¡Fíjate dónde pones los pies…!
—¡Wilkilén…!
Kuy-Kuyén llamó a su hermana, segura de escuchar enseguida la respuesta. No sucedió así, y Kuy-Kuyén llamó de nuevo.
—¡Wilkilén! Regresa con nosotros.
Nadie respondió. Entonces Kuy-Kuyén miró alrededor para ver si era una mosca o la sombra de una mosca lo que tenía a Wilkilén tan entretenida. Pero Wilkilén no estaba cerca.
—¡Wilkilén!
Kuy-Kuyén se volvió hacia su hija:
—Shampalwe, ¿has visto a Wilkilén?
—Hablaba con las mujeres de la aldea —respondió la niña.
Kuy-Kuyén desanduvo el sendero con lentitud, llamando y preguntando:
—¡Wilkilén…! ¿Han visto a Wilkilén?
—Aquí estuvo.
—Conversé con ella.
—La vi sonreír.
Cierto que Wilkilén siempre se demoraba, equivocaba el camino y se distraía mirándose los pies. Pero era cierto también que sabía que estaban en guerra y escapando de los sideresios.
Como seguían sin obtener respuesta, Kuy-Kuyén y las mujeres de la aldea comenzaron a inquietarse. Por fin detuvieron del todo la marcha, reunieron a los niños y se dispersaron a ambos costados del sendero. Las mujeres sabían que la cabeza de la inocente era capaz de llevarla tras cualquier despropósito.
—¡Wilkilén!
Su nombre sonó alto y repetido.
—Debe estar consolando a una piedra…
—¡Wilkilén!
—Se habrá puesto en procesión con las hormigas.
Pero a cada momento aquellas expresiones de confianza perdían utilidad. La inocente no respondía y el sol subía por su cuerda.
Una de las mujeres de la aldea encontró abandonada la máscara de Wilkilén. Entonces Kuy-Kuyén se apretó el pecho con las manos:
—Fue mi culpa —comenzó a repetir—. Fue mi culpa.
Shampalwe y las Muescas se apretaron en torno a ella. El llanto de su madre los asustaba. Aunque, quizás, era lo único capaz de despertar a Wilkilén, que debía estar durmiendo a la sombra de algún arbusto florido.
—Regresaré por el camino que hicimos —anunció Kuy-Kuyén.
Las mujeres de la aldea aprobaron su decisión y decidieron acompañarla. Pero antes de que pudieran ordenarse, una voz las sobresaltó:
—¡Eh, ustedes! ¿Por qué se han detenido?
Era Tres Rostros que, como lo había prometido, llegaba para guiarlos hasta las cuevas de las Maduinas.
Algunas mujeres se adelantaron, acompañando a Kuy-Kuyén que corría a su encuentro:
—Fue mi culpa, Tres Rostros —repetía—. Yo no supe cuidarla…
El Brujo de la Tierra la tomó por los hombros:
—Espera Kuy-Kuyén —y cambió varias veces de mueca—. Serénate para contarme lo que ha ocurrido.
Kuy-Kuyén, sin embargo, fue incapaz de hacerlo. Solamente miraba alrededor:
—¡Wilkilén! —repetía— ¡Wilkilén!
Otras voces debieron contarlo por ella:
—Y es por eso que hemos decidido regresar por el sendero que nos trajo —dijeron finalmente.
Tres Rostros caminó hacia Kuy-Kuyén que, en su afán de seguir buscando, se había alejado del grupo.
—Escúchame —le dijo—, no es posible ni sensato que tú y los demás regresen… Las naves ya están llegando a la isla. Y el riesgo, lo sabes, es innombrable. Prosigue con las mujeres hacia las montañas, lleva a tus hijos, que yo mismo iré en busca de Wilkilén.
—Soy yo quien debe ir —insistió Kuy-Kuyén—. Yo no supe cuidarla.
Si hubiese sido Kupuka quien la escuchaba, Kuy-Kuyén habría recibido una dura respuesta:
«Hay remordimientos que son remedios, hay otros que son insolencias. Es insolencia el tuyo, Kuy-Kuyén… ¿Por qué imaginas que tus ojos todo lo pueden, y que serías capaz de evitar cualquier pena? ¿Qué te hace pensar, sino la insolencia, que donde tú estés nada malo ocurrirá?»
Eso le hubiese dicho Kupuka. Pero Tres Rostros, que tenía los modos del agua, habló con suavidad. Finalmente, vencida por las pacientes razones del Brujo, Kuy-Kuyén aceptó continuar con los demás hacia las montañas.
—Escucha, Kuy-Kuyén —dijo Tres Rostros—. ¿Dónde la buscarías tú?
Kuy-Kuyén no dudó:
—En el bosque. Wilkilén ama el bosque y lo recorre a menudo.
De esa forma las mujeres y los niños retomaron el camino. Mientras tanto Tres Rostros partía en busca de Wilkilén con rumbo equivocado.
Equivocado porque Wilkilén no estaba en el bosque. Equivocado anduvo el Brujo buscando a Wilkilén que, equivocada, construía una balsa para cumplir su sueño. Equivocada porque no era su sueño lo que iba a suceder, porque no era Welenkín el que estaba en la isla.
Una balsa no era tan fácil de construir sin ayuda de la anciana. Aún así, Wilkilén se esforzó durante horas amarrando ramas gruesas y livianas. Algo que llegara hasta allí nomás, ¿entiendes, balsa?, hasta la isla.
—¿Me entiendes, balsa? —dijo Wilkilén—. Hasta la isla.
Cuando creyó que su embarcación estaba lista, la empujó hasta después de las rompientes y luego trepó en ella.
Seguramente porque ya amaba a esa niña, la balsa navegó bien durante un trecho; pero a poco más de la mitad del camino, las fallas en la construcción se hicieron sentir. Y la balsa comenzó a ceder.
Wilkilén redobló la fuerza con la que remaba. Pero tampoco era lo mismo remar sin la anciana. Aunque la distancia a la isla era corta y el mar, en ese sitio, era manso, la inocente sintió que no llegaría. Se quedaba sin fuerzas y sin balsa…
Desde donde estaba podía ver el contorno de algunas de las grandes rocas que se alzaban a orillas de la isla.
Lewán, la isla blanca de los lulus, lo veía todo:
—Deja que tu balsa se desgaje, Wilkilén. Elige el fondo del mar, que será mejor de lo que aquí te aguarda…
Equivocado Tres Rostros en el bosque. Equivocada Wilkilén en el mar. Equivocada la balsa que intentaba resistir para ayudarla, porque Wilkilén no debía llegar porque no era Welenkín el que la esperaba.
Equivocados Tres Rostros, Wilkilén y la balsa.
Los sideresios que custodiaban la orilla vieron que alguien se acercaba.
Temerosos, sin saber si se trataba de uno de aquellos Brujos de los que habían oído enormidades, se aprontaron para un ataque. Algunos pocos, por orden de sus jefes, abordaron dos botes que cautelosamente avanzaron hacia la balsa casi deshecha.
Wilkilén vio unos botes por el mar, y eso bastó para alegrarla: no estaba sola en aquel lugar del Lalafke. Alguien más estaba allí. Quizás los lulus habían regresado; quizás Welenkín navegaba en alguno de ellos. Wilkilén agitó los brazos a manera de saludo. Era fácil comprender que los botes la habían visto y venían en su ayuda.
Cuando los sideresios vieron que la balsa traía a una joven mujer que los saludaba, comenzaron a reír. Al principio mordieron la risa, todavía temían una trampa. Pero siguieron acercándose. Parecía seguro: nadie más que una joven mujer que los saludaba. Los sideresios rieron más fuerte. Ningún Brujo en la balsa, ni hechicerías; solamente una mujer agitando los brazos.
Cuando la inocente los oyó, supo que se había equivocado. Lo que oía no era la risa de Welenkín, ni de los lulus que nada reían, ni era risa de botes navegando. La inocente recordó la guerra, las incansables advertencias de Kuy-Kuyén y comprendió lo que sucedía.
Metido aún en el bosque de Los Confines, Tres Rostros encontró inesperadamente a uno de sus hermanos:
—Tanto me asombra como me alegra hallarte aquí, Welenkín.
—Estoy de regreso de la isla de los lulus donde fui, como lo acordamos, a rescatar la Piedra Alba. Muy poco después de mi partida deben haber llegado las naves —Welenkín detuvo sus ojos dorados en la mueca triste de Tres Rostros—. ¿Y tú? Creí que estarías caminando hacia las Maduinas…
La cara del Brujo acentuó su pena.
—Busco a la hermana más pequeña de Kuy-Kuyén.
Tres Rostros dijo eso, y vio cómo se crispaba el cuerpo de su hermano.
—¿Por qué la buscas? También ella debe estar caminando hacia las Maduinas.
—Así debería ser. Pero Wilkilén tomó otro camino. Las mujeres la buscaron en vano. Y en vano he revuelto yo el bosque…
Tres Rostros contaba los sucesos y, al mismo tiempo, trataba de entender la expresión de Welenkín; mucho más que intranquila, mucho más que turbada.
«¿Qué separa tanto el dolor de Welenkín de mi propio dolor…?», pensó Tres Rostros. «¿Wilkilén es la misma para ambos?»
—¡La isla! —dijo de pronto Welenkín, interrumpiendo las dudas de su hermano—. Wilkilén fue a la isla.
—¿Por qué a la isla?
Welenkín comenzó a hablar de prisa:
—Ven conmigo, Tres Rostros. Sólo tú, que eres parte del agua, puedes remontar mi balsa hasta la isla. ¡Llévame pronto, hermano!
Sin más explicaciones Welenkín comenzó a correr hacia el lugar de la playa donde ocultaba su bote. Tres Rostros se esforzaba por seguirle el paso. Welenkín, el que tenía la belleza como primera virtud, se movía veloz entre la vegetación tupida. Su hermano trotaba detrás, y se rasguñaba con la maleza.
Por fin alcanzaron la orilla del mar. Welenkín arrastró su bote, mientras Tres Rostros se sumergía y cambiaba de consistencia. Montado sobre el lomo de su hermano, como un animal marítimo que avanzara contra el oleaje, Welenkín se dirigió a Lewán.
Allá, cerca de la isla de los lulus, los botes de los sideresios se colocaron a cada lado de la balsa de la inocente. Wilkilén ya no tenía tiempo, ni modo de regresar.
Los sideresios eran un largo trabajo de Misáianes. Alimentados con víctimas eran incapaces de clemencia, porque la clemencia los hubiera matado.
Quizás por eso se detenían en la humillación de las criaturas, como queriendo regresar a la leche atroz que los había crecido.
La muerte de un hombre era seca y breve. Un ademán, un estampido y todo terminaba. La humillación, en cambio, era un lugar donde el dolor perdía su altivez y su decencia. Un largo juego que saciaba a los sideresios; lo mismo que si estuviesen repletos de alimentos y se volcaran a dormir sobre los desperdicios.
A Wilkilén le aguardaba el tiempo demorado de la humillación.
Disputándola para ver quién la cargaba hacia la orilla, los sideresios de uno de los botes la tomaron de un brazo. Los otros, del largo cabello destrenzado.
Desde su sitio, la isla de los lulus vio una débil figura tironeada y sacudida con violencia hacia uno y otro lado:
—Quiébrate, pequeña. Deja que tu cuerpo se abra en dos —musitó la isla—. Será mejor que lo que te aguarda.
Pero Wilkilén ya estaba en un bote, bajo las manos turbias de los sideresios.
La inocente no gritaba. Rogaba en voz baja, con los ojos muy abiertos. Wilkilén llamaba a Kupuka. En él pensaba, en el anciano padre de Los Confines, para que le quitara aquel dolor como un día le había quitado la comezón de las hormigas.
Cuando llegaron a la orilla y descendieron de los botes Wilkilén tenía sangre entre los dientes. Sus brazos tiesos se movían hacia adelante y hacia atrás, como si su cuerpo se empeñara en seguir jugando.
Los sideresios rodearon a Wilkilén pidiendo su parte. Aquéllos que la habían traído actuaban como dueños, guardándose el derecho de establecer las condiciones del juego y las apuestas.
Las isla de Lewán había sido testigo de grandes dolores. Acompañó el duelo incurable de los lulus luego de la matanza; los vio consumirse en el rencor y, más tarde, internarse en el mar para morir intactos.
Sin embargo nada se parecía a la mirada de Wilkilén suplicando piedad a la impiedad. Ni a su delgado cuerpo que se ponía rígido para inutilizarse.
Tres Rostros, transformado en mar, avanzaba tan rápido como le era posible. A veces aparecía una parte de su cabeza que, inmediatamente sumergida, volvía a confundirse con el agua.
Welenkín iba de pie en su bote, con los ojos puestos en la isla que se acercaba. Su desesperación iba adelante.
El atardecer sería la luz del tormento.
La túnica de la inocente fue arrancada a tajos de cuchillo. Cuando la niña gritó, un puño se metió en su boca para callarla.
Y le abrió las comisuras de los labios.
Wilkilén cayó de rodillas sobre la arena blanca de los lulus.
—¡Ven conmigo! —la llamó el mar—. Wilkilén, ven a mi casa.
La inocente debió escuchar claramente ese llamado porque alzó la cabeza. Con un movimiento inesperado se arrancó de las manos de los sideresios y corrió hacia el mar. Pero la playa era demasiado ancha. No había duda de que sus perseguidores la alcanzarían antes de que el Lalafke le abriera la puerta.
Los sideresios no querían matarla todavía. Uno de ellos apuntó a sus piernas.
Welenkín, a distancia todavía, vio a Wilkilén corriendo hacia el mar. Enseguida la vio caer.
La niña manoteó el agua sin conseguir levantarse. La sangre que fluía de su pierna herida se mezclaba con la espuma del mar.
Welenkín ya no podía hablar, ni Tres Rostros necesitaba que lo hiciera.
Los sideresios que perseguían a Wilkilén llegaron a su lado. Las botas negras rompieron el agua ensangrentada. Uno de ellos hizo girar el cuerpo de la inocente, que continuaba llamando a Kupuka.
Los sideresios debían castigar la pureza. Para aplacar la furia golpearon las piernas con las que Wilkilén había recorrido el bosque, trenzada y destrenzada. Castigaron la boca del Dañino Mosquito, las manos de aplaudir con agua. El cuerpo con el que Wilkilén había iluminado el mundo.
La isla le habló al Brujo de los ojos dorados:
—Welenkín, tú debes ayudarla y quitarle de encima el suplicio sin nombre que le aguarda. Welenkín, comprende que la inocente ya está hecha pedazos.
El Brujo sabía que así era. Tomó su arco y preparó una flecha delgada y certera.
La isla de los lulus le habló a Wilkilén:
—Pequeña, toma tu última fuerza. ¡Arráncate de ellos y corre hacia Welenkín!
El nombre que la isla había pronunciado le otorgó una fuerza ajena a sí misma. Una vez más, se libró de los brazos que la arrastraban. Y corrió en dirección a la balsa.
Los sideresios apuntaron sobre ella. Pero la flecha que Welenkín había preparado, tan implacable como el amor, encontró a tiempo el pecho de Wilkilén.
Y así ocurrió. Wilkilén, murió con los ojos puestos en el cielo rojizo.
—Gracias, Welenkín —dijo la isla.
Semejante a su padre, la inocente cayó muerta donde el mar se arrepiente de su espacio y retrocede.
Dulkancellin había recibido el disparo altanero de un enemigo. Para su hija, en cambio, hubo un disparo de salvación.
—¡Continúa…! ¡Sigue hacia la isla! —gritó Welenkín cuando comprendió que Tres Rostros giraba para regresar— ¡No hagas eso! Llévame donde están… ¡Llévame allí, Tres Rostros!
—Nada podrás hacer tú solo —respondió el Brujo del agua—. Mucho más podrás hacer junto a nosotros.
Welenkín golpeó el mar con su remo, con sus puños:
—Regresa, Tres Rostros, o te maldeciré para siempre.
—Maldíceme, si quieres —y Tres Rostros continuó su camino.
Welenkín, entonces, abandonó el bote. Procuraría llegar a nado hasta la isla. Pero no pudo lograrlo porque las olas le obedecían a Tres Rostros.
Welenkín luchó furiosamente contra la fuerza que lo encerraba y lo arrastraba lejos de la isla. Peleó en vano… El mar es más fuerte que un puma.
Al fin las olas lo arrojaron en la orilla. Welenkín se quedó muy quieto, con la boca contra la arena.
Tres Rostros llegó tras él y lo miró en silencio.
—El mar traerá su cuerpo —murmuró—. ¡Espérala! Sepulta a la que solamente tú conociste. Por mi parte, iré a decírselo a Kuy-Kuyén. Será como mirar el cielo y ver que le arrancaron un pedazo.
Un río por el mar condujo a Wilkilén. Un camino entre las olas que la dejó cerca de Welenkín, lavada por dentro y por fuera, sin ninguna sangre, enarenada y fría.
El Brujo miró en dirección a la isla. Sus ojos vieron lo mismo que un puma hubiese visto.
Welenkín alzó la cáscara quebradiza donde antes Wilkilén había vivido.
—Te llevaré con Vieja Kush.
Con la inocente recostada en su pecho, Welenkín se dirigió al Valle de los Antepasados.
Un insecto de alas translúcidas voló a su alrededor sin que el Brujo lo notara. Las flores de los cardos estaban abiertas, pero Welenkín no se apropió de su hermosura.
La inocencia del mundo estaba muerta. Y él iba a sepultarla.