Los ojos de la guerra
Un hombre abandonaba Umag del Gran Manantial con dirección al este. Su torso desnudo volcado hacia adelante, pegado al cuero húmedo y caliente del animal que montaba. Llevaba los ojos entrecerrados para transformar el mundo en una línea, y de ese modo llegar más rápido. El destino de su viaje eran los parajes donde el valle se encajonaba contra unos riscos; las primeras elevaciones que, hacia el norte, se transformaban en los montes Dientes de Jaguar. En ese encajonamiento había una zona de cuevas bien disimuladas y muy difíciles de hallar para quien no conociera el territorio.
Pocos soles atrás, una guarnición de avanzada que vigilaba la orilla oeste del río Uno Amarillo interceptó a un grupo de zitzahay que había abandonado la selva.
—Eso queríamos —dijeron—. Encontrarlos a ustedes.
Y agregaron que traían graves noticias que sólo le comunicarían al jefe husihuilke. Apenas lo supo, Thungür dio orden de llevar a los zitzahay hasta las cuevas del valle. Él apuraría el encuentro galopando hasta allí.
El husihuilke conocía sobradamente el asunto enorme que había sacado al pueblo zitzahay de sus aldeas silenciosas. El cautiverio de Bor y de sus hermanos era, sin duda, la causa que debió decidirlos a salir de la selva para pedir ayuda.
Durante su permanencia en el desierto, el cuerpo de Thungür se había apretado más aún a sus músculos.
«Muy pronto, Thungür merecerá ser nombrado como su padre, diez veces guerrero», hubiesen dicho los ancianos del consejo husihuilke.
«Él no es tan bello como lo era Kume. Y sin embargo conmueve como un gran árbol contra el viento», hubiese dicho Vieja Kush.
Thungür se apeó de Hunde-la-Tarde palmeándole el cuello fuerte y dándole las gracias igual que lo hacía siempre al final de un camino. Enseguida los zitzahay lo rodearon. El guerrero caminó con ellos hasta el interior húmedo de una cueva.
—Un soldado del País del Sol fue quien nos contó lo ocurrido en el interior de la selva —dijo. Y agregó—. Ahora quiero que ustedes mismos me digan qué sucedió.
—Fui yo mismo —la respuesta salió lenta de la boca del zitzahay—. Caminé repitiendo el mensaje de Molitzmós.
El zitzahay continuó tras el hilo de su desconsuelo.
—Una ardilla me escuchó y corrió con el mensaje entre las matas de hierba. Pienso que, quizás, encontró a otro hombre. Y este hombre, a una semilla voladora.
Thungür comprendió que sería inútil apurar el relato. El hombre que tenía frente a sí masticaba su arrepentimiento.
—Nuestra aldea celebraba la noche cuando llovió dorado sobre nosotros. Lágrimas de la luna que nos advertía…
De a poco, Thungür supo lo que los soldados del Sol no pudieron contarle.
—Sabemos que Bor llegó en soledad hasta la Casa de las Estrellas, donde está prisionero. Y que nuestra aldea muere en los corrales —el zitzahay hizo silencio.
El jefe husihuilke explicó todo cuanto era posible en aquel momento.
—Vuelvan a la selva —dijo Thungür—. Recorran las aldeas ocultas avisando a todos que se preparen. Y aguarden, que ya está en camino un hombre capaz de llevar adelante una guerra de ojos entrecerrados. Zitzahay como ustedes. Músico y guerrero.
El husihuilke regresó a su campamento pensando en Cucub. «Hermano, viaja tan rápido como el viento y no cargues contigo nada que pueda demorarte.»