Capítulo 9

El día empieza temprano en Malaui. Sobre las cinco de la madrugada comienza a amanecer. Ada se despierta cuando la luz del día entra por su ventana, cuando los gallos del orfanato inician su canto afónico. Después de ducharse, le gusta visitar el huerto. Se echa de menos la presencia de sor Juana moviéndose entre las veredas, vigilando el crecimiento de los mangos, de las yucas, de las bananas, del maíz. Acariciando el tronco de los árboles y aspirando los aromas del jardín. También se echa de menos la presencia de Chus, sus andares decididos, su mirada penetrante. Y la de Marisa, con su sonrisa y sus maneras siempre amables. Son ya unos cuantos los amigos que se han ido, como actores de un melodrama —la vida—, que atraviesan el escenario, representan su papel y se pierden entre los remolinos del destino. Y el escenario sigue estando ahí, habitado por seres de piel oscura y sonrisa fácil. Es Malaui.

En el orfanato han cambiado algunas cosas. Y algunas de estas cosas son importantes. A la hora de comer se habla en inglés. El español ha perdido influencia y el inglés y el chichewa la han ganado. Teresa, Kandy y Gwendoline utilizan cada vez más el chichewa. Ada sigue aprendiéndolo. Lo nativo triunfa. Es casi imposible contener tras unos muros la vitalidad de un pueblo. Porque la vida late con fuerza en el corazón de África.

Algunos días llueve intensamente. El país está precioso vestido de verde, verde penetrante, verde agua, verde bosque. Salir con la ambulancia los días de clínica sigue siendo una aventura. En el orfanato los críos miran partir a Ada vestida con su chubasquero azul, curiosos, manteniendo la nariz pegada al cristal. Llueve pero no hace frío. Y entre clase y clase los niños se escapan al jardín y regresan mojados y siempre riendo. Rosaura se desespera con los más pequeños. Gwendoline, en cambio, disfruta con la lluvia y con los juegos y Ada y Kiss suben a la ambulancia y se van allá fuera, a las aldeas perdidas entre campos verdes de panochas.

Ahora es el peor momento en Malaui. Ya no queda casi alimento. El dispensario está lleno de niños mal nutridos. Han tenido que improvisar una habitación oscura y mal ventilada para poder acoger a algunos más. A Ada se le encoge el alma cuando entra por las mañanas. Duermen con sus madres o con sus cuidadoras en el suelo sobre esteras de paja. Como los críos no llevan pañales, aquello se llena de moscas y el olor es denso. Hay dolor y tristeza en sus miradas. La felicidad de Malaui no entra en esa pequeña estancia.

Hay trabajo, mucho trabajo. Y las reservas de chiponde y de papilla empiezan a escasear.

Ada ya no come con las monjas. Lo hace en la gran cocina del orfanato con Zora, la cocinera gorda y amorosa, con las pinches y con alguna de las madres practicando el chichewa con ellas y compartiendo sus bromas y sus conversaciones. El chichewa le está resultando a Ada muy difícil de aprender. Es un idioma complicado, lleno de prefijos y sufijos que hacen que varíe por completo el sentido de las palabras. Pero hay algunas muy graciosas y otras muy parecidas al castellano: bueno se dice bwino; niño, ana. Y la pronunciación resulta fácil porque usan exactamente las mismas vocales.

Por la noche cena sola en casa cualquier cosa: una ensalada de aguacates, un tazón de leche con cereales, mientras revisa las fichas o escribe un poco en su diario.

El padre James acude a menudo de visita. Eso dice él. Pero todo el mundo opina que acude a cortejar a Ada. Y cuando él aparece cruzando la verja del orfanato, silbando distraído con las manos en los bolsillos, se oyen risitas contenidas y reluce el brillo de muchas dentaduras blancas.

El padre es atractivo, pecoso y corpulento. Buen conversador. Un hombre sanguíneo y vital. A Ada le agrada y la entretiene. Ella también opina que él la corteja, pero se deja. En África late un sentimiento intensamente erótico, cálido, sexual. Quizá es el olor o es el calor y la humedad, o la falta de luz eléctrica y de televisión (algo hay que hacer, durante las veladas nocturnas, para entretenerse). Pero Ada nota que ese sentimiento la envuelve a ella también y se deja arrastrar por el carisma del padre James.

Él la ayuda muchas veces a clasificar las fichas de los mal nutridos. Trabajan los tres (Kiss también ayuda) en silencio.

—Estas fichas constituyen un material excelente, Ada. Contienen mucha información interesante.

—Sí, pero estos días me siento desbordada.

—Son los ritmos de África. Ya te acostumbrarás. En unos meses terminarán las lluvias, la gente recogerá las cosechas y todo el mundo estará muy atareado y contento. Ya verás. Habrá vacaciones escolares y los críos se irán unos días a sus aldeas. Ritmo africano. Alegría, canciones, mucha vida. Nunca hay prisa. Todo puede esperar a mañana. Eso es lo que los occidentales llevamos peor cuando llegamos a África, ¿eh? Al principio de estar aquí me ponía muy nervioso el sentido del tiempo de los africanos. «Enseguida» se convierte fácilmente en un par de horas; «luego», «pronto», pueden significar, perfectamente, mañana. Y nosotros tenemos prisa, lo queremos todo ya. Ahora que me he acostumbrado, me gusta. Si algo abunda aquí es tiempo. Y gente. Lo que en Europa harían entre dos personas, aquí lo hacen entre cinco o más, con calma, con tranquilidad. Uno trabaja y los otros miran, y a nadie se le ocurre ayudar para hacerlo más rápido, pero tampoco nadie se queja nunca, como allá, cuando las cosas no están.

—Sí, son maravillosos pero también muy irritantes. A veces me cuesta hacerles entender cosas muy sencillas. Por ejemplo con los mal nutridos. Les digo a las madres que cumplir los horarios de las comidas es muy importante, que aunque su niño esté durmiendo hay que despertarle para darle el alimento, que precisamente duerme más porque está muy débil. Pero muchas de ellas no lo entienden, me dicen que sí pero luego no lo hacen. ¿Por qué? Ellas quieren a sus hijos, lo sé. ¿Por qué, entonces? ¿Por qué esa indiferencia que muchas veces les cuesta la vida?

—No lo sé. Pero es una característica general de la gente de aquí. Esa falta absoluta de previsión, ese vivir la vida al día. Son más felices pero no prosperan. Se mantienen gracias a estructuras muy básicas de comportamiento.

—¿Qué significa eso entonces? ¿Que los occidentales somos mejores? Ellos no saben usar la lógica.

—Tienen otra clase de lógica. La de las cosas concretas. Esperan a que las cosas ocurran y entonces las resuelven con bastante imaginación, no creas. Ellos son unos fenómenos para la improvisación, pero son incapaces de anticipar los problemas.

—Pues así no se puede funcionar.

—Tú no puedes funcionar así; necesitas planificación, organización. Pero ellos, sí. Ellos solo necesitan vivir.

—En fin. No lo sé. Será como tú dices. Llevas bastante tiempo aquí.

—Sí. Ya he visto pasar varias épocas de lluvia, de cosecha, de sequía, de calor, de hambre, y luego otra vez más lluvias. Y es así. Al día. Todos bastante alegres de estar vivos. Se complican la vida bastante menos que nosotros.

—¿Qué pintamos entonces nosotros aquí? ¿Por qué no les dejamos seguir su ritmo? Total, tampoco les servimos de gran ayuda.

—Eso mismo me digo yo algunas veces. Nunca pensé convertirme en misionero. Siempre imaginé una vida plácida en alguna vicaría de pueblo allá, en Irlanda del Norte. Una vida plácida como la que llevé de niño. Mi padre era el pastor de la aldea. Y a mí esa vida tranquila me gustaba. Y mira. De los prados verdes de Irlanda a los prados verdes de Malaui en época de lluvia. Y al polvo y al calor de la sequía. Pero yo no afirmaría con tanta rotundidad que no servimos de ayuda. Mira este orfanato, Ada. No dirás que no sirve de ayuda.

—Pero es una ayuda falsa. Una ayuda muy restringida, muy localizada... Una gota en un mar inmenso.

—No puede ser de otra manera. Pero aun así es valiosa.

—Pues yo no lo tengo tan claro... No sé, tampoco tengo una opinión completamente formada, aún llevo aquí poco tiempo. Pero algo falla, dentro y fuera, y necesito saber qué es.

—A lo mejor fallas tú porque quieres un imposible. También te falla el entorno. Este orfanato no es tu sitio. Quizá no debieras haber venido a un orfanato de monjas católicas. Eres un espíritu rebelde y encajas mal aquí.

—Me llevo bien con mucha gente. Los niños me quieren. Y mira a Kiss y a Joel.

—Te llevas bien con la gente nativa. Pero en definitiva, las que te mantienen aquí son las monjas. Y ellas no te quieren. Quizá Gwendoline, la malauí. Pero las otras no. Te comportas como ellas temen hacer. A ellas, en el fondo, África les da miedo.

—¿Qué debería hacer yo entonces, según tú?

—Buscarte un trabajo aquí, en Malaui, con un sueldo malauí y vivir como una malauí. Eres enfermera. Creo que yo puedo ayudarte.

—¿Cómo?

—Soy muy amigo de la hermana Celsa, la directora del hospital de Chipatala...

—Ya he oído hablar de la hermana Celsa. Un amigo de España también la conoce.

—Chipatala es un mundo diferente a este. Y la hermana Celsa te gustaría. Puedo hablar con ella. Quizá encontremos algo para ti.

—Pero yo no me puedo ir de aquí. No puedo dejar a Joel.

—Vaya. Un problema añadido. Ada, no puedes hacer nada con respecto a Joel a no ser que tú lo tengas todo muy claro. Este es su mundo y tú no debes intentar cambiarlo a no ser que estés muy segura. ¿Lo entiendes, verdad?

—Sí, claro que lo entiendo. No tengo derecho, pero esto me resulta doloroso. Me siento tan impotente...

—¡Vaya!

El padre James abrazó a Ada, que había comenzado a llorar.

Ella se sintió confortada abrazada a ese cuerpo grande y cálido y se dejó consolar. No era coqueteo. Ada había encontrado un amigo.

El tiempo, ese factor abstracto y relativo tan abundante en Malaui, se encargó de encauzar las expectativas de Ada.

A los pocos días de la conversación mantenida con el padre James, se anunció la visita al orfanato de la delegación de un gobierno autonómico español que colaboraba con Malaui a través de una ONG. Los delegados visitarían en primer lugar el orfanato y, después, planeaban viajar a Chipatala. Una buena ocasión para que Ada y el padre James les acompañasen.

Fueron días de muchos nervios. La hegemonía conseguida en los últimos tiempos por las dos hermanas indias cedió paso de nuevo a lo español. España acudía en ayuda de sus monjas. El orfanato necesitaba material escolar y sanitario. El gobierno autonómico enviaría un contenedor que paliaría todas esas necesidades. Así que las dos monjas españolas, Paula y Rosaura, iban nerviosas de aquí para allá preparando el recibimiento. Una visita a las instalaciones, un almuerzo, una exhibición de danzas y un poco de teatro, un entretenimiento que encanta a los malauíes.

Banderas de colores, globos, sonrisas de niños, mujeres con alegres pañuelos en sus cabezas, canciones y tambores. La cara más risueña y estereotipada de África. Desde ese punto de vista la recepción fue un gran éxito. Los componentes de la delegación española se llevaron en sus retinas una imagen de África plagada de negritos sonrientes y de escenas de ¿falsa? ternura. El efecto de los muros del orfanato, implacables. Una realidad contenida en instantáneas tópicas. ¿Acaso puede apresarse la realidad? ¿No fluye como el agua de un río que, al decir de Heráclito, nunca es el mismo pero siempre lo es?

La delegada del gobierno, acompañada por un séquito de tres altos cargos, repartió besos y caramelos a los niños, se dejó fotografiar entre las sisters y prometió un contenedor cargado de cuadernos, lapiceros, leche de fórmula, jeringuillas desechables, pañales, bolsas de suero y un pequeño etcétera más. No eran mala gente. Simplemente representaban su papel.

Y para los malauíes fue también un día memorable. En realidad para ellos toda ocasión que sirviese para romper la rutina, cantar, bailar, dramatizar y hacer algo diferente en lo que participase toda la comunidad, constituía un día memorable. Danzaron las mujeres jóvenes del personal del orfanato, descalzas, al son de los tambores, en el patio principal engalanado especialmente para la recepción. Danzaron los alumnos de sor Paula la coreografía salvaje de un olvidado rito tribal. Y durante la visita a las aulas danzaron los pequeños de Khala, Amelia y la hermana Rosaura. Hicieron miles de monadas dedicadas a los visitantes. Y las hicieron con el corazón, con el deseo puro e ingenuo de dar lo mejor de sí mismos.

Ada y el padre James viajaron hasta Chipatala en la furgoneta que transportaba a los cuatro miembros de la delegación. La delegada era una mujer cincuentona, pragmática y sensata. Permaneció en silencio la mayor parte del tiempo. Sus acompañantes, en cambio, parlotearon muy animados durante todo el trayecto. Mostraron a Ada y al padre James las fotos que habían realizado durante la visita: negritos con sonrisas felices, el huerto (siempre hermoso, mágico y frondoso) de sor Juana, mujeres con tocados exóticos batiendo las palmas, el comedor con su mesa larga y rectangular flanqueada por fiambreras azules y decenas de caritas negras mirando, curiosas, al objetivo de la cámara; el aula de los pequeños inundada de luz y adornada por una enorme cruz. Los chiquillos correteando tras el balón en la explanada que usaban como campo de fútbol. Era el orfanato percibido como un mundo de ensueño, como una visión irreal y perfecta, pensaba Ada. Algo en su interior se rebelaba contra la armonía aparente de aquellas imágenes. Quiso explicarlo en voz alta pero no supo hacerlo y los demás tampoco supieron entenderla. Acaso el padre James, que acudió en su ayuda reencauzando la conversación hacia el tema de las ONG.

—Los gobiernos autonómicos no podemos intervenir en el envío de material a los países pobres a no ser que lo hagamos a través de una ONG o en casos declarados de catástrofe —explicaba uno de los tres altos cargos, el llamado Rafael—. Es un problema. Trabas y más trabas burocráticas, cuando la ayuda se necesita de forma inmediata.

—¿Y no se puede hacer trampa?

Rafael rio.

—¿Trampa? No, es imposible. Hay que presentar un proyecto firmado por una ONG. Un proyecto registrado, avalado. Son cosas muy serias. La gente que compromete dinero necesita las cuentas claras. Hay mucha suspicacia porque ha habido muchos abusos. Y el tema de las ONG está muy controlado. Las ONG no pueden aparecer y desaparecer como si fuesen setas. Han de cumplir una serie de requisitos.

—Yo creía que su virtud residía precisamente en que eran organizaciones no gubernamentales y, por lo tanto, no institucionalizadas, ágiles, flexibles, operativas.

—Pero el gobierno siempre tiene que intervenir para regular. La iniciativa privada es la punta de lanza, pero sin unas instituciones que la respalden resulta inestable y se pueden producir situaciones de abuso. Las ONG pequeñas no pueden mantenerse sin subvenciones. Las grandes... Algunas constituyen verdaderos grupos de poder. El mundo de la solidaridad también tiene sus servidumbres y está sometido a presiones.

—¿Y colaboraciones entre instituciones públicas?

—A eso vamos a Chipatala. A estudiar un proyecto de colaboración entre el hospital de Chipatala y un hospital de nuestra comunidad autónoma. Es la única trampa que nos podemos permitir.

—¿Y en qué va a consistir ese proyecto?

—Es una colaboración centrada en el tema del sida. Y se prevé el envío de material sanitario de segunda mano. El que resulte más preciso. Material sanitario, ropa y comida. Un contenedor lleno de ayuda.

—Que ojalá resulte muy útil —reflexionó en voz alta el padre James.

Su castellano era excelente. Sin embargo, con Ada hablaban en inglés. A ella le venía de maravilla practicar con él.

Hacía ya un rato que la furgoneta en que viajaban había dejado atrás Lilongüe, la capital. El tráfico era incesante. Minibuses, mini-van, bicicletas. Incesante y horroroso: en Malaui se conducía muy mal. No había costumbre, eran muy pocos los que podían permitirse el lujo de adquirir un vehículo y los coches que circulaban eran en su mayoría viejos trastos mantenidos con piezas de repuesto. Las carreteras eran pocas y en pésimo estado; el clima tampoco ayudaba a su mantenimiento. Y los arcenes estaban invadidos por peatones: vendedores ambulantes de cualquier producto de ocasión o vecinos que se desplazaban de un lugar a otro, las más de las veces descalzos y cargados como mulos. Las mujeres lo transportaban todo en la cabeza, desde un saco de harina a un cestillo con un único tomate. Grupos de ellas lavaban ropa con presteza en algún improvisado reguerillo de agua al borde de la carretera; ropa que después ponían a secar extendiéndola sobre la hierba. Y luego un sinnúmero de cabritas y perros intentando constantemente cruzar la carretera, con inminente peligro de atropello.

Paraguas. Muchos paraguas abiertos. Para protegerse de la lluvia, para protegerse del sol, para ayudarse a caminar. Y niños por todas partes. Niños descalzos, harapientos, pero siempre felices. Rotundamente felices. Todo el mundo, en Malaui, parecía feliz.

La furgoneta continuaba atravesando diferentes aldeas entre aquel caos circulatorio de vehículos, personas y animales. Por fin, a la izquierda de la carretera, apareció un ancho camino de tierra roja. «Chipatala Hospital», se leía en un tosco cartel de madera. La furgoneta tomó el desvío. El camino estaba enfangado. Acaba de llover. A ambos lados del camino se disponía un pequeño mercado como el del orfanato. Fruta, verdura, maíz tierno, telas, pequeños enseres domésticos... Más allá, las casitas del poblado donde vivían muchos de los trabajadores del hospital. Enfilaron la vereda principal. La furgoneta se detuvo en una explanada llena de gente con aire festivo, frente a un grupo de edificios bajos construidos con ladrillo rojo. Habían llegado a Chipatala. En el centro de la explanada un gigantesco ejemplar de baobab exhibía algunas tímidas hojas verdes en sus cortas y retorcidas ramas.

Una pequeña comitiva esperaba solemnemente a la delegación autonómica. Hubo saludos oficiales, cortesías malauíes y españolas, discursos de buenas intenciones. Pero en un mundo tan vital como Malaui era difícil que la solemnidad durase mucho tiempo: una gallina atolondrada que interrumpe el paso de la comitiva; una niña haciendo pis allí mismo, junto a un árbol; una tropa de chiquillos dando la mano y saludando en plan espontáneo a los miembros de la delegación...

Ada y el padre James permanecieron discretamente al margen. La hermana Celsa les saludó con calor.

—Aprovechad ahora para recorrer el hospital a vuestras anchas mientras yo atiendo a nuestros visitantes —les dijo, apretando las manos de ambos.

Así lo hicieron.

El hospital propiamente dicho no parecía muy grande. Se trataba de un grupo de cuatro edificios de una planta que albergaban diferentes instalaciones: consultas, hospitalización, pabellón de pago y servicios centrales. Esos cuatro edificios constituían el núcleo de aquel curioso microcosmos, pero había muchos más: la vivienda de las monjas, el colegio, la capilla, el pabellón y un montón de construcciones de menor tamaño destinadas a diversos usos, como casas para los empleados o almacenes. Se veía un trajín constante de gente, igual que en el orfanato aunque sin muros.

El jardín estaba mucho menos cuidado y primoroso que el otro, el del orfanato, pero poseía el encanto de lo abierto. Niños y mujeres por doquier, como siempre en Malaui. Operarios sentados en un rincón mirando a otros trabajar. Gallinas y pollos picoteando aquí y allá.

Como los hospitales no proporcionan alimentos a los pacientes ingresados, cada enfermo tiene que ser asistido por su propio cortejo de familiares encargado de cuidarle y de hacerle la comida. Por eso se veían muchos grupos de mujeres guisando en el exterior del hospital, en una zona destinada a ello, y acarreando agua del pozo sobre sus cabezas, o pequeñas cargas de leña, o fiambreras con comida. Los enfermos, si no están muy graves, salen al exterior a tomar el sol o a paliquear con sus vecinos, por lo que alrededor de los pabellones reinaba siempre una gran animación.

Había también muchos niños correteando por ahí, los más pequeños asomados al mundo tras la espalda de sus madres, cargados en los chitenyis, mirando con ojos abiertos como platos. Ojos que observaban con igual curiosidad a Ada, al padre James y a los miembros de la delegación.

—¡Chilombo! —exclamó uno de ellos, haciendo pucheros y rompiendo a llorar.

—¿Chilombo? —preguntó Ada.

—Chilombo es la máscara ritual que utilizan en las danzas tribales para simular espíritus animales. Significa algo así como «bicho espantoso» —informó el padre James—. A los niños les parecemos feos con nuestras caras sin color. Somos horrorosos. Les damos miedo. Somos chilombo.

Visitaron también el interior de las instalaciones. Grandes habitaciones con las camas dispuestas en hilera en el área de hospitalización. Consultorios muy básicos, pero limpios y ordenados. Chipatala no es un hospital gratuito pero su coste es muy bajo, casi simbólico. Por eso no se sirven comidas y por eso dispone, además, de un pabellón de pago mucho más caro, con habitaciones individuales con cuarto de baño. Todo ello situado dentro de los previsibles parámetros africanos, pero con buen aspecto.

En el área de maternidad se exponían fotos de niños con grandes sonrisas, fotos de parejas paseando en bicicleta y dirigiéndose las típicas miradas cursis, además de advertencias sobre sexo seguro para prevenir el sida. Aquello respiraba sentido de la organización occidental y toque vital malauí.

Ada felicitó a la hermana Celsa. Chipatala le había parecido un lugar muy agradable.

Anochecía. Los de la delegación ya se habían marchado. Tenían un compromiso oficial en Lilongüe pero volverían al día siguiente. Ada y el padre James dormirían en Chipatala. Así podrían charlar con la hermana Celsa. Les prepararon sendas habitaciones en la casa de las monjas. Mejor, pensó Ada. La casa de las visitas estaba vacía en aquel momento y ella no estaba segura de poder resistir un ataque de pasión del fogoso padre irlandés. Mejor evitar la tentación.

Cenaron sencillamente en el comedor de la casa de las monjas. Las hermanas se retiraron pronto, alegando cansancio, y quedaron Ada, Celsa y el padre James.

—Guardo todavía la media botella de whisky que nos sobró aquella vez. ¿Recuerdas? Cuando tuve que ir a rescatarte del barro con aquel viejo trasto. Ya veo que no lo has traído. Volvimos de barro hasta las cejas, Ada, y a este chiflado no se le ocurre otra idea mejor que abrir una botella de whisky que llevaba escondida en la guantera y ponerse (bueno, ponernos) a beber chupitos a las once de la mañana. Para entrar en calor.

Celsa se levantó, abrió un armario y volvió con la botella y tres vasos. Sirvió los chupitos con mano firme. Ada la observó beber un sorbo de whisky. Le pareció una mujer atractiva. Aspecto decididamente masculino, como el de muchas monjas, sobre todo misioneras. Pelo corto, canoso, tez curtida y pecosa y unos maravillosos ojos azules, chispeantes, maliciosos, llenos de vida y de curiosidad, jóvenes. Celsa transmitía eficacia y energía. Además resultaba tremendamente simpática. Ada estaba encantada.

Celsa explicó a Ada su oferta. El gobierno malauí estaba llevando a cabo un programa contra la malnutrición infantil en colaboración con diferentes hospitales. El hospital cedía las instalaciones y el gobierno financiaba el coste del programa. El personal para su puesta en marcha lo proporcionaba el hospital pero también lo pagaba el gobierno. Contaban ya con un diplomado en Medicina y con dos auxiliares. Necesitaban enfermero. O enfermera. Eso era lo que podían ofrecerle en Chipatala. Con un sueldo de veintisiete mil kwachas mensuales y casa gratis. Aunque, eso sí, ella pagaría la luz y los demás gastos. No era como para pensárselo mucho. Lo del sueldo, increíble. Unos ciento veinticinco euros. Para Malaui, un salario elevado, con la ventaja de disponer de alojamiento propio en el mismo recinto del hospital. Ada aceptó, pensando que ya resolvería sus problemas personales como pudiera.

A la mañana siguiente, antes de que volvieran a aparecer por allí los miembros de la delegación, Celsa mostró a Ada y al padre James la casa donde se hospedaría la joven. Era pequeña, de ladrillo rojo como todas las demás, y estaba situada en el extremo de lo que parecía una calle residencial bordeada de casitas iguales. No era tan bonita como la que disfrutaba en el orfanato, pero no estaba nada mal. Y no era una casa de visitas, era para ella sola. Su casa.

Celsa los presentó también al equipo que se hacía cargo del programa. Yankho, el clinical officer (algo así como un diplomado médico), y Haxi y Phala, los auxiliares. Todos malauíes. Phala era una mujer de cuarenta y tantos años de porte distinguido y esbelto, vestida a la usanza nativa. Ada y ella simpatizaron inmediatamente. Haxi era un hombre joven y agradable que parecía muy discreto y educado. Yankho era la figura más relevante de aquel trío y quien llevaba la voz cantante. Poseía una mirada inteligente y fogosa y estaba bastante más gordo que los otros dos.

En cuanto a las instalaciones, estaban ubicadas en el ala occidental del hospital. Aún no tenían pacientes. Todavía estaban pintando las paredes y adecentando el lugar. Todavía había que poner el programa en marcha. Y eso sería tarea de Yankho y de Ada.

A Ada le gustó el equipo. Pensó que quizá le costase adaptarse al hecho de trabajar a las órdenes de un malauí (Yankho iba a ser su jefe, eso estaba claro) pero también que sería una oportunidad interesante para conocer mejor el país y sus gentes.

Ada y el padre James regresaron al orfanato en transporte local. Aún tardaron casi tres horas, a pesar de que la distancia era de ochenta kilómetros. Entre parada y parada comieron huevos duros, panochas de maíz y algo de fruta que compraron en los puestos ambulantes.

—Me parece que en Chipatala vas a encontrar tu sitio, Ada.

El traqueteo del pick-up acercaba y alejaba el cuerpo del padre James. Empezó a llover cada vez con más intensidad. Eso era lo malo de viajar en pick-up en época de lluvias: que podías terminar mojándote de verdad. El padre abrió su gran paraguas negro y ofreció cobijo a Ada.

—No te meteré mano, te lo prometo. Bueno, a no ser que tú me lo pidas —bromeó.

Se despidieron en la verja del orfanato. Bien, se dijo Ada, ahora ha llegado el momento de comunicar a las sisters mi partida. E imaginó con curiosidad las caras que estas pondrían. «Seguro que se les quita un peso de encima».