Capítulo 23

El avión inició la maniobra de descenso con brusquedad. Eva y Manuel se miraron el uno al otro con expresión de alarma. Eva rebuscó en su bolso hasta dar con un paquete de caramelos de menta. Ofreció uno a Manuel y cogió otro para ella. Ambos desenvolvieron y chuparon su caramelo con fruición, en un intento de aliviar la presión y el desagradable zumbido de oídos producido por el aterrizaje.

—Un piloto sádico o inexperto —observó Manuel, agarrándose con fuerza a los brazos de su asiento.

Rebotaron varias veces al tomar tierra.

—¡Jesús! Este tío nos va a descalabrar...

Por fin, el aparato se detuvo y la mayoría de los pasajeros exhaló un suspiro de alivio. Eva y Manuel desabrocharon sus cinturones y se pusieron en pie con esfuerzo. A Manuel le temblaban las rodillas.

—Te aseguro que por un momento he pensado que no íbamos a llegar enteros a Malaui —comentó; se sentía agotado por el largo viaje y los nervios pasados con tanto trasbordo.

Rebuscaron en la gaveta hasta encontrar su equipaje de mano y se sumaron a la apretada fila formada en el pasillo. Un señor muy gordo, con pinta de escandinavo, bloqueaba la salida. Se le había caído algo al suelo y palpaba, agachado, debajo del asiento. Los pasajeros se impacientaban. Una azafata acudió en su ayuda. Encontraron el objeto perdido. Era la cartera. La fila avanzó y Eva y Manuel salieron del avión. La intensidad de la luz les deslumbró por un momento. Descendieron por la escalerilla. El edificio del aeropuerto parecía muy moderno, coronado por una espléndida terraza y un gran cartel en inglés y en algo que debía de ser chichewa.

—Welcome to Malawi, the warm heart of Africa —leyó Manuel—. Un eufemismo muy apropiado para indicarnos que hemos llegado al culo del mundo.

—¡Mira! —Eva señaló la terraza—. ¡Ahí está Ada!

En efecto, una diminuta Ada agitaba los brazos desde la terraza. Ellos le devolvieron el saludo agitando los brazos a su vez, con grandes aspavientos.

Los trámites de aduana fueron tediosos. Rellenar la ficha para el Ministerio de Asuntos Exteriores, esperar ante la cinta de equipajes cruzando los dedos para que no faltase ninguna maleta. Eva tuvo que abrir la suya para mostrar su contenido a un probo funcionario malauí.

—Venimos de vacaciones, sí, a visitar a mi hermana que trabaja en el hospital de Chipatala, en la misión católica. Solo llevamos nuestra ropa y algunos encargos.

Abrazos, besos, llantos. Ada y Eva se emocionaron al reencontrarse. Manuel, a pesar del cansancio, mantenía su habitual actitud escéptica.

Cargaron el equipaje en el Land Rover que Ada había tomado prestado para acudir a recogerles.

—¿Ya están todas las maletas, bolsas, mochilas? Pues venga, chicos, que nos vamos a Chipatala. No os podéis imaginar la ilusión que me hace teneros aquí.

El viejo Land Rover se puso en marcha. Eva miraba aquí y allá con los ojos como platos.

—A mí también me hace mucha ilusión estar aquí contigo, hermanita querida —contestó ella, cariñosa—. ¡África! ¡Estamos en África! Me parece increíble... ¿Qué? ¿Has hecho planes para estos días?

—Desde luego. Ya os contaré. De momento, os presentaré educadamente a la comunidad de monjas y comeremos con ellas. Después iremos a mi casa y podréis dedicar la tarde a situaros y a descansar. Y mañana iremos a Lilongüe a cambiar dinero y a recoger el coche que he alquilado para vosotros. También visitaremos la ciudad, aunque no tiene nada de particular. ¿Os parece bien para empezar?

—Estupendo —Eva se sentía feliz y excitada por las novedades—. Nuestra idea es hacer un poco de turismo. Manuel ha estado empollando unas cuantas guías de viaje. Ya sabes, mi chico siempre tan eficiente.

Ada miró a Manuel, instalado en el asiento posterior, a través del espejo retrovisor.

—¿Y tú qué, Manuel? ¿No dices nada?

—Yo estoy molido, Ada. El viaje ha sido un palizón. Hace ya más de treinta horas que salimos de casa. Y el remate final ha sido este aterrizaje de locos. De verdad que no hubiese dado una kwacha por nuestras vidas... Además, con las dos García Soriano en comandita, yo me encuentro en inferioridad de condiciones. Habláis como cotorras. Me duele la cabeza.

—Simpático él, como siempre —comentó Ada—. A ver, instrucciones, que ya estamos llegando a Chipatala. No beséis a la gente cuando os la presente. Aquí eso de los besos no se estila. Lo correcto es un largo apretón de manos. Ya veréis que todo el mundo es extremadamente cortés. Ellos os dirán: «Mu li bwanji» y vosotros tenéis que contestar: «Ndi li bwino kayainu». Quiere decir algo así como: «¿Qué tal estás? Bien, ¿y tú?». Venga, ensayo general. Repetid conmigo: Ndi li bwino kayainu.

—Ndi li bwino kayainu —corearon Eva y Manuel, ella con bastante más entusiasmo que él.

—Bien. Más cosas. En casa de las monjas comeremos comida normal: sopa, pasta, guisos de carne y de pescado... Pero las dos hermanas malauíes solo comen nsima y la comen con los dedos, así que no os sorprendáis, la nsima se come así y no estaría de más que, si os ofrecen, la probéis, porque durante estos días tendréis que comerla en más de una ocasión si no queréis cometer un desaire. En casa de Kiss y en Chikoko, por lo menos.

—¡Puaf! —exclamó Eva—. Me da un poco de asco pensarlo. ¿A qué sabe?

—Pues es bastante insípida. El sabor se lo da el acompañamiento que le ponen. Pero no es mala, no, ya lo verás. Harina de maíz y agua. Un poco sosa... Otra advertencia importante. No os paséis en público con vuestras manifestaciones amorosas. Aquí no están bien vistas. Se considera que pertenecen a la esfera de la intimidad más estricta. Así que nada de besitos y manitas u os arriesgáis a causar una conmoción general y a ser el blanco de todas las miradas.

—Ven aquí que te bese, Manuel —bromeó Eva—, y que te meta mano ahora que nadie nos ve. Tengo que aprovechar.

Pero Manuel estaba despistado en ese momento, mirando por la ventanilla con expresión abstraída.

—Este paisaje es muy bonito —comentó— y la luz tiene una intensidad especial. ¿Cómo se llaman esas montañas de la izquierda?

—En realidad son los bordes de la falla que forma el valle del Rift —respondió Ada—. Lo has tenido que leer en alguna de esas guías que te has empollado. Y en la brecha de la falla está el lago. Es precioso. Iremos allí a pasar un fin de semana. Os encantará.

—Lo que me llama la atención es la cantidad de gente que hay en los bordes de la carretera —intervino Eva—. Fijaos en ese chico de allí. ¿Cuántos fardos transporta sobre su cabeza, uno encima de otro? A ver: uno, dos, tres, cuatro, ¡cinco! —contó—. ¿Cómo puede llevar tantos? Es increíble. Y todas esas bicicletas. Y esos pick-up cargados de gente...

—Bienvenidos a África, queridos —dijo Ada—. Es otro mundo y, para vosotros, la aventura no ha hecho más que empezar. A mí me fascina. Aquí he encontrado mi hogar.

Habían llegado al cruce. «Chipatala Hospital». Ada tomó el desvío por el camino de tierra roja sin asfaltar. A Eva le entusiasmó el colorido del pequeño mercado local instalado en sus márgenes. Una vez dentro del recinto de Chipatala, admiró completamente fascinada la sencilla majestad del enorme baobab, la caótica armonía de los edificios de ladrillo sombreados por frondosos árboles de flores amarillas y rojas. El Land Rover se detuvo frente a la residencia de las monjas.

—Hemos llegado. Recordad todas mis recomendaciones —les dijo Ada.

Dejaron el equipaje en el coche siguiendo las indicaciones de Ada y entraron en la casa. La acogida fue muy cálida. Rosemary, Angelina, Ann y Caroline saludaron a Eva y a Manuel con gran simpatía. Llegó el padre Héctor, que también los saludó amablemente en castellano.

—Estamos encantados de tener a la familia de Ada con nosotros. Chipatala es un lugar especial. Yo llevo aquí apenas un mes, pero ya me siento en casa —les informó el padre.

La comida transcurrió agradablemente.

—¿Qué planes has hecho para ellos, Ada? —se interesó el padre Héctor.

—Pues esta tarde los dejaré descansar y mañana iremos a Lilongüe. Pasado mañana quiero enseñarles el hospital y luego tendrán que apañárselas ellos solos durante un par de días, con un coche de alquiler. El fin de semana iremos al lago, a Nkhotakota, y también quiero llevarlos al orfanato.

—Muy bien, es un plan estupendo —comentaron las monjas—. El lago les va a gustar.

Terminaron de comer y se despidieron de las cuatro hermanas y del padre. Tras un corto paseo llegaron a la casita de Ada. Martino, el chico de los recados de Celsa, y un par de chavales más cargaban con el equipaje de los huéspedes. Ada propinó un cariñoso cachete en la mejilla a Martino y le dio un billete de cien kwachas. Los críos no se marchaban, observando con curiosidad a los recién llegados.

—¿Es tu hermana, Ada? —preguntó Martino en inglés, señalando a Eva—. Se parece mucho a ti pero es más guapa.

—¿Cómo que es más guapa? ¿Es que yo no te parezco guapa? —bromeó Ada.

Martino se azoró.

—¡Venga! ¡Marchaos de una vez! ¡No os quedéis aquí plantados como pasmarotes! —exclamó ella.

Los críos salieron en estampida. Ada se volvió hacia Eva y Manuel.

—Bueno, ha llegado el momento más importante para mí —dijo con solemnidad—. Ahora vais a conocer mi casa... y a mi novio. Él vive aquí, conmigo.

Eva y Manuel estaban demasiado sorprendidos como para rechistar. No sabían nada de que Ada tuviera un novio.

Ada golpeó la puerta con los nudillos. En la entrada de la casa apareció un hombre joven, negro, sonriente, con buen aspecto y mirada despierta e inteligente.

—Quiero que conozcáis a Haxi —dijo ella, haciendo las presentaciones en inglés—. Y ellos son mi hermana Eva y mi cuñado Manuel.

Haxi dio un cortés apretón de manos a cada uno. Su expresión era simpática.

—Bienvenidos a Malaui —dijo con sencillez—. Espero que vuestra estancia en mi país sea muy feliz.

—Así que esta era la sorpresita que Ada nos tenía reservada —murmuró Manuel.

Estaba tumbado en la amplia cama de matrimonio, descansando, mientras observaba cómo Eva, diligente y silenciosa, deshacía las maletas y guardaba la ropa de ambos en el armario.

—Muy propio de ella —continuó diciendo—. El quid de la cuestión. Un novio malauí. Por eso se quiere quedar a vivir aquí. ¿Cómo no nos lo habíamos imaginado? Esta hermana tuya siempre ha sido un poco alocada. Una chica extravagante.

Eva interrumpió su tarea y se encaró con él.

—Cuidado, Manuel. No prejuzgues. Y recuerda que Ada es mi hermana y que yo la quiero y la respeto por encima de todo.

—Es tu hermana, vale, pero también es mi amiga. Y yo también la quiero y la respeto por encima de todo, pero eso no significa que tenga que decir amén, amén a todo lo que ella hace...

—¡Esa puta manía tuya de cuestionar! ¿Por qué no intentas conocer a Haxi y escuchar lo que ella tiene que decir? ¿Por qué no se va a poder enamorar de un malauí? Al fin y al cabo, ella está aquí. Lo lógico es que si se enamora de alguien sea de un malauí. A mí me ha parecido un chico encantador... y muy atractivo.

—¡Ay! Contigo es imposible dialogar. Manuel el crítico, dices tú, pero yo digo Eva la complaciente, Eva Walt Disney. ¡Por Dios, Eva! Sé realista. ¿Dónde va tu hermana con un chico así? Ya metió la pata con Álvaro. ¿O es que no te acuerdas? Obnubilada con Álvaro. No existía nada más en el mundo. Total, para que luego él la dejara y se fuera con otra. Con vuestra prima Violeta, para más señas.

—Me importa un pimiento todo lo que digas. Eres un capullo sin sentimientos y sin imaginación. Que sepas que soy yo la que se pregunta muchas veces a dónde voy con un chico como tú, y que pienso apoyar a mi hermana en todo lo que haga, porque la quiero y la comprendo... y sé que me necesita.

Eva se sentó en la cama y empezó a llorar, agotada y abatida.

Manuel se incorporó enternecido, se sentó a su lado y la abrazó con pasión.

—¡Eva! No llores, mi amor. Sabes que no soporto verte llorar. Se me parte el corazón. Te quiero. ¡Vale, vale! Tienes razón. Tu hermana se merece una oportunidad. Y probablemente ese chico, Haxi, también. Se la daremos, se la daremos... No te preocupes, se la daremos, Evita, mi amor.

Manuel la besó. Un beso largo, muy largo. Se tumbaron en la cama y Manuel empezó a desnudarla. Acarició con su lengua un pezón.

—¿Qué haces? —protestó ella, débilmente.

—Quiero follarte —dijo Manuel—. ¿No te apetece un polvo africano? Nuestro primer polvo en África. ¡Dios, qué buena estás! Este continente desata las pasiones. Me he puesto muy, pero que muy cachondo.

En la habitación contigua Ada y Haxi también hablaban, tumbados en una de las camas, entre susurros.

—Me parece que a tu cuñado Manuel no le he gustado mucho —decía Haxi.

—¡Bah! Ni caso. Lo conozco muy bien. Ha sido mi mejor amigo durante muchos años. Le gusta refunfuñar y criticarlo todo pero, en el fondo, es buena gente. Y está enamorado de mi hermana Eva hasta las trancas. Eva vale un montón, ya lo verás. Y él también. Lo que pasa es que le cuesta mucho quitarse la máscara de inquisidor. Es una manía suya. Autoprotección, supongo...

—¿Qué máscara? Ya... No te refieres a una máscara de verdad. Es solo una forma de hablar, ¿no?

—Sí, Haxi, es solo una forma de hablar. Pero tú eres muy listo y estás aprendiendo a pillármelas todas.

Haxi sonrió, complacido por el comentario de Ada.

—Tu hermana, en cambio, está de nuestra parte. Me gusta tu hermana. Se parece a ti y es muy guapa.

—¿También tú? Ya me lo ha dicho Martino: «se parece mucho a ti pero es más guapa».

—No, Ada, no. Se parece a ti y es muy guapa, pero no es más guapa que tú. Tú eres preciosa, ¿sabes? Para mí la más preciosa, con tu pelo rubio y tu sonrisa.

—Como Eva.

—Como Eva, sí. Pero tú eres tú y yo te quiero a ti. Tú eres la que ha venido a Malaui y ha sonreído a Haxi y a Chilaya y a Joel... Tú nos has cambiado la vida. Yo te quiero a ti y eso será así para siempre. Me gusta tu olor, tu contacto, tu forma de mirar y de vivir la vida. Eres mi mujer. Te quiero, Ada. Ndi makukonda ni.

Los días siguientes constituyeron un cúmulo de sensaciones nuevas e impactantes para Eva y para Manuel. Lilongüe los fascinó con el bullicio de sus comercios y su abigarramiento de ciudad tropical. Conocieron a Yankho, a Phala, a Mara... Visitaron el hospital acompañados por Ada y por el padre Héctor. El pabellón de mal nutridos acongojó a Eva. Le explicaron las reformas proyectadas gracias a los buenos manejos del padre, pero a Eva, como a Ada en su momento, le impresionó profundamente la tristeza transmitida en los ojos de los niños. Eva tampoco pudo reprimir el llanto, pero luego disfrutó con el espectáculo de las mujeres sirviendo la comida a los enfermos ingresados en el hospital, con el trasiego de gentes, sonrisas y color. Fue presentada a unos y a otros y todos comentaron el parecido entre ambas. Bebieron cervezas Carlsberg en el bar del poblado. Invitaron a los lugareños como había hecho Ada en su día. Después, la pareja se aventuró sola por las abruptas tierras del norte. Cada día más, Malaui los fascinaba. Regresaron a Chipatala. Ada los llevó al orfanato y conocieron a Joel, a Kiss y al padre James.

Llegaron al orfanato un jueves por la mañana. Lo del jueves no era por casualidad: era día de mercado. Todos los aromas de África se concentraban en aquel mercado tan intensamente nativo y fascinante. Eva y Manuel ya habían visto lo suficiente de Malaui durante aquellos días como para poder apreciar el encanto de esos sencillos tenderetes repletos de objetos dispares, algunos útiles, otros absurdos. Dieron una vuelta por la gran explanada donde estaba instalado. A Eva le apetecía comprar alguna tela para confeccionarse una falda malauí pero, la verdad, eran todas horrorosas, con estampados chillones y estridentes. No hubo manera.

—Espera a que vayamos a Lilongüe —le dijo Ada—. Seguro que allí encontramos algo mejor.

—-¡Qué pena! Me hacía ilusión llevarme un recuerdo de este mercado. Es tan variopinto...

A Manuel le impresionó la carnicería. Si es que a «eso» podía llamársele carnicería, dudó.

—Claro que es una carnicería. Mira. Ahora llegan unos clientes.

De la rama baja de un árbol pendía, atada por las patas traseras, una res abierta en canal, exhibiendo sus entrañas bajo un sol implacable. El polvo y las moscas se adherían a su pálido pellejo. El carnicero descuartizaba algunos trozos en una mesa de madera ennegrecida por la sangre reseca. Después, los pesaba en una rudimentaria romana y los envolvía en papel de periódico. El hombre sonreía, satisfecho al sentirse observado por un grupo de blancos. Manuel le hizo una foto.

—Enséñasela —sugirió Ada.

Era hacer trampa. Ada ya sabía lo que iba a ocurrir.

El carnicero observó cortésmente hacia donde indicaba Manuel, sin entender muy bien lo que aquel hombre blanco quería que hiciese. Pero entonces se vio a sí mismo. Los tres, Eva, Ada y Manuel, captaron perfectamente su perplejidad inicial, su sorpresa y su complacencia al reconocerse en la pequeña pantalla de la cámara digital.

—Chabwino —exclamó sonriendo ampliamente, con toda la boca—. Chabwino.

La gente de los puestos vecinos se acercó a mirar. Todos rieron al contemplar a su amigo el carnicero en la pantalla de la máquina fotográfica. Una nube de niños les rodeó. Con gestos, indicaron a Manuel que ellos también querían salir en una foto.

—Nyambula, nyambula —repetían, tocándole el brazo.

—¿Qué quieren decir? —preguntó Manuel.

—Te piden que les hagas una foto.

Manuel pasó un buen rato atareado haciendo fotos y mostrándolas. Era divertido crear tanta expectación por una cosa tan simple. En cualquier otro lugar, él y su cámara hubieran pasado desapercibidos. Sin embargo, aquí se había convertido en el protagonista... y había disfrutado siéndolo. Cuando se reunió con Eva y con Ada, que lo esperaban ante la verja del orfanato, se sentía contento y feliz.

«¡Bueno! No ha sido mala idea lo de las fotos para enternecer un poco a Manuel», se dijo Ada.

Los tres entraron en el jardín del Gigante Egoísta.

—¡Es un lugar precioso! —se sorprendió Eva.

—Demasiado contraste con el mercado —observó Manuel.

Ada sonrió.

—Los dos tenéis razón. Es un lugar demasiado hermoso... para estar donde está. A veces, la belleza puede ofender por agravio comparativo. Es casi obscena. Yo me quedo con el mercado. Es más real y vital.

En el orfanato fue otra vez como siempre. Todos querían saludar a Ada y conocer a Eva y a Manuel.

—¿Es tu hermana, Ada? ¡Se parece a ti! ¡Se parece a ti! ¡Es rubia, como tú!

Les costó trabajo avanzar. Al fondo del jardín apareció una figurita negra y pequeña acompañada de una mujer. Un nene de unos dos años que caminaba hacia Ada con evidente esfuerzo. Cuando Ada lo vio, corrió hacia él, lo cogió en brazos y lo besó una y otra vez con infinita ternura.

—Este es Joel, mi Joel, mi niño.

Joel se aferraba con fuerza, tímido y curioso a la vez, al cuello de Ada. Se dejó acariciar por Eva porque su voz y su mirada le recordaron vagamente a Ada. En cambio, no quiso saber nada de Manuel. Crista, su «madre», llegó junto a ellos.

—Mi hermana y su marido. Ella es Crista. Se encarga de Joel.

Crista tomó las manos de Eva, después las de Manuel.

—Mu li bwanji —sonrió.

—Ndi li bwino kayainu —contestaron ellos con diligencia.

—Ndi li bwino.

—¿Cómo ha ido todo, Crista?

—Esta semana, Joel ha estado más cansado que de costumbre.

—¡Vaya por Dios! Mi pobrecito Joel tiene el corazón malito —explicó Ada—. Es algo congénito. Se supone que con el tiempo se corregirá solo. Pero no puede realizar esfuerzos, no puede jugar ni correr como los otros niños y, a veces, se cansa mucho. Está chiquitín para su edad por eso. Pero es muy listo y espabilado —Ada se dirigió nuevamente a Crista—. ¿Lo ha visto el médico?

—Sí.

—¿Y qué ha dicho?

—Lo de siempre. Que hay que procurar que no se fatigue, que coma mucho y que descanse.

Lo siguiente fue ir a buscar a Kiss. Ada caminaba con Joel en brazos.

—Kiss es mi mejor amiga en Malaui —informó a Eva y a Manuel—. Para ella es muy importante conoceros, un gran honor. Por eso os quiere dar la bienvenida y su forma de hacerlo es compartiendo con vosotros lo único que tiene: su casa y su comida. Así que tendréis que probar la nsima que nos va a preparar. No hacerlo sería un desaire y una falta de educación absoluta. Kiss es muy pobre y para ella supone un gran esfuerzo económico invitarnos a comer. Seguro que ha sacrificado a uno de sus pollos para poderos ofrecer un banquete digno. Recordad: tenéis que tomar entre los dedos pequeñas porciones de nsima, amasarla un poquito y coger con ella la guarnición como si fuese miga de pan. Fijaos en los demás. No es difícil. Kiss guisa bien. Seguro que lo que ha cocinado estará muy sabroso.

Ada, Eva y Manuel volvieron a atravesar el mercado en dirección a la casa de Kiss. Cuando faltaban pocos metros para llegar apareció un hombre blanco, grande, pecoso y rubicundo, que saludó a Ada con gran efusión.

—Os presento al padre James. Ya os he hablado de él. Es el pastor de la misión protestante.

El padre James les saludó con calor en excelente castellano. A Manuel le encantó. Todo él rezumaba simpatía y humanidad.

—Pues encantado de conocerte, padre —Manuel estrechó su mano con fuerza—. Sabemos que eres un gran apoyo para Ada.

—El padre James también comerá con nosotros.

La comida en casa de Kiss resultó un pequeño éxito. A Eva y a Manuel su sonrisa radiante los sedujo inmediatamente. Repartieron regalos para ella y para Lili. Los niños jugaron en el patio mientras los mayores comían la nsima en la destartalada salita. Kiss se había esmerado en aquella ocasión: había puesto un mantel en la mesa y platos individuales, había comprado fruta y cerveza y preparado distintas guarniciones para acompañar la nsima. Eva y Manuel pudieron comprobar que la cocina malauí no era tan mala como pensaban.

Pero Ada no disfrutó tanto como hubiese querido. Estaba preocupada por Joel. Crista tenía razón: Joel estaba más cansado que de costumbre. Si por ella fuera, ese mismo día se lo hubiera llevado a Chipatala para que Yankho lo examinase. Pero estaban Eva y Manuel. Y tampoco quería ser alarmista. El médico del orfanato le había recomendado descanso. Por el momento, el niño estaba bien atendido. Esperaría a la próxima semana y entonces ya decidiría.

El padre James, siempre sensible a las emociones de Ada, advirtió una sombra de pesar en los ojos de su amiga.

—Estás preocupada por el niño, ¿verdad?

—Crista me ha dicho que esta semana se ha fatigado mucho. Y es verdad. Respira peor y tiene mala carita. No sé, no quiero angustiarme, quizá no sea nada importante, pero si la semana que viene sigue igual me lo llevaré a Chipatala. Me fío mucho más de Yankho que del médico del orfanato.

—Anda, anímate. Seguro que no es nada. Yo tenía una buena noticia que darte, relacionada con Joel, por supuesto.

—¿Has hablado con las sisters? ¿Se sabe algo del asunto de la adopción?

—He hablado con Rosaura. Los papeles siguen su curso pero ella se siente muy optimista. Todo va bien. Vas a ser la madre de Joel muy pronto.

Ada no pudo contener unas lágrimas de emoción. Se volvió hacia Kiss y hacia su hermana.

—¿Habéis oído? Parece que Joel va a ser mi niño muy pronto. Me siento tan feliz...

Eva y Kiss la abrazaron con cariño. Especialmente Kiss, quien sabía muy bien todo lo que Joel significaba para su amiga.

Ada regresó a Chipatala bastante más relajada. Enseguida comunicó a Haxi la buena noticia, aunque tampoco disimuló su inquietud respecto a la salud del pequeño. Haxi la acarició, la besó y la meció un rato entre sus brazos.

—Tienes que estar contenta, Ada —le dijo—. Tienes mucha suerte. Todo te sale bien. Vas a ser la madre de Joel. Me tienes a mí y a Chilaya. Tienes amigos estupendos como Kiss y ese padre irlandés. Tu hermana y tu cuñado han viajado desde España para visitarte... y en Chipatala todos te quieren. Ahora nos iremos unos días al lago, con Eva y con Manuel. A mí me hace mucha ilusión, ¿sabes? Porque yo he nacido aquí pero nunca he estado en el lago. Y la semana próxima te acompañaré al orfanato para ver cómo está Joel. Si le pasa algo, lo traeremos al hospital, nosotros lo cuidaremos y Yankho lo curará.