Yocoy
Acila, que era capaz de sostener en su mano el hierro candente de la traición y soportar el peso de los conspiradores asesinados, no podía sostener ni soportar una esperanza vacía.
El plan urdido pacientemente, sin regatear muertos, no había fraguado por completo. Y una pequeña mujer, la menos considerada por Acila, tenía el privilegio de haber colaborado con su caída.
Sin embargo los sacrificios no habían sido inútiles.
Su boda con Molitzmós permitió que la resistencia entrara al palacio de mando. Conducido por sus palabras, el príncipe dio los pasos precisos para ser nombrado emisario del amo. Si, en cambio, Misáianes hubiese elegido a un mago del Recinto, mucho se habría perdido. O quizás todo. Pero Lengua Demorada estuvo donde debía y dijo lo acertado.
En tanto eso ocurría, la resistencia consolidó sus alianzas y se unió al ejército del Venado para la lucha definitiva.
Pero sobre todo estaba Yocoya-Tzin, concebido en el día indicado por los sabios de la corte. El reunía la sangre de las dos Casas y sería la piedra de un nuevo imperio.
La noche era el tiempo que ambos bandos tenían para realizar sus movimientos y modificar estrategias. Al amanecer, correría sangre. Y es cierto que cuando la muerte espera al pie de la mañana, la noche anda de prisa.
Acila ya sabía que era una prisionera. También que, fuera de aquella habitación, la resistencia no iba a detenerse en lamentos o en falsas esperanzas. Con seguridad ya estaría reacomodándose según los nuevos y malos aconteceres.
La sierva aguardaba una decisión que, aunque desconocía, imaginaba dolorosa.
Acila pidió a la anciana que acomodara las mantas en el suelo. Cuando el trabajo estuvo listo, se recostó con lentitud.
—Aquí naceremos y m… moriremos —dijo.
La noche daba un paso en el cielo y dos en la tierra; porque antes de la guerra, la noche anda de prisa.
Entonces Acila colocó una mano sobre su vientre, y extendió la otra mano hacia la sierva que se apuró a tomarla entre las suyas.
—Atiende bien —volvió a decir.
Lengua Demorada estaba tomando decisiones de guerra.
Casi escuchó un ruido de cristales.
—¿Escuchas? —preguntó a su sierva.
Estaba rota en añicos la posibilidad de sorprender a los sideresios con un ataque conjunto: por fuera, el implacable ejército del Venado; por dentro, la resistencia del Sol.
—Sí, escucho —le respondió la anciana.
Sin embargo esa noche no era para llorar sino para rehacer lo posible. Con la confianza depositada en la sagacidad de sus aliados, Acila determinó pelear por el estandarte. Y el estandarte de la guerra era Yocoya-Tzin. El hijo engendrado con sangre de las dos Casas como una promesa de refundación.
Yocoya-Tzin encerrado en su vientre, en una habitación, en un palacio, era apenas un niño.
Yocoya-Tzin vivo y libre sería el corazón de la resistencia.
—Pero aún no es tiempo de que nazca —murmuró la sierva.
—Lo s… será si los astros lo disponen —respondió Acila—. Lo será si te acuestas sobre mi vientre.
La anciana se estremeció ante aquello que le estaban pidiendo. Y, por vez primera, sintió que no sería capaz de cumplir los deseos de su ama.
Acila buscó razones suficientes para que la ayudara.
—Haz de cuenta que éste es mi c…cadáver —dijo, señalando su propio cuerpo—. Sabes mejor que nadie que ya he muerto.
Pero soy una muerta que aún p…puede elegir. ¿Pretendes algo mejor para mí, anciana?
La sierva besó la mano de Acila como un modo de aceptación.
Luego Acila habló sobre Yocoya-Tzin… Si el primogénito nacía en el imperio victorioso de Misáianes no tendría camino ni sepultura. Para los sideresios, Molitzmós era una capa de plumas que arrojarían al fuego en cuanto la conquista fuera consumada. Detrás de Molitzmós estaría Yocoya-Tzin. ¿Había alguien más propicio para sostener en una pica cuando el continente sucumbiera?
—Comienza —dijo Acila—. Comienza que la noche —dijo Acila—. Comienza que la noche no aguarda.
La anciana secó sus lágrimas. Se arrodilló junto al cuerpo de su ama, le besó la frente.
—Sufrirás —le dijo.
—Tú, d…dulce anciana, sufrirás más que yo.
Con la noche corriendo, la sierva comenzó a oprimir hacia abajo el vientre de Acila.
Cuando la anciana no se presentó a tiempo en las cocinas del palacio indicando que su ama ya había recibido y dado asentimiento al último mensaje, los conjuradores entendieron que algo adverso sucedía. Pero la resistencia era ágil y capaz de saltar hacia otro sitio.
Lengua Demorada estaba segura de que, muy pronto, los jugadores de yocoy se reunirían en algún escondite de la ciudad para tomar decisiones de urgencia.
También Molitzmós y Flauro obrarían de prisa; ya estaban obrando.
—Apresúrate —pidió Acila procurando disimular el dolor.
Pasillos y paredes más allá, Molitzmós trabajaba en una sala repleta de pergaminos, cartas territoriales y escritos cifrados.
El vasto saber del príncipe sobre los códices fue decisivo en su impensable tarea. Tanto como su conocimiento de las lenguas sagradas.
Molitzmós decidió comenzar con la geografía de aquella traición.
Empezó por llevar un cristal de lado a lado, minuciosamente. Se detuvo en unos diminutos caracteres arcaicos trazados bajo una línea redondeada. Se quedó quieto en memoria; examinó cada trazo y los comparó con otras escrituras. La inscripción aludía a una antigua batalla librada por las tribus originarias, antes de la existencia del País del Sol. El príncipe recordó que aquellos hechos habían ocurrido en el territorio donde se alzaban las Colinas del Límite.
—Línea combada —dijo Molitzmós—, ya no eres un secreto. Ya sé cómo te llamas…
El príncipe se permitió un instante de descanso. Había dado un enorme paso porque a partir de aquella deducción podría determinar fácilmente el resto de los lugares que el pergamino aludía: la selva Madre Neén, la Casa de las Estrellas de Beleram. Y hasta el palacio donde, en ese mismo momento, desgarraba la corteza de una conspiración.
—Ahora, el tiempo —dijo.
Molitzmós no buscó constelaciones. Sabía que el pergamino carecía de un cielo desde el cual trazar ángulos.
—El tiempo no es preciso, ha de estar sujeto a alguna contingencia humana…
Molitzmós reconoció el signo del Kúkul, ave sagrada de alas verdeazules.
—El nacimiento del Kúkul es el nacimiento de un grande.
El pergamino amanecía ante el entendimiento de Molitzmós.
El príncipe comprendió que aquello era más ancho y más hondo que una sublevación de la Casa rival, justo cuando la noche trasponía su medio.
Silenciosa en su habitación de condenada, Acila se cubría de sudor y frío. Sus dientes se golpeaban unos contra otros sin que pudiera evitarlo. El cuerpo se tensaba de pronto; se moría de pronto. Pero la templanza de Acila alcanzaba para ella, el niño y la sierva.
Cuando la anciana vio salir de entre las piernas de su ama un golpe de agua, supo que ya no había retorno. Y que lo mejor para Acila y Yocoya-Tzin era apresurar el alumbramiento.
—Vamos, mi ama —murmuró—. ¿Recuerdas cuando eras una niña en nuestro antiguo palacio…? Piensa en eso, y así sufrirás menos.
Con todo su peso en lo alto del vientre de Acila, la sierva había desencadenado el nacimiento. Ahora tenía que trabajar con sus manos.
Todo lo soportó Lengua Demorada sin un quejido porque los guardias apostados en la puerta no debían percibir nada inusual.
—Sofoca su llanto —dijo Acila.
—Aún no ha nacido —la anciana perdía las esperanzas.
—N… nacerá.
Y como lo había hecho ante la puerta del palacio de mando, Acila reunió toda la fuerza de su amargura. Las manos de la sierva tuvieron que adentrarse más en el cuerpo de su ama. Y allí, en lo cálido y resbaladizo, debieron moverse con firmeza.
—Amanece —dijo Acila.
Pero no era el sol. Era la cabeza sangrada de un nuevo príncipe.
En otra habitación de la misma noche, el pergamino cedía los últimos secretos. Los signos hablaban con Molitzmós: —Estos son tus primos, tus soldados y tus consejeros, con rostros diferentes a los que muestran ante ti. Ésta es Acila, la mejor contrincante que jamás has tenido.
—Éste que ves aquí, listo para erguirse como cien animales, con la furia de cien animales; éste es Thungür, hijo de Dulkancellin.
Ya no hacía falta más. Al amanecer correría sangre. Pero Molitzmós deseaba ver de cerca el rostro de Acila cuando supiera que había perdido la partida. Guardó el pergamino entre sus ropas y caminó hacia la habitación donde su esposa estaba prisionera.
En ese momento la sierva tomaba en brazos al recién nacido. Por orden de Acila, la anciana sofocó su llanto indefenso con una manta.
De inmediato descubrió el pecho de Lengua Demorada y sostuvo al niño para que se alimentara.
—¿Qué beberás, Yocoya-Tzin? —se lamentó la anciana, viendo un niño endeble sobre una madre reseca.
Cuando la boca del niño se aferró a su cuerpo, Acila sonrió:
—Ahora sé lo que vale un instante.
Pero el tiempo también lo sabía. Era urgente envolver en mantas a Yocoya-Tzin y sacarlo de allí. El herrero se encargaría del resto.
—Espera un poco —pidió la anciana—. Déjalo que cobre algo de fuerza. No soportará la vida de otro modo.
—La soportará —aseguró Acila—. El sol se alimenta de sí…, de sí mismo.
Pero aun así permitió que Yocoya-Tzin bebiera un poco más de leche fatigada.
Los sideresios que custodiaban la entrada de la habitación vieron llegar al príncipe y, sin esperar orden, se abrieron para darle paso.
De pie ante la puerta, Molitzmós del Sol imaginó su rostro rasgo por rasgo. Debía asegurarse de que no revelara ningún vestigio de tristeza.