Capítulo 13
LOS pieles rojas estaban sentados con las piernas cruzadas dentro del capricho arquitectónico, afilando sus flechas y esperando el ataque por parte de los norteamericanos. Pluma Larga practicó unas muescas en la ramita del árbol, la dobló y la miró con satisfacción.
—Ha quedado perfecta —dijo—. Pásame el bramante, Cyril.
Cyril alzó la vista, irritado, del cuchillo con que estaba tallando unas ramas.
—Tienes que decir Oso Gruñón —recordó a Gabriel—, o no vale.
—Dame el bramante —repitió Gabriel, un poco enojado—. Voy a encordar mi arco.
Cyril se inclinó hacia delante sosteniendo el bramante, pero de pronto torció el gesto.
—Espera —dijo, levantándose—, tengo que hacer pis.
—Yo también —dijo Gabriel, siguiéndole hasta el borde del capricho arquitectónico—. Pero el señor Needles dice que debemos decir «orinar» en lugar de «hacer pis».
—¡Bah, eso es para niños! —protestó Cyril con desdén, desabrochándose el pantalón—. Yo voy a hacer pis.
—Oye, apuntemos hacia ese árbol —propuso Gabriel.
Ambos le arrojaron una buena rociada.
—He ganado yo —dijo Cyril, sacudiéndose el miembro.
—¡No es verdad! —protestó Gabriel—. En todo caso, estamos empatados.
—Un momento —dijo Cyril, mirando la bragueta de Gabriel—. Vuelve a sacártelo.
Gabriel le miró perplejo.
—¿Qué es lo que debo sacar?
—Tu pene, idiota —respondió Cyril, sacándose el suyo del pantalón—. Te enseñaré el mío.
—Bueno —contestó Gabriel y obedeció a regañadientes.
Cyril se agachó para observarlo.
—Tiene el mismo aspecto que el mío —dijo, arrugando el ceño—. Quizá sea más largo.
—Claro que tiene el mismo aspecto que el tuyo —dijo Gabriel—. Qué idiota eres, Cyril. Todos los penes son iguales.
—No es verdad. —Cyril se enderezó y se metió de nuevo el suyo dentro del pantalón—. Oí a las criadas hablando. Maisie dice que si eres judío, te lo tienen que cortar.
—Pero ¡qué dices! —exclamó Gabriel—. ¡Eso es horrible, Cyril!
Cyril sonrió con gesto pícaro y le propinó una colleja.
—A ti no te lo han cortado, probablemente porque eres mestizo —dijo con tono socarrón—. Oye, quizá deberíamos cambiar tu nombre de piel roja de Pluma Larga a Polla Larga.
Coggins recibió a Gareth en el escalón superior de la entrada de Selsdon en cuanto éste regresó de Knollwood. Los nubarrones parecían haberse espesado, tanto en el horizonte como sobre la casa, pues el semblante del mayordomo mostraba cierta preocupación y tenía las manos enlazadas, como resistiendo el deseo de estrujárselas.
Picado por la curiosidad, Gareth entregó las riendas a Statton, que había vuelto para hacerse cargo de los caballos. Luego ayudó a Antonia a desmontar.
—El correo ha llegado temprano —dijo el mayordomo mientras subían la escalera.
Gareth miró a Antonia.
—Espero que no sean malas noticias.
El mayordomo hizo un ademán ambiguo.
—Creo que no —respondió—. Pero el señor Kemble ha recibido muchas cartas de Londres. Abrió una apresuradamente y dijo que tenía que ir enseguida a West Widding.
—¿A West Widding?
—Sí, excelencia —respondió Coggins, un poco irritado—. Y me temo... que se llevó su calesa, señor.
—Bueno, no es la primera vez que la utiliza —dijo Gareth—. Además, yo le dije que fuera. Le envié a hacer una gestión, y supongo que no tenía otro medio de trasladarse allí.
Coggins parecía aliviado.
—No con facilidad, señor —respondió—. Está a ocho kilómetros de distancia.
En ese momento el doctor Osborne bajó la escalera.
—Ah, por fin nos encontramos, excelencia —dijo al ver a la duquesa—. Me alegro de que haya llegado antes de que me marchara.
Antonia se apresuró hacia él.
—Cielos, ¿ha permanecido todo este rato aquí, doctor? —preguntó inquieta.
—No, tuve que volver al pueblo a por más medicinas —respondió el doctor—. Regresé hace un momento.
—¿Cómo está Nellie, doctor Osborne? —preguntó Antonia, preocupada—. ¿Cómo está mi pobre doncella?
Osborne miró a la duquesa sonriendo.
—Descansa plácidamente —contestó para tranquilizarla—. Le he dado a ella y a Jane un remedio para la tos y para que duerman profundamente. Dentro de unos días, estarán mejor.
—Gracias, Osborne —dijo Gareth, avanzando hacia él—. ¿Cómo están los pacientes en los establos?
El doctor se volvió y le miró como si acabara de reparar en su presencia.
—Buenas tardes, excelencia —respondió—. Están mucho mejor, gracias a Dios. Ahora confiemos en que los demás se restablezcan también.
Después de cambiar unas frases de cortesía, Antonia se disculpó y subió a ver a su doncella. Osborne, que estaba junto a Gareth, la observó subir la escalera.
—Es una criatura encantadora, ¿verdad? —comentó.
—Sí —respondió Gareth con tono quedo—. Realmente encantadora.
El bonito pueblo de West Widding, situado entre el río y el bosque, era una pequeña joya, excepto por el gigantesco y grotesco asilo para pobres de ladrillo que se alzaba a orillas del río. La parroquia ostentaba una hostería, dos tabernas, un juzgado de paz y una pequeña iglesia medieval cuyo campanario se había derrumbado durante el reinado del lord protector y no lo habían reconstruido. Pero era el tercero de esos elementos lo que interesaba a George Kemble.
Pasó con la calesa frente a la iglesia desprovista de un campanario, giró a la izquierda ante la segunda taberna y, al final de un estrecho camino, encontró lo que andaba buscando. La vivienda de John Laudrey era una espaciosa casa de ladrillo, espantosamente moderna, rodeada de unos jardines tan nuevos que parecía como si hubieran sido podados en exceso y se hubieran encogido. Una criada vestida con un uniforme gris de sarga abrió la puerta y le miró de pies a cabeza, tomando nota de su atuendo. Al parecer, Kemble pasó el examen y la criada le condujo a una sala de estar situada al fondo de la casa.
Cuando apareció Laudrey, Kemble tuvo de inmediato la impresión de que era un hombre pagado de sí y medianamente inteligente, lo cual constituye siempre una peligrosa combinación. Era un individuo corpulento, con el pelo encrespado, cuyos hombros parecía como si fueran a reventar las costuras de su levita. El juez abrió la carta que De Vendenheim le había enviado de Londres. Mientras la leía, sus mejillas se tiñeron lentamente de un intenso color carmesí, hasta que pareció un furúnculo a punto de reventar.
—¡Vaya! —dijo—. Siempre es útil que el Ministerio del Interior se meta en nuestros asuntos después de que los hemos resuelto.
Kemble sonrió y se sentó sin que el otro le invitara a hacerlo.
—Sospecho que el señor Peel considera que un asesinato es un asunto que incumbe al Ministerio del Interior —respondió secamente—. En especial cuando se trata de un asesinato que lleva meses sin resolverse.
—Ah, de modo que ahora se trata de un asesinato. —Laudrey devolvió la carta bruscamente a Kemble y se sentó—. Nadie quería oír hablar de eso el año pasado, cuando ocurrió.
—Bueno, está claro que fue una muerte sospechosa. —Kemble enlazó las manos y las apoyó en una rodilla—. El nuevo duque me ha pedido que llegue al fondo de la cuestión. Confía en que otro par de ojos ayuden a esclarecer el caso. —No era una petición, por lo que Kemble prosiguió—: Tengo entendido que el policía local le avisó para que acudiera a la finca la mañana de la muerte de Warneham. Usted examinó el cadáver, halló signos de envenenamiento por nitrato de potasio y entrevistó al doctor, quien aventuró la opinión de que el duque se había excedido con su medicación para el asma. ¿Estoy en lo cierto?
—Si ya sabe todo eso, ¿por qué se ha molestado en venir a verme? —preguntó el juez de paz.
—Bien, gracias —dijo Kemble—. Warneham..., el nuevo duque, me ha dicho que usted y el doctor no estaban de acuerdo en si se trataba de un caso de asesinato o de una sobredosis. Hubo una investigación policial y prevaleció la opinión del doctor, ¿es así?
—Sí.
Kemble reflexionó unos momentos.
—¿Me permite que le pregunte, Laudrey, si entrevistó usted a los dos invitados que se alojaron esa noche en Selsdon, sir Harold Hardell y lord Litting?
—Lo intenté —respondió Laudrey—. Pero habían partido al amanecer sin saber que el duque había muerto, o eso dijeron. Más tarde, dado que era una muerte sospechosa, fui a Londres para entrevistarme con esos caballeros, pero lo único que saqué en limpio fue que esa noche habían fumado mucho en la sala de billar.
—Sí, eso tengo entendido —murmuró Kemble—. Permítame que le pregunte si hubo algo más que le indujo a sospechar que la muerte del duque no fue accidental.
Laudrey se rebulló en su silla, como si se sintiera incómodo.
—Tuve la impresión de que los caballeros londinenses ocultaban algo —dijo con calma—. Las clases altas hacen lo que sea con tal de evitar verse afectadas por el menor atisbo de escándalo, aunque signifique que una muerte nunca llegue a esclarecerse.
—¡Muy cierto! —dijo Kemble—. Y piensa usted en la duquesa, ¿no? Descuide, los rumores no han dejado de circular por Lower Addington.
—Todo el mundo sabe que se casó contra su voluntad —apuntó el juez de paz—. Y aunque en Londres quizá no sea del dominio público, no era preciso ser médico para ver que la señora no estaba en su sano juicio.
Kemble pensó que el hecho de ver al marido postrado en el suelo de la alcoba, muerto, bastaba para trastornar a cualquier mujer, pero no dijo nada. En lugar de ello, se inclinó hacia delante en su silla.
—¿Sabe lo que me llama poderosamente la atención, señor Laudrey? —preguntó—. El hecho de que en el espacio de diez años se han producido al menos tres muertes prematuras en esa casa. Y eso sin contar a la primera duquesa. A propósito, ¿qué la mató?
—Dicen que el sufrimiento, o la pérdida del niño —respondió Laudrey con tono apesadumbrado—. Pero el médico que practicó la autopsia dijo que la causa era una infección del apéndice, que había reventado y había envenenado a la pobre mujer.
—Ah —dijo Kemble—. Bien, eso no tiene vuelta de hoja.
Laudrey reconoció a regañadientes que así era.
—Y la segunda duquesa —murmuró Kemble—. ¡Otra tragedia! ¿Recuerda lo que le ocurrió?
El juez de paz le miró con cierto desdén.
—Supongo que ya lo sabe. La joven sufrió una pequeña caída cuando cazaba.
—¿Una pequeña caída? —Kemble no había oído a nadie describirlo en términos tan benevolentes—. ¿Sabemos cómo sucedió?
—La señora Osborne explicó que el caballo de la duquesa vaciló antes de saltar una valla —respondió—. La pobre mujer estaba muy afectada, pues montaba a la cabeza del grupo de cazadores. Temía haber inducido a la joven a acompañarlos cuando no estaba preparada para hacerlo.
—Sí, me han dicho que la segunda duquesa era bastante intrépida —comentó Kemble—. ¿No era una buena amazona?
—Se había criado en la ciudad, según tengo entendido —contestó Laudrey—. Participar en una cacería en el campo es algo muy distinto.
—En efecto —dijo Kemble—. Fue una tragedia que perdiera al niño.
—Eso nunca lo tuve muy claro —dijo Laudrey—. Pero a fin de cuentas, no soy médico. De hecho, no tuve nada que ver con el caso, puesto que fue declarada una muerte natural.
De pronto Kemble sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
—Disculpe, ¿cómo dice?
Laudrey extendió las manos con las palmas hacia arriba.
—Según tengo entendido, la joven no perdió el niño hasta al cabo de unos días —le explicó—. La duquesa estaba en cama, para recuperarse de sus contusiones, cuando se produjo la tragedia. Más tarde, contrajo una fiebre, algo relacionado con un tema puramente femenino, y eso fue lo que la mató.
La diferencia era sutil pero interesante.
—Una historia fascinante, señor Laudrey —dijo Kemble—. ¿Quién practicó la autopsia? ¿Osborne?
—No, no —respondió Laudrey—. Aún no había regresado de Oxford. Probablemente lo hizo el doctor Frith, que vivía aquí en Widding, pero ha muerto.
—¿Era un médico competente?
Laudrey asintió.
—Muy competente.
Kemble miró a Laudrey con cierta timidez.
—¿Y Osborne? ¿Es competente?
Laudrey dudó unos instantes.
—Osborne también es un buen médico —respondió—. Pero quizá más proclive a emitir una opinión personal que a atenerse a la ciencia.
Kemble le miró con renovada admiración.
—¿Se refiere a que Osborne tiende más a descubrir lo que la familia desea que descubra?
—Yo no he dicho eso —respondió Laudrey—. Pero es evidente que se afanaba en satisfacer los deseos y caprichos de Warneham. Jamás he visto tal cúmulo de polvos, pastillas y ungüentos.
Kemble, que también había visto el botiquín lleno a rebosar de medicamentos, estaba de acuerdo con él.
—¿Cómo era la segunda duquesa?
Laudrey meneó la cabeza.
—Se movía en un círculo social muy superior al mío —respondió—. Nunca oí a nadie hablar mal de ella. Era muy joven, y muy apreciada por las señoras del pueblo.
—¿A cuáles se refiere en concreto?
Laudrey reflexionó unos instantes antes de contestar.
—Bueno, la esposa del párroco.
—¿La señora Hamm?
Laudrey negó con la cabeza.
—Creo que esto ocurrió durante la época del párroco anterior —dijo—. No recuerdo su nombre. Y la señora Osborne. Y lady Ingham. Su marido acababa de adquirir North End Farm, y ella es..., si me permite decirlo...
—Sí, ¿una arribista? —apostilló Kemble con cierto pesar—. Ya me había percatado.
Laudrey pareció relajarse en su butaca.
—Dígame, señor Laudrey —dijo Kemble—, tiene usted aspecto de ser un hombre sensato. ¿Cómo era la tercera esposa del duque?
Laudrey asumió una expresión de tristeza.
—Una joven callada, y muy nerviosa. Me dio la impresión de que no se veía capaz de cumplir con los deberes de una duquesa.
—Vaya por Dios —observó Kemble—. Otro caso trágico.
—Lo fue —respondió Laudrey con gesto pensativo—. Era la hija mayor de lord Orleston, cuya propiedad está situada al sur de aquí. Sus hijas menores ya estaban casadas, pero lady Helen no era una belleza, y decían que prefería las obras benéficas de la iglesia y la jardinería al matrimonio.
—Entonces, ¿por qué se casó?
—Warneham le propuso matrimonio, supongo que porque a él le convenía —dijo Laudrey, encogiéndose de hombros—. Y al igual que el duque, lord Orleston no tenía un hijo varón, de modo que todo lo que poseía iría a parar a manos de un sobrino. Supongo que quería que su hija tuviera su propio hogar cuando él muriera. Por cierto, ha muerto, al igual que su pobre hija.
—Tengo entendido que la joven se aficionó demasiado a su tónico de láudano.
Laudrey entrecerró los ojos.
—En mi opinión, hoy en día los médicos son demasiado propensos a recetar láudano —respondió—. Y a las demás sustancias que contienen esos tónicos.
—¿A qué se refiere? —preguntó Kemble—. ¿Qué era exactamente lo que tomaba la duquesa?
Laudrey se encogió de hombros.
—No lo recuerdo —confesó—. La acostumbrada mezcolanza de opiáceos, hierbas y sedantes, que, en mi opinión, se asemeja a las pócimas que venden los gitanos en sus carretas. Pero prácticamente todo boticario dispensa láudano. Ni que fuera ginebra.
—Cielos —dijo Kemble—. ¿Cree que la duquesa era adicta al láudano?
Laudrey meneó la cabeza.
—¿Quién sabe? —respondió—. Un centenar de bebés mueren cada mes en la parroquia de Middlesex por ingerir un exceso de jarabe negro,* por más que nadie quiera reconocerlo. Alivia tus males, o los de otra persona, con unas gotas de un opiáceo.
Kemble le miró con curiosidad.
—¿Qué insinúa, señor Laudrey? ¿Que el doctor Osborne recetaba demasiados tónicos?
—No más que cualquier otro médico —respondió el juez de paz—. Como es natural, hicimos inventario de su botiquín. Comprobamos que faltaba un frasco de tintura de opio, pero su madre recordó que un día, cuando regaba las violetas, había golpeado sin querer un frasco que estaba sobre la repisa de la ventana y éste había caído al suelo y se había hecho añicos. No se había molestado en averiguar qué era. Con franqueza, cada vez que tengo que examinar el botiquín y los archivos de un médico me topo con este tipo de problemas. Dejan esas sustancias al alcance de cualquiera en sus clínicas, y no llevan sus archivos al día.
Kemble trató de volver al tema de la difunta duquesa.
—¿Es posible que esta joven padeciera melancolía?
Laudrey asintió con tristeza.
—Más tarde todo el mundo dijo que se mostraba muy abatida por no haber tenido un hijo, a pesar de que los duques llevaban casados muchos años. El duque se sentía muy decepcionado. Estoy seguro de que ella lo sabía. Francamente, la última vez que la vi la duquesa tenía un aspecto enfermizo.
—¿Enfermizo, en qué sentido? —preguntó Kemble.
El juez parecía sentirse incómodo.
—No sabría definirlo —confesó—. A decir verdad, me pregunté si comía lo suficiente. Pero no me pareció que tuviera tendencias suicidas. Era una joven muy religiosa. Pero ¿de qué habría servido que emprendiera una investigación del caso?
—Entiendo —murmuró Kemble—. No convenía incomodar al duque después de que su esposa estéril había tenido el oportuno detalle de morirse.
Laudrey le fulminó con la mirada.
—¡Un momento, señor! —replicó—. Trato de cumplir con mi deber en la medida de lo posible. Pensé que convenía investigar la muerte de la duquesa, y así se lo dije al duque.
—¿De veras?
—¡Por supuesto! —Laudrey entrecerró los ojos—. Pero el duque dijo que no quería suscitar habladurías, y me amenazó con hacer que me destituyeran si insistía en ello. Tuve la impresión de que puesto que la joven ya no le era útil, deseaba verla enterrada, literal y figurativamente. Su actitud me pareció escalofriante.
Kemble empezaba a estar de acuerdo con él.
—Y ésa es la razón por la que no me he molestado demasiado en investigar la muerte del duque —prosiguió Laudrey—. Puede que lo matara la duquesa. Pero me pregunto si no recibió el castigo que merecía.
Kemble sonrió levemente y se levantó.
—Es posible, señor Laudrey —dijo con gesto pensativo—. Quizá lo mereciera.
Laudrey se levantó también de su butaca.
—Ahora ya lo sabe, señor. Le he contado todo cuanto sé.
Kemble hizo una breve reverencia.
—Gracias, señor Laudrey —dijo—. El nuevo duque agradece profundamente su amable ayuda.
Esa noche, los pronósticos que el señor Statton había hecho sobre el tiempo se cumplieron con el estallido de un relámpago y el lejano retumbar de truenos en el cielo. Incapaz de conciliar el sueño, Gareth siguió acostado, escuchando el sonido de la lluvia, un sistemático aguacero en lugar de una cortina tras otra de agua combinado con un fuerte viento. Santo cielo, pensó, no necesitaban más lluvia ahora que se aproximaba la época de la cosecha.
Profundamente inquieto, aunque no sabía muy bien por qué, se levantó de la cama, se puso la bata y encendió la lámpara junto a su butaca de lectura. Tomó una de las revistas agrícolas de Watson y la hojeó. Empezaba a comprender parte de su contenido; la mecánica de cultivar la tierra.
Aunque no había deseado regresar a Selsdon —y aún no se había atrevido a afrontar muchos de sus demonios—, empezaba a comprender la importancia de este lugar. Se había propuesto permanecer aquí tan sólo un breve tiempo, pero ahora no estaba seguro. La finca necesitaba su supervisión, y él empezaba a ufanarse de su habilidad para comprender los problemas que presentaba y tomar las decisiones que exigía. Empezaba a sentirse orgulloso de Selsdon. Quizá no fuera un trabajo tan tangible como enviar barcos y mercancías alrededor del mundo, pero había comprobado que el hecho de regentar una importante propiedad no era muy distinto de dirigir una empresa naviera.
El señor Watson parecía sorprendido ante la facilidad con que él había asimilado la contabilidad de la finca. Warneham se había limitado a invertir el dinero suficiente para que la tierra siguiera rindiendo frutos y él percibiera las rentas. Las mejoras a largo plazo, como las reparaciones en Knollwood, habían sido postergadas durante décadas, excepto la adquisición de la trilladora, en la que Watson había insistido. Gareth estaba deseoso de comprobar lo que podían conseguir cuando se plantearan la finca como el próspero negocio que podía ser.
Pese a su renovado entusiasmo, la revista agrícola de Watson no acababa de interesarle. Tenía la mente en otro sitio. Estaba aún en el sendero que conducía a Knollwood, en el pequeño capricho arquitectónico junto al estanque. Al conversar hoy con Antonia, a Gareth le había alarmado la furia que aún llevaba en su interior. El profundo rencor contra Warneham. Un hombre egoísta y vengativo le había arrebatado una parte de su juventud, y probablemente había acortado la vida de su abuela. Un cobarde que había mentido a parientes y amigos sobre la verdad de lo que había hecho.
Incluso ahora, cuando cerraba los ojos, el sonido de la lluvia hacía que evocara su vida a bordo del barco. Aún le parecía oler la porquería, el hedor a sudor y a cuerpos sin lavar de hombres de mirada lasciva. Recordó lo que significaba tener hambre, y comer, agradecido, una comida rancia y llena de gusanos que no era apta para el consumo humano. Recordaba unas tormentas tan violentas que hacían que un hombre rezara para morir sin dolor. Recordó haber llorado como el niño que era por lo mucho que echaba de menos a su abuela y su antigua vida en Londres. Una vida entre personas en las que confiaba y a las que comprendía. De haber vivido su abuelo, seguramente se habría convertido en un próspero comerciante o en un orfebre. Quizás incluso en un prestamista. Todas ellas, incluso la última, unas profesiones honrosas a sus ojos.
Como propiciado por sus propios pensamientos, se oyó de nuevo el retumbar de truenos sobre la casa, esta vez muy cerca. Sin poder evitarlo, Gareth se acercó a la ventana y contempló el lienzo de muralla. Para cerciorarse. No tuvo que esperar a que estallara el próximo relámpago. Esta vez dirigió la vista hacia un punto específico. Esta vez sabía qué y a quién buscaba. A Dios gracias, el baluarte estaba desierto.
Pero eso no significaba necesariamente que Antonia no se sintiera atemorizada. Él ignoraba sus costumbres. Quizás en esos momentos, mientras él se hallaba frente a la ventana, con las manos apoyadas en el frío cristal, ella se paseaba por la casa, atrapada en ese estado de duermevela, llorando la pérdida de sus hijos. Y esta noche no podría apoyarse en la señora Waters, quien sin duda estaba en la cama con el cuello envuelto en paños calientes para aliviarle la tos, sedada tras haber ingerido el nefasto láudano que solía recetar el doctor Osborne.
Gareth se alejó de la ventana y empezó a pasearse por la habitación, una mano apoyada en la cadera. Tenía que resistir el deseo de ir a ver cómo estaba Antonia. No le correspondía a él ocuparse de ella. La relación entre ambos se había hecho demasiado íntima. Entre ellos se había establecido una amistad —no, era mucho más que eso—, una relación entre dos almas dolientes. Quizás era demasiado fácil para Antonia apoyarse en él, depender de él, cuando lo que debía hacer era enderezar su vida en otra dirección, lejos de él. Lejos de Selsdon y de todos los rumores y recuerdos. A veces se preguntaba si Knollwood estaba lo bastante alejada de la mansión principal.
De pronto estalló otro trueno, esta vez con la suficiente potencia para hacer que las ventanas temblaran. Como la vez anterior, Gareth salió de su habitación y se apresuró por el pasillo hasta que comprendió lo que se proponía. Pero cuando alcanzó la esquina que le conduciría a los apartamentos ducales, fue incapaz de retroceder sobre sus pasos. Siguió avanzando sin prestar atención a la voz de la prudencia, como había hecho desde el principio. Antonia estaba sola, y si estaba despierta, estaría aterrorizada. Gareth atravesó la sala de estar, que estaba sumida en la oscuridad. Se dirigió sigilosamente hacia la puerta de la alcoba. Pero de repente se detuvo, indeciso. ¿Debía llamar a la puerta para dar tiempo a Antonia a ponerse la bata? ¿O debía entrar sin más, confiando en que estuviera profundamente dormida? A fin de cuentas, ambos se habían visto desnudos en otras ocasiones.
Abrió la puerta y vio al fondo de la habitación una vela encendida. Antonia estaba frente a la ventana, cuyas cortinas estaban descorridas, con los brazos cruzados y oprimidos contra su pecho. Tenía los hombros encorvados, como si deseara encerrarse dentro sí misma, y estaba descalza. Su larga y espesa cabellera le caía en ondas hasta la cintura, confiriéndole el aspecto de un fantasma en la penumbra, un maravilloso producto de la imaginación de él.
Él musitó su nombre y ella se volvió de inmediato. Tenía el rostro crispado en una máscara de dolor, pero al verlo, su mirada se suavizó y fijó sus límpidos ojos en los de él.
—Gabriel —murmuró, arrojándose en sus brazos—. Gabriel. Mi ángel.
Él la estrechó con fuerza contra su pecho al tiempo que respiraba profundamente para calmarse. De pronto se preguntó quién consolaba a quién. Antonia parecía tan menuda y encajaba a la perfección contra su pecho. Era tan reconfortante y tan... inocente. Gareth sintió que su preocupación por ella hubiera sido eclipsada por su necesidad de poseerla, una necesidad más profunda que sensual y más insidiosa que el deseo carnal. Pero quizá necesitaba simplemente que ella le necesitara a él. Quizá cuando ella dejara de necesitarle, cuando se sintiera de nuevo fuerte y restablecida, podría utilizarlo para lo que necesitara y luego abandonarlo, como habían hecho tantas otras mujeres con anterioridad.
Debió apartarla de sí cuando pasó el momento; debió murmurarle algo inocuo y tranquilizador al oído. Pero en vez de ello, sepultó el rostro en su cabello.
—Antonia —murmuró—. Estaba preocupado por ti, Antonia. La tormenta...
Ella tembló un poco entre sus brazos.
—Gabriel, me siento como una estúpida —respondió—. ¿Por qué me comporto de esta forma? Sólo está lloviendo, y estamos en Inglaterra. Temo no lograr superarlo nunca. Tan sólo deseo volver a la normalidad.
—Yo creo que eres normal, Antonia —murmuró él—, Además, ¿qué otra cosa podrías hacer? ¿Sentir menos? ¿Amar menos? ¿Preferirías vivir sólo a medias?
Ella meneó la cabeza, agitando su caballera contra la bata de él.
—No —respondió con voz trémula—. No quisiera eso. Jamás había pensado en ello.
—Creo, Antonia, que cuando amas a alguien, lo haces intensamente y sin medida —dijo él con tono quedo—. Pero incluso el cariño más profundo no puede evitar que perdamos lo que amamos. Y luego debemos seguir adelante. Y esto es lo que haces. Seguir adelante. Te estás esforzando en superarlo. No seas tan dura contigo misma, querida, pues el mundo ya es bastante duro.
Ella alzó la visa y le miró con una sonrisa trémula.
—Gracias —dijo—. Eres un hombre muy sensato. No sé qué habría hecho sin ti estas últimas semanas.
Gareth le recogió un mechón de pelo detrás de la oreja y sintió una intensa emoción, el profundo deseo de protegerla. Acababa de resbalar un centímetro más por ese pozo insondable de amor no correspondido. Se estaba enamorando. Era una acertada descripción de eso tan nefasto que le estaba ocurriendo. Antonia necesitaba un amigo, no un amante. No le convenía volver a hacerse unas ilusiones que podían hundirla justo cuando empezaba a recuperarse de sus desgracias.
Pero él siguió acariciándole el pelo.
—¿No has dormido?
Ella negó con la cabeza.
—No podía conciliar el sueño; en realidad, temía dormirme cuando oí los truenos. Esta noche no puedo depender de que la pobre Nellie venga a sacarme de la fuente u obligarme a bajar del tejado.
Él la condujo de la mano hacia la cama, cuyas ropas y almohadas estaban desordenadas.
—Acuéstate —dijo, quitándose la bata—, me tumbaré junto a ti hasta que la tormenta haya remitido.
Ella le miró indecisa.
—Te ruego que no hagas nada de lo que puedas arrepentirte más tarde —dijo—. Sé lo que sientes por mí, Gareth. Sientes el deber...
—Chitón —dijo él, estrechándola contra sí—. No digas nada, ¿no es lo que me repites siempre? No digas nada. No pienses.
—Pero no nos limitaremos a permanecer acostados —dijo ella bajito, como si le leyera el pensamiento—. Yo te pediré más. Y tú me lo darás.
Gareth sabía que ella tenía razón, pero no tenía la fuerza de voluntad para salir de la habitación, la habitación que olía a gardenias y a tentación. A ella.
—¿Quieres que te haga el amor, Antonia? —preguntó con voz ronca—. ¿Te ayudará a olvidar?
Ella se tocó la esquina de la boca con la lengua.
—Sí —se apresuró a responder—. Tienes el don de hacer que olvide.
—Cielo santo, Antonia —murmuró él—, también tengo el don de estropearlo todo.
Pero la besó, larga y profundamente, sosteniendo su rostro delicadamente entre sus manos mientras su lengua exploraba los dulces resquicios de su boca. En respuesta, Antonia gimió, enlazando su sedosa lengua con la suya y alzándose de puntillas.
Gareth sepultó los dedos en su cabellera, acariciándole las sienes. Se dijo que sólo quería consolarla, pero en el fondo sabía que era mentira. Sintió que la respiración de Antonia se aceleraba al tiempo que el calor y la sangre se acumulaban en su entrepierna. Envalentonada, Antonia introdujo la lengua dentro de su boca, y él se estremeció como un semental impaciente por montar a una yegua. Esto era un error. Era otro paso en una dirección que no les convenía a ninguno de los dos. Pero Antonia oprimió su cuerpo cálido y esbelto contra el suyo, y Gareth se rindió. Mañana resolverían esta desastrosa situación. U otro día. Hoy, esta noche, le haría el amor.
La abrazó con fuerza sin dejar de besarla. Antonia deslizó las manos por su espalda mientras su lengua jugueteaba con la de él, provocándole otro escalofrío de deseo. La deseaba con desesperación. Y ella lo deseaba a él, por el placer y el consuelo que le procuraba, desde luego. Sólo por eso.
Él apoyó las manos en la cintura de ella y la alzó, oprimiéndola contra su miembro tenso y erecto. Quería que supiera lo que sentía, el efecto que ella le producía. Quizá confiaba en hacerla desistir. Pero no dio resultado.
Antonia apartó los labios de los suyos y le rogó:
—Llévame a la cama, por favor.
Él la tumbó sobre el colchón, se tendió a su lado y la estrechó contra sí, de forma que ella yacía con la espalda contra el pecho de él. Después de abrazarla con firmeza, la besó en la parte posterior de la cabeza.
—¿Lo ves? —dijo—. La tormenta ya no puede hacerte daño.
Ella se movió contra él, restregando el trasero deliciosamente contra su verga. Gareth trató de no pensar en ello, de limitarse a escuchar el sonido de su respiración. Trató de recordar el propósito que le había conducido aquí. Pero era demasiado tarde. El hecho de yacer junto a ella le confundía. No era lo bastante fuerte para impedir que su mano se deslizara hacia arriba para acariciarle sus cálidos y voluptuosos pechos. Sintió que Antonia emitía un sonido de placer, una pequeña vibración gutural.
Ella se llevó las manos al escote y se soltó el lazo de su camisón.
—Gabriel —murmuró con voz somnolienta y seductora—, te deseo.
Él le oprimió un pecho casi en un gesto de posesividad.
—Antonia —respondió con voz ronca—, me digo continuamente que esto debe cesar, por tu bien.
—Y por el tuyo —contestó ella—. Pero... ¿debe cesar esta noche?
Él sabía que debía responder de forma afirmativa, pero tenía su rígida verga oprimida contra el exquisito trasero de ella. Antonia se movió de nuevo insistentemente contra él.
—Eres muy bueno, Gabriel. Consigues hacer que olvide.
Fuera, la lluvia seguía batiendo con fuerza. Dentro de la habitación en penumbra, Gareth tenía la sensación de que eran las dos únicas personas en la Tierra. Estaban envueltos en un ambiente de intimidad y calor imposible de negar. De hecho, en ese momento comprendió que esta noche había venido aquí precisamente con ese propósito.
Pero no queriendo pensar sólo en sus innobles motivos, Gareth deslizó una mano por la pierna de ella y le levantó el camisón con el pulgar mientras sus dedos acariciaban la suave piel de su muslo. Al alcanzar su cadera, le levantó el camisón aún más, dejando al descubierto sus hermosas nalgas. Casi perezosamente, le rodeó la cintura y le pasó la mano sobre el vientre, sintiéndola estremecerse de placer. La besó en la parte interior del cuello y se lo mordisqueó ligeramente mientras sus dedos la acariciaban más abajo, en la suave maraña de rizos entre sus piernas. La acarició suavemente hasta que ella gimió un poco y movió una pierna para abrirse a sus caricias.
—Ah —murmuró Antonia cuando los dedos de él penetraron más profundamente.
Él la besó ligeramente en el cuello, desde la parte posterior de la mandíbula hasta la elegante curva de su hombro, apartándole al mismo tiempo el camisón. Sintió que ella se humedecía al contacto de su mano, y deseó hacer que se volviera para penetrarla sin más preámbulos, pero no debía ser así. No era lo que ella necesitaba. Localizó su clítoris y lo acarició suavemente con la yema del dedo.
—¿Gabriel? —dijo ella con voz entrecortada.
—Chitón —repitió él, besándola detrás del lóbulo de la oreja—. No debemos decir nada, ¿recuerdas?
Sintió que ella tragaba saliva. Sintió que su cuerpo se apretaba contra él en una postura de rendición total. Le levantó la pierna y la estrechó contra sí.
—Imagina —murmuró él—, que esto sólo te concierne a ti y a este maravilloso lugar entre tus piernas.
—¿Sí? —murmuró ella.
—Y que no debes decir nada —repitió él—. Quiero que pienses sólo en tu cuerpo. En tu satisfacción.
—Pero deseo sentirte dentro de mí —protestó ella—. Por favor... deja que sienta...
Incapaz de resistirse, Gareth se levantó la camisa de dormir, dejando al descubierto su erección. El contacto de las nalgas de ella contra su ardiente miembro era un suplicio. Le alzó la pierna y se deslizó con toda facilidad sobre la piel húmeda entre sus piernas.
—Mantén la pierna así —murmuró—, durante un momento.
Gareth introdujo la punta de su verga en el húmedo y ardiente pasaje íntimo de ella. Estaba más que preparada. La penetró más profundamente, poco a poco, para que ella tuviera tiempo a acostumbrarse a esta nueva sensación.
—¿Gabriel? —murmuró ella de nuevo.
Incapaz de reprimirse, él la penetró aún más profundamente.
—Cielo santo —dijo con voz entrecortada—. ¿Estás bien?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí.
—Apriétate contra mí —dijo él. Cuando ella obedeció, él la penetró con más fuerza, introduciendo su miembro hasta el fondo, oprimiendo su cuerpo contra el suyo. Antonia gimió. Gareth le acarició de nuevo el clítoris, y ella se estremeció de deseo—. Así —dijo él—. Deja que te penetre hasta el fondo —murmuró—. Abre las piernas y déjame acariciarte.
Antonia se estremeció de pies a cabeza entre sus brazos, Gareth trató de no moverse, dejando que el peso de su verga y la intensidad de sus caricias incrementaran la pasión de ella, hasta que empezó a jadear y a temblar casi de forma incontrolable. Cuando alcanzó el orgasmo, fue potente y profundo hasta la médula. Satisfecho de su autocontrol, él dejó de acariciarla y la sintió estremecerse hasta que hubo agotado todo su placer y permaneció quieta entre sus brazos.
Al cabo de unos momentos Antonia regresó a la realidad, experimentando una sensación lánguida y saciada.
—Oh, Gareth —murmuró—. Ha sido... increíble.
Él le rozó la mandíbula con los labios.
—Tú eres increíble —murmuró, besándola ligeramente en el cuello.
Ella empezó a mover las caderas tentativamente contra las suyas,
—Gabriel... ¿has alcanzado tú...?
—Eso no importa —murmuró él, retirándose de dentro de ella.
La volvió de espaldas con suavidad y se incorporó sobre las rodillas, quitándose la camisa de dormir y mostrando su musculoso torso y sus fibrosos brazos. Arrojó la camisa al suelo mientras fijaba la vista en la cintura de ella, y más abajo.
—Quítatelo —dijo, tomando el bajo del camisón de ella, que tenía arremangado hasta la cintura. Ella se alzó un poco para que él pudiera quitárselo.
Antonia no estaba muy segura de lo que acababa de ocurrir, pero sí de que había gozado. Sólo entonces se dio cuenta de que fuera seguía lloviendo a mares, y que aún se oía el retumbar de truenos a los lejos.
Gabriel contempló con avidez su cuerpo a la tenue luz de las velas. Impaciente, Antonia lo atrajo hacia sí, obligándole a tumbarse sobre ella.
—Ahora tú —murmuró.
—Ten paciencia, querida.
De rodillas, Gareth le tomó la cabeza y la besó profundamente, envolviéndola con su calor y su olor singular. Su cuerpo fuerte y musculoso parecía cobijarla. En respuesta, Antonia introdujo la lengua en su boca, enlazándola con la suya, experimentando una gran satisfacción cuando le sintió estremecerse.
—Um, así —dijo ella cuando él se retiró de nuevo—. Haz eso..., no sólo con tu lengua, sino con..., ya sabes...
Él sonrió ante su insistencia.
—No es necesario que nos apresuremos, Antonia —murmuró—. La noche es larga y la tormenta no ha cesado.
Agachó la cabeza y le lamió un pecho, succionando su aureola de color marrón rosáceo y acariciando su rígido y sensible pezón con la punta de la lengua.
Antonia se movió impaciente debajo de él, y bajó la mano para hundir los dedos en la espesa y rubia mata de pelo de Gabriel, pero él alzó la cabeza, con los ojos relucientes, y se llevó la mano de ella a la boca. Le besó la palma casi con gesto reverente, y luego la cicatriz que tenía en la muñeca. Turbada, trató de apartar la mano para ocultar la cicatriz, pero él la sujetó con fuerza.
—Eres muy bella —murmuró, sosteniendo su mirada mientras depositaba unos delicados besos en su mano—. Cada centímetro de ti, cada cicatriz, cada peca.
—Yo... no tengo pecas —murmuró ella, casi hipnotizada por la intensidad que emanaba de los ojos de él.
Contuvo el aliento cuando deslizó la lengua sobre la palma de su mano. Luego, sin dejar de observarla, le succionó el dedo índice son suavidad. Ella sintió una crispación en la boca del estómago, y luego esa cálida sensación de deseo que la inundaba hasta la médula.
Impaciente, levantó una pierna al tiempo que trataba de atraerlo hacia sí, pero él movió la mano y la apoyó con firmeza en las suaves ropas de la cama. Oprimió la boca sobre su otro pecho, lamiéndolo, mordisqueándolo, haciendo que el deseo de ella se intensificara, tirando de él como si fuera una fina y tensa hebra de seda. Ella empezó a respirar trabajosamente, y Gareth bajó la cabeza, depositando unos besos entre sus pechos, su vientre, y más abajo.
Cuando se colocó entre sus piernas, le separó los muslos con las palmas de las manos. Luego introdujo una rodilla, para separárselos del todo.
—Antonia, quiero que te deleites con esto —dijo con voz ronca, mirándola—. ¿Me dejarás que lo consiga?
Sin apenas comprender a qué accedía, ella asintió con la cabeza. Observándola con los ojos entrecerrados, Gabriel le acarició ligeramente la cara interior de sus muslos con sus elegantes manos hasta que ella se abrió por completo. Mostrándose sin inhibiciones. Entonces apoyó la cabeza en la almohada, incapaz de sostener su mirada. Aparte de las leves caricias que él le había procurado esa tarde en Knollwood, Antonia ignoraba que existiera semejante decadencia; que un ser humano pudiera provocar en otro esa sensación de placer y deseo.
Gabriel la tocó ligeramente con la lengua, haciendo que todo su cuerpo se estremeciera y las mejillas le ardieran. Luego la acarició con más intensidad, y ella emitió un grito de puro placer y estuvo a punto de caerse de la cama.
—¿Gabriel? —gimió, con voz débil y entrecortada.
Él alzó la vista pero no la soltó, sino que le sostuvo las caderas contra el mullido lecho, inmovilizándola. Sus ojos, ávidos y abrasadores, se recrearon de nuevo admirando su cuerpo, mientras la mantenía cautiva.
Ella hizo un ademán ambiguo.
—Por favor, Gabriel... sólo....
—¿Qué, amor? —murmuró él—. ¿Quieres que... me detenga? ¿Es lo que deseas?
Antonia tragó saliva.
—No —contestó con voz ronca—. No te detengas, Gabriel. No pares.
Con una sonrisa de satisfacción, él bajó la cabeza e introdujo a lengua profundamente en sus partes íntimas, haciéndola gemir. Luego la acarició con un dedo, metiéndoselo dentro. Ella volvió a gemir, un sonido quedo pero desesperado. Los hábiles dedos de Gabriel, junto con su lengua, le producían un placer indecible, atormentándola, haciendo que ansiara más...
Él introdujo otro dedo en su vulva mientras empezaba a lamerle el clítoris con movimientos lentos y delicados de su lengua, haciendo que ella se echara a temblar sobre el precipicio. Antonia jamás había experimentado un placer tan intenso. Durante unos prolongados y exquisitos momentos, Gabriel le hizo el amor con la lengua y las manos. Ella hundió los dedos en las mantas como aferrándose a ellas para no despeñarse. Luego arqueó el cuerpo, enloquecida de deseo, suplicándole que la condujera al orgasmo.
—Gabriel. Gabriel. Gabriel —repetía en la oscuridad.
Él la acarició más profundamente, con más insistencia, deteniéndose en ese punto dulce y perfecto de su feminidad. Una y otra vez, su destreza la condujo a unas cimas de placer hasta que alcanzó el éxtasis, haciendo que su cuerpo se agitara en unos espasmos de placer, gimiendo en silencio mientras se ahogaba en la intensa sensación que la invadía.
Cuando regresó al presente vio a Gabriel arrodillado entre sus piernas. La miraba con una ferocidad que ella jamás había visto. Una mirada posesiva. Reclamándola. Antonia deseaba ser suya, al menos durante este maravilloso y exquisito momento. Ya no oía la tormenta. Sólo existía el aquí y el ahora, y la perfecta intimidad que se había creado entre ellos. Extendió la mano y murmuró el nombre de Gabriel.
Él sostenía en la mano su miembro erecto. Retiró la piel de la punta y, apoyando un musculoso brazo en la almohada junto a su cabeza, se inclinó sobre ella, separándole de nuevo las piernas.
—Quiero estar dentro de ti, Antonia —dijo con voz ronca.
Ella extendió la mano y tomó su pene. Él cerró los ojos y emitió un sonido entre un silbido y un gemido. Su ardiente miembro parecía cubierto de cálido terciopelo. Ella sintió su fuerza, el poder de su cuerpo viril que emanaba de cada poro de su ser. Guió su miembro con delicadeza hacia ella, alzando las caderas e implorándole que la tomara. Cuando intuyó que él vacilaba, le acarició suavemente, hasta que una perla de líquido cayó en su mano. Él cerró los ojos y se estremeció, al tiempo que los músculos de sus brazos y su cuello se tensaban, firmes y nervudos.
Ella presintió que él estaba a punto. A punto de llevar a cabo un gesto noble y absurdo.
—Gabriel —murmuró, acariciándole de nuevo—. Ven a mí. Penétrame. No me niegues el placer de darte placer.
Gareth oyó sus palabras, y las escasas dudas que tenía se disiparon en el acto. Antonia volvió a acariciarle el pene, provocándole un tormento exquisito. Él cerró los ojos, confiando en que no volviera a hacer el ridículo.
—No te detengas —murmuró ella cuando sus cuerpos se unieron—. No pienses.
Él no habría podido hacerlo. Era imposible impedir lo inevitable. Penetró en el cálido pasaje femenino, y fue como si ambos se fundieran en ese abrazo. Era como si una fuerza le atrajera hacia lo más profundo de ella, convirtiéndose en parte de ella, impulsado por una fuerza trascendental que no podía controlar. La penetró hasta el fondo y gritó, un sonido potente y carnal.
Antonia se abrió por completo para él mientras apoyaba las manos en sus nalgas, subiéndolas luego hacia su cintura, acariciándole. Murmurándole al oído. Esto era algo más que mero placer. Más que mero sexo. Él perdió la noción del tiempo y el presente, ahogándose en ella. Ahogándose en Antonia. Se sentía tocado en un lugar tan profundo y vulnerable, que le asombraba que ella fuera capaz de alcanzarlo.
Cuando abrió los ojos, la vio, casi le pareció ver su alma. Unos ojos que antes le parecían sobrenaturales ahora eran increíblemente claros, y la profunda emoción que traslucían resultaba a un tiempo sorprendente y gratificante. Gareth se movió dentro de ella, deleitándose con su femenina suavidad y su deseo acuciante y abrasador de complacerle. Siempre le había parecido que era a la inversa.
De pronto le invadió un frenesí que le condujo a unas cimas vertiginosas. Trató de reprimirse; trató de prolongar el momento de gozo terrenal, pero era imposible. Alcanzó el clímax en un potente e inesperado torrente de sensaciones. Trató de retirarse de ella, pero tardó un instante en reaccionar, y entonces ya era demasiado tarde. Derramó las últimas gotas de su semilla sobre la suave piel marfileña del muslo de Antonia mientras su cuerpo se estremecía y convulsionaba.
Respirando trabajosamente, inclinó la cabeza y esperó a que el torrente de sensaciones cesara. Había sido maravilloso. Magnífico y precioso, salvo por un pequeño error. Apoyó la frente en la de ella.
—Antonia —murmuró, incorporándose sobre los codos—. Lo intenté, amor, intenté tener cuidado.
—No te inquietes, Gabriel —murmuró ella, apartándole el pelo de su frente elegante y despejada—. Todo irá bien.
—Eso espero —respondió él con tono preocupado.
Alargó la mano a través de la cama para rescatar su camisa de dormir, tras lo cual limpió las huellas delatoras. Después de arrojar la prenda al suelo, se tumbó de costado y se incorporó sobre un codo. Observó el rostro de Antonia, preguntándose en qué estaba pensando. Probablemente en lo mismo que pensaba él, que había cometido otro grave error con el cuerpo de ella, poniendo en peligro la libertad que tanto le había costado alcanzar.
En caso de que por desgracia la hubiera dejado encinta, Antonia no tendría más remedio que cargar con él. Tendría que contraer otro matrimonio que no había elegido. Otro muro de ladrillo, limitando su vida y sus decisiones. Cielo santo.
Él se esforzó en sonreír y tomó un mechón de su sedoso cabello para juguetear despreocupadamente con él. Pero no había nada de despreocupado en lo que acaban de hacer. Para él había sido uno de esos momentos que transforman tu existencia. Un momento de exquisita pasión y profunda inquietud. Deseaba a Antonia con locura. Empezaba a pensar que siempre la había deseado. Sabía sin la menor duda que estaba enamorado. Pero prefería renunciar a ella en unas circunstancias tan desfavorables.
—¿Gabriel? —Ella le acarició el rostro con sus manos menudas y tibias—. Por favor, no te preocupes.
Él sonrió.
—No estoy preocupado.
—Y no me mientas —añadió ella—. A veces estoy aún como ida, lo sé. Pero no volveré a cometer el mismo error.
Él sintió que su mirada se suavizaba e inclinó la cabeza para besarla suavemente en la mejilla.
—Tienes razón —murmuró, besándola en la oreja—. Estaba preocupado.
Ella se aproximó más y apoyó la cabeza debajo de su mentón.
—Eres tan grande —murmuró contra su torso—. Haces que me sienta... segura, Gabriel. Si ocurriera un accidente, si tus temores se cumplieran, ¿acaso sería tan... terrible?
Él hacía que se sintiera segura. ¿Era eso lo que ella sentía? Gabriel soltó una amarga carcajada.
—¿Terrible para ti, amor, o para mí?
—Para mí no sería terrible —musitó ella con voz apagada.
Él la agarró con brusquedad.
—Escucha, Antonia —dijo—. Yo no te convengo. Debes permanecer con los de tu clase, es el consejo que me dio siempre mi abuelo. Y tenía razón.
—¿Y tú... no perteneces a mi clase?
—Sabes bien que no, Antonia —respondió él—. Te educaron para ser algo que yo no fui nunca. Tienes un patrimonio que yo jamás tuve.
Ella escrutó despacio su rostro.
—Eso no es cierto, Gabriel.
Él se devanó los sesos en busca de unas palabras que la convencieran.
—Antonia —dijo con calma—. Durante tres años viví entre estas personas en Selsdon. Pero nunca fui una de ellas. Y si olvidaba durante un instante que no lo era, siempre había alguien, Warneham, su esposa o incluso los criados, que se encargaba de recordármelo con firmeza y claridad. ¿De modo que crees realmente..., imaginas que...?
No terminó la frase, sino que sacudió lentamente la cabeza.
Ella apoyó una mano en su pecho.
—Creo realmente..., ¿qué?
Él sonrió con tristeza y le acarició la mejilla.
—¿Crees realmente, Antonia, que tu familia y tus amigos se mostrarían de acuerdo contigo? —murmuró—. ¿Crees que me considerarían digno de ti? ¿Que no me considerarían inferior a ti?
—Pero ahora eres un duque —replicó ella—. La sociedad perdona casi todo a un duque.
—De puertas para fuera, quizá —contestó él, suavizando el tono de su voz—. Pero ¿de qué sirve eso? ¿Quieres que la sociedad me acepte a regañadientes debido a un giro caprichoso del destino? La mayoría de esas personas ni siquiera me habría saludado de haberse topado conmigo.
Antonia le miró apenada, y con una expresión casi como leyera sus pensamientos.
—Te sientes muy dolido, Gabriel —murmuró—. Y eso me parte el corazón.
Él se tumbó boca arriba y se cubrió los ojos con un brazo.
—Pero el dolor puede ser una emoción útil, Antonia —dijo—. El dolor puede motivarte. Inducirte a convertirte en la persona que deseas ser.
—¿Fue eso lo que te ocurrió? —preguntó ella.
—Supongo que sí —respondió él—. Yo quería controlar mi vida. Mi destino. No quería volver a estar jamás a merced de otras personas.
Ella se acurrucó contra él, y él la abrazó y retiró el brazo con que se cubría los ojos.
—Creo que los truenos han cesado —dijo—. Quizá la lluvia remita también.
—Puedes irte si lo deseas, Gabriel —dijo ella, bajito—. No me pasará nada. Como has dicho, lo peor ya ha pasado.
—Es posible —murmuró él.
Pero no tenía la fuerza de voluntad de levantarse de la cama y abandonarla. Ella le acarició el vello del torso, oprimiendo su cuerpo cálido y menudo contra el suyo. Era maravilloso. Casi sin darse cuenta, él alargo la mano y tiró de las desordenadas mantas para cubrirlos a los dos hasta la barbilla.
Antonia se acurrucó más contra él.
—¿Cómo te diste cuenta de que te habías enamorado, Gabriel? —le preguntó—. ¿Qué sentiste?
Sus preguntas le sobresaltaron.
—¿Cómo dices? —preguntó él, ladeando la cabeza para mirarla.
Antonia se encogió de hombros.
—¿Sentiste que el corazón te daba un vuelco? ¿Que no podías dormir ni comer?
Xanthia. Ella se refería a Xanthia.
—No sucedió de ese modo —respondió él—. Sentí simplemente que debíamos estar juntos. Que estábamos predestinados a estar juntos.
—Eso no suena a amor —murmuró Antonia.
—Yo la amaba —dijo él, un poco a la defensiva—. Quizá no tuviera la sensación de estar perdida y locamente enamorado. Poco a poco me di cuenta de que era lo mejor para nosotros.
—¿Mejor para los dos? —inquirió Antonia—. ¿No te sentías inferior a ella? A fin de cuentas, su hermano era un noble.
Gareth abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla. Tras reflexionar sobre la pregunta, dijo por fin:
—Rothewell no es como otros nobles. Los tres se criaron sin nada, y en unas condiciones lamentables. También eran huérfanos, y su familia, que no quería saber nada de ellos, les envió a Barbados. Supongo que teníamos eso en común. En cierto modo, crecimos juntos, aferrándonos al naufragio de nuestras vidas, y tratando de hacernos fuertes.
—Entiendo —murmuró ella; su voz vibraba un poco contra el pecho de él—. ¿Y se produjo un momento decisivo para ti? ¿Un instante en que te diste cuenta de que querías casarte con ella?
Durante unos momentos, él no respondió.
—Ocurrió durante una tormenta —confesó por fin—. No como ésta, sino un huracán. Estábamos atrapados, solos, en las oficinas de nuestra compañía naviera cerca del embarcadero, y creímos..., creímos que íbamos a morir. Yo me había preparado para esa muerte en muchas ocasiones, como exige la vida en el mar, pero Zee estaba aterrorizada. La tormenta derribó árboles y rompió ventanas. Arrojó pequeños esquifes contra las rocas como si fueran algas. Una esquina de nuestro tejado se desprendió. Y, al final, nos ocultamos detrás de unos muebles y...
—¿Qué? —preguntó ella, animándole a seguir—. Continúa.
Él meneó la cabeza con tristeza.
—No puedo —respondió—. He hablado demasiado.
—Entiendo —dijo Antonia en voz baja—. El honor de esa mujer y todo eso. Da lo mismo. Conociéndote, Gabriel, no me resulta difícil imaginar lo que sucedió.
—Digamos que hice lo único que sabía hacer —confesó él—. Y, francamente, pensé que significaba algo. Pero cuando se hizo de día y la tormenta cesó, Zee volvió a ser la chica fuerte y competente que era. No me necesitaba. Nunca me había necesitado.
Antonia le tomó la mano y la apoyó en su corazón.
—Gabriel, lo que hemos hecho esta noche ha significado algo —murmuró—. No sé exactamente qué, pero cuando deje de llover y amanezca, seguiré necesitando... —De repente se detuvo y respiró hondo para calmarse—. Siempre te estaré agradecida —concluyó.
Él la abrazó y oprimió los labios sobre su coronilla.
—No quiero tu gratitud, Antonia —dijo—. Sólo tu felicidad.
—Lo sé —murmuró ella con voz somnolienta—. Lo sé, Gabriel.
Abrazados, se sumieron en un agitado sueño, mientras la lluvia caía por los bajantes pluviales y el día empezaba a clarear, cada cual soñando con lo que pudo haber sido.
* Un jarabe oscuro compuesto por opio, vinagre, especias y azúcar. (N. de la T.)