Tristeza de la luna llena
De un zitzahay a una ardilla, a otro zitzahay, a una semilla voladora, a una mujer. Así, o de cualquier otro modo, el mensaje de Molitzmós llegó muy pronto a oídos de Bor. Bor lo escuchó como el Señor del Sol quería que lo hiciese, y emprendió camino hacia Beleram. Todo esto sucedió en veintiocho jornadas. De modo que, tal como Molitzmós lo había exigido, el Supremo Astrónomo llegó a la Casa de las Estrellas un atardecer de luna llena.
Hacía ya varios días que Molitzmós vigilaba desde los miradores. Y no se asombró al ver que Bor llegaba sin compañía, caminando con paso seguro. De inmediato corrió escaleras abajo para evitar que el Supremo Astrónomo fuera maltratado por los soldados sideresios.
Cuando Molitzmós volvió de la selva encontró una comitiva enviada desde el País del Sol para llevarlo de regreso. No era aceptable que permaneciera en Beleram.
Los sideresios llegaron en busca de un príncipe fingido que toleraban por necesidad. Pero el príncipe regresó de la selva con una aldea prisionera más la promesa de un Astrónomo. Entonces la comitiva del País del Sol moderó su insolencia, y decidió esperar.
Bor se había detenido en el terreno de juego para observar la ciudad que tanto amaba.
—¡Ayúdame! —le rogó Bor—. No importa cuánto te hayan mancillado; aquí aún está tu corazón.
Luego siguió andando hacia la Casa de las Estrellas. Bor vestía la misma túnica hecha con telas de corteza que usaban los hombres de su pueblo. Y tenía un collar de semillas y plumas que tan sólo por sus cinco vueltas señalaba una diferencia de rango. Al pie de la escalinata lo aguardaba Molitzmós. Bor se detuvo frente al hombre fastuoso que lo había adulado hasta hacerle perder el espíritu.
«No es así», se corrigió Bor en su pensamiento. «Lo que tengo delante es una parte de mí mismo.»
—Ya estoy aquí —dijo Bor—. Deja que mi gente se marche.
—Veo que, entre otras muchas, has perdido la virtud de la paciencia —respondió Molitzmós, y agregó—: Haremos como en tiempos pasados…
—¿A qué te refieres?
—Conversaremos tú y yo acerca de las cosas del cielo.
—No te ayudaré a fingir una conversación.
Los jefes sideresios vigilaban de cerca. Les inquietaba el modo en que Molitzmós trataba a un enemigo del Amo.
—¡Ay, Bor! Veo que la simpleza de tus vestiduras es un mal disfraz. La vanidad de tu alma es tan grande que ni siquiera eres capaz de notar que no tienes más opción que obedecerme.
Bor sonrió con tristeza:
—Molitzmós, tú deberías saber que una conversación, una buena conversación como las que tú y yo solíamos tener, es resultado de la voluntad del ánimo y jamás de la obediencia. Podrás obligar a mi lengua a pronunciar palabras. En cambio no puedes obligarme a batallar con argumentos, a regatear verdades… No puedes ordenarme ni el entusiasmo ni la vehemencia. ¡Acéptalo! No hay imposición que alcance el lugar de los sentimientos.
Molitzmós abrió los brazos en señal de respeto:
—¡Bienvenida sea tu elocuencia, Supremo Astrónomo! En compensación podrás ver a los zitzahay que tengo prisioneros.
Comerás y dormirás todo lo que desees. Habrá tiempo para disfrutar de nuestras conversaciones.
Y Bor vio a los zitzahay amontonados en un establo. Su pueblo le sonrió con gratitud, y él les acarició la cabeza con un gesto lejano.
Las sonrisas abiertas en los rostros oscuros de su gente le confirmaron que había sido justo llegar hasta la Casa de las Estrellas para ponerse en manos de Molitzmós. Él no era indispensable; no lo era más que el niño que miraba por un espacio entre los maderos de la empalizada. Aunque Bor sabía que el Tiempo Mágico no estaba arriba ni estaba abajo, alzó la cabeza al cielo. ¡Hermano Zabralkán, tal vez esté pronto a terminar la vasija que me ordenaste hacer!
El Supremo Astrónomo volvió a ver a su pueblo cada día, mientras caminaba junto a Molitzmós debatiendo acerca de las más arduas disciplinas.
—Las observaciones han demostrado que el punto en el que el día tiene la misma duración que la noche se adelanta año a año —dijo Molitzmós.
Bor siempre se asombraba por los conocimientos de aquel hombre.
—Lo que dices es exacto —admitió.
—¿Esto se ha tenido en cuenta en el momento de descifrar los códices? Hay en ellos datos que podrían variar según el año solar en el que fueron redactados.
—No necesariamente —objetó Bor—. Los códices están cifrados según el calendario mágico. Su traslado al calendario solar responde al tiempo de las Criaturas.
—Pero en ese traslado…
—¡Permíteme terminar mi idea! —pidió Bor.
A veces el Astrónomo se apasionaba tanto en sus discusiones que llegaba a olvidar el motivo por el que estaba allí. Sin embargo su confusión duraba apenas un argumento. Y nuevamente el recuerdo de su aldea prisionera lo regresaba a la verdad.
«Debo seguir el juego de Molitzmós hasta hallar el modo de hacerle cumplir su palabra», había decidido.
Los zitzahay, hambreados y sucios, sonreían viéndolo caminar con Molitzmós en las cercanías de los establos.
Los días, sin embargo, pasaban idénticos. Y siempre que Bor pedía la libertad de su aldea, Molitzmós apartaba el tema para luego.
—Mañana habrá luna llena —dijo Bor—. Ya han transcurrido veintiocho días de conversaciones… ¿Cuándo liberarás a mi pueblo y determinarás mi destino?
—Dices que mañana habrá luna llena —Molitzmós fingía estar resolviendo lo que ya estaba resuelto—. Entonces mañana repetiremos el mismo recorrido que hicimos durante la celebración del Concilio. ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo, sí-Bor supo que algo terminaba. Y sintió en su estómago el dolor del miedo. Y su frío.
La madrugada llegó a Beleram con bruma de la selva. En el establo, los zitzahay la aprovecharon para lavarse las manos y la cara. Bebieron bruma y comieron bruma. Lejos, se oyó el canto del Kúkul para alegrarlos. Era la Madre Neén cuidando a sus hijos.
La actitud de Molitzmós hacia los prisioneros y al propio Bor impacientaba a los sideresios. En varias ocasiones los mandos militares le habían pedido razones. No confiaban en el príncipe, pero tampoco se atrevían a desoírlo.
Frente a cada uno de esos requerimientos, Molitzmós logró mantener la calma. Y encontró el modo de avivar el temor de los sideresios recordándoles que el Amo trazaba líneas incomprensibles:
—¿Conocieron ustedes a Leogrós? Sí o no, lo importante es que todos escucharon el nombre del primer capitán de Misáianes en las Tierras Fértiles —lo decía de ésta y otras maneras—. Cuentan que Leogrós tuvo una larga agonía. Y en el País del Sol me han referido que, mucho antes de morir, su cuerpo se había transformado en guarida de arañas… ¡Fue malo para él oponerse a Drimus!
Los sideresios sabían que aquello era cierto.
—Porque, ¿podemos nosotros vislumbrar lo que sueña el Amo? Él no reclama un continente muerto, reclama un continente derrotado. ¿Podemos nosotros imaginar un pozo tan hondo que nazca un hombre, crezca y se haga viejo siempre cayendo, sin llegar al fondo?
De esa manera Molitzmós controlaba la ansiedad de los sideresios.
Veintiocho días en los que habló con Bor, procurando obtener información sobre lo antiguo y lo reciente; deseoso de recuperar el saber de las altas ciencias que se había perdido cuando Drimus destruyó los códices.
Molitzmós, hombre de sabiduría, no deseaba ser un príncipe sin pasado ni historia. Bor, que veía con nitidez las intenciones del Señor del Sol, se mantuvo alerta y meditó cada palabra.
Pero la tensión crecía entre los mandos sideresios.
Aquella mañana brumosa, el canto del Kúkul les pareció una burla de la selva. Sin más demora, convocaron a Molitzmós para exigir su parte. Y su parte era abrir la carne y tironear; reírse de la sangre que quería desobedecer después de muerta.
Su parte era roer la boca de la pureza.
Los sideresios no iban a seguir esperando. Molitzmós sabía que su autoridad sobre ellos todavía era endeble. Por eso, aunque opuso algunas razones y señaló límites, acabó por otorgarles una promesa:
—Esta noche habrá luna llena. Hoy termina mi trabajo y comienza el de ustedes.
Los jardines de la Casa de las Estrellas habían sido tan bellos que resistían al descuido y a la maleza. Por sus senderos el Supremo Astrónomo caminó nuevamente junto a Molitzmós. El recorrido era el mismo que habían hecho años antes cuando el concilio se debatía en sus dudas acerca de los extranjeros que llegaban, cuando los representantes de cada pueblo se empeñaron en sus posiciones, y todos se equivocaron para siempre. Como entonces, Molitzmós quiso hablar sobre el tiempo en que la magia se había separado.
—No me es posible hablar de las Cofradías con mí pueblo prisionero en un establo —dijo Bor.
Molitzmós ignoró por completo su respuesta y continuó hablando:
—Alguna vez ambos creímos que obedecer es dulce para las criaturas pequeñas. En tanto que el mando es una carga que sólo pueden llevar los mejores. ¿Ya no piensas así?
Bor perdía la capacidad de controlarse. A pesar de que Molitzmós hablaba con su habitual sosiego, el Astrónomo sentía que el horror estaba cerca.
—¡Estaré con ellos! —dijo de pronto. Y giró para ir hacia los establos.
La escolta del Señor del Sol, que venía a pocos pasos por detrás, lo obligó a regresar al sendero iluminado por la luna.
—Te invito a continuar nuestro paseo… —como lo había hecho un viejo día, Molitzmós acarició el jade de las fuentes—. Reflexionábamos sobre la carga del poder y el privilegio de la obediencia.
En ese momento sonó un estampido de fuego. En el establo cayó un hombre vestido de cortezas. El horror había comenzado, y Bor suplicó por su pueblo.
—¿No crees que ese muerto hubiese preferido que los más aptos velaran por él, mientras sembraba sus semillas y cantaba sus cantos? —dijo Molitzmós.
Dos, tres descargas contra dos, tres collares de semillas.
Por sobre el ruido seco de las armas, Molitzmós continuaba imperturbable.
—No soy yo quien ha ocasionado esto. La Cofradía del Aire Libre lo ha provocado. ¡Ustedes colocaron a estas simples criaturas en un lugar que no pueden comprender ni sobrellevar! ¡Sopórtalo! —Molitzmós alzó su brazo poderoso—. ¿Les advirtieron que la sabiduría puede acarrear mucho dolor? —Molitzmós bajó su brazo—. Debieron hacerlo…
Bor no sabía que estaba llorando.
—¡Te suplico por ellos!
No sabía que estaba cayendo de rodillas.
—Levántate —Molitzmós lo ayudó a ponerse de pie—. Tuve que aplacar a los sideresios; pero no caerán otros por este día.
Recién entonces Bor se quedó inmóvil. Se apagó de pronto.
Así debió ser porque la desesperación es efímera en el cuerpo de las criaturas. Crece la sangre y se derrama por dentro. Se anegan las vísceras. El corazón se amontona en la garganta. Sin embargo ese ahogo no es duradero. Enseguida la sangre retrocede devolviéndole al aire su espacio. Detrás suele venir la tristeza. Y la tristeza tiene otro modo. Deja al triste dormir, pero guarda cerca para ser la primera en saludarlo cuando despierte.
—Fue de nuevo tu soberbia, hermano Bor… Es seguro que Zabralkán estaría de acuerdo conmigo —siguió diciendo Molitzmós—. Creíste ser tú lo realmente importante. ¡El gran fatuo vino a inmolarse en favor de las criaturas! Ya ves que, finalmente, obras como gente del Recinto. Llegaste hasta aquí seguro de que tú valías por todos ellos.
—Llegué hasta aquí creyendo que cumplirías tu palabra —murmuró Bor.
—¿Hablas para que Zabralkán te escuche? —se burló Molitzmós—. ¿A él se lo explicas?
Bor ya no pudo responder. Mientras la escolta lo conducía a su prisión, el Supremo Astrónomo escuchó las órdenes que Molitzmós le expresaba con maneras amables. Y decidió que las cumpliría puntualmente.
En el camino, un hombre de la guardia advirtió que caían luces sobre el establo.
—Es la luna —dijo el príncipe—. Dejemos que llore.