Las nuberas
En boca de la gente, las nuberas cambiaban de condición. Eran amables o sombrías, sensatas o absurdas. Y todo lo que había para contar sobre ellas carecía de evidencias. Hechos que nadie había presenciado; nada sobre lo que alguien pudiese depositar su juramento.
Y sin embargo, cuando las Tierras Antiguas aún tenían aldeas bulliciosas, las nuberas eran asunto y argumento obligado siempre que los lobos aullaban cerca o que, en los caminos de tierra, se hallaban huellas de comadrejas corriendo hacia atrás.
Contaba la gente que las nuberas eran capaces de adentrarse en un tronco sin dejar rastro. Y, si lo deseaban, podían permanecer allí todo el invierno. En la primavera salían a través de las flores.
Fue dicho que la nuberas podían sanar hondas heridas con sólo lamerlas, y hacer piel nueva tejiendo hilos de araña.
Pero una cosa había, solamente una cosa, que todos daban por cierta y juraban por su descendencia. Hasta que llegaban a su más adentrada vejez, y eso ocurría con lentitud, las nuberas tenían afición a enamorarse con tanta vehemencia como deslealtad. Sus apasionamientos eran efímeros; las distraía cualquier nuevo amor. Y ellas ni siquiera notaban que algo dejaban atrás.
Las nuberas habitaron el bosque de Goenia, que llegaba casi a las costas del mar que le daba nombre y se extendía hasta los reinos centrales.
Por los días en que el tiempo se llamaba antes, las nuberas fueron amigas y consejeras de los magos del Recinto y sus discípulos. Fueron, además, sus amadas, sin que ninguno se atreviera a reclamar derechos ni fidelidades, sabiendo que sería inútil.
Luego, el hijo de la Muerte creció en su monte. Y cuando su poder fue lo bastante grande, los magos del Recinto se acercaron a escucharlo. Tan delgado fue el soborno de Misáianes, tan bien encontró el camino, que los magos fueron cediéndole sus corazones. Y más allá de acatar sus designios, los justificaron con grandiosos razonamientos.
No sucedió lo mismo con las nuberas. Ellas eran indómitas, jamás aceptarían doblegarse ante un amo. Mucho menos ante uno que deseaba igualarlo todo. Porque las nuberas, como cualquier habitante de los bosques, amaban lo profuso, lo que se entrelazaba en su crecimiento: exuberancia de hongos, flores, orejas de liebres y vuelo de colibríes.
Las nuberas de las Tierras Antiguas se empeñaron en mantener a los magos junto a ellas, y lejos de Misáianes.
Para lograrlo, las nuberas más ancianas y sabias visitaron asiduamente el Recinto donde proclamaron a viva voz que la magia debía combatir al Odio Eterno. En tanto, las nuberas jóvenes susurraron en sus lechos de pluma, buscando ganar el entendimiento de los magos por todos los caminos.
Pero Misáianes y sus uñas se agigantaban. El Amo ofreció a los magos y a los nobles un lugar en su Orden, que ya parecía tan vasto e inevitable como el cielo.
El soborno del Amo pudo más que el amor de la nuberas. Los magos debieron elegir entre un mundo quieto, donde ellos serían eternamente poderosos, y un bosque desordenado, poblado de mujeres fugaces. El bosque pudo menos.
Un día, las nuberas fueron expulsadas del Recinto. Tal vez a los magos les hubiese alcanzado con eso. Pero a Misáianes no le alcanzaba.
El Amo ordenó arrasar el bosque de Goenia. Cientos de soldados sideresios penetraron en el bosque y allí permanecieron hasta que las nuberas fueron capturadas. En lenta procesión, golpeadas y vejadas sin clemencia, sus perseguidores las condujeron hasta las costas del Mar de Goé. Aquél era el final del camino y del tormento; el sitio para arder hasta caer en cenizas sobre el oleaje.
Las nuberas se transformaron en una hilera de antorchas reflejadas en la noche del agua. Ardiendo, con sus largos cabellos en llamas, maldijeron al hijo de la Muerte. Y maldijeron más a la Cofradía del Recinto, esclava del Odio Eterno.
—¡Desciende de allí antes de que el viento te deshilache! —gritó Mármara sin mirar hacia la altísima cima del árbol donde la anciana Grais estaba encaramada.
Grais sacudió las ramas que tenía a su alcance:
—Escucho desde aquí el crujido de los dientes de granada. Deja de comer por un momento o acabarás tan gruesa como tu amado Lubabáh.
Mármara hundió sus dedos afilados en la fruta abierta, le extrajo el corazón y lo llevó entero a la boca.
Briseida, que estaba cerca de sus dos compañeras, se cubrió los oídos con ambas manos. Aquella nubera padecía con frecuencia de extraños dolores y cualquier destemplanza le provocaba malestar e irritación. Pero ni a Mármara ni a Grais parecía preocuparles la irritación de Briseida.
—¿Qué ganas estando allí, más que el riesgo de caer arrastrando contigo nidos y pájaros? —rió Mármara.
—Gano algo que vale ese riesgo.
Grais era una anciana diminuta, cubierta con una tela oscura y rugosa que ella pasaba entre sus piernas y luego enrollaba alrededor de su pequeño cuerpo.
—¡Veo llegar el día antes que tú! —anunció triunfante.
En su sitio, Mármara hizo un gesto desdeñoso. Ella podía esperar la llegada del día todo lo que fuera necesario. En cambio, le costaba soportar la lejanía de Lubabáh. O de un hombre cualquiera del cual enamorarse.
—Ustedes dos han conseguido que me duelan los párpados —se quejó Briseida.
—¡Calla, Grais! —Mármara gritó más de lo necesario—. Calla o derrúmbate sin hacer ruido porque a nuestra suave Briseida le duelen los párpados.
El trote de un animal se oyó en el bosque. Las tres nuberas supieron que era Zorás quien se acercaba. Lo habían estado esperando y conocían su cometido. Grais descendió del árbol ligera como una ardilla. Mármara se limpió los labios llenos de jugo de granada. Y ajustó muy fuerte la cuerda de piel de serpiente que ceñía su cintura. Briseida ni siquiera intentaría competir con ella.
Tal como lo suponían, Zorás no venía solo. Vara lo acompañaba, sentada de costado y asida a los arneses del animal. Las nuberas quedaron azoradas frente a tanto azul.
—Tú eres Vara.
Grais extendió una mano hacia la niña, que se retiró vivamente para impedir que la tocaran.
—Ya veo —sonrió la nubera—. Ojos de verano, condición de invierno.
Zorás desmontó. Enseguida ayudó a Vara a descender y la retuvo a su lado tomada por un hombro.
Los saludos no llevaron demasiado tiempo. Y Mármara, segura de que la visita también sería breve, respiró fuerte para lograr que el mago reparara en ella. Zorás la miró con cautela. La conocía muy bien; sabía que era necesario enfurecerla para que el amor que la nubera ya comenzaba a sentir acabara de pronto. Zorás se acercó a ella:
—Oigo algo como un quejido, Mármara —dijo el mago—. Y según creo es tu cintura estrujada con tantas vueltas de cuerda.
¡Déjala que ocupe su verdadero espacio!
De la mirada de Mármara se desmoronó un manantial de carbones encendidos. Grais rió sin disimulos. Briseida encontró el modo de ocultar su sonrisa para mostrarla bien.
Zorás no había cabalgado hasta el bosque de Goenia por encontrar el amor de una nubera.
—Ella es Vara, ungida en carne y en espíritu —el mago habló mirando a Grais—. He venido a dejarla al cuidado de las nuberas de Goenia para que, entre ellas, se cumpla su iniciación.
Regresaré por Vara dentro de cuatro años, como cuatro son las virtudes primordiales. No me verán hasta que el plazo se haya cumplido. Ningún sitio mejor que este bosque para ocultarla. Nadie como ustedes para despertar y afirmar en ella la excelencia del cuerpo y del alma. Cumplido ese tiempo, vendré a buscarla. Entonces, Vara regresará a las manchas como hija y enviada de la resistencia.
La tradición milenaria de la Cofradía del Recinto reconocía cuatro virtudes primordiales en las criaturas humanas: el conocimiento de las causas, la honra de llevar un nombre, la memoria y la poesía. Gracias a ellas pudieron erguirse entre los seres vivientes y andar sobre dos pies por todos los caminos de la Creación.
—Algo más les diré antes de marcharme —anunció el mago—. Cuando hayan transcurrido dos años, la mitad exacta de la iniciación, llevarán a Vara hasta las colinas que se interponen entre los lagos Véspero y Eféspero. Allí se reunirán Vara y Aro para reconocerse como hermanos. Ese encuentro es ineludible y debe suceder entonces, cuando el varón y la mujer obren en ellos. Luego los gemelos se perderán en las manchas —la mirada de Zorás tenía temores—. Se perderán en los sucios jergones de las manchas.
Tal vez para apartar sus miedos, o porque ya debía marcharse y no deseaba dejar a Mármara llena de resentimientos, Zoras tomó el rostro de la nubera por el mentón. Ambos sonrieron.
—¡Alégrate, Mármara! —dijo.
—¿Y por qué he de hacerlo?
—Grais es demasiado anciana, Briseida es demasiado débil… Tú serás la encargada de conducir a Vara hasta los lagos. Allí veras a Lubabáh puesto que a él le encomendaré la custodia de Aro.
Mármara se alegró sinceramente al oír las palabras del mago. Para una nubera los años eran breves como silbidos si la guardaba el amor.
Zorás miró a Vara por última vez deseoso de que en los ojos de la niña apareciera algún pesar por la despedida. Pero Vara no estaba prestándole atención.
El mago azuzó a su animal y desapareció en el bosque.
Ya a solas, las tres nuberas se pusieron de acuerdo con la mirada. La natural inclinación de Vara, fuera cual fuera, debía manifestarse sin apremios ni forcejeos.
—Cada quien a lo suyo, como debe ser —dijo Grais.
De inmediato, la anciana anunció que se iría a recoger hongos para que luego pudieran comer.
—Al parecer, la única que piensa en el apetito antes del apetito es esta vieja nubera.
Mármara se tomó del tronco de un pino delgado y comenzó a girar. Al principio lo hizo con lentitud, moviendo el brazo que le quedaba libre al modo de un ala. Luego fue cobrando ímpetu y fuerza hasta que acabó corriendo, casi sin rozar la tierra, alrededor del árbol. Ese era uno de sus juegos preferidos. Si Mármara lo jugaba era porque se sentía especialmente feliz.
—¡De nuevo este dolor! —se quejó Briseida que, por un rato, había olvidado sus males.
La nubera buscó unas espinas diminutas que bordeaban el tallo de una mata, las arrancó y comenzó a picarse los párpados con ellas.
Nada de lo que allí estaba ocurriendo parecía importarle a Vara, que permanecía inmóvil en el sitio donde Zorás la había dejado luego de ayudarla a desmontar.
Volvió la noche al bosque de Goenia.
Grais limpiaba los hongos que había encontrado. Después los envolvía con cuidado en unas hojas grandes y carnosas antes de ponerlos junto al calor del fuego.
Los sonidos del bosque eran simples. La tierra de Goenia estaba iluminada con luna y fuego. El aroma de los hongos cocidos era agradable.
De pronto, Mármara chasqueó los dedos para llamar la atención de sus compañeras:
—¡Vean! —musitó la nubera con orgullo—. Vara ya ha elegido.
Cerca de allí, la niña daba giros tomada del mismo árbol donde antes Mármara había jugado. Vara giraba cada vez con mayor prisa. Y aunque no hubiese podido decirlo, el viento contra el rostro fue la primera forma de la felicidad.