Capítulo 4
GABRIEL oprimió la oreja contra la cerradura, asustado. El abuelo, el Zayde, estaba llorando. Pero los hombres no debían llorar. El mismo Zayde se lo decía al menos una vez a la semana.
—¡Todo está perdido, Rachel! —sollozó—. Todo. Lo hemos perdido todo. ¡Ay, un shkandal! ¡Un escándalo! ¡Malditos sean mil veces!
—Pero... pero son unos caballeros ingleses —murmuró la abuela de Gabriel—. Tienen que pagarte. Es preciso.
—¿Desde Francia? —contestó su abuelo con amargura—. Acéptalo, Rachel. Lo hemos perdido todo, ¡Todo! Me temo que incluso la casa.
—¡No! —exclamó su abuela horrorizada—. Mi casa no. ¡Malachi, por favor!
—Unas personas insolventes no pueden vivir en Finsbury Circus, Rachel. Tendremos suerte si podemos alquilar de nuevo un cochambroso hekdish, una chabola, en Houndsditch.
—Pero ¿y el comandante Ventnor? —preguntó la abuela—. Quizá pueda ayudarnos.
—¡Ayudarnos! ¡Ayudarnos! ¡Nadie puede ayudarnos, Rachel!
—Pero..., le escribiré, ¿qué te parece? —Gabriel oyó a su abuela acercarse a su pequeño escritorio de madera de castaño—. Nos enviará dinero.
—¿De dónde lo sacará? ¿De la paga de un oficial? —La voz de Zayde sonaba como un grave lamento—. No, Rachel. No. Es la voluntad de Dios. Todo ha terminado.
Gareth se detuvo frente a la puerta del salón diurno de Selsdon Court y se pasó la mano por el pelo, que estaba todavía húmedo. En la otra mano sostenía los documentos que Cavendish le había facilitado, la mayoría de los cuales todavía no había leído. No le apetecía mantener esa entrevista con la duquesa. Apenas habían transcurrido dos días desde que había recibido la inoportuna visita del abogado, y estaba cansado de fingir ser lo que no era. Pero procuraría acabar cuanto antes con este trámite, pues no podía seguir adelante hasta que lo hiciera. ¿Seguir adelante hacia dónde?, se preguntó.
Llamó a la puerta con impaciencia y entró.
La habitación estaba bañada en la tenue luz vespertina, la cual realzaba la decoración dorado pálido y crema. Una mujer, que no era la duquesa, se hallaba junto a las puertaventanas, contemplando los jardines a través de los cristales. Lucía un elegante vestido de un color púrpura tan oscuro que parecía casi negro, y una fina cinta negra trenzada en su cabello, al que el sol arrancaba unos reflejos dorados. Se había cubierto los hombros con un delicado chal negro, que se había caído y ahora colgaba de sus codos. Daba la vaga impresión de ser muy bella, pero Gareth no alcanzaba a verla con claridad. Cuando él había entrado ella no se había dignado a volverse ni a saludarlo siquiera.
De modo que había decidido menospreciarle. Debió de prever esa reacción, pensó Gareth.
—Buenas tardes —dijo, alzando la voz y con tono brusco.
La mujer se volvió, sorprendida. Quizá no le había oído entrar. No, no era probable.
—Soy Warneham —dijo él con frialdad—. ¿Quién diantres es usted?
La mujer hizo una reverencia tan profunda y airosa, que casi rozó el suelo con la frente.
—Soy Antonia —dijo, alzándose con elegancia—. Permítame que le dé la bienvenida a Selsdon Court, excelencia.
—¿Antonia...?
Ella ladeó al cabeza.
—Antonia, la duquesa de Warneham.
De pronto Gareth lo comprendió todo, sintiéndose un poco abochornado. La duquesa. Dios, era un idiota.
—¿Era usted... la segunda esposa de Warneham?
La mujer sonrió levemente, curvando un poco los labios en un gesto entre comprensivo y amargo.
—La cuarta, según creo —murmuró—. El difunto duque era un hombre muy decidido.
—Santo cielo —dijo él—. ¿Decidido a qué? ¿A matarse?
Ella desvió la mirada, y él lo comprendió de nuevo. Al morir Cyril, Warneham había tenido muy presentes las reglas de la sucesión. Debía de estar desesperado por tener un heredero que ocupara el lugar del chico al que no sólo despreciaba, sino que había llegado a odiar con cada fibra de su ser. Y, para asegurarse de que él no pudiera heredar, se lo había quitado de encima confiando en que no sobreviviera para volver a pisar Inglaterra. Pero había sobrevivido.
Y esta mujer..., Dios santo. Era aún más bella de lo que él había imaginado basándose en su primera impresión. Era joven, de menos de treinta años, pensó Gareth, lo bastante joven para dar a un hombre viejo y amargado un hijo. Pero si había tenido descendencia con Warneham, debían de ser hijas, de lo contrario él no estaría en estos momentos aquí, y ella no estaría contemplando educadamente los jardines, como para ahorrarle este bochorno. Al cuerno con su educada comprensión. Él no la necesitaba.
—Permítame expresarle mis condolencias por su pérdida —se apresuró a decir Gareth—. Como sin duda sabe, mi primo y yo no manteníamos ninguna relación, por lo que ignoro si...
—No sé nada sobre los asuntos personales de mi esposo —le interrumpió ella con firmeza—. Y no es preciso que me dé usted ninguna explicación.
—Perdón, ¿cómo dice?
Ella le miró con evidente irritación.
—El nuestro fue un matrimonio breve, excelencia —respondió—. Un matrimonio concertado con un sólo propósito. A él no le interesaban mis asuntos personales, ni a mí los suyos.
La duquesa no pudo haber cortado la conversación con más limpieza si hubiera utilizado la espada de un corsario. Él la miró durante unos momentos perplejo. Esta mujer parecía un enigma; de aspecto frágil como la porcelana, pero fría y vengativa de corazón. Una princesa de porcelana, de porte altivo y majestuoso.
—Dígame, señora —dijo él por fin—. ¿Hay alguien en esta casa que no me tenga inquina? ¿Alguien que no desee que me vaya al diablo?
Ella arqueó sus bonitas cejas.
—No tengo la menor idea —respondió—. Pero yo no le deseo ningún mal, excelencia. Tan sólo deseo seguir adelante con mi vida. Deseo... gozar de mi libertad. Eso es todo.
—¿Su libertad? —repitió él—. Entiendo. La he hecho esperar.
—El destino me ha hecho esperar —le corrigió la duquesa—. Y hablando de esperar, excelencia, ¿me permite rogarle que no vuelva a hacer que mis sirvientes le esperen bajo la lluvia? La señora Musbury tiene los bronquios delicados.
—Créame, la pompa y la ceremonia no me interesan en absoluto —contestó él con gesto hosco—. Supongo que fue idea de Coggins que se colocaran en fila para darme la bienvenida.
Ella alzó un poco el mentón.
—Pero usted les retuvo bajo la lluvia.
—¿Y qué quería que hiciera? —replicó él con aspereza—. ¿Que pasara de largo sin hacerles caso? Eso habría sido menospreciarlos, señora. Habría dado la impresión de que su trabajo no me importaba, y si usted hubiera trabajado alguna vez, señora, sabría que es el peor desprecio que se puede hacer a alguien.
El escaso color que la duquesa tenía en las mejillas se desvaneció, y en su rostro se pintó de inmediato una expresión contrita.
—Le pido disculpas —dijo en voz baja—. Ha sido un comentario fuera de lugar.
—No, ha sido un comentario desacertado —le espetó él—. No se trata de hablar fuera o no de lugar. Puede usted expresarse con toda libertad. Y ya puestos, señora, permítame que le dé una orden inequívoca: deseo que vuelva a instalarse en sus aposentos del ala sur.
Ella palideció,
—No me parece decoroso, excelencia.
—¿Decoroso? —repitió él, confundido durante unos segundos—. ¡Por el amor de Dios! Yo me mudaré a otra suite.
El bochorno de ella dio paso a la perplejidad.
—No estoy segura de que sea correcto.
—Una opinión que no tendré en cuenta —respondió él—. Es precisamente por eso que he empleado la palabra «inequívoca».
—Vaya —dijo la duquesa sin perder la calma—. Es evidente que es primo de Warneham.
—Sí, y es una lástima que su esposo no tuviera otro —replicó Gareth.
Ella le miró con curiosidad, pero no enojada.
—¿Qué ha querido decir con eso?
—No importa —contestó él—. Discúlpeme.
Gareth carraspeó, y de pronto cayó en la cuenta, avergonzado, que no la había invitado a sentarse. A fin de cuentas, ésta era su casa, no la de ella. La duquesa también era consciente de ello.
Con un gesto del brazo, él señaló dos butacas situadas junto a la ventana.
—Veo que le complace esta vista del jardín de Selsdon —observó con tono socarrón—. Hemos empezado con mal pie. Por favor, siéntese.
La duquesa comprendió que era una orden, aunque impartida con educación. Regresó junto a las ventanas, enderezando la espalda debajo de su vestido de seda púrpura. Se sentó con gesto casi regio y se alisó la falda.
Cuando Gareth logró por fin apartar los ojos de ella, contempló la magnífica vista a través de la ventana: los verdes, extensos y cuidados arbustos de boj, los senderos de grava que sin duda barrían y limpiaban cada mañana, y la ostentosa fuente que arrojaba unos chorros de agua a tres metros del suelo. Cyril y él la llamaban la «fuente de los peces», porque el agua brotaba de las bocas de unas criaturas mitológicas que rodeaban una escultura de Tritón. A ambos les encantaba jugar en ella los cálidos días de verano.
Recordó de nuevo que todo esto debía de pertenecer a Cyril. Había nacido para heredarlo. Estaba preparado para ello. Era lo que esperaba. Él, no. Ni en sueños había imaginado que sería suyo. Pero se sentó en la butaca frente a la duquesa y volvió a mirarla. Esta vez, los ojos de ambos se encontraron, y él contuvo el aliento. Qué disparate. Ni siquiera la conocía. Y estaba claro que ella no tenía el menor deseo de conocerlo a él.
—¿Qué planes tiene para el futuro, señora? —preguntó él secamente—. ¿Y qué puedo hacer para agilizarlos?
—Aún no he hecho ningún plan —respondió ella—. El señor Cavendish me dijo que no debía hacerlos hasta solicitarle a usted permiso.
—¿Mi permiso? —Irritado, Gareth se golpeó suavemente el muslo con el borde de la carpeta—. ¿No mi consejo? ¿O mi recomendación? Como viuda del duque, tiene usted derecho a percibir una parte de la herencia, ¿no es así?
—Se me ha concedido una veintésima parte de las rentas de la herencia ducal —respondió ella—. No me moriré de hambre.
—¿Una veintésima parte? —Gareth la miró sin dar crédito—. Cielo santo, ¿cómo se le ocurrió acceder a semejante acuerdo?
De nuevo, la duquesa arqueó las cejas ligeramente.
—Se nota que ha vivido muchos años en el extranjero, excelencia —murmuró—. Inglaterra sigue siendo una sociedad patriarcal.
La duquesa tenía razón. Gareth estaba demasiado acostumbrado a la independencia de Xanthia. La mayoría de las mujeres no tenían el privilegio de vivir como ella.
—Mi padre se ocupó de las capitulaciones matrimoniales —continuó la duquesa—. Yo no supe nada de ellas hasta que los abogados vinieron a verme después del funeral. Imagino que Cavendish le ha facilitado una copia de las mismas. Una veintésima parte de las rentas de Selsdon bastaría para mantener con holgura a una familia compuesta por diez miembros. Como he dicho, excelencia, no me moriré de hambre.
—Su padre era un necio o tenía mucha prisa por casarla —murmuró Gareth, mientras examinaba los papeles que contenía la carpeta—. El derecho consuetudinario inglés le habría concedido una tercera parte, ¿no?
En vista de que ella no respondía, él alzó la cabeza para mirarla. Su rostro mostraba una expresión azorada, y había perdido buena parte de su color. Entonces se sintió de inmediato avergonzado.
—Le pido perdón —dijo secamente—. Mi observación ha sido una grosería, teniendo en cuenta su dolor.
Pero ella no parecía precisamente apenada, sino... simplemente azorada. No obstante, sus mejillas no tardaron en recobrar el color. Enderezó la espalda y dijo:
—Fue un matrimonio pactado con rigor, excelencia. Mi padre pensaba que debía sentirme agradecida por la oferta de Warneham, puesto que tenía escasas perspectivas de contraer matrimonio.
Qué tontería. La duquesa era una mujer ante la que muchos hombres caerían rendidos a sus pies.
—¿Escasas perspectivas? —murmuró él.
—No se compadezca de mí, excelencia —contestó ella con frialdad—. Yo era todo lo que el difunto duque deseaba en una esposa.
Gareth carraspeó para aclararse la garganta y prosiguió:
—Como duquesa viuda, señora, debería tener derecho a seguir viviendo en su casa —dijo—. Nadie pretende que la abandone. Mis visitas aquí serán tan infrecuentes como sea posible, de modo que no nos estorbaremos mutuamente.
La duquesa hizo un gesto de alivio, y Gareth observó que se relajaba un poco.
—Gracias —contestó ella con voz entrecortada—. Se lo agradezco mucho, excelencia. Pero no estoy segura...
—¿De querer seguir viviendo aquí? —preguntó él—. Lo entiendo. Esta mansión, pese a su grandiosidad, parece un lúgubre mausoleo. ¿Y su familia? ¿No podría irse a vivir con su padre?
—No —se apresuró a responder ella—. En estos momentos está de viaje.
Por el tono con que lo dijo, Gareth comprendió que no debía insistir.
—¿Tiene usted hijos, señora? —le preguntó.
Ella le miró, y durante un instante él observó en sus ojos una expresión que le conmovió.
—No, excelencia —respondió ella en voz baja—. No tengo hijos.
Dios santo, ¿es que no había ningún tema que él pudiera abordar con esta mujer sin temor a herir sus sentimientos?
—¿Qué le ha aconsejado Cavendish?
Ella enlazó las manos sobre su regazo.
—Opina que debería retirarme a Knollwood Manor, esto es, a la casa dentro de la finca reservada a la duquesa viuda, y llevar una vida apacible lejos de la mirada indiscreta de la sociedad. Cree que... sería lo más aconsejable para mí, dadas las circunstancias.
¿La casa reservada a la duquesa viuda? Gareth se estremeció para sus adentros. Pero permaneció impasible.
—Pues yo opino que es usted demasiado joven para llevar una vida tan retirada, a menos que lo desee —dijo—. Disculpe mi ignorancia, pero ¿no tenemos una casa en la ciudad?
Ella asintió con la cabeza.
—En Bruton Street, pero está alquilada.
—Entonces me ocuparé de que la desalquilen —respondió él.
—Es usted muy amable —dijo ella—. Pero no, no puedo regresar a Londres. Y no estoy segura de que ese tipo de vida me agrade. La verdad es que... no estoy segura.
Pero él sí lo estaba. Era una mujer joven y extraordinariamente bella. Tenía toda la vida por delante. Aunque el duque no le había dejado una elevada suma de dinero, su belleza bastaba para que pudiera hacer un buen matrimonio, cuando los rumores de la muerte de Warneham cesaran. A menos que ella le ocultara algo.
¿Tenía quizás un pasado escandaloso? Él la observó mientras reflexionaba. No. Lo más probable es que fuera «mercancía tarada», como suele decirse, en un sentido que a él se le escapaba de momento. Por otra parte, ¿cesarían alguna vez esos rumores? Hacía casi un año que Warneham había fallecido. Quizá no cesaran nunca. La sociedad no vacilaba en difundir rumores pero tardaba en perdonar. ¡Paciencia! Todo el mundo tenía que cargar con alguna cruz. El pasado de esta mujer no le incumbía. Y el suyo no le incumbía a ella.
Gareth examinó rápidamente los papeles para ver si contenían alguna información sobre el contrato de alquiler de la casa en Bruton Street, pero no había nada. Alzó la vista y dijo:
—En cualquier caso, no es preciso que nos apresuremos a tomar una decisión, señora. Puede quedarse en Selsdon Court tanto tiempo como desee. Pero si prefiere residir en Knollwood..., supongo que podemos tomarlo en consideración.
Ella bajó la vista y la fijó en la alfombra.
—Según me han dicho, está en un estado lamentable —respondió—. Cavendish dice que se requiere mucho dinero para ponerla en condiciones. Según tengo entendido, fue abandonada hace unos años.
Él sintió que crispaba la mandíbula.
—En efecto —dijo—. Yo viví allí de niño. Y ya entonces la casa se caía a pedazos.
Ella alzó la cabeza.
—No... lo sabía —balbució—. Oí decir que usted había vivido aquí...
—Nunca he vivido aquí —le interrumpió él—. Jamás he vivido en esta casa.
—Ah. —Ella apartó la vista—. Yo no he puesto nunca los pies en Knollwood.
—No hay nada que ver allí —contestó él con aspereza—. Supongo que hoy en día debe de estar inhabitable. Hace veinte años, el tejado tenía goteras y los suelos estaban podridos. Carece de cañerías, y el sótano es tan húmedo que la planta baja apestaba a moho.
Al oír eso, la duquesa arrugó la nariz y torció el gesto. Le daba un aspecto aniñado, y él sintió unas inexplicables ganas de echarse a reír. No de ella, sino con ella. Durante unos instantes, se olvidó de las frías y tristes noches que había pasado en esa vieja y siniestra casa, y las noches posteriores a éstas.
—Por fuera tiene un aspecto muy bonito —comentó ella en tono de disculpa—. A veces pienso que es como un castillo de cuento de hadas.
—Supongo que es debido a los torreones —dijo él, esbozando una sonrisa forzada—. Desde fuera presentan un aspecto muy romántico. Si desea vivir allí, al margen de lo que piense Cavendish, ordenaré que hagan las reparaciones necesarias. Es necesario conservar los bienes, y estoy seguro de que podemos permitírnoslo.
—Ahora es usted uno de los hombres más ricos de Inglaterra, excelencia —dijo ella. De pronto se sonrojó—. No pretendo insinuar que antes no lo fuera. Ignoro sus circunstancias...
La duquesa había sucumbido al rubor.
—¿Qué pensaba ese necio y estirado de Cavendish que yo era cuando intentaba localizarme? —masculló Gareth—. ¿Un vil esquirol? ¿Un ratero? ¿Un ladrón de tumbas?
El rubor de la duquesa se intensificó.
—Creo que dijo que era un estibador —respondió ella—. O un cargador de muelles. ¿Son la misma cosa?
—Más o menos. —Gareth sonrió—. Casi lamento que no lo fuera. Me habría divertido verlo caminar por la zona portuaria tapándose la nariz con un pañuelo.
Durante unos instantes, él tuvo la impresión de que ella iba a reírse. Esperaba oír ese sonido con inexplicable afán, pero al final la duquesa guardó silencio.
Él dejó la carpeta a un lado y apoyó las manos en los muslos como si fuera a levantarse.
—Bien, creo que de momento no podemos hacer nada más —dijo—. ¿A qué hora sirven la cena en la actualidad?
—A las seis y media. —De pronto ella le miró como si acabara de recordar algo—. Hoy es lunes, excelencia.
—¿Lunes?
—Sir Percy y lady Ingham suelen cenar en Selsdon los lunes, junto con el doctor Osborne —respondió ella—. Y por lo general el párroco y su esposa. Pero se han ido de vacaciones a Brighton. ¿Le importa?
—Por supuesto que me importa —replicó él—. Ya me habría gustado a mí irme de vacaciones a Brighton.
La duquesa esbozó otra plácida sonrisa.
—Me refería al doctor Osborne —aclaró—. Es el médico del pueblo de Lower Addington. Todos ellos me han brindado su apoyo durante estos tiempos tan terribles.
—En tal caso estaré encantado de conocerlos —contestó él, levantándose.
Y además tendría la ventaja, pensó para sus adentros, de no tener que pasar otra hora a solas con la duquesa. Con una sonrisa deliberadamente distante, le ofreció la mano para ayudarla a levantarse.
Pero al llegar a la puerta, ella se detuvo y se volvió hacia él. Gareth observó que mostraba de nuevo un gesto apesadumbrado.
—¿Excelencia?
—¿Sí?
—Comprendo que es su primera tarde en Selsdon. —La duquesa fijó la vista en un punto sobre el hombro de él—. Más pronto o más tarde... acabará enterándose de los rumores.
—¿Qué rumores? —contestó él sonriendo con amargura—. Supongo que en Selsdon abundan los rumores. ¿A cuáles se refiere?
Ella sostuvo su mirada; sus ojos denotaban tristeza.
—Algunos creen que la muerte de mi esposo no fue un accidente —dijo en voz baja—. Dicen que... yo no era feliz en mi matrimonio.
Sus palabras, que la duquesa pronunció sin la menor emoción, hicieron que él sintiera que un escalofrío le recorría la espalda, lo cual no había sentido cuando Xanthia le había contado el rumor.
—¿Insinúa que la acusan abiertamente?
Ella esbozó una media sonrisa,
—¿Que me acusan? No. Eso sería demasiado complicado. Es mucho más fácil mancillar mi reputación con rumores e insinuaciones.
Gareth sostuvo su mirada.
—¿Mató usted a su marido?
—No, excelencia —respondió ella con calma—. No le maté. Pero el daño está hecho.
—Hace tiempo comprobé que los rumores constituyen una fuerza nefasta y destructiva —respondió él con frialdad—. En este caso, sugiero que les prestemos la atención que merecen, que es nula.
Pero cuando la dejó junto a la puerta, no estaba seguro de que su sugerencia fuera acertada. Había algo extraño, casi sobrenatural, en la duquesa. Algo en sus ojos que le intrigaba. Pero ¿una asesina? Estaba convencido de que no lo era, aunque ni él mismo se explicaba por qué estaba tan seguro de ello.
Lamentablemente, en el mundo de la duquesa —el mundo de la alta sociedad—, ese tipo de habladurías podían hundir a cualquiera. Él empezaba a comprender por qué prefería retirarse a un lugar apartado y dilapidado como Knollwood en lugar de regresar a ese mundo y tratar de construirse una vida.
Pero nada de esto era problema suyo. Él había venido aquí tan sólo para inspeccionar la propiedad y asegurarse de que era administrada de forma que rindiera beneficios. No había venido para salvar el mundo, ni siquiera el pequeño y exclusivo rincón del mundo en el que habitaba la duquesa.
Cuando Antonia regresó, Nellie la recibió a la puerta de su alcoba.
—¡Ha vuelto! —dijo, como si temiera que su ama fuera ser devorada viva—. ¿Cómo es el nuevo duque, señora?
Antonia sonrió con displicencia.
—Arrogante —dijo, arrojando su chal negro sobre la cama—. Recoge mis cosas, Nellie. Vamos...
—¡Ay, señora! —se quejó la doncella—. ¡Debe de ser sin duda un desalmado!
—... a trasladarnos de nuevo a la suite ducal —concluyó Antonia.
Nellie cerró la boca.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó al cabo de un momento—. ¿De modo que regresa a sus antiguos aposentos? Debo decir que el duque se ha portado como un auténtico caballero.
Antonia atravesó la habitación hacia la ventana. Estaba claro que Nellie deseaba averiguar más detalles sobre la entrevista, pero ella descorrió los visillos y contempló el patio de grava. Se sentía inexplicablemente reacia a permitir que su doncella se percatara de su estado de ánimo. Ella misma no estaba muy segura de comprender lo que sentía.
¿Qué le había sucedido en el salón diurno? Algo... extraño. Era consciente... pero ¿de qué? Tenía la impresión de estar temblando, o quizás algo la había hecho estremecerse. A primera vista, ese hombre le había parecido autoritario y arrogante, y era cierto. Tenía aspecto de altivo aristócrata, con su ajustada levita y su ceñido pantalón. Su mirada dorada y penetrante parecía taladrarla. Tenía la mandíbula demasiado dura, la nariz demasiado aguileña. Su cabello rubio era demasiado espeso y lustroso. E, inexplicablemente, ella le había buscado las cosquillas casi como si quisiera pelarse con él. Era impropio de ella. Ya no quedaba nada en la vida por lo que mereciera pelearse. ¿O sí?
¡Y ese arrebato de genio! ¿A qué venía? No le había levantado la voz a nadie desde que..., bueno, desde hacía mucho tiempo. Pero había algo en el duque que la irritaba. Parecía tan seguro de sí, parecía sentirse tan cómodo ejerciendo su nuevo poder. Y, al final, para su asombro, se había mostrado casi amable con ella. Daba la impresión de haberla creído.
Ella había supuesto que sería un hombre inculto y maleducado; un patán que se habría quedado pasmado al contemplar todo lo que había conseguido sin esfuerzo alguno. No imaginaba que fuera tan joven, y había supuesto que los años que había pasado viajando con la marina y en las islas de las colonias habrían eliminado el escaso lustre que conservaba de su breve estancia en Selsdon. Pero estaba equivocada. Era mucho más peligroso.
—Sí, Nellie, el nuevo duque dijo todo lo que cabe esperar de un caballero —respondió Antonia por fin—. No creo que sea un hombre sensible y generoso, pero confío en que sea justo.
Nellie le tocó ligeramente el brazo.
—Pero ¿dice que es arrogante?
—Sí... —Antonia no sabía muy bien cómo describirlo—. Quizá lo lleva en la sangre, Nellie. Creo que este hombre tendría un carácter imperioso aunque se hubiera criado en un establo de vacas.
—Bueno, no sabemos dónde se crió, ¿verdad, señora? —respondió Nellie con suspicacia—. Sólo sabemos lo que dicen los sirvientes; que mató a su primito y destrozó el corazón del anciano duque, aunque no creo que tuviera corazón.
—Basta, Nellie —dijo Antonia con tono de reproche—. Por cierto, me ha dicho que vivió en Knollwood. ¿Lo sabías?
—No, señora. —La doncella había reanudado su tarea de doblar medias—. Sólo que lo trajeron aquí.
—Pero no es lo mismo —observó Antonia—. Dime, Nellie, ¿qué dicen abajo?
—La mayoría de los sirvientes se abstiene de hacer comentarios —respondió la doncella—. Algunos dicen que el nuevo duque fue muy amable al molestarse en saludarlos a todos, teniendo en cuenta que se había puesto a llover a cántaros. Y algunos hicieron unos comentarios favorables sobre su forma de expresarse. Pero uno o dos dicen que no quieren trabajar para un presuntuoso... Bueno, dejémoslo estar.
Antonia la miró de soslayo.
—Sí, dejémoslo estar.
Nellie se encogió de hombros.
—Metcaff dice que se rumorea que el nuevo amo tuvo algo que ver con la muerte del anciano duque, señora.
—Los únicos rumores provienen del propio Metcaff —contestó Antonia—. Una lengua maledicente es un instrumento de Satanás, Nellie. Y si recuerdas, era yo quien había cometido ese horrendo crimen hasta que apareció esta nueva oportunidad.
—Nadie lo cree realmente, señora —le aseguró Nellie, pero Antonia sabía que lo decía para tranquilizarla—. De todos modos, Metcaff dice que piensa presentar su dimisión.
—¿Ah, sí? —preguntó Antonia sin dar crédito—. ¿Para hacer qué, si puede saberse?
—Lo ignoro, señora —contestó la doncella—. Pero está instigando a otros a marcharse con él.
—En tal caso morirán de hambre juntos —replicó Antonia—. En Londres hay mucha gente que no tiene un mendrugo de pan que llevarse a la boca, y esta lluvia echará a perder la cosecha. Deberían sentirse agradecidos de tener trabajo.
Nellie guardó silencio unos momentos.
—Disculpe, señora, pero ¿se siente bien?
—Sí, Nellie, perfectamente. —Antonia se volvió de la ventana—. ¿Por qué me lo preguntas?
Esta vez Nellie alzó sólo un hombro.
—La veo un poco rara —respondió—. Y el color de su rostro... Pero déjelo estar. Si se siente bien...
—Estoy perfectamente.
—Entonces haré el equipaje, tal como me ha ordenado.
—Sí, gracias. —Antonia se volvió de nuevo para mirar a través de la ventana—. Pero en primer lugar prepara mi vestido de noche.
Nellie abrió la puerta del vestidor.
—¿Cuál quiere ponerse?
—Elígelo tú —respondió Antonia, contemplando no el patio delantero sino su desvaída imagen reflejada en el cristal.
Nellie tenía razón. No parecía ella. Tenía las mejillas un poco encendidas, y mostraba una expresión que apenas reconocía.
—Nellie —añadió de improviso—, elige un vestido con algo de color. Quizás el de raso jacquard azul oscuro. ¿Crees que es demasiado prematuro?
—Por supuesto que no, señora. —Nellie sacó el vestido del ropero y lo sacudió con energía—. Ha llegado el nuevo duque. Tiene la obligación de recibirlo como es debido.
—Si, Nellie, supongo que tienes razón. —Antonia alzó la mano y tocó distraídamente a la extraña que se reflejaba en el cristal—. Es mi obligación, desde luego.
Esa noche Gareth saludó a sus invitados con cierto temor y al mismo tiempo con una sensación de alivio. Después de su entrevista con la duquesa, no estaba seguro de querer volver a estar a solas con ella. No sabía muy bien por qué. Visualmente, era un regalo para los ojos, pero al igual que un postre demasiado rico, era preferible acompañarlo con algo más suave, por ejemplo, una taza de café tibio.
Sir Percy Ingham cumplía ese requisito. Si la duquesa era un pastel de chocolate con nata, sir Percy era una taza de té aguado. Asimismo, hacía poco que había llegado al pueblo de Lower Addington, lo cual para Gareth suponía un alivio. Estaba cansado de los rumores que habían empezado a circular a sus espaldas. No es que sir Percy diera la sensación de no hacer caso de esos rumores —y menos su esposa—, pero al menos él no los conocía desde su infancia. El doctor, un hombre llamado Martin Osborne, instruido y de conversación amena, presentaba la misma ventaja. Aparentaba tener menos de cuarenta años, y poseía los modales de un caballero.
Gareth se sintió también aliviado al averiguar que Selsdon contaba con un chef de extraordinarias cualidades. Observó a los comensales con gran satisfacción cuando los criados retiraron el tercer plato y sirvieron una selección de pastelitos de frutas y helados.
—Permítame que le reitere, excelencia, lo complacidos que nos sentimos de cenar con usted en su primera noche en Selsdon —dijo el doctor Osborne con tono solemne—. Es muy amable por su parte continuar con nuestra pequeña tradición.
—En efecto —apostilló sir Percy, eligiendo un pastelito de frutas de la bandeja—. En términos generales, excelencia, ¿qué impresión le ha causado su primer día en su nueva casa?
Gareth hizo una indicación con la cabeza al lacayo, que se disponía a servirles más vino.
—¿Qué fue lo que dijo en cierta ocasión el reverendo Richard Hooker, sir Percy? —preguntó Gareth mientras el criado se inclinaba para servir el vino—. «Es imposible inducir un cambio sin ciertos inconvenientes, ni siquiera un cambio de peor a mejor», ¿no?
—¡Exacto! ¡Exacto! —Sir Percy parecía sorprendido—. ¿Ha leído usted por casualidad la obra maestra de Hooker Sobre las leyes del gobierno eclesiástico? Es una de las obras favoritas del párroco.
—Sí, la he leído —respondió Gareth secamente, preguntándose si debajo de las palabras del baronet se ocultaba una ofensa o, peor aún, una pregunta tendenciosa. El reverendo Needles le había obligado a empollarse las obras de Hooker ad nauseam, aunque eso no les incumbía a ninguno de los presentes. Pero nadie había reparado en el comentario, y Gareth se relajó.
—¿Qué tiene de inconveniente sobre este cambio, excelencia? —le preguntó lady Ingham—. Yo no encuentro nada en Selsdon Court que me desagrade.
—No has entendido a qué se refería su excelencia, querida —dijo su marido.
—No se trata de que me desagrade, señora —mintió Gareth con calma—. El inconveniente reside en que me obliga a desatender mi negocio en Londres.
Lady Ingham sonrió con cara de no comprender.
—Pero supongo que tiene unos empleados que puedan hacerse cargo del negocio en su ausencia.
Gareth se sintió de pronto profundamente cansado. Esas personas eran muy amables, pero no sabían nada del mundo real.
—Tenemos docenas de empleados, señora, pero sería una responsabilidad demasiado pesada para ellos —respondió—. Y mi socia en el negocio acaba de casarse, de modo que...
—¿Una mujer? —se apresuró a preguntar lady Ingham, intrigada por esa insólita información—. ¿Qué clase de socia de negocios tiene usted?
Gareth estuvo tentado de decir que iban a medias en el último burdel de la señora Berkley, en el que se practicaba la flagelación, pues era el tipo de respuesta salaz que esperaba lady Ingham. Pero se contuvo.
—Mi socia es la marquesa de Nash —contestó—. Somos copropietarios de una compañía naviera llamada Neville Shipping.
La duquesa no dijo nada, pero Gareth vio que abría mucho los ojos con gesto de sorpresa.
—Neville Shipping —dijo el doctor—. ¿Tiene las oficinas en Wapping High Street? Creo haberla visto.
—Supongo que en uno de sus viajes a la ciudad —terció la duquesa, rompiendo su silencio.
—Sí, recuerdo haber visto el letrero allí —confesó Osborne—. Soy cliente de un boticario cerca de Wapping Wall. El mundo cada día es más pequeño.
—Espero que no demasiado —observó Gareth—. Si se hace más pequeño, la compañía Neville pronto tendrá que cerrar.
—Pero no pensará seguir ocupándose de ese negocio, excelencia —dijo la señora Ingham con cierto tono de reproche.
Gareth notó que empezaba a perder la paciencia.
—¿Por qué no voy a seguir ocupándome de él? —preguntó irritado—. El trabajo duro no sólo no perjudica, sino que suele ser muy beneficioso.
—¡Exacto! ¡Exacto! —volvió a decir sir Percy.
El doctor se inclinó hacia delante como para recalcar sus palabras.
—Hay vocaciones, lady Ingham, y hay pasiones. Puede que su negocio sea una pasión para el duque.
Gareth dirigió la vista hacia el otro extremo de la mesa cubierta con un mantel blanco como la nieve y vio que la duquesa le observaba con atención, pendiente de su respuesta.
—Era una necesidad que se ha convertido en una pasión —dijo—. Dejémoslo así.
Al cabo de unos momentos, los criados retiraron los postres y trajeron el oporto. Los caballeros no permanecieron mucho rato en el comedor. Cuando se reunieron con las damas en la sala de estar, un criado ayudaba a lady Ingham a ponerse la capa.
—He oído tronar a lo lejos —dijo ésta tímidamente—. Creo que debemos irnos cuanto antes, Percy.
Sir Percy guiñó el ojo a Gareth.
—A mi esposa le desagradan las tormentas.
—Al igual que a la duquesa —añadió Osborne con tono quedo.
La duquesa, que alisaba el cuello de la capa de lady Ingham, se quedó helada. No miró a nadie, ni siquiera al doctor. Osborne debió de comprender que había cometido un desliz, y empezó a hablar sobre el tiempo en términos más generales.
—¿Quiere que le acerquemos al pueblo, Osborne? —preguntó sir Percy—. Me temo que mi esposa tiene razón sobre la lluvia.
—No, gracias —respondió Osborne—. He traído un paraguas.
Gareth acompañó a los Ingham hasta la puerta de entrada, pero la duquesa permaneció en un discreto segundo plano, en deferencia a él. Pero cuando regresó a la sala de estar al cabo de unos momentos, se preguntó si lo había hecho realmente por deferencia a él. Osborne se hallaba junto a la puerta, sosteniendo la mano de la duquesa entre las suyas y mirándola profundamente a los ojos.
—¿Y el soporífero? —murmuró—. Prométame que no olvidará tomarlo, Antonia.
Ella se mordió su carnoso labio inferior, y Gareth sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Me disgusta tomármelo —dijo ella por fin—. Hace que luego me sienta rara.
—Quiero que me lo prometa, Antonia —insistió el doctor con firmeza, alzando las manos de ella como si fuera a besárselas—. Lo necesita, de lo contrario sabe que no podrá conciliar el sueño con esta tormenta que se avecina.
Ella bajó los ojos, enmarcados por unas pestañas oscuras.
—Muy bien. Lo pensaré.
Gareth carraspeó para aclararse la garganta y entró en la habitación.
La pareja se separó casi con aire de complicidad. La duquesa bajó de nuevo la vista y se acercó al hogar, que estaba apagado, frotándose los brazos como si tuviera frío. El doctor Osborne le dio las gracias por la cena.
Cuando Gareth regresó después de acompañar al doctor a la puerta, sintió cierto alivio al comprobar que la duquesa había desaparecido.