Hacia el encuentro
Mármara y Vara, montando animales de piel rojiza, cabalgaban por el bosque de Goenia en dirección a las colinas que separaban los lagos Véspero y Eféspero.
Montados en animales de piel manchada, Aro y Lubabáh transitaban por los pasos bajos, pero muy abruptos, de los Montes Teijesis. Llevaban fuertemente fajados la cabeza y el vientre para soportar mejor el galope prolongado por terrenos difíciles.
Las mujeres, en cambio, iban a recorrer un trayecto de tierras suaves.
Unos y otros, sin embargo, debían viajar con mucha cautela. No había disfraces que sirvieran para esos caminos. Sólo contaba la posibilidad de no ser descubiertos. Y aunque el trono de Misáianes estaba muy lejos de allí, y la ocupación efectiva de los sideresios, que se repartía en dos mares y dos continentes, no llegaba aún a la zona central de las Tierras Antiguas, aquel viaje no animaba a cantar.
—¡Cantemos! —le ofreció Mármara a Vara.
—Cantemos —le pidió Aro a Lubabáh.
Dos años habían transcurrido. Mitad del tiempo de la iniciación.
Por orden de Zorás los hermanos debían reunirse y reconocerse; ya con los signos del varón y la mujer visibles en sus cuerpos. Y en sus silencios.
Mármara poseía grandes dotes para andar por la tierra sin ser vista. Lubabáh, el navegante, poseía los suyos.
Zorás sabía eso. Pero aún así, envió cuidadores imperceptibles que los rodearon, que sobrevolaron el camino adelante y el camino detrás.
La nubera entrecerró los ojos antes de lanzar con fuerza el ovillo de hilo de seda, que rodó hasta perderse de vista.
—Iremos por donde él nos indique —dijo Mármara con seguridad.
Después de bastante andar, hallaron el ovillo en una encrucijada; avanzando ya por uno de los dos senderos que se abrían.
Mármara se sujetó de las riendas y se inclinó lo suficiente como para tomarlo sin desmontar. Luego lo enrolló moviendo sus dedos largos y delgados con tanta rapidez como si hubieran sido alas de colibrí. Mármara entrecerró los ojos y de nuevo dejó ir el ovillo para que les indicara el camino seguro.
Varias veces, en lo que duró el viaje, la nubera elogió los oficios mágicos del ovillo de seda, afirmándose en lejanas historias. Reyes a los que el ovillo había salvado de sus enemigos; enamorados que el ovillo había reunido; sedientos que, gracias al hilo de seda, hallaron agua en una región de arena…
Y Vara lo escuchó todo con avidez, sin detenerse a pensar si aquello era cierto o inventado. Porque Vara había aprendido que esa distinción era inútil.
También Aro y Lubabáh se detenían a menudo.
—Hasta aquí.
El navegante sacó una botella de cristal que llevaba cuidadosamente envuelta y atada a un costado de su cabalgadura. Quitó los paños que la protegían. Y colocó la botella, llena hasta la mitad con un licor dorado, muy cerca de su rostro.
Lubabáh miró largo rato a través de la luz del licor, y recién entonces decidió por donde continuar
—¿Cómo crees que yo podría confiar en un ovillo de seda? —dijo el navegante—. ¿En esto confío!
La botella contenía un licor que los navegantes fermentaban en toneles. Y bebían después de las batallas. O en alta mar, cuando algún terrible dolor los aquejaba.
Pero el licor que Lubabáh llevaba consigo no era igual a cualquiera.
Varias veces durante el viaje, el navegante relató la historia. Lo hizo solamente para asegurar que su botella contenía una parte, quizá la última, del primer licor recordado.
—Y eso sucedió hace cientos de años… Fue una pequeña y misteriosa nave que llegó a la orilla sin tripulación, ni tampoco bandera de rey alguno. Lo único que la nave traía eran muchos toneles llenos de licor… Este que tengo aquí pertenece a la carga que nos obsequió el mar. Y conserva su Magia. De manera que, mirando a través de él, puedes ver los peligros ocultos, las trampas y las traiciones.
Aro sabía que Lubabáh estaba mintiendo. No era más que su buen sentido, su conocimiento del territorio y su valentía lo que le indicaban la ruta a seguir. Pero Aro tenía por insensato ofender con la incredulidad a quien mentía por amor.