El Códice Balameb
Los tubos de jadeíta habían sido los ojos del hombre en el cielo. Antes de que la primera flota de Misáianes prolongara la sombra de su velamen sobre las playas de las Tierras Fértiles, la jadeíta miró constelaciones y estrellas fugaces, persiguió eclipses y se detuvo en el lucero vespertino.
Ahora el tiempo era otro y terrible.
Encerrado en el observatorio, Bor trabajaba en la reconstrucción del Códice Balameb tal como Molitzmós se lo había ordenado.
A menudo caminaba hasta el mirador desde el cual podía ver el cautiverio de su aldea. Y dirigía hacia allí el tubo de jadeíta.
El Supremo Astrónomo dormía y despertaba en el dolor. Su tristeza ya no tenía lágrimas ni alardes. El mismo la había construido, sin puertas ni ventanas, para no irse jamás.
Y sin embargo la vida de Bor era suave si se la comparaba con la vida de los prisioneros; porque aunque los sideresios se burlaban de él y sus trabajos con el cielo, las insinuaciones de Molitzmós acerca de la importancia que tendrían para el Amo aquellas escrituras lo ponían a salvo de peores ultrajes.
Siempre que Bor miraba los establos quedaba abatido durante largo tiempo. Lo único que conseguía sacarlo de su quietud era la decisión de reconstruir algunos fragmentos de los códices para ponerlos a salvo bajo la piedra rectangular. Entonces lavaba sus manos como siempre lo hacían los astrónomos para trabajar con las tintas sagradas, y recomenzaba su doble labor de escribir en un pliegue lo falso, lo cierto en otro pliegue.
«Aquí nosotros, los Primeros Viejos, escribimos para nadie. Decimos que una vez la magia fue noche y día, mitad por mitad. Escribimos en predicciones; por eso escribimos para nadie. Lloraríamos si nuestro llanto pudiera hacer que la serpiente mantenga unidas su cabeza y su cola. Pero aunque lloremos nosotros, los Primeros Viejos, la serpiente se hendió al medio.»
Los códices preservaban la memoria y la sabiduría; aquello que permitía a los hombres hacerse verdaderos a sí mismos.
La memoria y la sabiduría se escribían con tinta roja, con tinta negra, sobre delgadas láminas de corteza que luego se plegaban con perfección.
Algunos códices relataban sucesos de la historia no más lejanos que dos o tres abuelos. Otros, en cambio, contaban sobre el origen y el fin de todo lo creado. Enseñanzas y advertencias de las primeras voces repitiendo por qué el cielo era arriba y la tierra era abajo; cuándo había comenzado todo y cuándo volvería a comenzar. Códices escritos en el lenguaje velado de las profecías, el único que perdura sin daño porque existe a la vera del tiempo. Y sólo se revela a quien le acerca ojos limpios y luz verdadera. Y hubo uno, preciado entre todos, que se conoció como Códice Balameb.
«El tiempo de las profecías no es el primero, ni el segundo, ni el tercero. No es el tiempo que transcurrió y llamamos ayer; no es el que llegará y llamamos mañana. Tampoco es el tiempo inasible al que llamamos hoy, este instante. Las profecías tienen algo del pasado puesto que allí fueron dichas, pero tienen del futuro porque allí se cumplirán. La profecías también tienen del instante presente porque aquí las comprendemos. Decimos los Primeros Viejos que las profecías pertenecen al tiempo del Siempre y del Nunca.»
Bor, el Supremo Astrónomo, dedicaba casi todos sus esfuerzos a la reescritura del Códice Balameb apelando a los prodigios de su memoria tanto como a los conocimientos que le permitían rescatar del cielo aquello que en la tierra se había perdido.
El Códice Balameb hablaba del cisma de la magia.
«Desde que la Serpiente sufrió hendidura hay aflicción en el mundo. Una mitad de la Serpiente, la que lleva puesta la cabeza, se quedó en la tierra. La otra mitad, la que lleva la cola, quiso trepar al cielo. Así cada mitad dijo ser legítima y grandiosa, y se puso un nombre. Junto con la Serpiente se quebró lo que pisamos.»
El Códice Balameb se preservó en versiones confusas y contrarias que, sin embargo, coincidían en una falta: en ninguna de ellas se conservaba el final de la profecía. A lo largo del tiempo se había extraviado el vaticinio; las palabras que auguraban si la magia uniría de nuevo sus mitades o permanecería quebrada. Los hombres de sabiduría creyeron que la profecía no tenía regreso. Si estaba perdida para ellos, estaba perdida para siempre.
Muchos soles habían transcurrido. Y aunque Molitzmós todavía no enviaba a buscar los primeros resultados de su trabajo, Bor continuaba su tarea con tenacidad y hasta con urgencia. Al pie de cada pliegue terminado, el Supremo Astrónomo trazaba un dibujo. Si era el perfil de un hombre de cuya boca entreabierta salían volutas de humo, las láminas de corteza plegadas y colocadas según un orden estricto quedaban a la vista en el observatorio. Si, en cambio, el dibujo era el perfil de un hombre de cuya boca entreabierta salían estrellas, las cortezas plegadas iban a dar a la celda oculta bajo la piedra rectangular. Palabras de humo para lo falso, palabras de luz para lo verdadero.
Un día, finalmente, Bor escuchó ruidos inusuales en la explanada. Se asomó al mirador y desde allí pudo ver un grupo de soldados del País del Sol. Supo de inmediato que eran enviados de Molitzmós y que venían en busca de los códices. En efecto, en poco tiempo los soldados irrumpieron en el observatorio escoltados por guardias sideresios. Y sin mediar ningún saludo, el hombre que parecía estar al mando tomó la palabra:
—Molitzmós ordena que nos entregues tu trabajo.
Otro de los soldados traía en sus manos un cofre de cuero que le extendió a Bor. El Supremo Astrónomo lo recibió en silencio, y comenzó a guardar uno a uno los pliegues de corteza perfectamente plegados. Mientras lo hacía, escuchó al hombre que antes había hablado.
—Manda a decir el príncipe que no importa cuánto hayas avanzado, de todos modos lo estás haciendo con demasiada lentitud… Tuviste ahora mucho tiempo porque nuestro príncipe viajó por un largo sueño. El acaba de despertar. A partir de este día, vendremos con mayor frecuencia a buscar tus cortezas.
Bor terminó de cerrar el cofre.
—Aquí lo tienes —dijo. El astrónomo apenas había mirado al hombre que le hablaba cuando, al entregarle el cofre, sintió una ligera presión en su brazo que lo hizo levantar la vista.
El soldado, un hombre envejecido en las batallas, le mostró los ojos. Entonces Bor comprendió que debía ayudarlo a seguir hablando:
—¿Tienes otras noticias para darme? —preguntó.
Los sideresios que custodiaban la entrega de los códices estaban impacientes. El soldado del País del Sol se acercó a ellos y los invitó a reírse.
—¡Oigan al anciano! Cree que he venido hasta aquí a traerle noticias —luego se dirigió a Bor con tono de burla—. Veamos qué puedo contarte… ¡Ya está! Escucha esta gran noticia: las moras siguen creciendo en el bosque.
El soldado iba a continuar, pero los sideresios apuraron la partida. Sus ojos se encontraron con los de Bor.
—Trabaja, anciano —dijo el soldado antes de marcharse—. Y recuerda que volveremos pronto.
Cuando se quedó solo, Bor llegó al mirador. Allí estuvo hasta que los soldados del País del Sol se alejaron hacia el norte, llevando consigo códices de humo para entregar a Molitzmós.
La luna llegó temprano al cielo.
—La noche está baja todavía —murmuró Bor—. Es seguro que tú pudiste escuchar también, y por eso te adelantaste —el Supremo Astrónomo tenía alguien con quien compartir su alivio—. ¿Lo ves? Muchas y buenas cosas suceden fuera de este observatorio. Aquí dentro, tú y yo preservaremos el pasado. Afuera, están peleando por el futuro.
Un rato después, la luna volcaba luz sobre la piedra rectangular donde Bor continuaba su tarea.