La ley husihuilke
El Padrecito del Paso iba a mostrarle a Thungür los adelantos del arma en la que había trabajado incansablemente; seguro de que tendría gran utilidad en las batallas.
El Brujo de la Tierra no era el de antes ni en sus manos ni en su rostro. Los empeños para conseguir el polvo gris habían provocado estallidos y fuego. La primera explosión se llevó en pedazos dos dedos de su mano derecha y le ahuecó la parte blanda de la palma. En otra ocasión, el fuego le dejó quemaduras en el rostro.
Tuvo que llegar el agua en ayuda del Padrecito.
—¿Es posible aquí…? ¿Agua aquí? —vociferó ese día, lejos de su habitual gentileza—. ¡Podría decirse que hay enemigos entre nosotros!
Los sacos donde se guardaban las sustancias que componían el polvo gris estaban mojados. Queriendo rescatar algo de lo que creía perdido; o buscando solamente mitigar su enojo, el Padrecito comenzó a mezclar pequeñas porciones con ademanes que daban cuenta de su decepción. Así comprobó el Brujo que el salitre, el carbón y las piedras de humo molidas podían mezclarse sin peligro alguno si estaban húmedas. ¡Cuatro dedos, y no tres, debía levantar!
Thungür se dirigía hacia un sitio distanciado del campamento. Sentado a la grupa iba el Padrecito, hablando sin cesar acerca del provecho de su última invención. Quizás pretendía que el jefe husihuilke olvidara las reiteradas ocasiones en que había visto fallar el arma.
—Ahora será distinto —aseguró el Padrecito.
Y un rato después, mientras desenvolvía con cuidado los aparejos que necesitaba para realizar la prueba, volvió a decirlo:
—Ahora será distinto.
Thungür aguardaba en silencio. Conocía lo que el Padrecito intentaba hacer. Una invención que podría ser grande en la batalla. Pero ya había presenciado tantos intentos fallidos que prefería mantener aplacada su esperanza.
—Tomé precauciones para evitar que el fuego alcance la carga de polvo gris antes de tiempo. Y, como puedes ver, aligeré el peso de la flecha.
Thungür recibió el arma.
—Verdad es que, como nunca, hará falta un gran lanzador —dijo el Padrecito, frotando dos piedras de yesca.
Con ese fuego el Brujo encendió la cuerda embebida en polvo gris que colgaba por el extremo posterior de la flecha.
Sin embargo, y aunque Thungür era un arquero asombroso, el disparo no llegó a destino. Una vez más, el arma del Padrecito había fracasado.
—¡Espera, Thungür! —comenzó a decir el Brujo—, podemos realizar otro intento…
Tres jinetes al galope distrajeron la atención del jefe husihuilke que, con sólo verlos cabalgar, tuvo la certeza de que algo malo sucedía.
Los jinetes traían una amarga noticia. Dos jóvenes guerreros husihuilkes habían sido atrapados no muy lejos del campamento cuando intentaban huir.
—Son hombres de mi guarnición… Iban preparados para un largo viaje y galopaban como perseguidos.
—Volvían a Los Confines —murmuró Thungür.
—Poco después de que tú y el Padrecito se marcharon, la guardia del sur llegó con ellos. Para intentar salvarse, les aseguraron que se dirigían con mis órdenes a otro emplazamiento y que habían perdido el rumbo. Pero ignoraban la contraseña de los mensajeros. No creí bueno esperar que regresaras porque hay furia en unos, dolor en otros. Y todos reclaman tu presencia.
De camino al campamento, Thungür recordó la ley de su pueblo. «La deslealtad de un guerrero deshonra a los vivos y a los muertos, ofende la sangre derramada y quebranta el nombre husihuilke que llevamos». La ley de los guerreros del sur hablaba con una sola voz: «Si hay uno que abandona a sus hermanos en la batalla, ése ya ha perdido el espíritu. La muerte es piedad para él y es tributo para los que pelean».
Al ver acercarse a Thungür, los dos jóvenes bajaron la cabeza.
Ellos habían comenzado a hablar de la huida como de una acción innoble que los ultrajaría a sí mismos, a sus familias y a sus linajes. Sin embargo, a fuerza de repetirla, la idea se les fue haciendo familiar, más fácil de llevar a cabo y menos penosa. Con el curso de los días, sujetos como el resto de los guerreros al duro adiestramiento que Thungür exigía, los dos jóvenes fueron acumulando razones y argumentos que los convencieron. «Es posible que muchos deseen huir, pero sólo nosotros nos atreveremos», se decían.
Los ancianos de su pueblo hubiesen podido advertirles:
«No es prudente conversar acerca de las acciones deshonrosas con liviandad y sin guía, como si se tratara de un parloteo de mujeres volviendo del río. No es prudente porque las palabras ablandan los actos, igual que la saliva los alimentos, y los hace accesibles a nuestro espíritu. Debemos recordar que hablar sobre una traición es hacerla posible.»
La mirada de Thungür no era un palabra sino una roca. Bajo los ojos serenos del jefe husihuilke, los condenados sintieron que les pesaba más la vergüenza que el temor a la muerte.
Thungür conocía a aquellos jóvenes. Sabía que nunca habían logrado adaptarse a la vida rigurosa del ejército. Y que en otras ocasiones quebrantaron la disciplina y descuidaron sus deberes.
—Si Misáianes triunfa, estas tierras no tendrán nombre ni destino. Por eso la única vida posible para nosotros es la guerra.—
Thungür hablaba para todos. —Aquí nadie se duerme o se despierta pensando en el regreso. Ese día llegará, si es que llega, cuando volvamos a ser dueños de las Tierras Fértiles… ¿Adónde regresaríamos ahora? No a nuestras casas ni a nuestros cantos, porque no los tenemos. No volveremos a tenerlos mientras Misáianes esté cerca. Lo único que nos pertenece es la pelea.
Thungür afirmaba la ley, y aun así no conseguía acallar sus incertidumbres. Pensaba de un modo, y luego del otro.
«Estos jóvenes guerreros no han de tener más de quince soles.»
«También tú los tenías cuando Dulkancellin partió al concilio.»
«Pero aún tienen en sus cuerpos las marcas de la niñez.»
«Kume las tenía cuando fue atravesado en un madero.»
«Y tienen en sus ojos el temor de una pequeña ardilla.»
«Serás justo, Thungür. Muchos zitzahay sintieron el temor de una ardilla. Y con él a cuestas entraron al campo de batalla.»
—No es igual —murmuró Thungür—. No es lo mismo.
Los dos que esperaban su condena habían llegado al desierto con la comitiva que trajo, desde Los Confines, algunos nuevos guerreros y animales para el ejército, y un Brujo.
—No es igual —repitió Thungür.
El jefe del ejército demoraba en ordenar la muerte de los desertores. En cambio musitaba cosas incomprensibles. ¿Por qué lo hacía, si la sentencia estaba dictada desde antiguo por la voz definitiva de la ley?
Los hombres más cercanos a Thungür, guerreros distinguidos por un rango que habían ganado en el campo de batalla, se inquietaron. Ya una vez Thungür y la ley se habían desencontrado. Todos ellos recordaron que Minché, por ese entonces el primer jefe, había decidido enfrentar a los sideresios en una batalla sin esperanzas. También recordaron que Thungür se había opuesto con razones que parecieron apropiadas. Sin embargo Minché se aferró a la ley y fue premiado. Eso pensaban los guerreros cercanos a Thungür, que ignorarían para siempre la verdad que se escondió tras esa engañosa apariencia.
Thungür ni siquiera sabía de qué lugar recóndito le llegaban aquellos pensamientos; pero de algún modo sentía que su oposición no iba contra la ley sino en su provecho.
También para él los ancianos de su pueblo hubiesen tenido una respuesta:
«El hombre que camina demasiado rápido se queda solo… Siempre habrá hombres que se adelanten en el camino, y es bueno que así sea. Pero ese hombre deberá aguardar a que los otros lleguen. Aguardará sin insolencia ni soberbia, recordando que si pudo andar más de prisa fue porque muchos otros sostuvieron la tierra en su sitio.»
El jefe husihuilke miró el sol antes de comenzar.
—Nosotros hemos cambiado. Vean, por ejemplo, los animales con cabellera. Poco años atrás los desconocíamos, y ahora son nuestros hermanos. ¿Puede ser igual la ley para unos hombres que andan a pie que para unos hombres que cabalgan?
Sé que pronuncio palabras confusas, razones que no termino de comprender, por eso les pido a ustedes que me escuchen con generosidad. La ley manda la muerte para los traidores. Y esto, sin duda, lo fue. La ley ordena muerte; y no seré yo quien me oponga. Hay algo, sin embargo, que no puedo callar. Y aunque no sirva ahora, tal vez sirva para luego… La mayoría de nosotros, los husihuilkes que aquí estamos, crecimos junto a nuestros padres guerreros. Ellos nos enseñaron, desde pequeños, a conversar con las armas. Y en cada enfrentamiento entre linajes nos llevaron al campo de batalla, arrancándonos de los brazos temerosos de nuestras madres. Pero, ¿qué ha ocurrido con éstos que eran niños cuando empezó la guerra contra Misáianes? Ellos se criaron entre mujeres y ancianos. Más los guerreros que regresaron, tan enfermos o mutilados que nada podrían enseñarles. Nosotros nacimos husihuilkes, y luego crecimos husihuilkes. ¿Cómo hubiésemos sido sin el padre que guió nuestro brazo para que pudiéramos tensar el arco?
Alrededor de Thungür se encontraba apenas una pequeña parte del ejército. El resto estaba distribuido en guarniciones bastante alejadas de allí. Más tarde cada una de las palabras que el jefe husihuilke estaba pronunciando llegaría a oídos de todos los guerreros.
—Muchos de ustedes estarán pensando, igual que yo lo pienso, ¿qué hay entonces de los zitzahay? Desde siempre fueron hombres de paz que pasaron su tiempo entre la contemplación del cielo y las cosechas de la tierra. Sin embargo, llegado el momento de defender la vida de las Tierras Fértiles, se hicieron grandes y valerosos. Tanto que, sin ellos, no hubiésemos llegado hasta aquí. Los zitzahay cumplieron la ley; de modo que todos deberán cumplirla. Mando la muerte para los traidores, como la ley lo manda.
Thungür levantó la voz para acallar el murmullo de aprobación.
—Pero también digo… No somos mejores haciendo esto. Cumpliré la ley afirmando que me pesa. Si nuestros guerreros estuvieran aquí por temor al castigo ya tendríamos perdida la guerra. Sólo es posible enfrentar el poder de Misáianes guiados por el más grande amor y el más grande convencimiento.
Escuchando a Thungür, muchos hombres que antes se veían resueltos, perdieron la furia y aflojaron las mandíbulas.
—Cumpliremos la ley.
Nunca, desde que guiaba el ejército como primer jefe, Thungür se había enfrentado a la necesidad de imponer la muerte a uno de sus guerreros.
—Quien dicta la muerte —continuó—, debe ser capaz de ejecutarla con su propia mano. No dejaré que ninguno de ustedes cargue con el dolor que me corresponde —y agregó—. ¡Lleven a esos hombres!
Los condenados fueron conducidos hasta unas piedras anchas y lisas donde los amarraron.
Thungür blandió el hacha. Una vez, dos veces. Saltó la sangre. Se fue la vida.
El jefe husihuilke dejó caer el hacha.
—Entierren el hacha junto a ellos —ordenó—. Haré otra, que no tenga manchado el corazón.