Un largo viaje como un largo sueño
Mientras transcurría la primera mitad de la iniciación de los gemelos, llegaron a las Tierras Antiguas las noticias que los parientes tanto temían.
Una vez más el continente oscuro había logrado derrotar al ejército del Amo, Drimus había desaparecido en el desierto. Y la Sombra continuaba en silencio.
Las flotas de refuerzo que los parientes enviaron a las Tierras Fértiles, mientras creyeron que Drimus seguía al frente de la conquista, fueron desbaratadas por los navegantes rebeldes. Sideresios, cañones y pestes yacían en el fondo de Yentru, habitando naves tan muertas como ellos.
Ahora todos esperaban del Amo un movimiento prodigioso. Sin embargo, Misáianes estuvo quieto y mirando el mundo antes de decidirse a obrar.
El Recinto se había inquietado procurando adelantar el nombre del nuevo emisario de Misáianes. Algunos magos anhelaban ese sitio; se soñaban erguidos en las Tierras Fértiles como nuevos doctrinadores. La mayoría, en cambio, prefería permanecer en sus gradas. Sin arriesgarse a ser, también ellos, habitantes de otras naves muertas.
Deinos, por su parte, sabía que jamás le sería concedido ese rango. Compartía con Drimus la misma cadena de maestros y heredaría la carga del error.
Por fin, Misáianes obró. Engañó a los navegantes rebeldes y a sus naves ligeras enviando, por una nueva ruta, una flota vigorosa en armas. Y un pequeño recipiente de cristal…
Los venerables del Recinto también se sintieron engañados. Ellos, igual que los navegantes rebeldes, desconocieron hasta el final la existencia de una nueva ruta marítima. Hasta el último instante el Recinto ignoró todo sobre las naves que comandaba Flauro, y también sobre la decisiva misión que llevaba.
¿Por qué el Amo había trabajado a sus espaldas? ¿Por qué los jefes sideresios y algunos nobles supieron mucho más que los magos?
El Recinto se llenó de hervores y murmullos. El Amo los ofendía con un ademán que señalaba la orilla opuesta. Misáianes elegía, como prolongación de sus uñas, a un hombre del otro continente.
Los magos siguieron el ademán con la mirada seca y oyeron un nombre: el ademán decía Molitzmós.
Los venerables del Recinto no tenían espacio para la furia ni posibilidad de forcejear con el Amo. Entretejidos en el orden de Misáianes, tenían el mismo destino de los hilos de una telaraña, nada más que sostener la trampa que los sostenía.
Por su parte el Amo, que comprendía lo impalpable, alimentó el orgullo de los magos con migajas de poder. Y sólo él supo si era alimento cierto o ilusorio.
Que ellos eran los grandes del Recinto, les susurró…
«Ustedes son los grandes del Recinto, magos de un Orden que se hará sobre el mundo. El que hemos elegido como prolongación de mis uñas nos servirá con lealtad… Desde el comienzo, cuando era principio de guerra en las Tierras Fértiles, él se recostó junto a nosotros comprendiendo que la eternidad nos pertenecía. Éste que nombro, y conocemos como aliado, entiende el continente por sus entrañas. Digo del continente que se empeña en soñarse sin nosotros. ¡Dejémoslo entonces que arranque de cuajo la raíz indócil! ¡Dejemos que horade como un gusano de infinitas trompas y nos abra camino!»
«Dejémoslo, puesto que él no será parte de la eternidad. Este de nombre Molitzmós será muy breve para nosotros. Tras la derrota de las Tierras Fértiles volveremos a ser los únicos. Es Misáianes quien les habla. Sepan ahora que Molitzmós llegará por los caminos del sueño. Salgan a su encuentro, impongan el sello del Recinto en su mano derecha. Así será reconocido por nuestros capitanes. Molitzmós nos ofrendará la sangre de su continente; y en esa ofrenda habrá tajadas de su propia sangre.»
Tarde, como cualquier criatura, los magos supieron que Flauro llevaba un largo sueño para Molitzmós. Aún así tuvieron que cumplir la orden de Misáianes.
Para eso debían esperar que la flota llegara a las Tierras Fértiles. Durante esa espera, los magos se ensimismaron en sus prácticas.
Un día, Flauro le extendió a Molitzmós la pócima del sueño…
—Ha bebido su sorbo —dijeron los magos en el instante preciso—. Molitzmós comienza su viaje por el Yentru.
—Sueña, en este momento, la desazón de su estómago.
Molitzmós recorría los caminos del sueño. Caminos que, en aquellos tiempos y lugares, tenían la consistencia de la vigilia.
Y tenían anchura y profundidad como cualquier bosque.
—La nave que trae a Molitzmós se acerca a nuestra orilla.
—El nuevo emisario cabalga hacia nosotros —dijeron los magos— Sueña la pantanosa región de Leuster; la atraviesa.
—Bordea el Río Légamo; lo sueña.
—Es tiempo de prepararnos para salir a su encuentro —convinieron los venerables del Recinto—. Molitzmós está entrando al bosque de Púas.
El nuevo emisario del Amo avanzaba en su sueño por un bosque enfermo.
El bosque de Púas había sido un espléndido paraje de coníferas verdes, azules, grises, estiradas, metidas en el cielo. Un bosque colmado por el silencio que consiguen juntos los pinos y el viento. Ahora el bosque de Púas, donde se alzaban los castillos de los magos y el lugar del Recinto, había enfermado. Los árboles tenían color pardusco. Muchos yacían en el suelo. Otros se habían inclinado hasta apoyarse en los árboles contiguos. Un viento helado rondaba en lo alto. Y una plaga de hongos negros tapizaba la tierra.
Mientras Molitzmós atravesaba el bosque, los venerables se congregaron en el salón más importante del Recinto y ocuparon sus sitiales dispuestos en gradas escalonadas, en forma de medio círculo. Todos llevaban mantos de piel. Algunos cubrían sus cabezas con caperuzas; otros con cofias oscuras, como la que usaba Drimus. Cada mago tenía una pequeña botella de cristal tallado.
Cuando Molitzmós traspuso el muro exterior por un portal levadizo, los magos se llevaron la botella a los labios y, todos al mismo tiempo, bebieron un sorbo y una hebra plateada.
Cuando Molitzmós recorrió el puente que cruzaba sobre una fosa llena de fuego hasta alcanzar el segundo muro, los magos se durmieron.
Entonces, Molitzmós y los venerables soñaron el sonido de un golpe de maza contra el metal. Se anunciaba el arribo del emisario.
Los magos miraron a Molitzmós. Uno de ellos habló en nombre de todos:
—Decimos claramente que fuiste elegido por Misáianes. El Amo manda que seas tú, Molitzmós del Sol, quien detente la instauración de su Orden en las Tierras Fértiles. Él te transformó en prolongación de su brazo, su mano, ¡su uña! Eres uña de Misáianes en el continente que espera cruzando el Yentru. Ahora, para que seas reconocido por los nuestros, te impondremos el sello del Recinto como emblema y testimonio de la autoridad que te otorgamos.
En el dorso del puño derecho, Molitzmós recibió la imposición de un sello. Le dolió de tan frío y tuvo la sensación de que su mano era sumergida en un hormiguero.
La marca de la Cofradía del Recinto, una estrella sostenida en la punta de una espada, se grabó para siempre en su mano derecha. El sello le dejó una cicatriz de contornos nítidos y color violáceo que se hundía ligeramente por debajo de la piel del dorso. Se trataba de un emblema inconfundible que Flauro reconocería sin dificultad. El emblema del Recinto que sólo por voluntad de Misáianes, y con el asentimiento de los magos, pudo ser colocado de manera indeleble en la mano derecha del Señor del Sol.
El emblema del Recinto en la mano derecha, la mano del mando y la supremacía…
En las Tierras Fértiles, el capitán comprendería de inmediato el significado de aquel prodigio. Y bajaría la cabeza en señal de aceptación, sin dudar de que tenía enfrente al elegido del Amo.
Fue entonces cuando Molitzmós reparó en un mago de ojos azules que lo miraba desde el fondo de una caperuza de piel.
El mago era Zorás, y pensaba en los días venideros. Pensaba sin odio ni furia.
Vara y Aro ya se habían reconocido entre los lagos Véspero y Eféspero. Y no distaba mucho el final de su iniciación.
Lentamente, la guerra contra el Odio Eterno encendía antorchas en las Tierras Antiguas. Pero quedaba lejos el monte, muy lejos todavía.
El pensamiento de Zorás fue interrumpido por el despertar. Los magos abrieron los ojos. Seguían sentados en las gradas escalonadas. Los recipientes de cristal de los que habían bebido estaban rotos a sus pies.
En el mismo instante, vigilado de cerca por Acila y por Flauro, Molitzmós despertó en una habitación de su palacio en la otra orilla del Yentru.