Todos los Brujos
Los Brujos de Los Confines sabían tratar con los presentimientos. Los dejaban llegar sin ponerles obstáculos, pero sin apresurarse en comprenderlos. Y porque daban gran valor a ciertas prefiguraciones que se anticipaban a los acontecimientos, eran cautos y pacientes a la hora de determinar su verdadero sentido.
Todos los Brujos de las Tierra, con excepción del Padrecito que estaba caminando con el ejército, empezaron a sentir que se preparaba un vuelco. Sin embargo, continuó cada cual con lo suyo hasta que los presentimientos cobraran nitidez.
Welenkín fue uno de los que percibió con mayor claridad la fatalidad que se acercaba. Tal vez porque, a diferencia de sus hermanos, había pasado casi en completa quietud la temporada de lluvias. Welenkín permaneció durante el invierno en Lewán, la isla de los lulus, muy cerca del sitio donde había ocultado la Piedra Alba. El Brujo de los ojos dorados pasó gran parte de su tiempo mirando un punto en la arena. Debajo estaría la piedra sagrada de los lulus transformada en un trozo de roca negra.
Cuando las aguas del cielo perdieron espesor y se transformaron en una llovizna tenue que se moría a cada rato, el Brujo supo que debía abandonar la isla. Al día siguiente partiría en busca de sus hermanos… Y de su amada sin trenzas.
—Pero antes dormiré aquí por última vez en este invierno —decidió.
Welenkín deseaba pasar la noche en la isla porque, de esa forma, era posible que soñara con los lulus. Ya le había sucedido muchas veces durante esa temporada de lluvias. Y él esperaba que, en ese último sueño, los lulus hablaran claramente sobre el futuro.
En efecto, los lulus llegaron a su sueño. Eran tres lulus erguidos y encaramados uno sobre otro: primero un lulu de cola blanca; sobre él, un lulu de cola amarilla. Y rematando la incomprensible postura, con la cabeza bastante por encima de Welenkín, un lulu de cola roja. Los tres lulus hablaron al unísono, haciendo con sus voces un eco mínimo y preciso.
—Aquí, donde dormiste en tranquilidad durante el invierno, recomenzará la mortandad. Te pedimos, Welenkín, que protejas la Piedra Alba cuando llegue el momento.
Welenkín tenía mucho que preguntar; pero antes de hacer la primera pregunta ya estaba despierto. Quiso volver a dormir para seguir soñando y ya no le fue posible. Llegaba el sol por el este de la isla. Welenkín y el amanecer se contemplaron.
Luego el Brujo fue en busca de su balsa para navegar hacia Paso de los Remolinos.
El Brujo Halcón, mientras tanto, pasó el invierno junto a Nanahuatli sin verla jamás porque el Ahijador no había pasado por allí en mucho tiempo. El Brujo Halcón no pudo ver a la princesa y apenas pudo escucharla. Nanahuatli habló menos de lo indispensable. Días y noches, con la lluvia cayendo, permaneció en completo silencio. Y, si dejaba de estar silenciosa, era para llorar.
El Brujo Halcón la alimentó, la abrigó, la apartó del viento, la obligó a no morirse. Entre el afán por cuidar a Nanahuatli y sus propias inquietudes, pasó el invierno.
Terminada la temporada de lluvia, el ave abandonó las montañas Maduinas y voló hacia el bosque. «Ya es tiempo de hacer lo debido», pensó el Brujo. En vuelo, el Ahijador escuchó ese pensar, y aceleró el camino que lo llevaba a la Puerta de la Lechuza.
El momento no iba a demorarse. La decisión del Brujo Halcón respondía a los hechos que se aproximaban.
Los Brujos de la Tierra sabían antes de saber. Y por eso, con apenas el despunte de un presagio, el Brujo Halcón comprendió que había llegado el tiempo de ver su rostro. Porque eso lo ayudaría a transformarse en Señor de todos los halcones y las aves del cielo.
—Oye, Nanahuatli —de nuevo el brujo graznaba—, aléjate de aquí por un momento. Muy pronto llegará el Ahijador. Voy a enfrentarme con mi rostro, y no deseo que estés presente.
—¿No deseas verme a mí también?
El Brujo no respondió. No hizo falta más para que la princesa se alejara. Atrás estaba el tiempo en que los dos jugaban como niños. Nanahuatli ya no lo abrazaba ni lo agobiaba con sus caprichos. En cambio, le obedecía en silencio.
Por los ojos del ave, el Brujo reconoció las inmediaciones de su nido. Enseguida escuchó el batir de unas alas, de sus propias alas que llegaban.
—¡Espera! —le pidió el Brujo al Ahijador—. Cierra los ojos antes de pararte frente a mí.
Descendiendo a tierra, el ave cumplió con aquello que le pedían. Y el Brujo tuvo un mundo negro.
Por un momento el Brujo Halcón recordó el rostro de Piukemán: un niño husihuilke de mirada brillante y pómulos redondeados.
—Ahora sí —dijo—. Ahora mira mi rostro para que yo pueda verlo.
El Ahijador abrió los ojos.
—Éste soy —dijo el Brujo Halcón con dolorosa sorpresa.
El rostro que estaba viendo, sin edad y de rasgos aguzados, ya no guardaba rastros de Piukemán.
—Ni Vieja Kush sería capaz de reconocerme —fue una sentencia de muerte para el niño husihuilke que había sido.
—Éste soy —repitió el Brujo.
—Éste soy —dijo el ave.
Y agitaron las alas, agitaron los brazos encogidos al costado del pecho.
Lejos de allí, sin saber lo que ocurría con su hermano Halcón y con su hermano Welenkín, Tres Rostros recorrió incansablemente las aldeas del este de las Maduinas donde las voces de Drimus, entrando por la nariz de las criaturas humanas, seguían horadando las almas.
«Muchas fueron las voces que Drimus sopló hacia el este. El mago sabía que aquellas laderas, puesto que había en ellas incontables padecimientos, serían territorio fértil para su maleza.»
Al marcharse el Padrecito del Paso con el ejército, las personas de las aldeas del este volvieron a sentirse abandonadas.
Recrudecieron su silencio y le dieron la espalda a sus hermanos de la otra ladera. Y aunque los linajes del oeste estaban tan lastimados y llenos de penurias que nada había para envidiarles o reprocharles, la gente del este no dejaba de advertir un enfermo de más o un fruto de menos.
«Una vez más, los hombres y su guerra no bastaban. Las voces de Drimus harían un trabajo lento; pero el Doctrinador se alegró como si fuese para el siguiente día.»
Aquél era el territorio hostil donde Tres Rostros, por orden de Kupuka, repartía alivios y sustento. Cosas que muchos aceptaban por necesidad, pero sin amor. Y aunque Tres Rostros se empeñaba en su sonrisa, era recibido con desprecio en las aldeas. Y despedido con insultos y puñados de sal.
De Drimus no sólo quedaban las voces. También quedaba la jauría, que se había ocultado durante la época de lluvia.
Grande era el bosque de Los Confines y difícil de transitar cuando el viento sacudía, desgajaba, y el suelo perdía consistencia.
El Masticador buscó durante muchas jornadas a la jauría, sin poder hallarla.
Algunos animales de los que transitaban el temporal llegaron a indicarle el sitio en el que se habían producido los últimos ataques de las bestias. Sus yuyos también le advertían y señalaban, pero el Masticador llegaba tarde al lugar que la jauría ya había abandonado, relamiéndose el sabor de la carne aterrorizada.
Cierto que, después de comenzadas las lluvias, fueron pocos los ataques a criaturas humanas. Pero eso no le importaba al Masticador que perseguía a la jauría tanto por el pescador de río como por una liebre. Aun así, el Brujo sabía que, en cuanto terminara la temporada, la jauría avanzaría decididamente sobre las aldeas de los hombres.
Andaba el Masticador con su bolsa cargada de remedios y de venenos tras el rastro de las bestias negras, provisto de dardos para el día en que las hallara.
En los aguaceros finales de aquel invierno, el Brujo, con el oído aguzado por efecto de la pulpa de unos hongos que había devorado, escuchó sus aullidos. Corrió a través del bosque, dio largos saltos, cruzó arroyos…, persiguiendo el canto tenebroso de las bestias.
El aullido lo llevó hacia el noreste, lo sacó del bosque cerrado donde el Masticador había concentrado la búsqueda.
Casi a medio camino entre el río Nubloso y Wilú-Wilú, cercana al pie de las Maduinas, había una zona de cuevas y quebradas. Era allí donde la jauría había encontrado refugio en espera de la disminución de las lluvias pero, especialmente, de la parición de las hembras.
El Masticador no los había visto antes, de lo contrario hubiese comprobado que aquellos animales habían cambiado su aspecto y su tamaño: más fornidos, con los colmillos crecidos sobresaliendo de los hocicos achatados. Y la musculatura del cuello tan abultada que rebasaba por ambos lados el tamaño de la cabeza. Posiblemente, ni Drimus hubiese dicho que eran perros. Lo que sí entendió el Masticador fue que no podría enfrentarlos abiertamente.
Semejante atrevimiento sólo serviría para matar a unos pocos. Luego, acabaría entre los dientes de la jauría que, con la fuerza del alimento, continuaría bajando hacia el sur.
En su camino por el bosque el Masticador había recogido ciertas hierbas que velaban el olor de la carne. Sacó un puñado de su morral y lo comió ávidamente. Recién entonces pudo acercarse y vigilar los movimientos de la jauría. Sabiendo que, aun así, debía mantener distancia.
De esa forma transcurrieron algunos tensos días. Cada tanto, el Brujo renovaba su porción de hierbas para no ser descubierto por el olfato profundo de aquellos animales. En ocasiones, algunos se alejaban solos o en grupos reducidos; el Masticador aprovechaba esas oportunidades para ir tras ellos y lanzarles sus dardos mortales.
Pero otras veces, si el hambre era mucha y no aparecían presas suficientes, la manada se miraba a sí misma. Entonces, los animales más jóvenes y fuertes rodeaban a los más viejos.
Estas cosas vio el Masticador desde lejos, a la espera del día en que la jauría reanudara su camino hacia las aldeas.
Ocurrió un amanecer… Cuando el Brujo de la Tierra despertó y miró desde la cima del árbol sobre el cual dormía, la jauría ya estaba alejándose.
—Marchan hacia Wilú-Wilú —dijo el Masticador.
Olfateó sus brazos… Era imprescindible disolver el olor de su cuerpo. Ya no le quedaban más que tres raciones de hojas.
Y, en aquellos parajes, era imposible hallarlas.
—Tendré que encontrar otro modo de detenerlos —decidió el Brujo amigo de los venenos.
Pero, ¿y aquel tambor que se escuchaba?
Aquél era el tambor de Kupuka que, sin cesar, batía el parche con su nueva rama. La última y de membrillo.
Kupuka deseaba que el tambor y la rama se conocieran porque se quedarían solos, y tendrían mucho para decir.
El más anciano de los Brujos presentía con mayor fuerza que ninguno. Más que Welenkín en su quietud, y que el Brujo Halcón con su rostro entre dos mundos. Kupuka presentía la llegada de un dolor imposible para su pueblo.
De haber seguido la natural inclinación de su alma, Kupuka se hubiese ocupado de todo, andando sin parar de un lado al otro.
Kupuka, sin embargo, reconocía la gravedad de sus trizaduras y la hondura de su cansancio. Era sabio comprender eso a tiempo, y confiar en los otros. Kupuka debía confiar a otros la estrategia de las armas, y hasta la conducción y asistencia de las criaturas. Tenía otra pelea que terminar.
Drimus lo esperaba, transformado en voces, para decidir el duelo que había empezado años atrás.
Contra las voces del jorobado…, pensó Kupuka. Contra las voces que buscan el alma por el camino de la nariz, siguió pensando. ¡Contra esas voces, un silencio!
Kupuka debía hacer un silencio de pozo profundo, un silencio que se impusiera sobre las voces de Drimus para que las criaturas que habitaban la ladera este de las Maduinas volvieran a escuchar la dulce voz de los antepasados… Un silencio de final de naufragio, el silencio en el centro de una manzana. Contra las voces devastadoras de Drimus, el primer silencio del mundo. Contra las voces que ensuciaban el alma, un silencio para empezar de nuevo.
Kupuka sabía que ese silencio debía comenzar en su garganta y desde allí crecer y derramarse.
Kutral y sus hermanos fueron nuevamente convocados por el Brujo. Kuy-Kuyén los vio partir.
«¿Qué querrá esta vez Kupuka?», se preguntó la madre.
El Brujo iba a reunir a su pueblo en el Valle de los Antepasados para hablar por última vez:
—Avisen a todos los habitantes de las aldeas que deseo verlos en el Valle de los Antepasados. Tú, Kutral, reparte los caminos entre las Muescas. Lleguen a todas partes de modo que nadie se quede sin saber.
Los hijos de Cucub salieron a desparramar la noticia.
«El Brujo nos convoca, dice que hará silencio.» «Dice en el Valle de los Antepasados.» «Dice que nos aguarda…»