Capítulo 25
Todo se acaba. Solo quedaban dos días para que Eva y Manuel regresasen a España. Dedicaron un día a hacer compras en Lilongüe: telas, discos de música africana, collares y pendientes para regalar, café... Devolvieron el coche de alquiler y regresaron a Chipatala, muy cargados, en transporte local.
—Hubiera sido una pena que os perdieseis la experiencia de viajar en pick-up —les había dicho Ada.
Pero al final no pudieron encontrar pick-up y tuvieron que conformarse con un trayecto en mini-van. Se montaron por lo menos veinte personas en un espacio donde en España no lo hubieran hecho más de doce. Por supuesto que a Eva, siempre receptiva a cualquier novedad, le encantó viajar en la destartalada furgoneta, codo con codo, bien apretada entre dos malauíes. Manuel, en cambio, intentaba disimular su desagrado. Le molestaba el estrecho contacto que se veía obligado a mantener con sus compañeros de asiento y el olor acre que exhalaban sus cuerpos.
—Pues a mí es un olor que me encanta —afirmaba ella—. Una vez que te acostumbras, resulta de lo más sensual.
Manuel no contestaba e intentaba abrir del todo la ventanilla. Y se decía a sí mismo, entre tanto, que Eva exageraba bastante en su afán por disfrutar de cualquier situación. «Tienes un espíritu muy negativo, Manuel». A él, desde luego, no le parecía maravilloso viajar hacinado en una furgoneta cerrada y cargada hasta los topes...
En una de las paradas bajó gente y subió un señor con dos niños. Como no cabían los tres, el cobrador indicó al señor que cogiera al niño en brazos y sentó a la niña encima de Eva. Manuel disfrutó de veras viendo la cara de asombro que ponía Eva cuando colocaron a la nena en su regazo. Les hizo una foto. El papá parecía muy complacido. Y por supuesto, a Eva le pareció fantástico. Bueno, Manuel al menos admitió que había sido una experiencia diferente.
Ada y Eva habían pensado preparar una cena de despedida. Los invitados serían los miembros del equipo de mal nutridos y el padre Héctor, por aquello de tener una deferencia con el director del hospital. Ya habían decidido el menú: una buena ensalada de tomate y aguacates, un guiso del pescado comprado en el lago y una gran tortilla de patata. Eva se había empeñado en preparar personalmente la tortilla de patata.
—No sé si les gustará la tortilla de patata —le dijo Ada—. Yo hice algunos intentos con macarrones y garbanzos y no tuvieron ningún éxito. Los malauíes son muy raritos con la comida. Si les sacas de su nsima ya no quieren probar nada. Celsa, que es canaria, decía siempre que a sus paisanos les ocurre lo mismo con el gofio.
—Bueno, pues que hagan un esfuerzo. Por lo menos que conozcan algo típico de España.
Las dos hermanas se afanaban pelando aguacates y patatas en la cocina de la casa de Ada. Metieron en la nevera un par de botellas de vino sudafricano que Eva había comprado en Lilongüe.
—Aquí hace demasiado calor para beber el vino del tiempo —comentó Eva—. Por cierto, que me ha costado carísimo. En Malaui ya se ve que beber vino es un lujazo, pero chica, estaba harta de tanta cerveza... Parece que para una cena pega más el vino. En fin, Ada, que esto se acaba. Me da mucha pena irme, no creas. Pero me voy contenta. Lo he pasado fenomenal todos estos días. Te seré sincera: creo que este viaje ha sido una experiencia única. En cierto sentido me das mucha envidia. No sé, en este país hay algo muy especial. Quizá sea una sensación común a todos los países de África, pero aquí se respira una libertad... una felicidad. Algo indefinible. Quiero que sepas que te entiendo y que te apoyo, Ada, a pesar de todo lo que te haya dicho Manuel.
—Ya lo sé, ya lo sé —Ada la abrazó y la besó con cariño—. Para mí es muy importante tenerte de mi parte. ¡Cuento con tan pocos apoyos!
—¡Pobrecita mía! —exclamó Eva—. Oye, y a mí Haxi me ha parecido fenomenal. Simpático, tierno, sensible, espabilado... y con un cuerpazo...
—¡Para el carro!
—De verdad que sí. Y creo que él te quiere mucho. Te mira siempre con cara de embobado. Por cierto, ¿no has pensado en llevártelo a España, en iros a vivir los dos allí? Con Joel también, claro.
—Pues sí que me lo he planteado, por supuesto que sí, sobre todo al principio. Pero no. Ahora sé que eso es imposible. Y además, no es lo que yo quiero. Yo quiero vivir aquí, no en España. Y Haxi pertenece a Malaui, este es su contexto. ¿Qué pintaría él en España? Nada. Sería un error. No me lo puedo ni imaginar. Haxi en una ciudad. No me encaja. Supongo que con el tiempo se adaptaría, porque es listo, pero a costa de convertirse en un ser desarraigado. La diferencia cultural es demasiado grande. Allí sería un inmigrante, un subsahariano, lo último de lo último. Aquí, aunque sea pobre, puede conservar su dignidad.
Llamaron a la puerta. Ada salió a abrir, limpiándose con un trapo las manos pringadas de jugo de aguacate. Era Martino. Seguía siendo el chico de los recados, pero ahora del padre Héctor.
Martino jadeó como siempre.
—Que dice el padre Héctor que quiere hablar contigo.
—¿Ahora? ¿Es urgente? Estaba preparando la cena —preguntó Ada, sorprendida.
—A mí no me ha dicho si es urgente. A mí solo me ha dicho que viniera a buscarte —contestó Martino, poniéndose a la defensiva.
Ada pensó inmediatamente en Joel y se alarmó. Dejó el trapo sobre una silla y se dispuso a seguir a Martino.
—¡Eva! Me voy un momento con Martino. El padre Héctor ha mandado a buscarme. Volveré enseguida.
Ada siguió a Martino con el corazón en vilo. El chaval la condujo hasta la casita del padre Héctor.
—Me ha dicho el padre que lo esperes aquí, que ahora viene.
—Gracias, Martino.
Martino la dejó sola, junto a la puerta. Ada se retorcía el pelo, nerviosa, temiéndose lo peor. Por fin distinguió la figura del padre Héctor avanzando hacia ella. Su cara no presagiaba nada bueno. Ada corrió a su encuentro.
—¿Qué pasa? Estaba preparando la cena con Eva cuando ha venido Martino...
—Será mejor que entremos en casa, Ada. Lo que tengo que decirte es de carácter privado.
El padre Héctor abrió la puerta con su llave, encendió la luz de la entrada y cedió el paso a Ada.
—Siéntate, por favor —le indicó uno de los sillones que amueblaban el cuarto de estar; a ella le temblaron las piernas pero obedeció—. Bien. Iré directamente al grano, Ada. No me gusta perder el tiempo en circunloquios vanos. La cuestión es la siguiente: ¿Qué tipo de relación mantienes con ese joven, Haxi, tu compañero en el programa de mal nutridos?
Durante unos instantes, Ada no fue capaz de reaccionar. El estupor se pintó en su rostro. Pero luego comprendió. Sintió que la cólera la invadía.
—¿Me has mandado llamar a estas horas para hacerme esa pregunta? ¿Me has interrumpido, mientras preparaba la cena con mi hermana, para inmiscuirte en mi vida íntima? No me lo puedo creer. Esto es ridículo, estúpido y, desde luego, no te lo voy a consentir. Acabo de pasar un susto horroroso creyendo que se trataba de algo relacionado con Joel... No, no te lo voy a consentir por muy director que seas de este hospital.
—Escúchame, Ada. Es un tema mucho más grave de lo que tú supones. No solo soy el director del hospital Chipatala. Soy también el director espiritual de una comunidad católica. Estamos en una misión católica. Yo no puedo permitir que una enfermera blanca de este hospital viva amancebada, en pecado, con un joven nativo ¡en el mismísimo recinto de la misión! ¡En una casa cedida por la misión!
Ada se puso en pie, indignada.
—¡Ja! Esto es el colmo. Es inaudito. ¡Yo no trabajo para tu hospital! ¡Yo trabajo para el gobierno malauí! No tienes ningún derecho a decirme cómo, ni con quién, tengo que vivir.
—¡Claro que tengo derecho! —el padre se puso en pie, a su vez, y elevó el tono de la voz—. Tú vives aquí, en esta misión de la que yo soy responsable. Tengo todo el derecho del mundo a exigirte un comportamiento ejemplar. ¿Es que no lo comprendes? Precisamente tú, una mujer blanca, tienes el deber de dar un buen ejemplo a los nativos.
—¿Ejemplo de qué? —se encaró ella—. ¿De hipocresía? ¿Es esa la virtud que defiendes?
El padre Héctor intentó dominarse.
—Calmémonos, Ada. Calmémonos, por favor. Gritar no conduce a nada. No se trata de hipocresía, se trata de ser consecuente con los valores que represento, con el ideario cristiano de castidad y pureza. Tienes que prometerme que vas a interrumpir inmediatamente tus relaciones con ese joven.
Ada no le dejó terminar.
—¡No! ¿Me entiendes? ¡No! Y no sigas por ahí. Te lo repito: yo no trabajo para este hospital y no pasaré por tu aro.
El padre miró a Ada con expresión enigmática y se dispuso a jugar su última baza.
—Muy bien. Tú no trabajas para este hospital. Trabajas para el gobierno malauí. Entendido. Pero sucede que este hospital te proporciona, gratuitamente, la casa en la que vives y que yo, como director de este hospital, puedo retirarte ese privilegio. Quizá otras personas lo merezcan más que tú. ¿Me entiendes ahora tú a mí?
En aquel momento Ada se dio cuenta de que había sido derrotada. En su fuero interno reconoció que se había dejado arrastrar por la soberbia. De acuerdo, había perdido aquella batalla. El padre Héctor podía dejarla en la calle si quería. No podía quitarle el empleo pero podía quitarle la casa. Eso era lo que le había dicho. Bueno, pues no importaba. Estaba la casa de Haxi. Vivirían en ella, aunque con menos comodidades. No pasaba nada. Ya se apañarían. El padre Héctor podía desalojarla, pero no cambiaría un ápice sus convicciones. Se acercó a la puerta y se dirigió al padre, esbozando una sonrisa despectiva.
—Mis hermanos se marchan mañana. Ahora voy a seguir preparando la cena para su fiesta de despedida.
El padre la miró con expresión interrogante.
—¿Y bien? —preguntó.
—No acepto tus condiciones. Concédeme un par de días y tendrás libre la casa.
Cuando Ada volvió a entrar en la cocina de la que, muy pronto, iba a dejar de ser su casa, Eva terminaba de preparar la cena.
—¡Mira qué bonita me ha quedado la tortilla de patata, tan doradita! Tiene una pinta estupenda. Estoy segura de que les va a gustar... Pero, ¿qué te pasa, Ada?
—¡Ay, Eva! —suspiró Ada—. Las cosas se me complican. Era el padre Héctor. Me ha llamado a estas horas para pedirme explicaciones sobre mi relación con Haxi.
—¿Y qué le importa a ese cura tu relación con Haxi?
—Al parecer le importa mucho. Me ha dicho que este hospital pertenece a una misión católica y que los que vivimos en ella tenemos que dar ejemplo a los nativos de virtud, pureza y castidad. Y que si no interrumpo mi relación con Haxi me quitará la casa. Del trabajo no me puede echar porque yo tengo un contrato con el gobierno de Malaui, que si no...
Ada se apoyó en una esquina de la mesa, retorciéndose el pelo, nerviosa.
Eva miraba a su hermana atónita, sosteniendo en una mano la sartén y en la otra el plato que había utilizado para darle la vuelta a la tortilla. Dejó el plato y la sartén en la pila del fregadero, se acercó a ella y la abrazó, cariñosa.
—¿Y qué le has dicho tú?
—Que no acepto sus condiciones. Que me eche —se apartó un mechón de la frente, desafiante—. Me da igual, Eva. No pasa nada. Que me eche. Nos iremos a vivir a la casa de Haxi o buscaremos una casa más grande en el pueblo.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo Eva, indignada, secándose las manos en el delantal—. Que lo que pasa es que a ese cura le gustas. Te miraba con una expresión, no sé... sucia, libidinosa. Como no puede tenerte, intenta destruirte. Estas gentes de la Iglesia son todas unas reprimidas y para ellos el único pecado posible es el sexo. Son unos hipócritas.
—No, no creo que yo le guste. Pero es verdad que es un tipo fanático y reprimido. Un amargado. Ha sustituido el sexo por la ambición, una ambición desmedida. Quiere convertir Chipatala en una institución modelo para poder conseguir un ascenso en la jerarquía de su Orden. Celsa me explicó algo. El padre Héctor estuvo a punto de ser nombrado secretario, creo, y fue un asunto turbio relacionado con una chica lo que paralizó su nombramiento. Para él África es un castigo. En fin, Eva, que no pasa nada, de verdad... No te agobies por mí. Resistiré. Saldré adelante.
Las dos hermanas se volvieron a abrazar.
—Lo del padre Héctor me da igual —susurró Ada—. He pasado un susto horroroso cuando ha venido Martino. He pensado que venía a decirme que le había ocurrido algo a Joel... En realidad, Haxi y Joel son lo único que realmente me importa aquí.
—¡Qué complicado es todo! —exclamó Eva—. Mejor dicho, ¡cuánto nos complicamos la vida, inútilmente, los seres humanos!
Unos golpes en la puerta interrumpieron la escena de amor fraternal.
—Deben de ser los chicos —Ada abrió el cajón de los cubiertos, enjugando una lágrima furtiva—. Anda, Eva, ve tú a abrir la puerta. Yo iré poniendo la mesa.
Pero no eran los chicos. Era una sorpresa. El padre James. Estaba invitado a la cena pero había declinado la asistencia, más que nada por la dificultad que suponía la distancia que separaba Chipatala de la misión protestante, pero a última hora había decidido acudir para despedirse de Eva y de Manuel. Ada se sintió reconfortada al escuchar la voz alta y bien timbrada del padre irlandés.
—Quería despedirme de vosotros —le oyó explicar—. Y traigo una petaca llena del mejor whisky que he podido encontrar en Lilongüe.
Ada se asomó a la entrada y dirigió al padre James una sonrisa entre compungida y radiante.
—¡Padre James! —exclamó—. Ven aquí. Eres muy bienvenido. No sabes cuánto necesito tu presencia en este momento.
Entre las dos explicaron al padre lo sucedido aquella tarde. El padre James las escuchó con atención.
—No me sorprende nada de lo que me estáis contando. No conozco personalmente al padre Héctor, pero bueno, su argumentación es coherente, Ada, y no tiene nada de extraña... a no ser por el hecho de que en Malaui no funcionan las premisas rígidas. Un misionero tiene que tener, ante todo, el espíritu permeable. ¡Si lo sabré yo! Un misionero tiene que saber adaptarse al terreno que pisa. ¿Cuántas veces hemos hablado de eso, Ada, a propósito de las sisters del orfanato? Supongo que el padre Héctor, si es inteligente, se irá dando cuenta con el tiempo. Y tú no te aflijas. Sigues teniendo tu empleo. Todo esto no es más que un nuevo paso en el camino que has elegido. Quieres vivir en Malaui. Pues vive entonces como una auténtica malauí. Adelante, es otro reto. Y apoyos no te faltan. Desde luego, con el mío puedes contar siempre. Y tienes otros. Te vendrá bien salir del cobijo de una misión y ser tú misma.
Como casi siempre, las palabras del padre James apaciguaron a Ada. Ella le pidió noticias de Joel.
—Lo he visto unas cuantas veces durante estos días. Yo creo que está mejor y Crista opina lo mismo. Pero es un niño con una salud muy delicada, Ada, ya lo sabes. Quizá deberías traerle contigo, incluso antes de que estén arreglados los papeles. ¡Bueno! Veo que la cena ya está lista. ¿Qué es esto? ¿Una tortilla española? ¡Estupendo! ¿Y dónde están los demás invitados?
Manuel y Haxi estaban con Yankho en casa de este. Yankho tenía interés en hacer llegar su currículo, a través de Manuel, a un médico de aquel hospital español que colaboraba con Chipatala para intentar conseguir su ansiada beca y poder estudiar Pediatría. Estaban ultimando la redacción pero llegarían enseguida.
Apareció Phala, quien terminó de ayudarles a poner la mesa. Y Martino, llevando una nota en la que el padre Héctor se disculpaba por no poder asistir a la cena.
—Vaya detalle más absurdo —comentó Ada—. Yo, desde luego, ya no lo esperaba para cenar.
Ya estaban todos. Los tres malauíes acogieron la ensalada y el pescado con satisfacción. Probaron la tortilla de patata por cortesía, pero se notó que no era de su agrado. En cambio, al padre James le encantó.
Durante la cena se habló de lo ocurrido con el padre Héctor.
—Pues qué quieres que te diga, Ada —opinó Manuel con la boca llena de tortilla—. En el fondo, ese cura tiene razón. Estás en una misión católica. ¿Quién te habló de todos esos inconvenientes antes de tu venida? Pues yo, ¿o es que ya no lo recuerdas? ¿Qué pintas tú en una misión católica? ¿Quién te lo dijo? Lo extraño es que hayas tardado tanto tiempo en tener problemas. Más de un año. Así que alégrate. Te libras de los curas y de las monjas.
Eva propinó a Manuel una fuerte patada por debajo de la mesa, señalando con una mueca al padre James. El padre rio con ganas.
—No me doy por aludido, Eva. Y el caso es que tu marido tiene buena parte de razón. Pero lo hecho, hecho está. A Ada le hubiera resultado casi imposible establecerse por su cuenta en Malaui si no hubiera contado con el apoyo de una misión. Y tuvo mucha suerte de encontrar a la hermana Celsa y de encontrarme a mí, modestia aparte —añadió socarrón—, porque en el orfanato, con las sisters, Chus y ella ya tuvieron sus más y sus menos. Ha sido una pena que echasen a Celsa. Ella sí que era una formidable misionera.
—Bueno, pero no sirve de nada decir «te lo advertí» —contestó Eva— y eso es muy típico de Manuel. Claro, como él siempre piensa mal, pues muchas veces acierta. Pero eso no es ningún mérito. Lo malo y lo bueno ocurren por igual, lo que pasa es que de lo bueno no nos damos cuenta porque nos parece que es lo normal. Cuando sucede algo malo es cuando reparamos en ello, cuando nos llevamos las manos a la cabeza, y entonces él se cree muy listo porque «siempre» tiene razón. Pero no es más que otra forma de hacer trampa. La trampa del pesimista, del negativo. Ahora lo importante es buscar soluciones para Ada.
Haxi, que hasta ese momento había permanecido en silencio, intervino:
—Pero Ada, ¿tú le has explicado al padre Héctor que nosotros nos queremos casar?
—Él ni siquiera me ha dado la oportunidad. Su ultimátum ha sido que interrumpiera inmediatamente mis relaciones contigo.
—Quizá debieras habérselo explicado. Quizá yo debiera ir a hablar con él y explicárselo. Tú y yo no vivimos en pecado. Tú y yo nos queremos y nos vamos a casar.
Yankho se mostró de acuerdo y, muy tímidamente, también Phala.
—Haz lo que consideres, Haxi —le dijo Ada—. Pero nada cambiará ya mi decisión de dejar esta casa. Habla con él si crees que es lo correcto. Al fin y al cabo, aunque el hospital no pague nuestros salarios, nosotros seguiremos trabajando en sus instalaciones. Por lo menos, una conversación entre el padre y tú facilitará las relaciones en el futuro.
A todos les pareció una medida sensata.
Terminaron de cenar mucho más alegres y relajados.
Y al día siguiente otra vez a Kamuzu. Una nueva despedida.
El padre James, que había pasado la noche en Chipatala, les acompañó en su viejo trasto, de camino hacia la misión protestante.
Eva, Ada y Manuel se abrazaron estrechamente.
—¿Necesitas dinero? —susurró Eva al oído de su hermana.
Ada negó enérgicamente con la cabeza.
—Aún me queda casi la mitad de mis ahorros.
—Prométeme que me lo pedirás si te hace falta. Que no serás orgullosa... Me voy preocupada con este asunto del padre Héctor.
Se volvieron a abrazar. Ada los acompañó hasta el control de pasajeros. Más besos con sabor a sal. Otra vez tristeza y sensación de soledad.