Capítulo 1
—No voy a poder encontrarte nada en América.
Ada no pudo reprimir una expresión de disgusto.
—Podemos probar con África —siguió diciendo su interlocutor—, pero parece que el asunto de las cooperaciones está en punto muerto. No te prometo nada.
Ada colgó el teléfono. Se sentía decepcionada. América. Quería volver a América sola. Era un reto personal. Había estado con Álvaro en Perú, Bolivia y Venezuela. Ahora le hubiera apetecido Centroamérica. No conocía ningún país centroamericano. Miró de soslayo hacia su mesita de noche. Pura vida. Costa Rica. El libro de Mendiluce reposaba sobre la superficie de madera pulida, abierto por la página donde había interrumpido su lectura, boca abajo, aguardando. No sería pura vida. Sería África. Sabía que Moncho no fallaría. Llamaría enseguida para decirle que había encontrado algo en África.
—¿Dónde?
—En Malaui.
—¿Dónde está eso, Moncho? ¿Es un país? No lo había oído en mi vida.
—Vaya, te creía más puesta en geografía. Claro que es un país. Un país muy pequeño. El país del lago Malaui. Hace frontera con Mozambique, con Tanzania y con Zambia, en el sureste de África. Míralo en un atlas, anda, y luego me llamas y te cuento.
Ahora lo veía. Un país muy pequeño realmente, ocupado casi en su totalidad por un gran lago estrecho y alargado con forma de grieta. Observó en su atlas que en el este de África abundaban los lagos estrechos y alargados. Al noroeste del lago Malaui, el lago Tanganica. Ese nombre ya le sonaba. «Doctor Livingstone, supongo». Livingstone y Stanley se habían encontrado allí, a orillas del lago Tanganica. Ada deslizó su dedo índice sobre la línea que recorrían los lagos. Comprobó que todos ellos bordeaban la gran falla del valle del Rift, esa enorme cicatriz que divide longitudinalmente el este del continente africano, desgajándolo casi, hasta llegar a las costas del mar Rojo.
En el vértice norte del lago Malaui la falla del Rift se abría, partiéndose en dos para crear la extensa plataforma central donde se asentaba el lago Victoria, el único lago amplio y redondo, casi un mar interior que alimentaba las míticas fuentes del Nilo. En el borde occidental de aquella plataforma, la larga herida en la tierra formaba un rosario de lagos de gran tamaño: Tanganica, Kivu, Eduardo y Alberto, repartidos entre Tanzania y Uganda. Los lagos del borde oriental eran, en cambio, mucho más pequeños: «Eyasi, Natrón, Naivasha», leyó Ada.
Más arriba, el lago Turkana, al norte de Kenia, formaba el vértice superior que cerraba la meseta. La herida abierta por la gran falla continuaba por tierras etíopes hasta morir en el mar. Una brecha de más de siete mil kilómetros de longitud. Algún día, el gran cuerno formado en el perfil del África oriental se desprendería del continente y se convertiría en otra gran isla como Madagascar.
Ada se tumbó en la cama. Clavó los ojos en el techo. Las aspas del ventilador describían amplios círculos removiendo inútilmente el aire espeso y sofocante de la habitación. Entornó la mirada, soñadora. Cerró los párpados. ¡Le hubiera gustado tanto volver a América! Nostalgia. El dolor había pasado, o eso creía ella. Volver a América sin Álvaro. Un reto que ahora estaba segura de poder superar. Pero no, no había nada para América. El asunto de las cooperaciones estaba en punto muerto. ¡Lástima! Habían sido cuatro largos veranos juntos, en América. El primero, en aquel pequeño dispensario de Huaraz, en Perú, en plena Cordillera Blanca. Muchos proyectos, mucho amor, descubriendo el mundo y sus gentes, descubriendo a Álvaro y descubriéndose a sí misma, entre nevados blancos y lagos, en la cordillera tropical de mayor altura del planeta Tierra.
Sueños, proyectos, amor. Perú, Bolivia, Venezuela. Como un suspiro. Y ahora, nada. Soledad. Y para Ada la vida no merecía la pena vivirse si no era a tope, con total intensidad. Pero también podía concebir proyectos en solitario. Era una enfermera competente. Todavía deseaba poner sus ideales y su experiencia profesional al servicio de los desfavorecidos. Bien, iría a África, a ese lugar... Malaui, el país del lago.
El sonido de una llamada telefónica la sacó de golpe de la modorra. Se había quedado dormida con aquel calor. Ahora sudaba y tiritaba. Una esquina del grueso tomo del atlas se clavaba en su costado izquierdo. Estiró el brazo con torpeza, volcando una lata de cerveza, y descolgó el aparato. La cerveza fluyó, dorada, mojando el libro de Mendiluce. Pura vida.
—¿Sí?
—¿Ada? ¿Estabas dormida? —era la voz de Moncho.
Ada se estiró en la cama, intentando desentumecer sus articulaciones doloridas.
—Sí. Me había quedado frita. Con este calor...
—¿Has pensado en lo de Malaui?
—Sí, lo he pensado. Voy a ir.
—Espera. No tan rápido. No es una cooperación. Tendrías que ir como voluntaria, sin cobrar un euro. Ni siquiera el billete. Solo el alojamiento y la manutención. Por lo menos al principio.
Ada enderezó la lata de cerveza, acercándola hasta sus labios. Tenía la garganta áspera, reseca. Su boca se llenó de líquido caliente y amargo. Tragó con asco. Volvió a dejar la lata sobre la mesilla. El reguero dorado se derramaba hacia el suelo.
—Qué cutre, tío. ¿De qué me estás hablando?
—No vas a conseguir nada mejor. Olvídate de las grandes organizaciones. Trabajan con personal fijo y están completamente burocratizadas. Si quieres ir a alguna parte, tendrá que ser como voluntaria.
—Para hacer, ¿qué? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cómo? ¿Dónde?
—En un orfanato. Para poner en marcha un programa contra la malnutrición infantil. Cuatro, cinco, seis meses como mucho. Si quieres estar más tiempo... no sé, tendrá que ser por tu cuenta. Eres enfermera. Puedes buscarte la vida por allí. Quizá un contrato. Dependerá de ti.
—No es ninguna bicoca, tío, es quedarme con el culo al aire. ¿Cotizaré a la Seguridad Social o al paro, por lo menos?
—Me temo que no.
—Joder. Me pides que me lance al vacío.
—Yo no te pido nada, Ada. Solo te cuento lo mejor que he encontrado para ti. ¿Te hablo del Chad y del programa Yamena? La decisión es tuya. Tú eras la que querías cooperar con algún proyecto sanitario en el Tercer Mundo.
—Exacto, cooperar.
—Pues si quieres cooperar, esto es lo que hay. Voluntariado. Sin sueldo. Nada de solidaridad de pacotilla. Lo siento.
Ada suspiró al teléfono. Suspiró, pero luego sonrió. ¡Qué necia! ¿Por qué dudar? Claro que iría a África. Como voluntaria, de acuerdo. Ahora se daba cuenta de que Malaui era lo que había estado buscando.
—No lo sientas, Moncho. Iré a Malaui. Tengo ahorros para tirar un año... En realidad esto era lo que quería, un desafío. Tienes razón, me lo has encontrado. Muchas gracias, Monchi.
Internet desveló para Ada algunos datos generales sobre Malaui: Protectorado británico desde 1891 hasta 1953, año en que pasó a formar parte de la Federación de Rhodesia y Nyasaland junto a las actuales Zambia y Zimbabue; obtuvo la independencia en 1964 para pasar a convertirse en república unipartidista bajo el mandato vitalicio del dictador Kamuzu Banda, posteriormente derrocado. En la actualidad, Malaui disfruta de un régimen democrático y de cierta estabilidad política. Se trata de uno de los países más pobres entre los más pobres de África, con una esperanza de vida que apenas rebasa los cuarenta años de edad y un elevado porcentaje de sida. Un país muy densamente poblado. Agricultura de subsistencia. Economía sumergida. Sin nada que exportar. Sin apenas infraestructura turística. Nada de nada, tan solo una tierra cada día más empobrecida. Poco alentador. Así, esbozado en unos cuantos artículos encontrados en la Red, aquel país resultaba un desastre.
Y, sin embargo, en los últimos días Moncho la había puesto en contacto con gente que conocía Malaui, que había estado allí. La visión que aquellas personas le habían transmitido no tenía nada que ver con los asépticos informes de Internet.
«Malaui es el corazón caliente de África», le habían explicado con entusiasmo, sin excepción. «Es un país que engancha. El paisaje, la gente, el color, las sonrisas, los olores, el lago... Todo eso engancha, se instila dentro de ti como un veneno potente y entonces ya no quieres irte nunca de allí y si te vas... te mueres por regresar».
Fotos. Le dejaron montones de fotos llenas de rostros oscuros con sonrisas muy blancas. Los niños del orfanato. Batas de rayas azules. Globos de colores. Manos alzadas, juguetonas. Expresiones divertidas y risueñas. Mujeres vestidas con ropas de estampados vistosos, descalzas, con bultos sobre sus cabezas. Fotos llenas de alegría. Alguna panorámica del lago. Jóvenes pescadores recogiendo las redes en la orilla, al atardecer. Un enorme baobab de tronco hueco semejante a la pata de un gran elefante. Arrozales. Palmeras cocoteras y nenúfares en un estanque. Y más niños. Los niños de las aldeas, estos descalzos y vestidos con harapos, pero también muy sonrientes. Siempre alegría y miradas curiosas.
Caras de negritos que ahora poblaban sus sueños todas las noches, sin conocerlas aún.
A Ada le preocupaba su nivel de inglés. No era bueno. Un inglés oxidado por la falta de uso. Esa era otra de las razones por las que hubiera preferido Latinoamérica. Pero bueno, aún faltaban un par de meses para la partida. Tendría que encontrar tiempo para ponerlo al día: el inglés y el chichewa eran los idiomas oficiales de Malaui y de chichewa sí que no tenía ni idea. Internet le procuró (cómo no) un diccionario y una gramática chichewa. Resultó divertido aprender algunas palabras, pero desconocía su fonética, la forma correcta de pronunciarlas.
La familia. Otro pequeño problema. Después de tantos años viviendo independientes, ahora intervenía, alarmada, alertando sobre los terribles peligros que le acechaban en África.
—Es una verdadera locura marcharse a África, hija. Una temeridad. Puedes contraer cualquier enfermedad rara. El marido de mi amiga Irene, que estuvo trabajando en Angola y luego en Sudáfrica, todavía padece brotes de fiebre con temblores y convulsiones y el primo de...
—¡Mamá! ¡Déjalo ya, por favor!
—Una locura, cariño. Y sin cobrar un duro. Exponiéndote por nada.
¿Cómo explicar a su madre que en ese instante, aunque le asaltasen todas las dudas del mundo, aunque se arrepintiese mil veces de la decisión tomada, ya no había vuelta atrás? Había comprado su billete y era solo de ida. Quizá había sido una temeridad, sí. Pero su nivel de compromiso consigo misma y con las demás personas implicadas en su aventura le impedía siquiera pensar en cancelar aquel proyecto. Flojeaba, sí. Ahora que el momento del viaje se acercaba, sentía miedo, vacilaba... pero no había más narices que apechugar.
Su cuñado Manuel la atacó por otro flanco, quizá más desprotegido:
—¿Y de verdad te crees que vas a poder ayudar en algo? ¿Que vas a solucionar tú solita los problemas del mundo? No lo entiendo. O eres la persona más ingenua que existe, o eres una terrible engreída. En cualquier caso, esa gente de África lo que tiene que hacer es solucionar sus problemas sola. Interviniendo lo único que conseguimos es joderles más la marrana.
Ada se acobardaba, pero luego reaccionaba:
—Claro que no voy a solucionar yo solita los problemas del mundo. No es eso lo que pretendo. No soy ni engreída ni ingenua. Un grano no hace granero pero ayuda al compañero. Y eso sí. Ahí sí. Por eso mismo de que les hemos jodido la marrana.
—No te engañes. La gente que se marcha a ayudar al Tercer Mundo, como tú, no lo hace por altruismo. Eso solo lo hace uno por sí mismo, por egoísmo o por lo que sea, pero no por los demás. Para vivir una aventura, para cambiar de vida, para conocer algo nuevo, por inquietud. Porque os resulta más fácil buscar un desafío que so-portar la rutina cotidiana, la náusea existencial... Ya sabes, horarios, jefes, hipotecas, los plazos del coche, del frigorífico, del aire acondicionado o del televisor, y la espera en vano para que el fin de semana nos ilumine la existencia. El aburrimiento vital, en suma.
—Eres un cabroncete muy simpático, Manuel.
—Y encima vas a ir a parar a una misión, a un orfanato gestionado por monjas, tú, que eres atea militante. No te entiendo. Tendrás que ir a misa, tendrás que ver cómo les hablan a los negritos de Dios, de Jesús, de la Virgen María, de caridad y de amor cristiano... De verdad que no te entiendo.
Y Ada dudaba, pero la decisión estaba tomada. No había marcha atrás. Continuó preparándose para el viaje. Leyó bastantes informes sobre la situación sanitaria en Malaui. Desempolvó sus manuales de Pediatría. Estudió todo lo que pudo encontrar sobre malnutrición infantil, centrándose en otros programas que ya se habían desarrollado con éxito. No descuidó los aspectos culturales, políticos y geográficos del país. Encargó un gran mapa de Malaui y cuando lo tuvo en casa lo colgó, bien visible, en la puerta de su habitación.
Cuando solo faltaban quince días para la partida se encontró con Álvaro. Fue casi un choque frontal, ineludible, en plena calle.
—Me han dicho que te vas a África, a Malaui.
—Te han informado bien. Me marcho en quince días.
—Conozco a gente allí. Tengo contactos con los de Proyecto África. También conozco a la monja que dirige el hospital de Chipatala, cerca de Lilongüe, la capital. Había pensado enviarles un e-mail para que supieran que vas. Por si necesitas algo.
—Pues muchas gracias por la molestia, pero espero no necesitar nada.
—Tan orgullosa como siempre. Esta vez te equivocas: necesitarás muchas cosas, sobre todo compañía y comprensión. Ya lo verás. Aunque ojalá no sea así.
—Gracias de todas formas. Tengo prisa, Álvaro. ¿Qué tal está Violeta? ¿Para cuándo le toca dar a luz?
Álvaro suspiró.
—Está bien, muy bien. Le toca ya pronto, a finales del mes que viene. Va a ser una niña. Una pequeña Violeta.
Ada sonrió con amargura.
—Dale un beso de mi parte, ¿quieres? Para las dos. Deséale mucha suerte.
Se despidieron con un apretón de manos. Ada creyó leer un mensaje de arrepentimiento en los ojos de Álvaro. Palabras inconfesadas. Vacío hecho de malentendidos, de traición. ¡Habían pasado tanto juntos! Su amor, primero adolescente, ilusionado, juvenil. Comprometido, lúcido y maduro, después. O eso había creído ella. Su amor. Su amor por Álvaro había sido el motor de su vida hasta el momento del engaño —¿quién lo iba a decir?— con su dulce e inofensiva prima Violeta.
Ada llegó a casa y se tumbó en la cama. Apretó los puños con rabia y sollozó, boca abajo, sintiendo un gusto a sal y a sangre en los labios. Siguió llorando largo rato, con espasmos, con desesperación incontenible. Aún le dolía pensar en Álvaro y en Violeta. Sabía que eran felices. Su madre —¡qué torpe era a veces, la pobre!— le había enseñado las fotos de la boda. Una Violeta bellísima, ya embarazada, plena, hermosa, y un Álvaro con cara de tonto que la contemplaba con arrobo. ¿Qué había visto Álvaro en aquella mosquita muerta de su prima? De acuerdo, era una chica muy guapa, dulce, tranquila. Una buena chica. Eso Ada lo admitía. En su casa siempre habían querido mucho a la prima Violeta. Nada que ver con la propia Ada, demasiado inquieta, rebelde y contestataria. «No sé cómo te aguanta Álvaro», le habían dicho miles de veces sus amigos, su madre, la familia. Y quizá todos ellos tenían razón y por eso se marchaba a Malaui, porque era, en realidad, una insatisfecha y no se aguantaba ni a sí misma. Tenía que creer que hacía algo por los demás para sentirse valiosa ante sus propios ojos. Siempre había sido así. Era verdad. ¡Qué poco se quería, entonces!
Ada lloró más fuerte. Se levantó de la cama para ir al cuarto de baño. Abrió el grifo del lavabo. Apenas pudo ver su propio reflejo en el espejo, con los ojos anegados en lágrimas y la cara congestionada por el llanto, llena de churretones. Se refrescó. Orinó. Y siguió llorando. Pero, ¿qué pintaba ella en ese remoto, perdido, pequeño y desconocido país africano? Malaui. Estaba loca. Loca de remate. Realmente no quería ir allá. Realmente lo que quería era estar con Álvaro. Siempre con él. Ahí mismo, en la cama donde habían dormido juntos tantos días, semanas, meses, años...
—Te irá a recoger al aeropuerto alguien del orfanato.
Moncho y Ada bebían una taza de té sentados a la mesa de la cocina del apartamento de Ada. La pila del fregadero rebosaba, abarrotada de vajilla sucia. Ada había sido sorprendida en pijama, a punto de irse a la cama.
—El viaje es un coñazo —siguió diciendo él—. Más de un día perdido entre aviones y esperas. Cuando llegues a Barajas, pide también el billete de embarque para el resto de los vuelos: en Ámsterdam irás muy justa de tiempo y, de paso, así evitas cualquier problema que pueda surgirte en Nairobi. En el aeropuerto de Nairobi vas a coincidir con unas monjas de la misma congregación que las del orfanato. Pégate a ellas. Eso te vendrá muy bien para aligerar los trámites de aduana en Lilongüe. En Malaui, la religión sigue abriendo casi todas las puertas.
—Tengo miedo —dijo Ada, un poco estúpidamente, retorciéndose el pelo con nerviosismo.
—No seas tonta. Eres una chica muy valiente y todo va a salir de maravilla. Yo te admiro. Me das envidia.
—¿Lo dices en serio?
—Pues claro. Además, tener miedo es natural. Te enfrentas a una situación desconocida. Lo normal es sentir miedo. Pero lo importante es vencerlo y seguro que tú vas a saber hacerlo muy bien.
Ada se puso tierna. Las palabras de Moncho la hicieron sentir blandita, sensible. Era agradable escuchar algún elogio, alguna cosa bonita, después de tantos días oyendo a los demás llamarla loca o inconsciente. Se fumaron un porro tirados en el sofá. Vieron algunas fotos de Malaui en la pantalla del televisor. Revisaron juntos la documentación. Repasaron los pasos a seguir y terminaron en el dormitorio, en la cama de ella, echándose un polvo extraño y precipitado. Moncho eyaculó enseguida.
—Joder, tía. Lo siento. Te tenía muchas ganas.
A Ada no le importó. En ese momento prefería la ternura a la pericia. Repitieron. La segunda vez fue mucho mejor. Moncho resoplaba sobre ella, jadeando con fuerza.
—Me gustas un montón. Llevo mucho tiempo pensando en ti —le dijo él.
—Ha sido muy agradable estar contigo, pero prefiero que ahora te vayas a tu casa, Moncho. Duermo mejor sola, ¿eh? Nos vemos mañana en la fiesta. La fiesta, ¿recuerdas?
La fiesta. Una gran fiesta de despedida con todos sus amigos. Algunos llegados de fuera. También estaría su familia. Ada había reservado el comedor de un pequeño restaurante. Nada de lujos. Un local modesto, incluso algo cutre, en una de las calles del casco antiguo; un restaurante de menú de diario y comidas caseras. Pero después de la cena —de picoteo, en plan bufé— retirarían las mesas y uno de sus amigos pincharía discos. Bebida a discreción. No lo pagaba ella sola, claro. La familia y los amiguetes contribuían. Una hermosa despedida. Por supuesto que Álvaro y Violeta no asistirían. Pero sí que estaría el bueno de Moncho. Lo pasarían bien. Seguro.
Y dos días después, a Madrid. Dormiría allí, en Madrid, en casa de unos amigos que no podrían acudir a la fiesta y de los cuales deseaba despedirse. Al día siguiente la acompañarían al aeropuerto y empezaría su aventura. Ada no podía evitar experimentar un vivo nerviosismo cada vez que pensaba en ello.
Tuvo que pagar exceso de equipaje. Ya contaba con que ocurriría. Le habían advertido que se llevase de todo, que en Malaui uno no sabía nunca lo que podría encontrar. Además, ya se había puesto en contacto con las hermanas del orfanato, vía correo electrónico, y estas le habían hecho lo que a Ada le habían parecido miles de encargos, algunos de ellos un tanto insólitos tratándose de unas monjas. Marie Brizard. Dos botellas —muy pesadas, por cierto— de Marie Brizard y otras tantas de moscatel. Y un surtido de cremas corporales hidratantes y emolientes. Y turrón, del de «vuelve a casa por Navidad». Y un traje de caballero. Y cuadernos y gomas de borrar y lapiceros. Y latas de sardinas, de atún y de fuagrás. Unas monjas muy originales. También llevaba mucho peso en libros. Libros de solaz y de consulta. Y medicamentos varios: gasas, tiritas, antisépticos y antibióticos, antidiarreicos, tampones y compresas y un sinfín de cosas más.
El vuelo Madrid Ámsterdam salió con retraso. Una vez en el avión, hubo nerviosismo general. Casi todos los pasajeros tenían conexiones muy ajustadas de tiempo con otros destinos. Ada escuchó nombres exóticos: Kuala Lumpur, Yakarta, Denpasar. Se oían muchas protestas. El piloto habló a través del sistema de megafonía. Dijo que intentarían recuperar el retraso si las condiciones de navegación aérea lo permitían; la mayoría de los enlaces eran para vuelos de larga distancia y esperarían a sus pasajeros.
—Yo vuelo a Nairobi. Y desde allí a Lilongüe —explicaba Ada a sus compañeros de asiento.
Pero nadie sabía dónde quedaba Lilongüe. Un lugar más remoto y perdido que Kuala Lumpur, Yakarta o Denpasar.
Finalmente el avión aterrizó a tiempo en Ámsterdam. Aun así iba muy justa. Se trataba de un aeropuerto inmenso, ultramoderno. Ada emprendió una loca carrera. Recorrió varios andadores y siguió corriendo, jadeante. Se le caía la mochila que llevaba como equipaje de mano. El Marie Brizard, comprado en el duty free de Barajas, pesaba como un muerto y se agitaba amenazando romperse. Ella lo hubiera estrellado contra el suelo de haber cedido a sus impulsos. Esas monjas caprichosas... Llevaba también un maletín con el ordenador portátil. No podía más.
Pero pudo. Ya estaba instalada en su asiento junto a la ventanilla, en un boeing de la Kenya Airways con azafatos negritos sonrientes y educados. Mucho europeo nórdico (con pinta de ir de safari) entre los pasajeros. A su lado, una viejecita danesa con aspecto de niña asustada y algo despistada, ataviada con un chaleco de camuflaje lleno de bolsillos inverosímiles, que no se parecía en nada a Karen Blixen.
—Viajo desde Copenhague para visitar a unos amigos establecidos en Nairobi —le explicó a Ada.
Fue un vuelo agradable. Un vuelo nocturno con más de la mitad del pasaje roncando alegremente gracias a la ayuda de tranquilizantes y somníferos. Pero Ada había decidido no tomarlos: no estaba segura de poder controlar sus efectos y necesitaba permanecer lúcida y despejada. No le importaba dormirse algunas horas, pero quería despertar sin telarañas en la cabeza. Viajaba sola.
Cada asiento disponía de una pequeña pantalla para poder entretener las horas de vuelo con algún reportaje o alguna película, pero Ada prefirió concentrar su atención en el simulador de ruta. Un pequeño avión de color rojo avanzaba sobre la superficie amarilla de un mapa de Europa. El puntito rojo se dirigía, veloz, hacia los Alpes para salir al mar Mediterráneo a la altura de Marsella. Luego, la pantalla mostraba un mapa a mayor escala donde aparecía la ruta completa. Europa, África, Nairobi. Ada se adormeció con la mirada fija en las evoluciones del avioncito rojo. En sus ensoñaciones imaginaba cómo sería África en realidad. La excitaba pensar en esos nombres remotos: atravesarían Egipto, Sudán, volarían sobre el lago Turkana y sobre el Monte Kenia antes de aterrizar en Nairobi. Pero era de noche. No vería ninguno de esos lugares míticos. Era curioso. Era como un sueño. Sabía que atravesaba el corazón más caliente de África y que no podría verlo.
El aeropuerto de Nairobi exigía a gritos una actualización. Se trataba de un pasillo larguísimo, oscuro y despintado, flanqueado por modestos tenderetes de artesanía local y algunas perfumerías de escaso nivel, supermercados y poco más. Era el duty free de uno de los principales aeropuertos del continente africano. ¡Qué cutre, Dios mío! Si aquello anticipaba lo que iba a encontrar en Malaui... Ada lo recorrió de arriba abajo, cargada con su mochila (¡dichoso Marie Brizard!) y con el ordenador portátil. Ya se notaba que aquello era África. No eran solo las caras negras. En la atmósfera flotaba otro olor. Y había pequeñas señales de arbitrariedad por todas partes. En el control de embarque los funcionarios habían sido muy estrictos, descalzando y palpando a algunos pasajeros, pero habían pasado olímpicamente de las normas de uso de líquidos. A ella ni siquiera le habían pedido su bolsita de plástico transparente de veinte por veinte con la pasta de dientes, el colirio y la crema hidratante.
En la sala de embarque divisó tres tocas de monja algunas filas por delante de la suya. «Ahí están, tienen que ser ellas», pensó. No le apetecía mucho saludarlas, unirse al reverendo grupo, iniciar una conversación tópica y estereotipada. Pero desechó esos prejuicios. Aquello era África. Estaba sola. Necesitaría apoyo. «Bien», se dijo. «Ahí están. Las mantendré controladas visualmente y cuando quede poco tiempo para subir al avión las abordaré».
Eso hizo. Las monjas eran muy simpáticas, tímidas y sonrientes como niñas. Dos malauíes y una filipina bastante guapa. Ellas no estaban destinadas en el orfanato pero pertenecían a la misma congregación. La esperarían a la llegada a Lilongüe para echarle una mano con los trámites de aduana.
Era la última etapa del viaje. Nairobi-Lilongüe con escala en Lusaka, Zambia. En Lusaka bajaron y subieron pasajeros, pero a ellos no les permitieron abandonar el aparato. Ada se entretuvo curioseando. Subió un equipo de limpieza a hacerse cargo de los aseos y a pasar —pero solo un poco— un rudimentario aspirador por la moqueta que alfombraba la cabina de pasajeros. Luego Ada vio cómo cargaban un féretro blanco, lujoso, en la bodega del avión. Una comitiva de indios, que después subió a bordo, acompañaba al féretro. Curioso. Vida y muerte siempre presentes. El muerto, en su caja, entre el equipaje; los vivos, tomando un aperitivo de naranjada y cacahuetes a bordo del avión.
Malaui. Por fin. Aeropuerto de Kamuzu. Sorprendentemente moderno. Pero era una apreciación que pecaba de optimista. Instalaciones nuevas y atractivas, sí; sin embargo, no funcionaban los sistemas electrónicos y el personal de tierra era todavía más anacrónico y arbitrario que el de Nairobi. Menos mal a las hermanas. Ellas la salvaron del apuro.
Malaui. Una furgoneta cargada con Ada y unas alegres monjitas atraviesa paisajes de tierra roja bajo un hermoso cielo azul.