Capítulo 18
Joel está en casa conmigo. Ya han empezado las vacaciones de Semana Santa y ha dejado de llover. Durante los próximos siete meses no volveremos a ver una gota de lluvia. Y el verdor ha durado poco más de quince días. Pero eso sí, han sido quince días mágicos de paisaje verde y mucho sol. Ahora vivimos otra vez en un país desértico, ocre rojo, amarillo y polvoriento. La vegetación ha desaparecido y las hojas de los árboles se han cubierto de una capa opaca y grisácea que los hace parecer viejos y deslucidos. En Malaui hay dos opciones: polvo o barro, según estemos en época seca o en época de lluvias. No existen más alternativas. Tengo que tener mucho cuidado con este sol que abrasa y me achicharra la piel y el pelo. Crema hidratante a kilos, cacao para los labios y un pañuelo o un sombrero para la cabeza. Hay polvo otra vez hasta en mi cepillo de dientes.
Actividad frenética. La gente ha recogido sus cosechas y los estómagos están llenos. Solo tenemos un niño ingresado en el pabellón de mal nutridos... Algo fantástico, como unas mini vacaciones para todos los del equipo.
La hermana Celsa me dejó utilizar el viejo Land Rover para ir a recoger a Joel al orfanato. Haxi vino conmigo. Yo estaba nerviosa. Para mí era muy importante que el niño se sintiese a gusto y contento. Ya he iniciado los papeleos para tramitar la adopción. Sobre ese tema no tengo ninguna duda. Pase lo que pase, veo claro que Joel y yo tenemos que estar juntos.
Hacía tiempo que no conducía un coche. Encima por la izquierda. Nerviosa y cagada de miedo. Menos mal que Haxi no lo sabía y que él iba tranquilo y ufano a mi lado. Y en situaciones así, ya se sabe, lo mejor es disimular y hacer como que una controla y no pasa nada. Bueno, por fin llegamos al orfanato. Lo primero de todo fue ver a Kiss y al padre James. Los dos estuvieron estupendos con Haxi y conmigo. Nos acompañaron a buscar a Joel. La hermana Rosaura y Crista nos esperaban. Estuvimos las tres charlando un buen rato. Luego, fue lo de siempre. Saludos y más saludos. Todo el mundo contento de verme. Mi querida y gorda Zora, Gwendoline, Khala, Amelia, Paula, los niños... Hasta Teresa y Kandy se mostraron simpáticas y cariñosas conmigo y con Haxi.
Comimos en casa de Kiss, quien no me permite hacerlo en ningún otro sitio cuando voy por allí. Creo que Kiss se considera «mi pariente» en Malaui y se siente responsable de mí. Y la verdad es que es así. Kiss, Celsa y el padre James son algo parecido a familiares, ahora que estoy tan lejos de España, y los mejores amigos que hubiera podido imaginar. Yo se lo agradezco infinito. Como ya suponía que Kiss nos iba a invitar, habíamos llevado un montón de fruta y de carne para la ocasión y algunas botellas de cerveza. Fue una auténtica fiesta. También estuvo el padre James y comimos todos juntos en la minúscula salita que ella comparte con sus otras dos compañeras. Lili, Joel y Miranda, jugueteaban por el patio, entre pollos y gallinas. Los demás ayudamos a Kiss en lo que pudimos.
A la vuelta íbamos mucho más relajados. Al menos yo. Joel se durmió en los brazos de Haxi. En Chipatala habíamos preparado la habitación para recibirle con dibujos pintados por Haxi y dos camitas, una para el pequeñajo y otra para Chilaya. Joel no está acostumbrado a dormir solo. Así que ya estábamos la familia al completo. La familia de verdad. La pequeña familia que vamos a formar Haxi y yo.
Están siendo unos días deliciosos. Tenemos poco trabajo y eso me permite ocuparme de Joel. Chilaya me ayuda. Cocinamos juntas. Ella me enseña a preparar la comida malauí y yo he intentado enseñarle a guisar legumbres. Sí, garbanzos. Pero eso ha sido un fracaso, porque ni a Haxi ni a ella les gustaron y les produjeron mucha pesadez de estómago. Probé otro día con macarrones (los famosos macarrones del contenedor) y nada, tampoco tuvieron éxito. Así que como a mí no me importa tomar nsima, eso es lo que comemos ahora en casa. También arroz y ensaladas para romper un poco con la monotonía de tanto maíz.
Joel corretea por ahí y juega con otros niños, hijos de trabajadores del hospital, que ahora tienen vacaciones escolares. Por la tarde, Chilaya y yo los reunimos a todos y organizamos algunos juegos que se le ocurren a ella. Chilaya es un encanto. No sé qué opinará sobre el hecho de que su hermano tenga una novia blanca. Supongo que nada, que después de la curiosidad inicial ahora me admite con naturalidad. ¡Son tan educados los malauíes! Tan educados, tan corteses... Creo que si hay algo que los define como cultura es eso, su exquisita educación, su exquisita cortesía, su exquisita paciencia. Ya puedo cometer mil torpezas y mil desaguisados fruto de mi carácter impulsivo y desigual. Ellos lo comprenden y lo disculpan todo. Yo soy mzungu, blanca. Me perdonan porque saben que soy distinta. La discriminación positiva juega a mi favor. Ya nos gustaría a nosotros, ya, ser así de hospitalarios y generosos con los que vienen a nuestro país, sea a lo que sea. Por ejemplo, yo quería pagarle unas kwachas a Chilaya por ayudarme a cuidar a Joel. No por nada, es lo que hubiera hecho en España en el mismo caso. Pues no ha habido manera. Haxi y Chilaya estaban de acuerdo. Joel es de la familia. Para ellos es absurdo cobrar por cuidar a alguien de la familia. Se trata de una honorable obligación. Así que solo he podido agradecérselo comprándole un vestido nuevo y un collar hecho con semillas. Bueno, pues ella también me ha ofrecido un regalo a mí para corresponderme: un bonito tablero de madera con un trípode para jugar al bao, que es un juego parecido a las damas (por explicarlo de alguna forma) aunque en lugar de fichas se usan pequeños cantos rodados y que tiene una gran tradición en Malaui.
Todo llega a su fin. La Semana Santa se ha terminado y Joel ha vuelto al orfanato. De momento. Los trámites de adopción están en marcha. Pero me ha costado muchas lágrimas separarme de él. Me he quedado floja, desmadejada, sensible, emotiva. Y ayer estallé, comportándome como una estúpida.
A media mañana se presentó en el pabellón de mal nutridos una mujer joven con su nena de unos quince meses. La joven venía andando descalza desde muy lejos, con su hija a cuestas. Estaba embarazada. Tenía las piernas tan hinchadas que apenas podía caminar. Parecía muy enferma. Las dos, la madre y la hija, iban muy sucias; el chitenyi, lleno de meados, estaba tan rasgado y envejecido por el uso que no sé cómo podía sostener a la nena. Nos hicimos cargo de Eveless, que así se llamaba la cría, mientras Yankho examinaba a la madre. Ambas eran poco comunicativas, hurañas. Eveless gimoteó al separarse de su madre. Se quedó de pie, rígida, plantada con las piernas abiertas para mantener el equilibrio y se meó de miedo, allí mismo, a chorro, en el patio del pabellón. Así que Haxi aprovechó para bañarla delante de las otras madres de mal nutridos recién llegadas en plan lección práctica de aseo. Y algo se rompió en mi interior. Me acordé de mi precioso Joel. Me acordé de todos los niños españoles que conozco, hijos de mis amigos y de mis primos. Me acordé de la pequeña Violeta recién nacida, a quien ni siquiera he visto, y pensé en lo injusta que es la vida, que algo accidental como nacer aquí o allá marque una diferencia tan brutal entre unos y otros. Y empecé a llorar de pena y de rabia delante de todos, de las madres, de los niños, de Haxi, de Phala, de Yankho. No podía dejar de llorar. Intentaba contenerme, de verdad que hacía serios esfuerzos, pero no podía. Salí del pabellón. Nada. Seguía llorando. Pensaba en Joel. Joel también había llegado desnutrido y enfermo al orfanato, pero entonces era demasiado pequeño incluso para asustarse. Sin embargo, la historia de Eveless bien podía haber sido la suya.
Volví a entrar. Phala alimentaba a Eveless con un cuenco de chiponde. Habían envuelto a la niña con unos trapos. Otra vez sentí un nudo en la garganta. Para disimular, rebusqué entre las cajas de cartón donde guardamos ropa infantil algo que sirviese para vestirla. Aquello era un desastre. Ropa de contenedor. Todo era demasiado grande o demasiado pequeño o demasiado abrigado. No encontraba nada adecuado. Tendí a Haxi un pañal desechable sin decir palabra. En Malaui los bebés no usan pañales, usan trapos. Haxi se lo colocó bastante desmañadamente. Eveless no parecía muy cómoda. Una camiseta rosa. La tripita estaba tan gorda que la camiseta apenas se la cubría. Unos pantalones cortos, amplios, con goma. Por fin, en la cara de Eveless se dibujó algo parecido a una sonrisa. Y otra vez yo a llorar sin parar. Lo curioso es que allí todo el mundo me miraba sorprendido pero nadie decía nada. Ni siquiera Haxi.
A la mamá de Eveless le estaban haciendo una ecografía en el ecógrafo del contenedor maravilloso, la Kaaba. Y, sorpresa, no estaba embarazada. Era ascitis. Retención de líquidos. Cinco litros extrajo Yankho de su barriga. El hígado cirrótico y hecho polvo. Y el problema: ¿Cómo iba a volver a su casa sin barriga? Todo el mundo, incluida ella misma, pensaba que estaba embarazada. ¿Qué le iba a decir a su marido? Yankho tenía que hablar con él y explicárselo. Había que ir a avisarle a la aldea donde vivían. Así que Haxi se montó en una de las bicicletas propiedad del hospital y se marchó a la aldea, situada en la quinta puñeta, a buscar al marido.
La historia de Eveless de momento no ha tenido mal final. Por fin llegó el papá. Yankho habló con él y le explicó. Como ya se había hecho muy tarde, se quedaron los tres a dormir en el hospital y a la mañana siguiente se fueron a su aldea. Les dimos una garrafa con aceite, un saco de harina de maíz y varias bolsas de papilla, jabón y ropita para la niña. Dentro de quince días las esperamos para la revisión.
En cuanto a mí, me sentí muy avergonzada por haber tenido esa reacción lacrimógena tan fuera de lugar. ¿Por qué, a estas alturas? Todavía no lo sé. No lloré cuando se murió Oris, aquel bebé, mi primer desnutrido en el orfanato, ni tampoco lo he hecho en otras ocasiones tan dramáticas o más que esta. Supongo que se sufren altibajos. El caso es que a Haxi le dio por pensar que tal vez yo estuviera embarazada. A veces las mujeres tienen reacciones emocionales exageradas cuando se quedan preñadas. Pero no, no es el caso. Llevo puesto mi DIU. Le expliqué que era mejor esperar un tiempo, arreglar las cosas de Joel, adaptarnos primero a esa situación. Son razonamientos difíciles de aceptar para un malauí. Para ellos un hijo siempre es bienvenido, una alegría, aunque no tengan con qué darle de comer; especialmente para el padre es una forma de demostrar su valía como esposo y como hombre.
Y no todo es trágico. El próximo domingo volveré a ver a Joel. El sol brilla sobre Malaui. Ahora el día es un poco más corto. Es el invierno austral. Pero las noches siguen siendo de Haxi y mías. Y la luna nunca miente en esta mitad del mundo.
Me traje de España libros y algunas películas que podemos ver en el portátil, en inglés para que Haxi pueda entenderlas. De todas las que tengo aquí su favorita es Náufrago, la de Tom Hanks. Es curioso, porque en Malaui triunfan las películas de mucha acción y poca complejidad argumental, sobre todo las de artes marciales orientales tipo kung-fu y las de polis buenos contra malos, y en Náufrago el protagonista está solo y apenas habla durante más de la mitad de la película. Pero yo creo que a Haxi le gusta precisamente por eso. La mímica es muy buena y transmite muchos sentimientos al espectador. A Haxi le hace gracia ver cómo se lo monta Tom Hanks para sobrevivir en su isla desierta. Un occidental en apuros. Seguro que cualquier malauí lo hacía mejor. Hay momentos muy cómicos y otros muy tiernos. Y hay un personaje que a él le encanta: es Wilson, esa pequeña pelota con ojos, boca y pelo pintados con sangre. Una pelota con vida propia. Bueno, pues yo no soy la única llorona del grupo. Que conste que cuando Wilson desaparece en la inmensidad del océano siempre, siempre, y eso que la hemos visto ya muchas veces, a Haxi se le escapa una lagrimita.
Otras noches jugamos juntos al bao o nos organizamos una fiesta con cervezas y música de radio y bailamos reggae y ritmos africanos.