Capítulo 14

Haxi y yo hemos aprovechado dos días de fiesta que nos debía el hospital para hacer una visita a sus parientes en la aldea de Chikoko.

Solo el desplazamiento ya ha sido una gran aventura. A la ida hemos tenido que coger tres mini-van, con los habituales tiempos de espera entre mini-van y mini-van y con los inconvenientes propios de cada una de ellas. Aunque por lo menos no ha llovido. Y hemos ido comiendo durante el viaje. Que si una banana por aquí, una panocha de maíz por allá o un huevo duro. Menos mal que habíamos salido muy temprano, casi al amanecer. Y al llegar hemos tenido que andar más de cuatro kilómetros. El paraje era precioso pero hacía muchísimo calor. Se trata de una zona cercana al lago, húmeda, exuberante, llena de árboles y cultivos pero muy calurosa.

En la aldea nos esperaban. Haxi había avisado a Christopher, el maestro, de nuestra llegada. Ha sido al primero que hemos ido a saludar. Yo iba muy bien aleccionada por Haxi y sabía perfectamente cómo debía comportarme. O al menos eso creía. La casa del maestro era una casa cómoda y moderna (para lo que son estas cosas en Malaui; desde luego, en Europa no habría sido portada del Elle Deco). Nos han acogido con cortesía. Su mujer también es maestra y tienen dos niños. Yo tenía que entrar y sentarme (en una silla o en el suelo) y esperar a que los dueños de la casa me saludasen con el Mu li bwanji, cogiendo mis manos. Entonces era cuando debía entregarles mi obsequio. Y más o menos eso he hecho. Después de un ratito de conversación, Christo nos ha propuesto enseñarnos la escuela. Era lo que más ilusión me hacía.

Como siempre, nuestro paso ha causado revuelo. Todavía no me he resignado a ser el centro de atención. Yo me siento cada día más unida a ellos pero ellos me siguen viendo muy diferente.

La escuela es una especie de nave alargada, muy básica, dividida en sucesivas aulas. Era lo esperado. Paredes y pizarras llenas de desconchones. Viejos pupitres de madera en las aulas donde los había, porque en otras los niños se sientan en el suelo. Casi siempre el libro y el cuaderno son para compartir entre varios alumnos. Christo nos ha comentado que hay mucho absentismo. Muchos niños viven muy lejos, otros no pueden comprar un cuaderno —y eso es imprescindible para asistir a la escuela—, y a otros los necesitan en sus casas para trabajar. Algunos de los que acuden se quedan a dormir allí mismo, en su aula, para evitar tanto ir y venir.

Como la escuela se les está quedando pequeña, han construido chozas de paja para habilitar más aulas. Así que cuentan con la nave grande de ladrillo rojo y con las chozas. La oficina de los maestros es una pequeña cabaña circular con un árbol en su interior y tres viejos pupitres de madera. Es un lugar pintoresco, abarrotado y oscuro pero bastante fresco y acogedor. Sentados en los tres pupitres de esta oficina silvestre, le entregamos a Christo nuestro regalo: unos paquetes de cuadernos para esos niños que no se los pueden comprar. El maestro nos lo agradece con una sonrisa, pero nos dice que esos cuadernos no los va a regalar. Se los venderá a los niños a mitad de precio. Es bueno que aprendan que todo tiene un valor. Aunque sea casi simbólico, dice. Y con el dinero recogido plantarán algunos árboles de mango, para que puedan comer fruta todos los niños de la escuela.

Estamos invitados a comer en su casa. Y es la ceremonia de siempre. Nos ofrecen agua para lavarnos las manos. Pero hay arroz con huevos duros y salsa de tomate en lugar de nsima, y cada uno tiene su plato y su cuchara. El hogar de Christo es un hogar moderno, casi occidental. Todo está muy rico, pero no podemos tomar demasiado porque luego nos volverán a dar de comer los familiares de Haxi. Y comemos los tres allí, sentados en sillones, delante de una mesa baja. La esposa del maestro no come con nosotros. Las mujeres y los hombres no comen juntos en Malaui a no ser que una sea la invitada. Y es siempre el hombre el que agasaja a los invitados.

Aún hay que recorrer un par de kilómetros más para llegar a la casa de Haxi. Yo me siento un poco nerviosa. Haxi les ha dicho que soy su prometida. No tengo ni idea de cuáles son las costumbres de aquí con respecto al noviazgo y al matrimonio. Está claro que se casan pero ya no sé nada más sobre el tema. La situación me incomoda. «¿Les has dicho que soy blanca, seguro que se lo has dicho?». Haxi se ríe. Mis nervios le hacen gracia. «No te rías, Haxi, capullo. Que estoy metida en este lío por ti. Y no se te ocurra separarte ni un momento de mí. ¿Y cómo nos vamos a entender, si ellos solo hablan chichewa y yo casi no sé? Me parece que me voy a dar media vuelta».

Pero Haxi me tira de la coleta y me atrae hacia él. «No tengas miedo, tonta. Si no tienes que hacer nada. Solo lo que haces siempre».

Ya se ven las casas a lo lejos. Son chozas de planta cuadrada, paredes de barro y techos de paja. Por el camino se adelantan un hombre y algunos niños. Es el tío de Haxi. Yo saludo poco, con una sonrisa, porque el saludo oficial llegará cuando me haya sentado en el lugar preparado para el recibimiento. Los críos saltan y chillan, excitados. Seguro que piensan que Haxi tiene una novia muy fea. Chilombo. Por fin, llegamos.

Un poco antes de llegar a las casas hay una especie de pérgola hecha con cañizos. Una gran estera cubre el suelo. Nos indican que nos sentemos en ella. Nos descalzamos. Y empiezan los saludos y el reparto de regalos. Ellos recogen su regalo y no lo miran, mostrando gran pudor... Pero los críos no, ellos son diferentes. Los críos abren los caramelos, se pasan los balones y encuentran el regalo estrella. ¡Quién me lo iba a decir! Un puzle. Como no saben de qué va la cosa, se lo he intentado explicar. Entre gestos, mi chichewa básico y su inglés básico, aún nos hemos apañado. Lo que no entendían ellos era por qué había que romper el dibujo si ya estaba hecho. No le veían el chiste a eso de recomponerlo. Así que el puzle se ha quedado sobre la estera, un poco abandonado, mientras nos hemos ido a comer.

Además de la choza principal, la casa, la familia de Haxi posee una choza circular, independiente, que sirve de cocina y otro edificio más donde está instalada la ducha. Han insistido mucho para que me refrescara en ella. La cabaña es original y bonita. El piso está pavimentado con piedras planas de distintas formas y colores que crean un efecto muy agradable y las paredes son estacas de madera viva llenas de hojas verdes. La palabra ducha es más bien un decir, porque allí se funciona con un gran barreño de agua bastante tibia y algo turbia y un pozal. Más lejos, fuera ya del perímetro de la aldea, está situada la letrina común. Preferiría no tener que utilizarla y buscar un lugar más silvestre (y limpio) para mis evacuaciones, pero creo que no estaría bien visto.

Hoy han matado un pollo en mi honor. Haxi, su tío (que era el que hacía los honores) y yo hemos comido en la habitación principal de la casa, los tres solos. Una estancia amplia, fresca y desnuda de muebles a no ser por la gran estera que alfombra el suelo. Desde ella se accede a las otras habitaciones: una especie de almacén y lo que parece una alcoba. Tengo que decir que me ha costado bastante comprender que el tío de Haxi era verdaderamente su tío, porque para Haxi casi todos los hombres mayores de la aldea son padre, casi todas las mujeres, madre, y los jóvenes hermano o hermana. Supongo que esto tiene que ver con su concepto tan extenso de la familia. Las mujeres han comido en grupos, juntas, con los niños pequeños, separadas de los hombres.

Al salir de la casa después de comer he visto a un par de chavales enredando con el puzle. Parecían muy interesados. Total, que al final todo el mundo ha hecho corrillo alrededor del puzle, opinando sobre el lugar que correspondía a cada pieza e intentando montarlo, vaya. Incluso han llegado a discutir un poco entre ellos y a acalorarse. Y bueno, han tardado un par de horas en lograrlo. Todo un récord si tenemos en cuenta que se trataba de un puzle ¡de doce piezas! Pero al final se lo han pasado muy bien con el puzle y por lo tanto ha habido fiesta. Reunión, tambores, cerveza, risas, danzas. La cerveza era casera. Al principio su sabor me ha resultado horrible, pero después de unos tragos ya no me ha parecido tan mala. El jolgorio ha durado un buen rato y ha sido divertido. Gente maja, sencilla, cordial. Han compartido conmigo lo poquísimo que tienen con alegría.

También he conocido a las dos hermanas pequeñas de Haxi. Las otras están internas en un colegio en Lilongüe. Dos niñas muy ricas, parecidas a él. Eunice y Lucía. Creo que vendremos más veces a visitarlas.

Luego, Haxi y yo hemos llegado dando un paseo hasta el manantial que abastece de agua a todas estas aldeas. Estaba lejos, pero el paseo ha merecido la pena. Es uno de los paisajes más bonitos que he visto en Malaui. Y el lugar donde brota el manantial era un sitio precioso, verde, fresco y bucólico.

Al volver hemos conocido a la abuela de Haxi. La llaman Gogo, aunque en realidad ese no es su nombre. Gogo, en chichewa, significa abuela. Hemos cenado en su casa, con ella. Gogo es una viejecilla bastante digna, delgada, de porte erguido. No tiene demasiadas arrugas (seguro que no es tan vieja) pero se nota que es mayor porque casi no tiene dientes. Y es muy risueña ella, así que exhibe sin complejos su boca desdentada. Ha tenido que ser una mujer guapa y alegre. Es la madre de la madre de Haxi. La mujer más vieja del clan (del clan materno de Haxi) y por eso tiene un gran prestigio.

El tío de Haxi me ha dicho que puedo dormir en la casa, sobre la estera de la estancia principal donde hemos comido. Han dejado una manta para mí. Pero todavía no tengo sueño. A pesar del cansancio del día, del madrugón y de las emociones, me apetece contemplar un rato las estrellas con Haxi. ¡Son tan hermosos los cielos de Malaui! Y hoy, en Chikoko, no ha llovido. El sol brillaba con fuerza. Ahora el cielo está despejado. Brillan las estrellas. Haxi conoce las constelaciones. Son distintas a las que veo en el cielo de España. Y aquí, en el Sur, se distingue muy bien la mancha blanquecina de la Vía Láctea. Se hace tarde. Regresamos a la casa y Haxi se cuela en su interior y se acuesta sobre la estera, en un rincón, para compartir el lecho conmigo. ¿Es correcto?, le pregunto. «Es correcto. Todos lo suponen».

¡Cuánto me alegro!

Tenemos que volver a madrugar al día siguiente. Por la mañana, me despiertan las cosquillas y los abrazos de Haxi. Está amaneciendo. En mi vientre noto la presión de su mango duro. Degusto el fruto con placer. ¡Hmmm! Dulce sexo al despertar. Mete-mete. Me produce dolor. Mis pechos están tersos y sensibles. Quizá esté ovulando. El DIU me mantiene a salvo de sobresaltos. Y el dolor se convierte en placer y siento que algo estalla en mi interior. Pero tenemos que irnos. El viaje de regreso es largo.

La familia de Haxi en pleno nos acompaña a lo largo de los casi seis kilómetros que separan la aldea de la carretera. Gogo ha querido cargar con mi mochila. Es un honor. Y el camino se ha hecho más corto gracias a la compañía. Zikomo, zikomo kwambiri, exclamamos todos al despedirnos. Espero que podamos volver pronto. No son tantos kilómetros. Pero en Malaui pueden ser una aventura. Total, la última mini-van que hemos cogido en el cruce de Lilongüe se ha averiado a mitad de camino, cuando ya estaba anocheciendo. Había solo dos alternativas, porque pasar la noche en la mini-van era impensable. Una, esperar a que parase otra mini-van. Difícil, porque éramos más de veinte personas y no cabríamos todos. Dos, andar unos veinte kilómetros hasta llegar al hospital. Bueno, pues hemos andado. Ha sido una caminata romántica a la luz de la luna. Haxi se orienta bien. Estos malauíes tienen visión nocturna. Así que hemos hecho el camino de la mano, muy juntos, en buena armonía. ¡Qué se le iba a hacer! Y al final hemos tenido la suerte de hacer los últimos ocho kilómetros en un pick-up que nos ha parado.