Noche cerrada
La noche volcó su miel negra sobre la ciudad. Pero nadie iba a dormir o soñar.
Adentro de aquella noche oscura todos se moverían de un sitio a otro; y las pesadillas serían de carne.
Luego de anunciarse, Flauro se hizo presente en las habitaciones del príncipe acompañado por la joven esposa de Molitzmós, que entró temblorosa y con algo entre las manos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Molitzmós con asombro.
—Encontré a tus esposas jugando indebidamente con la sierva de Acila… Intervine, seguro de que se trataba de una insignificancia —Flauro señaló a la mujer—. Aunque será mejor que lo explique ella misma.
El príncipe asintió.
—Íbamos de camino al estanque cuando nos cruzamos con la sierva de Acila. La anciana llevaba un pan para su ama. Conoces a mis hermanas… Son inquietas y sienten celos de Acila que, sin cesar, las llama palomas.
—Apura tu relato —le exigió Molitzmós.
—Tus esposas sólo querían jugar. Pero la anciana se asustó y en su apuro por escapar dejó caer el pan. Lo levanté. Cuando quise romperlo para comer la miga caliente, porque así me gusta, hallé algo extraño. Sin saber si tenía importancia, busqué al capitán que había presenciado lo ocurrido. Fue él quien consideró indispensable que tú lo vieras de inmediato.
Antes de que la mujer terminara de hilvanar su mentira, Molitzmós le quitó el pan que le mostraba y terminó de abrirlo.
Estuvo inmóvil un momento, estuvo pálido.
—¿Dices que éste era el pan que la sierva de Acila llevaba?
—Ése era.
—Retírate —dijo el príncipe.
La joven esposa salió, aliviada porque su parte había terminado.
Molitzmós sintió que se avecinaba una nueva soledad. Y no quiso… Triste con la tristeza que precede a la furia, se aferró a la esperanza de que aquello fuera algo trivial; intrigas de esposas contra esposas.
Extrajo el pergamino. Caminó hasta una ventana y dejó el pan sobre el alféizar. Pensó, remotamente, que los pájaros llegarían pronto.
El capitán aguardaba sin quitarle los ojos de encima, y él no tenía excusas para demorarse.
Desenrolló el cuero delgado y blanco. En la pequeña superficie de aquel pergamino se acumulaba una gran cantidad de líneas y figuras que, a simple vista, parecían no tener sentido.
Pero Molitzmós reunía dos condiciones: era un insigne jugador de yocoy y también un gran conocedor de los códices y sus signos. De inmediato supo que aquello que tenía ante sí era el diseño de una conspiración. Las imágenes no eran simultáneas sino sucesivas, y representaban un trayecto estratégico. Allí había movimientos, espacios a recorrer y alianzas. Allí se leían inscripciones en lengua sagrada que muy pocos eran capaces de comprender.
El príncipe se hallaba frente a una tragedia que no había imaginado, y que todavía distaba mucho de comprender.
Flauro no sabía de yocoy ni de códices, pero sí de guerra.
—Entiendes como yo que estamos ante una conspiración y que es imprescindible actuar con premura.
Molitzmós del Sol le respondió sin mirarlo.
—Aun con este pergamino en la mano, es muy poco lo que sabemos y demasiado lo que ignoramos.
—De cualquier forma —dijo el capitán de Misáianes— no aguardaré demasiado para dar mis órdenes.
El príncipe se irguió en sus vestimentas suntuosas.
—¡Aguardarás, Flauro! —pero enseguida ablandó el tono de su voz—. Dime, ¿qué haríamos en mitad de esta noche? ¿Cómo dar un paso sin antes saber quiénes están al frente de esta traición y hacia dónde se dirigen?
Molitzmós y Flauro ajustaban sus posiciones en una alianza que, en ese trance, se hacía imperiosa. Ambos compartían la urgencia por desbaratar aquel movimiento.
—Pero para ello es imprescindible comprenderlo —insistió Molitzmós.
—No hay más tiempo que esta noche —respondió Flauro—. Y tú conoces el atajo.
El príncipe comprendió lo que Flauro decía: Acila debía ser sometida a tormento hasta que confesara lo que sabía.
—Y sabrá todo —aseguró Flauro.
—Ella es, ahora, Yocoya-Tzin —replicó Molitzmós—. Y nadie la rozará hasta después del nacimiento. Además, capitán, no la conoces… Ningún tormento doblegará el temple de Acila.
Molitzmós recordó, tal como si nunca lo hubiese sabido, que Acila pertenecía a la Casa rival cuya cabeza él mismo había levantado en una pica.
Lengua Demorada había logrado que él olvidara eso; que lo olvidara como si nunca lo hubiese sabido. Por la memoria del príncipe pasaron las razones que Acila tartamudeó, llena de insolencia, el día en que entró por vez primera al palacio de mando. Molitzmós creyó en esas palabras porque correspondían a su pensamiento. Él las hubiera dicho idénticas.
Pero no fueron sólo las palabras. Acila había dado una rotunda prueba de lealtad señalando la conjura que se urdía en contra de Molitzmós. Y con ello condenó a muerte a su propia Casa.
La sagacidad de su esposa lo había despertado a tiempo, cuando él dormitaba saturado de sábanas y de oacal. Fue Acila quien lo indujo a ser impertinente y partir en busca de las aldeas zitzahay para ofrecérselas a Misáianes. ¿Sería emisario de otro modo?
Ésos y otros obsequios podía recordar el príncipe del Sol.
Era difícil desconocer, de pronto, la incuestionable lealtad que Lengua Demorada le había demostrado. Pero tampoco era posible ignorar lo que veían sus ojos.
Pocas cosas le resultaban irrealizables a Molitzmós. Pero había una: no sabía engañarse. Jamás Molitzmós negaría una espina por el temor de hurgar la carne.
—Y cuáles serían tus órdenes, capitán —preguntó el príncipe.
—Desarmar de inmediato a los soldados del Sol, aprehender a su jefes. Impedir que los nobles abandonen el palacio —Flauro hablaba como si ya estuviese ordenando—. Desplegar fuerzas por toda la ciudad. Y, por supuesto, tomar los atajos del tormento.
—Es posible que debamos hacer eso, y mucho más —Molitzmós no podía demostrar debilidad ni dolor frente a Flauro—. Sin embargo, tomaré esta noche para desanudar este enigma. Sé que podré hacerlo y entonces nuestras acciones se dirigirán al blanco correcto.
—¿Por qué hablas de enigmas cuando todo está a la vista?
El capitán estaba poniendo en ridículo su inteligencia. Un sideresio se atrevía a ignorar la sustancia de sus argumentos.
Molitzmós se irritó visiblemente:
—¡Responde, capitán! ¿Qué ves aquí tan claramente? —dijo, acercando el pergamino a los ojos de Flauro que giró dándole la espalda.
—Una conjura, un movimiento de guerra.
—¡Has entendido algo…! —Molitzmós sonrió con desprecio y buscó de nuevo el rostro de Flauro—. Ahora ve a todo lo que no puedes responder.
Entonces, Molitzmós preguntó y esperó, preguntó y esperó sin obtener respuestas.
—¿Es esto una sublevación del País del Sol contra el orden que estamos instaurando? ¿O es sólo una conjura de la casa rival contra mi principado? En ese caso, ¿puedo yo estar seguro de que no hay sideresios complotados? ¿Qué significa esta línea ondulante que cruza el pergamino? ¿Quiénes son los cabecillas de la rebelión? ¿Está aquí presente el ejército del Venado? ¿Tiene esto alguna relación con su extraño silencio? ¿Qué han hecho ya? ¿Qué van a hacer? ¿Cuándo?
Y Molitzmós continuó:
—¿Saldrás a pelear una guerra que no entiendes contra enemigos que no conoces? Tú sabes que eso es muy malo, capitán.
—Responde tú esas preguntas —aceptó Flauro—.. Mientras tanto, yo organizaré a mis soldados. Al amanecer regresaré a escuchar tus respuestas.
—Sólo esto —dijo Molitzmós, deteniendo a Flauro que partía—. Coloca guardias en la habitación de Lengua Demorada. Que no hable con nadie ni salga de allí hasta que este pergamino nos hable.
Flauro sonrió:
—Haré lo que ordenas —dijo.
Cuando quedó solo, Molitzmós desplegó el pergamino, apenas más grande que su mano abierta.
Aquel mapa era un pozo frente al príncipe. Y él no iba a bordearlo; descendería hasta el fondo aunque el fondo fuera la boca de otro pozo cuyo fondo fuera la boca de otro pozo. En el País del Sol, un jugador de yocoy no contemplaba su propia tristeza. Molitzmós se sentó frente al tablero dispuesto a dar la mejor partida.
Mientras tanto, en su habitación, Acila escuchaba el lamento de su sierva.
—Quise defender el pan, ama. Quise defenderlo, pero no pude.