Una sí y otra no
La temporada de lluvias había acabado. Unos pasos se escuchaban, pisando la hojarasca, cerca de la Puerta de la Lechuza.
Escasos visitantes llegaban hasta el nido del Brujo Halcón. Algunas veces Tres Rostros; y en muy pocas ocasiones, los ancianos del consejo husihuilke. Pero estos pasos eran diferentes.
—No puedo saber quién se está acercando —dijo el Brujo, que veía los techos de palma de una aldea lejana—. Ve tú, Nanahuatli, y mira.
La princesa se apresuró a cumplir con aquel pedido. Pero no tuvo que alejarse demasiado ni aguardar mucho para ver a Wilkilén que ascendía por el camino con un morral y un cántaro.
El corazón de Nanahuatli no supo qué hacer.
—Es Wilkilén —anunció.
—No puede ser… —murmuró el Brujo—. No es posible.
—¡Claro que es posible! La conozco muy bien —respondió Nanahuatli—. Viene cargando un cántaro donde, seguramente, nos trae leche fresca.
El Brujo Halcón aleteó procurando levantarse de prisa:
—¡Ayúdame! —pidió—. Wilkilén se asustará si ve este rostro y este cuerpo…
Nanahuatli torció la boca en una mueca desdeñosa, pero nada dijo y ayudó al Brujo a ponerse de pie. La voz de la inocente sonó muy cerca:
—Soy Wilkilén. Vengo con pan y con leche…
—¡Quédate allí! —le gritó el Brujo—. No avances todavía.
Wilkilén se detuvo de inmediato. Piukemán era así: siempre estaba enojado y gritando. «Detente, Wilkilén», «De nuevo tú, Wilkilén», «Siempre lo arruinas todo, Wilkilén». Pero después le tendía la mano para ayudarla a cruzar el arroyo.
—Ya puedes venir —anunció Nanahuatli—, el Brujo se ha ido.
Wilkilén dejó el cántaro en el suelo y corrió a abrazar a la princesa.
—Pero también quiero abrazar a mi hermano Piukemán.
—¿A Piukemán? —Nanahuatli habló con ironía—. ¿No sabes lo que ha pasado a tu alrededor, inocente? Si acaso lo llamaras Piukemán, él te saltaría con las garras sobre el rostro y te lastimaría los ojos.
Al principio, Wilkilén se puso seria. Un instante solamente, y soltó su risa.
—Sabes mentir tan bien como Cucub —dijo—. Casi tan bien…
—¿Qué te hace pensar que estoy mintiendo? —respondió la princesa.
Y Wilkilén rió más fuerte porque ésa, exactamente, hubiese sido la respuesta de Cucub.
—Ya sé que Piukemán tiene nombre de Brujo. Pero los Brujos aman a la gente.
—¿Y tú…? —sonrió Nanahuatli—. ¿Amas a los Brujos?
—Sí, los amo.
—¿Y a cuál de ellos más?
La respuesta de Wilkilén fue diáfana y cierta como su vida entera.
—Amo más a Kupuka.
—Ahora eres tú la que miente.
Como solía hacerlo siempre que se confundía, Wilkilén repasó todo con los dedos:
—Te dije que traía pan y leche y eso es cierto. Te dije que deseaba abrazar a Piukemán y es cierto también. Te dije que…
—¡No quiero verte contar las cosas con los dedos…!
La princesa tomó las dos trenzas oscuras y brillantes de Wilkilén y las enroscó alrededor de sus manos:
—Yo me corté una trenza para enviársela a Thungür —dijo con voz mordida—. ¡Y entonces tuviste que hacer algo tú también!
Wilkilén no comprendía la furia de Nanahuatli, porque entonces era una niña que llevaba sus manos a la cabeza procurando aliviar el dolor. Pero la princesa continuaba tironeando con fuerza:
—¿Quieres que te nombren más que a mí?
—No, Nanahuatli.
—¿Quieres que te amen más que a mí…?
—No, Nanahuatli —dijo Wilkilén. Y su pecho se agitó con el llanto convulso de los niños.
Las trenzas de Wilkilén estaban enredadas en los muchos anillos que la princesa fabricaba con piedras y resinas del bosque. Nanahuatli las desprendió con brusquedad, y luego empujó a la inocente.
—Vete de nuestro nido —dijo—. El Brujo Halcón querrá regresar y no podrá hacerlo mientras tú estés aquí.
—Si es por tus trenzas… —comenzó a decir Wilkilén.
Nanahuatli se cubrió los oídos y cantó una canción de su país lejano. Sin embargo, Wilkilén continuó:
—Todos en Los Confines dicen que tus trenzas, una sí y otra no, son un don del amor. Y esperan que la historia de tu largo viaje se quede para siempre en los baúles del recuerdo. Y también dice Kuy-Kuyén que te alimentes bien y que, cuanto antes, vuelvas a la casa de madera.
Nanahuatli giraba como si estuviera muy lejos de allí y hacía tintinear sus brazaletes. Wilkilén se marchó sin recibir respuesta.