El venenoso
Cuatro niños se alejaron de Wilú-Wilú, la aldea en la cual vivían, jugando a ser como los guerreros que estaban lejos.
Cuatro madres no los vieron partir.
Mucho mejor, porque hubiesen llorado si ellos les decían que era su deber ir al encuentro de la jauría negra. Y vengar al pescador de río.
La mañana del día elegido, los niños hablaron en voz baja, agregaron atributos a sus nombres para competir en bravura…
Si alguien les habló, respondieron sin mirarlo a los ojos. Separaron una parte de su ración de pan y la guardaron para el hambre del camino.
Al comienzo de la tarde, aprovisionados con piedras y guijarros, los niños marcharon hacia el norte. Se reían de ser tan valientes como Dulkancellin; se reían a carcajadas por haber logrado que nadie notase su partida.
Ya habían caminado un largo rato cuando uno de ellos encontró una rama que montó fingiendo subir a lomo de un animal con cabellera. Los restantes quisieron lo mismo, y no volvieron a reír hasta hallar una rama briosa y veloz, que nunca se cansara de correr.
Los cuatro guerreros montados avanzaron en busca de la jauría, hicieron un alto para comer el pan que habían reservado y volvieron a andar.
Los niños husihuilkes jugaban a buscar la jauría pensando que sería como todas las veces: matar, morir, y luego despertarse del juego sin ninguna herida. No podían saber que del otro lado de su juego estaba Misáianes.
La jauría abandonó la zona de cuevas donde se había refugiado en espera de la parición de las hembras. En las primeras jornadas no avanzaron de prisa porque las crías les demoraban el paso. Sin embargo, claramente su destino era Wilú-Wilú.
Si bien los animales tomaron ventaja en el camino, el Masticador logró rebasarlos utilizando los atajos que conocía. Así se mantenía un poco delante de ellos, entre sus fauces y la aldea.
Mientras el Brujo tuviera algunas de las hojas que apagaban el olor de la carne, podría seguirlos y observarlos desde una mediana distancia. Pero las hojas se le acababan, y no crecían en esa zona del territorio. Además, el camino entre la jauría y Wilú-Wilú se acortaba cada día.
—¡Shañí! —el Brujo se agraviaba para obligarse a tomar la mejor determinación—. Masticador, ya no soporto convivir contigo y tus incertidumbres. ¡Decide pronto o yo lo haré por ti!
Una posibilidad era correr hacia la aldea para avisar a sus habitantes que la jauría llegaba y que debían marcharse de prisa.
El Masticador se encolerizó con su pensamiento:
—¡Muy bien, zorrino! Corre a decirle a un puñado de mujeres, ancianos y niños que escapen porque se acerca la jauría negra… Entonces esta gente cansada y hambrienta huirá, tal vez, hacia Los Corales. Sabes bien que muchos ancianos no soportarán el rigor de esas jornadas y morirán en el camino. ¿Y luego? —el Masticador se tiraba con fuerza del cabello—. ¿Qué harás luego, zorrino? Correrás a Los Corales para decir que la jauría llega y deben irse a Las Perdices. ¿Y luego…?
¿Qué les dirás cuando estén a orilla del mar y la jauría se acerque? ¡Arrójense al agua con sus hijos en brazos porque yo no pude detener a las bestias negras!, ¿eso dirás? Shañí, Masticador, estoy empezando a aborrecerte.
El Brujo de los yuyos conocía la única determinación posible, pero aún no se atrevía a tomarla.
En dos soles más agotó la reserva de hojas que le permitían acercarse a la jauría. A partir de entonces el Masticador anduvo alejado de las bestias; siempre buscando sitios altos para no perderlas de vista.
Mientras tanto, los cuatro niños husihuilkes se habían alejado mucho de su aldea. Aburridos de sólo andar, decidieron olvidar la jauría y cambiar de juego. Una carrera al galope para ver cuál de los animales con cabellera era el más veloz, entusiasmó a todos.
Las cosas debían hacerse bien… Los pequeños guerreros desmontaron. Era necesario dar de beber y alimentar a sus animales. También arengarlos con expresiones aprendidas de los ancianos, porque los hombres no estaban y las palabras de la mujeres no servían para eso.
Cada uno tomó su animal e imaginó un río donde llevarlo a beber. Al tiempo que los animales bebían, sus jinetes les palmeaban el lomo. Cuando todos estuvieron listos se prepararon para largar la carrera. Uno de los animales con cabellera, vuelto a ser rama por un momento, sirvió para trazar una línea que nadie debía sobrepasar antes de la partida.
Un árbol a lo lejos era la meta. Los cuatro rivales partieron al galope. Las líneas delgadas que dejaban en la tierra avanzaron juntas casi todo el trayecto; pero luego una tomó la delantera.
El vencedor enarboló su rama y saltó sobre un pie, gritando como los guerreros. Los demás desearon tener su victoria, y hubo una carrera hasta la gran roca blanca. Y otra carrera hasta el arroyo que llegaba cansado desde las montañas. Finalmente, todos saltaron sobre un pie y dieron gritos de triunfo. Después, arrojaron sus ramas a un costado, y se tendieron sobre la tierra a descansar.
Cuando decidieron regresar, vieron que el sol se estaba cayendo. Uno de ellos afirmó que podría pasar allí la noche porque era valiente y no tenía ningún temor. Además, cuando los ancianos lo llamaran para reprenderlo, él no iba a llorar.
Los otros tres tampoco tenían miedo, tampoco iban a derramar lágrimas frente a los ancianos. Uno de los guerreros aseguró no sentir hambre; sus hermanos dijeron lo mismo. Todos estaban dichosos, y si no reían era porque los hombres no debían hacerlo con frecuencia.
Cualquiera que esté obligado a dormir a la intemperie, hasta los guerreros, buscan algo parecido a una casa. Los niños eligieron unos matorrales sin espinas. Alisaron el suelo con sus manos y pidieron a las alimañas que les permitieran compartir su territorio por una noche. Luego se envolvieron en sus mantas para dormir como husihuilkes.
Casi al mismo tiempo el Masticador comprendía que, como otras veces había sucedido, la jauría se preparaba para continuar su avance durante la noche. Acababan de alimentarse y no iban a desperdiciar esa fortaleza.
Sin vacilar, el brujo buscó en su morral unos juncos carnosos y los exprimió sobre sus ojos hasta que el líquido que contenían cayó en forma de gotas espesas. El brujo soportó el ardor y sintió el ensanchamiento de sus pupilas bajo los párpados cerrados. Sus ojos se transformaron en dos cuencas negras, capaces de percibir movimientos y volúmenes en la oscuridad. A la luz de la luna llena, el Masticador alcanzaría a distinguir, desde su camino alto, la marcha de la jauría por el valle.
Varias veces durante esa noche el brujo exprimió juncos en su mirada. Sabía que aquello le ocasionaría males, úlceras dolorosas de las cuales sus ojos jamás se recuperarían. Pero su cuerpo había sido siempre un instrumento, y lo era entonces más que nunca.
Cerca del amanecer, y aprovechando que la jauría se había detenido, el Masticador llevó a cabo su práctica por última vez.
Según pensaba, antes de que el efecto se perdiera habría suficiente luz para que sus ojos reales, aun sufriendo, pudiesen continuar la vigilancia de las bestias negras.
—Quizás se echen a dormir —pensó el Masticador, deseoso de hacerlo también.
Pero no era reposo lo que le aguardaba.
Con la cabeza vuelta hacia el este, el brujo contempló las montañas cercanas. Miró hacia el oeste, y estaba el bosque.
Metió sus ojos en el norte y vio a la jauría que merodeaba sin decidirse a seguir ni a detenerse. Después, miró hacia el sur para recordar que allí dormía Wilú-Wilú, y que él debía tomar una determinación difícil. Entonces, algo llamó la atención de sus pupilas despabiladas. Al principio fueron cuatro formas inciertas. El Masticador puso todos los sentidos en sus ojos.
Y le rogó a la luz naciente que lo ayudara.
La luz lo ayudó despertando a uno de los niños que, acalorado, apartó la manta y se puso de pie. El Masticador ya no tuvo dudas: eran cuatro niños husihuilkes demasiado cerca de la jauría. Aún cuando lograra llegar hasta ellos antes que los animales, la salvación era impensable. La jauría no demoraría mucho en olfatearlos y comenzar una cacería de la cual ninguno podría escapar.
—¡Shañí! —dijo el brujo—. Así debió ser para que la decisión llegara.
De inmediato, el Masticador se lanzó cuesta abajo hacia donde estaban los niños. Saltó de piedra en piedra con tanto descuido que las plantas de sus pies, endurecidas como cuero, se lastimaron.
Los niños lo vieron acercarse desde lejos. Conocían a ese Brujo siempre furioso que escupía para dañar, de modo que corrieron rumbo a su aldea sin esperar a que llegara. Cualquier castigo sería dulce al lado de su saliva.
—Mucho mejor —dijo el Masticador, una vez en el valle.
Abrió el morral que había descendido con él, golpeando sobre su espalda. Y lo sacudió hasta vaciarlo por completo. Lo que necesitaba se hallaba celosamente cubierto por varias capas de cáscaras y hojas. Levantó y deshizo el envoltorio… Allí estaban guardados los venenos más atroces de la tierra: ponzoña de minerales, de plantas y de serpientes que el brujo había recogido para un día sin nombre.
Sin embargo, el día se llamaba Misáianes.
—¡Shañí!
El Brujo y la jauría avanzaban juntos, hacia el mismo sitio.
El Masticador empezó a tragar primero un veneno y luego otro. Una pizca de cualquiera de ellos hubiese sido bastante.
Pero el Brujo no quería morir sino ser venenoso.
El dolor le punzó el estómago, las ingles, las rodillas. Los pies y las manos empezaron a inflamarse y ponerse moradas. El Masticador siguió caminando y tragando venenos. Ningún hombre ni Brujo en el mundo habría podido dar un solo paso con apenas una pequeña parte de su comida. El Masticador, en cambio, seguía caminado y escupiendo. Él había dormido abrazado a los hongos, estaba mixturado de muchas sustancias y podía resistir como nadie.
Su cabeza perdía el dominio de las distancias, la nariz goteaba sangre; y él continuaba imponiéndose venenos. Tenía que emponzoñarse de pies a cabeza para transformarse en comida mortal.
En un último instante de luz, el Masticador recordó al Padrecito del Paso:
—¡Aquí tienes, enclenque! He salvado a tus niños —intentó decir.
El interior del Brujo se disolvía. Sus brazos rígidos ya no podían llevar veneno a la boca. Pero antes de dejarse caer, el Masticador vio frente a sí los ojos amarillos de la jauría. Y en esa visión recobró su fuerza.
—¡Esto es lo que buscan, y no un pescador de río…! —señalaba su carne mortecina—. Coman de mí, apestosos.
El Masticador deseó que su cuerpo alcanzara para toda la jauría.
—Hagan lo suyo, ovillo de la desgracia.
Eso fue lo último que dijo. Y comenzó a escupir en círculo, porque la jauría ya lo había rodeado. Lo que salía de su boca eran vísceras. El olor enloqueció a los animales que acortaron el tiempo de la cacería y se abalanzaron sobre la presa.
El Masticador se repartió entre todos, carne y huesos. Y hasta el que apenas alcanzó a lamer su sangre se envenenó de muerte.
Después fue un largo tiempo de bramidos y agonía de bestias…
Mucho más tarde, guiados por los vapores de la mortandad, llegaron los habitantes de Wilú-Wilú. Alguien halló el morral y el manto del Masticador. Y fue imposible para ellos sentir alegría, y ni siquiera confortarse sabiendo que la muerte de la jauría había costado un Brujo conocedor de todas las plantas de la tierra. Si cada alivio iba a llevarse tanta alma, muy pronto no habría nada que defender.
La sepultura de las bestias negras demoró días enteros. El pueblo de Los Confines cavó tan hondo como pudo para que nada saliera a la superficie.
¿Cuánto le habrá dolido a la tierra ser costal de esos muertos? ¿Cuánto le costará para siempre?
El morral del Masticador quedó guardado en una vasija de barro que los husihuilkes llenaron de buenas hierbas.