avanzó por el borde de la estancia hacia la escalera. De inmediato se dio cuenta de que estaba medio podrida y subió con cautela, procurando mantenerse pegado a la pared. El primer piso estaba más o menos igual, aunque en mejores condiciones, puesto que estaba más alejado de la humedad. Las cuatro habitaciones que contenía habían sido recogidas con más esmero, sus largas y pesadas cortinas envueltas en fundas de holanda. Las camas seguían en sus lugares habituales, los colchones protegidos por unas fundas, desprovistos de sábanas y mantas.

En la habitación de su abuela, sin embargo, habían retirado las cortinas, dejando que el sol del mediodía penetrara a raudales por las ventanas. Aquí el olor a humedad era un leve olor acre. El escritorio de su abuela seguía junto a la ventana, sin una funda que lo protegiera. Se acercó a la cama y retiró la funda de holanda. Era la cama en la que se refugiaba a menudo en plena noche, durante los primeros meses de su vida en Knollwood, para que su abuela apaciguara sus temores y obligara a los demonios que le atormentaban a ocultarse de nuevo en los armarios roperos. De pronto, Gareth experimentó una profunda melancolía, una sensación de pérdida.

En su vieja habitación, contempló la cama con un dosel de roble, y durante unos angustiosos momentos, sintió que volvía a tener nueve años. Se estremeció. De niño, el dosel de madera le aterrorizaba. Macizo y oscuro, le parecía que se cernía amenazadoramente sobre él, impidiendo el paso de la luz. Pero había terminado acostumbrándose a él. No tenía más remedio.

Mientras evocaba viejos recuerdos, percibió vagamente un ruido, y supuso que eran ratones.

Pero ese grito agudo y aterrorizado no era de un ratón.

Gareth corrió hacia la escalera al oír el sonido de madera al partirse. Antonia estaba sujeta con ambas manos a la barandilla, con la falda de su traje negro de amazona amontonada y retorcida sobre el escalón superior.

—¡No se mueva! —le ordenó él.

En el rostro de Antonia se pintó una expresión de terror.

—No puedo —exclamó—, ¡Ay, Gabriel, se me ha enganchado el pie!

Gareth empezó a bajar la escalera, con la espalda pegada a la pared.

—No se mueva, Antonia —repitió—. Apoye todo su peso en la barandilla, no en sus pies. Yo la sacaré de ahí.

Ella asintió con vehemencia, presa del pánico.

—Sí.

Él no tardó en alcanzarla. Apoyando su peso junto a la pared, se inclinó hacia delante y colocó la mano derecha sobre la barandilla junto a la de ella.

—¿Hasta dónde ha hundido la pierna?

—Casi hasta la rodilla —respondió Antonia.

Él calculó rápidamente la situación.

—No suelte la barandilla —le ordenó—. Voy a levantarle la falda.

La pierna de Antonia —atractiva y bien torneada— había atravesado por completo la madera podrida. Un fragmento del escalón había quedado enganchado en el borde de su bota de montar, sosteniéndola de forma precaria. Abajo estaba tan oscuro que Gareth no alcanzaba a ver la escalera del sótano. Quizá ya se había desplomado. ¡Maldita sea!

—¿Tiene el pie bien sujeto? —le preguntó él, procurando no perder la calma.

Ella asintió, mordiéndose el labio. Más abajo oyeron un sonido alarmante, seguido por el chasquido de la madera al partirse.

Cielo santo, Antonia iba a caer y aterrizar en el sótano, y él probablemente también.

—No se suelte de la barandilla —dijo Gareth con calma—. Después de arrancar la madera que se ha partido, la sujetaré por la cintura y la sacaré de ahí.

Ella soltó una risa nerviosa.

—¿Cree que podrá hacerlo? —preguntó—. Creo que me he engordado unos kilos.

Gareth sonrió para tranquilizarla.

—Es ligera como una pluma, querida —respondió—. Los escalones y las contrahuellas se han podrido en el centro.

—Ah —dijo ella en voz baja.

Gareth aún llevaba puestos los guantes de montar, gracias a lo cual pudo arrancar la madera partida sin mayores dificultades. Cuando hubo retirado el último fragmento enganchado en la bota de ella, se quitó el guante y le rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Antonia no se asustó, como él había temido, sino que apoyó su peso sobre la barandilla mientras él la alzaba. En el momento indicado, soltó la barandilla y le arrojó los brazos al cuello. Su sombrero de montar cayó escaleras abajo. Gareth la estrechó contra sí y subió la escalera con cautela, tal como había bajado, pegado a la pared.

—¡Gracias! —exclamó ella cuando la depositó en el suelo del rellano—. ¡Es como si pisara de nuevo tierra firme!