Capítulo 26

Parece mentira. Ya hace más de cinco años que volví de Malaui. Cinco largos años que han pasado como en un suspiro.

El día que Eva y Manuel regresaron a España, comenzó una nueva etapa para mí. Dejé la casa que había sido mi nido en Chipatala y me trasladé con Haxi al poblado situado al otro lado de la carretera. A veces, algo tan simple como una carretera puede delimitar dos mundos. A un lado, Chipatala, un hospital africano sufragado por occidentales; muy precario, sí; abierto, sí, pero protegido y lleno de comodidades: luz eléctrica, agua corriente, cuartos de baño, camas con mosquitera en las habitaciones, mesas, sillas, neveras, ordenadores y televisores. Al otro, el poblado formado por casitas hacinadas en las que la mayoría de las familias comparte la cocina, vive sin luz eléctrica y hace sus necesidades en rudimentarias letrinas. Allí se alojaban muchos de los trabajadores no sanitarios o con escasa cualificación profesional del hospital y allí vivimos Haxi y yo durante casi nueve meses. Eran dos mundos permeables, en constante interacción, pero ¡tan diferentes!

La casa que había ocupado Haxi solo contaba con un dormitorio, así que tuvimos que buscar otra un poco más grande en la que cupiéramos los cuatro. Chilaya y Joel, por fin, vivían con nosotros. Éramos la familia que yo había deseado tener. Gasté parte de mis ahorros en acondicionar aquella casa. Casi todas las mejoras las hicimos nosotros mismos. Pintamos, pusimos luz y construimos un anexo para instalar un cuarto de baño. Y luego compramos los muebles imprescindibles. Quedó muy bien.

Manteníamos un contacto muy estrecho con nuestros vecinos. Compartíamos con ellos las penas y las alegrías de la vida cotidiana. Las mujeres cuidaban de Joel mientras Haxi y yo trabajábamos en el programa y Chilaya acudía a la escuela y, aunque nunca quisieron cobrarme por hacerlo, aceptaban con una gran sonrisa los pequeños regalos que yo les ofrecía. Eran encantadoras, trataban a Joel como si fuera uno de sus hijos y parecían felices a pesar de la precariedad de su existencia.

Las relaciones con el padre Héctor no habían mejorado, ni siquiera después de la conversación que Haxi y él habían mantenido. Simplemente el padre se limitó a tratarnos con frialdad y a ignorarnos, y se desinteresó por completo del programa de malnutrición infantil para gran decepción de Yankho, que había hecho muchos planes contando con su colaboración.

Fueron nueve meses de vida intensamente malauí. Nueve meses en los que me sentí acogida e integrada en una comunidad de gentes sencillas. Hasta que Joel volvió a ponerse malito.

El problema de corazón de Joel podía haberse resuelto de forma espontánea, pero no fue así. Básicamente lo que le ocurría era que poseía un defecto congénito en el tabique que separa ambos ventrículos, una abertura que, aunque pequeña, obligaba al lado derecho de su corazón a trabajar con un volumen de sangre mayor que el normal y a ejercer una presión más alta en los vasos sanguíneos pulmonares. Por eso se fatigaba tanto y crecía poco. Yankho, que era su médico, aconsejaba operarle. Imposible en Malaui. Complicado en Sudáfrica. Pero Yankho insistía en que la operación era necesaria... Quizá no urgente puesto que su vida, de momento, no corría peligro, aunque sí podría llegar a hacerlo a medio o a largo plazo. Él mismo me planteó la posibilidad de llevarme al niño a España. Los trámites de adopción ya estaban resueltos por entonces. Joel era, legalmente, mi hijo.

Aquellos momentos fueron terribles para mí y también para Haxi. Lo peor de todo era que yo no me sentía capaz de reaccionar, de tomar una decisión. No quería irme de Malaui, me aterraba dejar a Haxi y volver a España. España ya no era mi sitio. Pero tenía que salvar a Joel y ofrecerle la mejor forma de vida posible en términos reales de salud y bienestar. Ya era su madre. Ya no se trataba de preferencias ni de ideales, de sueños románticos ni de búsquedas personales. Era la vida de mi hijo la que estaba en juego.

Decidí. No había otro camino posible. Y Haxi, generosamente, me ayudó. El niño era lo primero, me dijo. Había que viajar a España. Esa era la elección correcta.

Recuerdo el viaje como en una bruma. La despedida en Kamuzu, las lágrimas, el dolor casi físico de la separación, la preocupación por Joel entre avión y avión, los aeropuertos, las esperas, la sensación de que mi vida se había desgarrado y flotaba, hecha jirones, en las aguas del lago de un pequeño país africano.

Manuel nos esperaba en Barajas a Joel y a mí. Durante aquellos primeros meses, los meses de la operación y la convalecencia de Joel, Eva y él nos acogieron en su casa. Nunca podré olvidar su hospitalidad, su apoyo, su cariño y su comprensión.

Todo salió bien, muy bien. Pero la recuperación era lenta.

En aquel tiempo yo pensaba en Haxi cada día. Aún podía sentir el tacto de sus manos prendido en mi piel. Su recuerdo y la presencia de Joel eran los únicos estímulos que poseía para seguir adelante. Había vuelto a España a mi pesar, pensando exclusivamente en el bien del niño, y la vida en mi país de origen se me antojaba mucho más salvaje e incivilizada que la vivida en Malaui.

Al principio fue bonito reencontrarme con los míos, darme cuenta de que seguía contando con el cariño de mi familia y de mis amigos. A todos les interesaba mucho lo que yo les contaba de Malaui y hubo una especie de bum de concienciación general: deseos de apadrinar a algún niño o a alguna familia malauí, de acudir allá de voluntariado, de financiar proyectos concretos de mejora en alguna aldea, de montar algún taller de aprendizaje para mujeres, guarderías para los críos... Cosas así. Muchos de estos proyectos llegaron a materializarse, pero otros, con el tiempo, fueron cayendo en el olvido.

Manteníamos un contacto intermitente con Malaui. Llamadas de teléfono, correos electrónicos, envíos de mensajes y dinero para todos aprovechando las idas y venidas de algún misionero o de alguien conocido. Un contacto precario, difícil. La línea se interrumpía a menudo durante la estación de las lluvias a causa de las tormentas, o por fallos de cualquier tipo durante la estación seca. Tampoco era muy común encontrar a gente que viajase hacia allá... Marisa, la empleada de banca prejubilada; Chus, que coordinaba por aquel entonces el proyecto de creación de una cooperativa en varias aldeas malauíes a través de una organización puesta en marcha por ella misma.

Joel me necesitaba. Yo lo necesitaba a él. A pesar de la nostalgia nos teníamos el uno al otro y éramos felices. El tiempo pasaba, lento y rápido a la vez, y ambos nos acomodábamos a nuestra nueva forma de vida. Afortunadamente. Lamentablemente. Una noche, después de acostar a Joel (debió de ser a los diez meses del regreso), descubrí que no me había acordado de Haxi y de Malaui en todo el día. Recuerdo que esa noche lloré hasta agotarme y que me sentí culpable. A la mañana siguiente intenté llamarlo por teléfono pero no hubo manera. Y aquello comenzó a ocurrir cada vez más a menudo. A veces pasaban días y semanas: el recuerdo de Haxi estaba como dormido. Llegué a pensar que los dos años vividos en Malaui habían sido una especie de quimera, que nunca había dejado de ser una extranjera, que no había llegado a entender nada del país y de sus gentes, ni siquiera de Haxi. Me costaba esfuerzo recordar sus rasgos... Miraba sus fotos, pero los ojos curiosos, la nariz ancha y aplastada, la boca carnosa, el lunar de su ceja, no eran ya sino trazos sin sentido impresos en un papel de colores brillantes. El olvido es una herida que la realidad, implacable, cauteriza lentamente. Me sentía culpable. Vivía solo para Joel.

Mis ahorros se acabaron y acepté un empleo en un Centro de Salud situado en una pequeña localidad próxima a la ciudad. Eva se quedó embarazada y tuvo un niño precioso. Aprovechando aquella circunstancia, me pareció oportuno buscar un piso para Joel y para mí en el pueblo donde yo trabajaba. Conseguimos una casita con jardín en una urbanización cercana al Centro de Salud y Joel, muy recuperado, empezó a ir al colegio. Y así fueron pasando los días, las semanas, los meses, los años... casi sin darnos cuenta. Los dos cada vez más adaptados a la vida en España.

Luego hubo otros cuerpos junto al mío, enredados entre las sábanas en noches que ya no eran tropicales, bajo lunas que mentían y decían crecer cuando menguaban. La vida siguió adelante... La vida, mansa y cruel. Malaui estaba cada vez más lejos...

Joel es feliz aquí y yo lo soy viéndolo crecer. Lo soy gracias a él. Ahora ya tiene ocho años y habla, lee y escribe perfectamente en castellano. Es un niño muy listo y muy aplicado, que también juega y corre como los demás críos de su edad. Su corazón está curado. En su cole hay otros niños negritos como él, hijos de inmigrantes con los cuales mantenemos relación. Suelen ser de Guinea, de Ghana, de Gambia, de Nigeria... Y de Marruecos, Colombia, Ecuador, Perú, Ucrania o Rumanía... Gracias a ellos hemos aprendido que no hace falta viajar al sur para toparnos de bruces con el Tercer Mundo, con el hambre, con la miseria, con el fantasma de la desigualdad. No, el Tercer Mundo está aquí, a nuestro alcance, en los intersticios de cualquier gran ciudad, de una barriada marginal, de cualquier remoto pueblo de este país de Europa meridional. España. No hablamos solo de inmigración subsahariana. Hablamos de miseria, de pobreza, de desigualdad. Hablamos de cualquier fenómeno lateral, contiguo y fronterizo. Y de otras culturas, de otras formas de sistematizar un concepto único y múltiple a la vez, incapaz de ajustarse a una única definición. Vida. Se llama vida. ¡Hay tanto, tanto por lo que luchar! El verdadero reto es individual y colectivo también. Con Joel visitamos muy a menudo chabolas de gitanos, de emigrantes, residencias para ancianos, vagabundos, mujeres maltratadas o enfermos terminales de sida, «bidón-villas» que surgen hoy como las flores de un prado al amparo de un extremo, de un suburbio, de una promesa de futuro bienestar.

Y no, de momento en su cole no hay ningún niño de Malaui. El único niño malauí es él.

Algunos días me acuerdo de David Banda, aquel pequeño que adoptó Madonna, y me pregunto qué habrá sido de él. ¿Será tan feliz como mi Joel? Y por las noches, cuando Joel se queda dormido después de que le haya contado un cuento, lo miro y me digo que hice la elección adecuada, que no debo sentirme desertora, porque en Malaui la vida también continuó su ritmo:

Sé que Yankho, al fin, consiguió su ansiada beca gracias al médico de ese hospital español. Ahora ya es pediatra.

Que Kiss se hizo enfermera, que se casó con un joven diplomado en Medicina y que ahora trabajan ambos en una misión próxima a Mozambique, donde viven con Lili y con los dos hijos que han tenido.

Que el padre Héctor, después de dos años como director en Chipatala, fue llamado a Roma, pero no como secretario del Padre Superior, sino como responsable de una oscura biblioteca de la Universidad Gregoriana, donde supongo que recuerda todos los días el brillo de la luz malauí.

Que el padre James sigue allí, soltero, firme como mi gran baobab, añorando, como entonces, una compañía femenina. Gracias a su mediación yo pude seguir enviando dinero a Haxi y a Chilaya; ella terminó sus estudios de secundaria y ahora se prepara para ser medical assistant, algo maravilloso y muy, muy importante.

Haxi... Haxi se casó hará unos tres años con una joven empleada del hospital y ahora tiene una niña a la que ha llamado Ada. Todavía, de tiempo en tiempo, me hace llegar mensajes diciéndome que no me olvida.

En cuanto a Celsa, mi querida hermana Celsa, su historia fue la más triste. Su madre murió a poco de llegar ella a Tenerife. Y aquella niña pirata, en un acto de rebeldía, colgó sus hábitos de monja pero solo para que un cáncer de páncreas se la llevara por delante en apenas unos meses. Aún pude reunirme con ella un par de veces antes de que falleciera, para vaciar sobre su hombro todas las lágrimas que no había podido derramar.

Pero sí, mi elección fue la correcta. No me cabe ninguna duda.

Cuando miro a Joel dormido pienso que, de todos modos, conseguí el milagro de capturar un trocito de África y reservarlo para mí. Y que algún día, no muy lejano, regresaremos los dos juntos a Malaui, al sur del sur, para que él conozca sus orígenes y yo pueda recuperar esa parte de mi alma que aún anida entre las ramas del viejo árbol bobo que crece al revés.

This file was created
with BookDesigner program
bookdesigner@the-ebook.org
08/09/2014