Capítulo 4
¡Bueno! ¡Por fin ha empezado mi verdadero trabajo! He salido al exterior con la clínica móvil (aunque el nombre suene pomposo se trata, en realidad, de una ambulancia vieja y mal equipada) para ver un poco cómo funciona el programa de mal nutridos y en qué se puede mejorar.
En el orfanato empezaba a sentir claustrofobia. La verdad es que todo el mundo (monjas incluidas) ha sido muy amable conmigo, pero empezaba a sentirme demasiado observada, por decirlo de alguna manera. Desde la mañana hasta la noche. Además, destaco un montón entre tanta negrura. Con mi coleta rubia y mi altura, imposible pasar desapercibida. Y todo lo que hago es motivo de curiosidad para ellos. Así que he agradecido un montón esta escapada.
La mañana estaba preciosa, fresca y soleada. Nos hemos montado en la ambulancia Chus, una auxiliar llamada Kiss y yo. Hemos dejado enseguida la carretera principal para tomar caminos de tierra. El conductor, simpático él, se ha dedicado a meterse en todos los baches que ha ido encontrando a su paso y en alguno más de propina. Las tres chicas botábamos sin parar en el interior. ¡Me he llevado hasta un coscorrón en la cabeza...! Olvidaba contar que aquí se conduce por la izquierda, al modo británico, y encima fatal. Así que un jaleo. Cuando hemos parado para recoger a los dos empleados del gobierno (el programa de mal nutridos lo patrocina el gobierno y ellos vienen a poner las vacunas y a supervisar), yo ya estaba totalmente desorientada. Pronto ha empezado a hacer calor. Hemos abierto las ventanillas pero tragábamos demasiado polvo, así que nos hemos tenido que aguantar e ir todos apretaditos y sudando. El paisaje es alegre. Predomina el color rojo. Rojo en la tierra, en los muros de adobe de las chozas, en los techos de paja... Y el amarillo. El sol es aquí muy amarillo y en el aire hay una vibración, una especie de reverberación calurosa, que también es de color amarillo.
Por fin hemos llegado a nuestro destino. Una pequeña aldea bastante alejada de casi cualquier lugar. Hemos aparcado —es un decir, aquí no se aparca, esa es una expresión absurda de lo más occidental— al lado de la iglesia. Ya había algunas mujeres, las más madrugadoras, esperándonos con sus niños a la espalda. Aquí los críos, aunque tengan cuatro o cinco años, se llevan a la espalda sujetos con una tela de colores vistosos llamada chitenyi. Encima del chitenyi aún se anudan otra tela, toquilla o manta para que el niño vaya ¿abrigado?
En cualquier caso, todo un espectáculo de color. Las madres, endomingadas con sus mejores galas para la ocasión. Algunas, descalzas (en Malaui el calzado es un pequeño lujo no al alcance de todos), y eso que muchas de ellas vienen andando desde muy lejos. Pero en conjunto constituyen un espectáculo bonito y alegre. Los nenes son muy lindos.
Los empleados del gobierno han descendido de la ambulancia dándose aires de grandeza. Poco a poco, entre todos, hemos ido instalando la rudimentaria clínica. Primero hemos pesado a los niños con un peso colgado de un árbol. El peso (una romana de las que aún se siguen viendo en algunos pueblitos españoles) es redondo y lleva dos ganchos: uno para sujetarlo a la rama del árbol (¡ojo! no sirve cualquier árbol, tiene que tener una rama baja) y otro para sujetar a los niños, colgados del propio chitenyi como si fuera un saco.
Había, por lo menos, cuarenta críos y han seguido llegando bastantes más. Muchos lloraban. Las madres llevaban cartillas con tapas rosas o azules donde hemos anotado la fecha y el peso. Kiss se ha encargado de rellenar nuestras fichas de control. Después, a poner vacunas en el interior de la iglesia. Las mamás, muy disciplinadas, pacientes, sin rechistar, guardaban la fila sonrientes pero en silencio. Nada que ver con un Centro de Salud español, donde por menos de nada se arma una bronca con protestas y follón. Los nenes lloraban por el pinchazo de la vacuna. Un momentito nada más. Luego, otra vez orden y silencio.
Me ha llamado la atención que aquí el banderillero de turno en vez de empapar el algodón en alcohol antes de poner la inyección lo empapa en la placa de hielo medio derretido de la nevera donde se transportan las vacunas. Usos y costumbres. Qué le vamos a hacer.
Luego ha llegado el momento del reparto de los sacos de harina y de las papillas. La tropa de madres y niños nuevamente se ha mostrado disciplinada. Kiss ha explicado a las mujeres cómo preparar el alimento, cómo asear a los críos... Se trata no solo de paliar la malnutrición, sino también de prevenirla.
Y después, otra vez a subir todos a la ambulancia para repetir la misma operación en otra aldea.
En la última aldea visitada había un caso muy grave de malnutrición. Un bebé con su abuela. La abuela nos ha explicado que el bebé se llama Oris y que su madre había muerto en el parto. Oris tiene tres meses y apenas sobrepasa los dos kilos de peso. Es un saquito de piel y huesos. Hemos montado en la ambulancia a la abuela y al bebé —más apretados todavía— y nos los hemos llevado al dispensario del orfanato, a ver qué podemos hacer por él. Lo he estado alimentando con un biberón de leche de fórmula muy aguada para hidratarlo e intentar que, poco a poco, vaya tolerando los alimentos líquidos. Le he explicado a la abuela que tiene que darle el biberón cada hora y allí los he dejado a los dos, sentados en un rincón en el suelo, en la sala de mal nutridos. Ella no ha querido instalarse en una silla porque no está acostumbrada y no se siente cómoda. Le duele la espalda en la silla, ha dicho. Yo me he ido a casa pensando en repasar y comenzar a mecanizar las fichas pero no podía quitarme al niño de la cabeza, así que he vuelto y he pasado la noche con ellos, en el suelo, relevándome con la abuela para darle el biberón a Oris.
No ha habido nada que hacer. De madrugada, la criaturita ha dejado de respirar.
La abuela se ha marchado andando a su aldea, pues tiene más nietos que cuidar. Le hemos dado un saco de harina y algo de arroz. Ella ha colocado la carga sobre su cabeza y ha emprendido el camino, cansada y sola.
He hecho muy buenas migas con Kiss (sí, como «beso» en inglés, realmente un nombre muy apropiado para ella).
Kiss es nuestra ayudante del programa de mal nutridos, nos acompaña en nuestras salidas con la clínica móvil y colabora con nosotras en el dispensario. Además, es ella quien se encarga de llevar al día el fichero y está aprendiendo a informatizarlo.
No sé la edad que tiene. Ella tampoco lo sabe. No le preguntes su edad a un malauí. En el mejor de los casos te dará una fecha aproximada, marcada por algún hito de la vida social de su comunidad. Nada más.
Sé que tiene una hija y que es madre soltera. Vive con la niña en una casita de la misión que comparte con otras dos chicas. Una de ellas también tiene dos niños.
Kiss es una chica muy alegre y trabajadora. Me recuerda a Woopi Goldberg, solo que ella es mucho más guapa. Su sonrisa es preciosa. Es lo que más cautiva en ella, lo que la hace aparecer tan atractiva.
Yo sé que su existencia es muy precaria. Gana un sueldo escaso de cinco mil kwachas al mes (algo menos de treinta euros). Por eso tiene que cultivar su propio campo de maíz y criar sus propios pollos. Para poder comer. Pero para los parámetros de aquí, ella es afortunada. Tiene trabajo y casa. Y puede vivir con su hijita y llevarla a la escuela parroquial. Además, está estudiando el acceso a la escuela de enfermería y vive al abrigo de las alas de la misión.
Un día me invitó a comer a su casa.
Era día de mercado. Un enorme mercado extendido a las puertas y a los alrededores de los muros del orfanato. Un mercado cutre, instalado sobre el suelo polvoriento, inmenso, interminable, socarrado por el sol, con productos baratos, cotidianos, pobres pero variados. ¡En este mercado se puede encontrar de todo! Telas, ropa, zapatos, botellas de plástico vacías, ruedas de caucho, gasolina, parafina, pescado seco, remedios de curandero, talismanes, termitas asadas, vajillas y cazos, patatas, mangos, tomates, aguacates, carne de cabra... ¡Qué sé yo! Un verdadero batiburrillo.
Para ir hasta su casa atravesamos el mercado cogidas de la mano. En Malaui no está bien visto que un chico y una chica paseen cogidos de la mano; en cambio resulta muy correcto que dos chicas o dos chicos lo hagan. Y a nadie se le ocurre pensar que eso sea rollo bollero o mariconada. Así que nosotras hemos ido curioseando por ahí cogidas de la mano. Por el camino he comprado algo de fruta y un cucurucho de mgumbi, termitas tostadas preparadas con mucha sal. Me apetecía probarlas. Están sabrosas. Es como comer pescadito frito y crujiente.
La casa de Kiss es muy modesta. Un saloncito destartalado, una cocina común, un patio y una letrina. Y los dormitorios. Los pollos y las gallinas corretean por el patio dejando viscosos rastros de estiércol. Hay ropa extendida, puesta a secar. Y una cocinilla de carbón en la que Kiss prepara nuestra comida mientras yo juego con las niñas de la casa sentada en el suelo, sobre una estera, al uso malauí.
Lili. Seis años y todo ojos, ávidos, curiosos. Es la hija de Kiss. Conservo una foto suya. Lleva un vestido rojo. Es una niña preciosa. Yo le he traído como regalo un cuento infantil con muchas ilustraciones y un chubasquero amarillo. Miranda. Otra niña preciosa, hija de una de las compañeras de casa de Kiss. Ambas me tienen fascinada. Les he estado enseñando las fotos que he ido haciendo con mi cámara digital. Se ríen, tímidas al principio, aunque poco a poco van ganando confianza conmigo. Kiss pela verdura diestramente (sin cuchillo, utilizando solo las manos) para luego ponerla a hervir en el puchero, sobre un rudimentario hornillo de hierro colocado en el suelo del patio, mientras nos observa complacida. Es la primera vez que probaré la nsima, la pasta de harina de maíz cocida con agua que constituye el alimento universal en Malaui. Nsima que se come con las manos, amasándola entre los dedos, con bocados delicados acompañados de algún guiso de carne o pescado y de alguna verdura. Comer nsima correctamente exige un ritual. El anfitrión presenta a su invitado una palangana con agua para que este se lave las manos. Lo mejor es derramar el agua sobre las manos del invitado con una jarra. Antes y después de comerla.
La nsima no sabe a nada. Y no es demasiado nutritiva, pero deja la tripa llena. Y el acompañamiento suele ser delicioso. Es algo así como comer un guiso envuelto en miga de pan. Comemos las cuatro alegremente sentadas en el suelo sobre la estera, compartiendo el mismo plato de comida. Y de postre, las bananas y los mangos que yo he comprado en el mercado.
Me invade una profunda ternura. El traje de Lili está sucio y lleno de agujeros, pero por lo menos no va descalza como otros críos.
Después de comer regresamos al orfanato a reanudar la jornada vespertina. En el mercado, los comerciantes ya están recogiendo sus productos. Ajetreo y algarabía. El curandero recita las excelencias de sus pociones. Alguien nos ofrece pescado a buen precio (eso asegura la cantinela del vendedor). En un rincón beben y ríen, sentados sobre el polvo denso del camino, grupos de viejos, de jóvenes y de críos que consumen cerveza casera. Risas y canciones. Están algo borrachos. Pero no pasa nada. Aquí es normal. Charlan y ríen. Bailan y tocan el tambor. Es su forma de entretener el tiempo, de vivir la vida. Es África.
Kiss me aprieta la mano y me sonríe enseñando sus dientes blancos, resplandecientes, su lengua pequeña y sonrosada. ¡Eh! Sí. Esto es África.