Extrañas huellas en Los Confines
En Los Confines aún había mucho por hacer. Los husihuilkes debían refundar el sur de la tierra.
La cabra no bajó nunca más de las montañas. Y era mejor no saber si había muerto, o si sería capaz de andar entre las rocas de las Maduinas otros cien años del sol.
Nanahuatli construía algo con sus propias manos. Se esforzaba en terminarlo antes de que Thungür regresara de la cacería.
—¿Qué haces? —le preguntó su esposo tomándola por sorpresa.
Nanahuatli lo miró con el rostro iluminado.
—Es para ti —y le mostró algo que empezaba a parecerse a un taburete de madera—. Le pondré un respaldo adornado y podrás sentarte…
—¡Espera, Nanahuatli! —Thungür habló con seriedad—. No vuelvas a olvidar dónde vives, y quién es tu esposo. Tenemos la tierra. Sentarse sobre la tierra es un honor que el hombre no debe perder. ¡Tira eso! Aquí, en Los Confines, es tan inútil como esos aceites perfumados que a veces añoras.
Entre tanto, Tres Rostros llegaba agitado a la casa de Kuy-Kuyén.
—¡Hermana! —gritaba— ¡Ven pronto!
Kuy-Kuyén salió sacudiéndose harina de las manos.
—¿Dónde está Kutral? —pregunto el Brujo con ansiedad.
Kutral apareció tras de su madre.
—Aquí estás —dijo Tres Rostros— Te necesitamos a ti y a tus hermanos.
—¿Qué ocurre ahora? —Kuy-Kuyén había palidecido.
El Brujo, sin embargo, continuó hablando con Kutral:
—Reúne pronto a las Muescas. Tomen sus máscaras y partan hacia el norte por el camino grande. Hay movimiento allí…
Las criaturas han visto extrañas huellas, que no son de hombre ni animal conocido.
Kutral escuchaba con todo el cuerpo.
—¡Vayan de prisa y en silencio! Y regresen cuanto antes con noticias.
Ese era siempre el trabajo de Kutral y sus hermanos.
—¿Adónde van ahora? —preguntó Shampalwe a su madre.
Shampalwe se había transformado en una bella joven.
—Al norte —le respondió Kuy-Kuyén—. Ayúdame a prepararles pan y fruta para el camino.
Un rato después los mensajeros partían. Kutral llevaba a Muesca-Cinco a sus espaldas. Muesca-Cinco salió cantando con su voz aflautada, que estremecía.
Varias jornadas pasaron. Y un atardecer Kutral les ordenó hacer silencio. A la distancia se veía un fuego encendido. Los mensajeros se acercaron un poco más.
—Aguardaremos hasta el amanecer. Y si la luz del sol nos muestra algo, correremos con el aviso —les dijo a sus hermanos.
Y así lo hicieron.
Las Muescas apenas pudieron dormitar. Antes de que la primera claridad los dejara al descubierto, Kutral y sus hermanos se escondieron tras la maleza, con sus máscaras puestas para protegerse de cualquier mal posible.
Oyeron sonidos difíciles de distinguir, pero nadie se veía allí. La fogata encendida desde la noche anterior se empequeñecía.
Alguien se acercaba pisando hojas secas. Las Muescas se miraron entre sí, en silencio.
Al fin, apareció un hombre en el espacio abierto con un poco de leña para avivar su fuego. Era muy poca la leña que cargaba porque sólo podía sostenerla con un brazo. El otro brazo se aferraba a un báculo corto y de tres patas que lo ayudaba a caminar. Pero el hombre parecía contento, y cantaba:
Crucé a la otra orilla
y el hombre me ayudó…
Solamente Kutral reconoció a su padre. Las Muescas, en cambio, creyeron que se trataba de un hombre parecido a ellos, de cabello hirsuto y baja estatura; pero más viejo y con una pierna incompleta.
—No temas, Muesca-Cinco —dijo Kutral. Y con su hermano a cuestas salió de la maleza y se quitó la máscara ante su padre.
Cucub se quedó mirándolos. No había palabras posibles; no las habría hasta mucho después de un largo abrazo.
Las Muescas abandonaron sus escondites en la maleza y permanecieron en silencio presenciando el incomprensible comportamiento de Kutral y del hombre que tanto se les parecía. Su hermano mayor los miró, por fin.
—Este hombre es nuestro padre —dijo—, el mensajero. El que nos hizo zitzahay en tierra de husihuilkes.
Uno a uno, los hijos de Cucub descubrieron sus rostros.
Vayan, Muescas, y cuenten. Digan que Cucub está de regreso; que tardará muchas jornadas en llegar puesto que quiere hacerlo por sí mismo. Y avanza lerdo.
Vayan y díganle a Kuy-Kuyén que no lo espere bajo el nogal, ni en ninguna otra parte. Vayan y cuenten en las aldeas que volvió el mensajero.
Digan que está cansado. Y que camina con dolor. Que parece un anciano cuando calla y parece un niño cuando sonríe.
Digan, también, que continúa cantando contra el Odio. Porque aprendió, de tanto andar la tierra, que el Odio retrocede cuando los hombres cantan.