Capítulo 24

Los tres días pasados en el lago fueron maravillosos.

Habían iniciado el viaje como si se tratase de una gran aventura, con el espíritu curioso de los exploradores. Desde el primer momento todo resultó nuevo e interesante para ellos. Quisieron poner gasolina en Dowa pero no pudieron hacerlo, sencillamente porque en la gasolinera se había terminado el combustible y no había llegado todavía el camión con el suministro. La encargada de la gasolinera, una simpática malauí peinada con un asombroso moño postizo de intenso color caoba, les aseguró que en una de las casas particulares del pueblo de al lado algún lugareño les podría vender algunos litros. Naturalmente, sería gasolina adulterada, pero era lo único que iban a encontrar.

Eva no podía apartar los ojos de aquel moño portentoso, hecho con pelo sintético y brillante, que había caído sobre la cabeza de la malauí como si se tratase de una ensaimada. No dejó de hablar del moño durante todo el tiempo que duró el trayecto hasta la aldea donde vendían gasolina.

—Perdona que me ría tanto, Haxi, pero es que era un moño horroroso y ella agitaba todo el rato la cabeza creyendo que estaba estupenda...

—Las mujeres malauíes piensan que cuanto más complicado es su peinado, más bonito y elegante resulta —dijo él, con sencillez—. Pero yo prefiero el pelo suelto, como lo llevas tú, o la coleta de Ada. Aunque Ada me gusta más por la noche, cuando se la quita.

—No me lo habías dicho nunca, Haxi —intervino Ada—. ¿Te gusto más sin coleta?

—Me gustas siempre. Pero más sin coleta, sí.

A Manuel el asunto de los peinados le traía sin cuidado.

—Bueno, bueno, dejaos de coletas y de moños. Eso son tonterías. ¿Es normal en Malaui que en una gasolinera se queden sin suministro? ¿Y eso de que la vendan de estraperlo?

—Pues ya lo ves —dijo Ada—. Aquí lo del estraperlo funciona a todos los niveles. Donde hay escasez, prospera el mercado negro. Y no te extrañes tanto. Piensa en nuestra España cañí, en los tiempos del franquismo y de la posguerra.

—¿Mercado negro? —preguntó Haxi, sorprendido por la expresión.

—Mercado ilegal, encubierto. Lo que aquí llamáis business. En Malaui, quien más y quien menos, todos se dedican a ello. A nadie le vienen mal unas kwachas extra.

Haxi fue el encargado de negociar la compra de la gasolina. Diez litros a precio de doblón. Pero era lo que había. No podían escoger. Menos mal que pudieron repostar en el cruce de Salima, en una gasolinera que hizo las delicias de Eva y de Manuel. Era de las antiguas, de las de manivela, y atendida en esta ocasión por una chica verdaderamente guapa, sin peinado extravagante y multicolor, con la cabeza sencillamente rapada. Pero para entonces ya habían tenido suficientes aventuras. Habían atravesado las montañas que conformaban la falla entre paisajes de belleza agreste y espectacular. Habían recorrido los mercados ambulantes del tomate, las esteras y los muebles de caña. Habían comprado fruta y probado el refrescante jugo y la pulpa de unos cocos verdes abiertos a machetazos por una aguerrida malauí, en uno de los puestos al borde de la carretera. Habían regateado ferozmente en el mercado de la madera y ahora llevaban el maletero lleno a rebosar con kilos de mangos y aguacates, juguetes y esteras de caña, un par de tambores y un montón de figuras talladas en ébano.

Eva se sentía cada vez más fascinada. Su entusiasmo había logrado contagiar de optimismo incluso a Manuel. Fue entonces cuando se adentraron en una peligrosa zona de baches y curvas. En muchos tramos de la carretera el asfalto había desaparecido por completo y el firme tenía el mismo aspecto que un queso gruyere lleno de agujeros. Ada, que en ese momento era la conductora, redujo la velocidad.

—Sí, creo que es por aquí —dijo, conduciendo con gran cuidado—. Detrás de esa curva nos aguarda una pequeña sorpresa. Una muestra más del espíritu práctico malauí.

La sorpresa era un improvisado mercadillo dedicado a la venta de piezas de repuesto para automóvil y tapacubos.

A Manuel le hizo muchísima gracia.

—Es genial, hay que reconocerlo. ¿Cuántos conductores imprudentes habrán perdido sus tapacubos en estos baches? Y a algún listo se le ha ocurrido repararlos y revenderlos. Genial, sencillamente genial. Me encanta por su simplicidad.

Detuvieron el coche y bajaron para estirar un poco las piernas y admirar el paisaje. No muy lejos, en una pequeña vaguada al abrigo de una colina, se divisaban los tejados de paja de una aldea. El paraje era precioso. Detrás de las montañas se intuía la línea azul del lago. Pero la calma y la tranquilidad duraron poco tiempo. Enseguida fueron asaltados por la chiquillería del poblado.

—Mira que son guapos los niños malauíes. Mucho más que los españoles —comentó Eva.

Hizo como Manuel el día del mercado. Comenzó a hacerles fotos y a mostrárselas. Los niños la rodearon, sonrientes y excitados. Gritaban algo en chichewa que ella no comprendía.

—Te están pidiendo dinero —dijo Haxi—. No se lo des. No es bueno que se acostumbren a pedir dinero a los blancos a cambio de nada. Ni a los blancos, ni a nadie.

Volvieron a subir al coche.

—Estas son las cosas que me apenan de mi país —siguió diciendo él—. Antes de que llegaran los blancos la gente se conformaba con lo que tenía y era feliz siguiendo los ritmos de la vida. Pero ahora es un desastre. Todo el mundo quiere más y más. Se olvidan las viejas costumbres que nos mantenían unidos. Seguimos siendo pobres y hemos perdido nuestros valores. No os culpo a vosotros, ya sé que esto no es cosa vuestra, pero el resultado está ahí. El hombre blanco nos ha quitado mucho más de lo que nos ha dado.

Manuel asentía.

—Estoy de acuerdo contigo, Haxi. Intervenir en la vida de los demás, aunque sea con la excusa de ayudar, suele producir consecuencias negativas. Pero es un proceso irreversible. La sociedad de consumo es como una apisonadora que machaca todo lo que encuentra a su paso. Y algún día también machacará a los que la han puesto en marcha. Agotaremos nuestros recursos y, sobre todo, nos odiaremos los unos a los otros. Ahora, ¿cuál es la solución? Yo creo que no la hay. ¿Debemos buscar una respuesta individual o colectiva?

—La respuesta para Malaui es colectiva. Pero está aquí. No tiene que venir del exterior —contestó Haxi con convicción.

La carretera descendía serpenteando entre las montañas. Empezaba a hacer mucho calor. Cuando ya llevaban unos cuantos kilómetros recorridos por terreno llano, Ada señaló un cruce a su izquierda.

—Por allí se va Chikoko, la aldea donde vive la familia de Haxi. A la vuelta pararemos a saludarles.

Llegaron a Nkhotakota. El logde donde pensaban hospedarse era un lugar agradable y acogedor. Yankho y Mara les habían aconsejado bien.

Pidieron dos habitaciones dobles. Había varios edificios a pie de playa, de una sola planta, dispuestos en hileras como si se tratase de pequeños adosados. Todas las habitaciones tenían un porche con una terraza llena de macetas, asomada al lago. La decoración no era lujosa pero estaba llena de detalles de buen gusto. Un sitio encantador.

Los cuatro se acercaron a la playa. Estaba desierta. Al fondo, unos críos pescaban con redes en una gran charca formada en la arena. Algunas sombrillas de paja y una barquita varada ponían el toque tropical. El lago parecía el mar, inmenso, con aguas de jade animadas por el movimiento de las olas.

—¡Esto es una pasada! ¡Qué bonito! ¡Qué maravilla! ¡Mejor que el Caribe! ¡Esto sí que es una playa salvaje de verdad! ¡Qué color! ¡Qué luz! ¡Me encanta!

Eva estaba entusiasmada.

—Me falta el olor a mar —observó Manuel.

—Pues a mí no me falta nada. Me parece perfecto así, tal y como está, con esta luz y este cielo. Voy a ponerme el bañador. Quiero darme un baño en este lago tan hermoso. ¡Enseguida vuelvo!

Eva regresó con su bikini puesto y con una toalla en la mano. No se lo pensó dos veces y se adentró en el agua. Los demás la observaban, sonrientes, desde la orilla.

—¡Eh! ¡Animaos! ¡El agua está estupenda, ni fría ni caliente!

Dio algunas brazadas y luego se estiró boca arriba, haciendo el muerto, dejándose mecer por las olas.

—Aquí apenas se flota. Es agua dulce, claro —informó.

Manuel, contagiado por el entusiasmo de Eva, decidió imitarla e ir a cambiarse a la habitación. Ada y Haxi se quedaron solos en la orilla.

—No dices nada, Haxi.

—El lago me gusta muchísimo. No me imaginaba que fuese así, tan grande y tan azul. Pero también me da un poco de miedo, Ada. Yo no sé nadar y ni siquiera tengo bañador.

Ada no pudo evitar una carcajada.

—¡Ay, Haxi! Lo del bañador no es ningún problema. Te quedas en calzoncillos y ya está. Al fin y al cabo, un bañador no es más que una especie de calzoncillo. Y te puedes bañar aunque no sepas nadar, con tal de que el agua no te cubra y hagas pie todo el rato. Anda, vamos a quitarnos la ropa a la habitación.

Cuando volvieron, Manuel ya estaba en el agua y Eva y él se besaban con pasión entre las olas. Ada y Haxi chapotearon un poco metidos hasta la cintura, cogidos de la mano. Eva les observaba. Comparó mentalmente el cuerpo de Haxi con el de Manuel. Haxi, oscuro, esbelto y fibroso. Manuel, blancucho, peludo, fofo y barrigón.

«¡Vaya cuerpazo que tiene el colega!», pensó. «No, si mi hermana no es tonta, no».

Manuel se echó a reír, divertido, como si acabase de leerle el pensamiento.

—¿Qué? Salgo muy perjudicado con la comparación, ¿no?

—Hombre, tú mismo. Salta a la vista...

Pasearon los cuatro por la orilla del lago, explorando el lugar. En algunas zonas los árboles llegaban hasta la misma playa. Había monos por allí, ocultos entre las ramas. Monos con testículos de brillante color turquesa. Reclamo sexual, comentó Manuel. A lo lejos, un grupo de pescadores, concentrado en torno a una pequeña canoa, se repartía la captura del día. Se acercaron hasta allí y Haxi los saludó y charló con ellos durante un rato.

—Me dicen que esta noche van a organizar una pequeña fiesta en la playa. Nos han invitado y les he prometido asistir. También me han dicho que, si queremos, mañana nos pueden dar un paseo en barca por el lago por unas pocas kwachas.

—¡Claro que sí! Iremos a la fiesta y daremos ese paseo en barca. Es una idea estupenda.

En cuanto se hizo de noche comenzaron a brillar algunas hogueras sobre la arena. Se oía música de tambor. Risas y canciones. Niños y grandes bailaban en la playa. Las mujeres asaban pescado. Haxi, Manuel, Ada y Eva se unieron a la fiesta con los brazos llenos de botellas de cerveza. Ellos también querían hacer su aportación al jolgorio. Les pasaron un plato de pescado. Estaba bastante bueno. Y Haxi enseguida consiguió un tambor y se puso a tocar. Un porro de los de papel de periódico circulaba por ahí. Más risas y más canciones. Eva se puso a bailar, descalza, con unos críos. Manuel se acercó a Ada en la oscuridad y se sentó junto a ella, en la arena. Ambos guardaron silencio durante largo rato, abstraídos por el brillo hipnótico de las llamas de la hoguera cercana.

—¿En qué piensas, Manuel?

—En ti. En Malaui. Me gusta este sitio junto al lago, Ada. Pero sobre todo pensaba en lo que nos ha dicho Haxi esta tarde. Es nuestro viejo tema de siempre. Tuyo, mío y de Álvaro, ¿recuerdas? ¿Qué quiere decir eso de ayudar al Tercer Mundo? ¿Qué significa en realidad la expresión «Tercer Mundo»? A estas alturas de la película tendrás que convenir conmigo en que eso de la ayuda es una patochada. ¿Ayudamos o intervenimos? Yo creo que es más bien lo segundo. Intervencionismo. Que el pez grande se coma al chico en nombre de la solidaridad. Que el desarrollo de cualquier país se contemple únicamente bajo las pautas estrictas que han funcionado para el mundo occidental. Pero ese no tiene por qué ser el único modelo posible de desarrollo. Tecnología no siempre equivale a felicidad. ¿No lo entiendes? Es lo que sostenía tu novio hace un rato. Con nuestra pretendida ayuda lo único que hacemos, en realidad, es meter nuestras narices en sus asuntos y crearles unas necesidades que antes no tenían. Generar consumo, abrir nuevos mercados. Por cada euro que les regalamos, les estamos quitando cinco.

Ada sonrió.

—Claro que lo entiendo, Manuel. Hace un tiempo que dejé de creer en esas ideas románticas sobre las ayudas. Ni siquiera pienso que Álvaro siga creyendo en ellas. No. Álvaro defiende sus propios intereses, como todos, y peor para él si se ha convertido en un agente del sistema aunque pretenda odiarlo. Esa es su paradoja y su problema. En cuanto a mí, te diré que ahora, después de un año, tengo muy claro por qué sigo aquí y que no es por ayudar.

—Y bien. Desvélame tu secreto. Ardo en deseos de conocerlo.

—No te hagas el gracioso. Es muy sencillo. Simplemente sigo aquí porque aquí es donde he encontrado mi vida, la vida que me gusta, la que deseo llevar. Aquí soy feliz.

Manuel cambió de postura. Probó a estirar una pierna, luego la otra. La arena estaba húmeda y se sentía incómodo.

—Vale. Tienes derecho a ello. Pero las cosas no son tan sencillas como tú las pintas, Ada. Yo podría decirte que sigues aquí porque te has encoñado de un negrito. Exotismo, sexo y compasión. La verdad, no creo que estés enamorada de Haxi.

Hubo un brillo de furia en la mirada de ella.

—¿Acaso el enamoramiento no es siempre una especie de encoñamiento? ¿Lo sabes tú, Manuel? A ver, defíneme el amor. Te aguanto que me digas esto porque eres mi amigo y te conozco muy bien. Sé que no lo haces con mala intención. ¿Sabemos explicar alguno de los dos lo que es estar enamorado?

—De acuerdo, es posible que en eso tengas razón. El amor es indefinible porque se trata de un sentimiento. No es un concepto teórico, sino algo que se experimenta y se vive y, por lo tanto, siempre es subjetivo. Aceptemos que estás enamorada, si quieres llamarlo así. Asumamos que los ingredientes que componen el sentimiento amoroso pueden ser muy variados y que el exotismo, el sexo y la compasión son tan válidos como cualquier otro. No hay recetas para el amor perfecto...

—¿Pero? Porque vas a añadir un «pero», ¿verdad?

Manuel se puso de rodillas y probó a sentarse sobre sus talones. Mejor. Así no le picaba tanto la arena.

—Sinceramente, no creo que puedas vivir aquí mucho tiempo. Y las razones que me llevan a pensarlo son muy prosaicas y superficiales. A veces, las grandes decisiones de nuestra existencia tropiezan, precisamente, en los aspectos más estúpidos de la cotidianeidad. ¿Qué posibilidades tiene a largo plazo la forma de vida que estás escogiendo? Sé realista, Ada. Malaui es un país subdesarrollado en el que muchas veces falta lo más básico. La gasolina, por ejemplo... O qué sé yo, el tinte para el pelo, o la crema hidratante, o los libros, o las películas. Te recuerdo que todas esas cosas te las hemos tenido que traer nosotros de España. No es que no se pueda vivir en Malaui. La gente vive en Malaui, claro que sí, y, por lo que he visto, es más feliz. Pero tú no has nacido aquí. No es lo mismo.

—Es mi reto personal, Manuel —Ada se retorcía el pelo con actitud reflexiva.

—¿Y con Haxi? ¿Qué ocurrirá el día que el encoñamiento y la pasión se apaguen? Dices que quieres tener hijos. ¿Qué tipo de educación o de atención sanitaria vas a poder dar a tus hijos aquí, si es que llegas a tenerlos?

Ada se impacientaba. El ritmo de los tambores se hizo más rápido y casi tuvo que gritar para hacerse oír.

—A veces no te entiendo, Manuel. Hace un momento echabas pestes contra el sistema capitalista, contra la sociedad de consumo, contra el mundo occidental.

—Sí, de acuerdo, echo pestes contra todo eso, lo critico, pero tú y yo somos hijos de ese sistema. Es nuestra cultura. Nos hemos criado en ella. Para nosotros ya no hay alternativas.

—Una visión muy pesimista, que en líneas generales comparto contigo. —El porro de marihuana, liado en papel de periódico, llegó a las manos de Ada; ella lo aspiró con fuerza y tosió.— Pero, por lo que respecta a mi vida, estoy dispuesta a luchar por encontrarlas —continuó diciendo—. Álvaro y yo teníamos un lema en nuestros tiempos heroicos. Una frase de Demócrito. Seguro que la recuerdas. Yo me la sé de memoria: Para el hombre sabio toda la tierra es transitable, porque la patria del hombre excelente es todo el mundo. Es la idea de un mundo global, no en el sentido del pez grande que se come al chico, sino en el sentido de una gran comunidad humana en la que todas las voces importen y en la que impere el respeto porque cada uno de nosotros somos, además, el otro. Demócrito dijo eso en el año 460 antes de Cristo. Y fíjate, en el siglo veintiuno yo sigo creyendo en esa idea de todo corazón.

Manuel movió la cabeza, tristemente.

—Una idea hermosa pero, posiblemente, impracticable. Quizá las voces sean ya demasiadas. En el año 460 antes de Cristo el mundo era, todavía, muy pequeño.

—Quizá. Aun así, yo creo que merece la pena luchar por ella. Pero me hablabas antes de posibilidades a largo plazo... ¿Tienes tú tan claros, en España, todos esos aspectos futuros de tu propia vida? ¿De verdad crees que tienes tu propia vida bajo control? La vida no es algo estático, es un acontecimiento, un flujo dinámico que se va adaptando al hoy, imprevisible, inaprensible, con espacio para la sorpresa y para lo inesperado. En cualquier caso, yo no deseo vivir una vida en la que todo esté dado de antemano. Y si en algún momento hay que rectificar, pues se rectifica. No pasa nada. ¿Quién te garantiza a ti que dentro de diez años no te vas a divorciar de Eva y que no vas a tener un hijo que sufra las consecuencias?

Manuel volvió a mover la cabeza.

—En fin, Ada, eres un espíritu obstinado. No me voy a pelear contigo. En realidad, yo solo quería decirte que en España sigues teniendo tu hueco, tu familia, tus amigos... Que cuentes con nosotros, que te seguimos queriendo y que si un día decides volver, allí estaremos para apoyarte.

Ada se ablandó un tanto con las palabras de Manuel. Se arrastró hacia él, dejando un surco en la arena, le abrazó y le besó.

—Anda, anda... Si en el fondo eres un cachito de pan. ¡Manolito! ¡Si es más majo él!

Manuel sonrió. Se puso en pie, sacudiéndose los pantalones con energía.

—Me parece que ese porro ya te ha hecho efecto. ¿Cómo puedes fumar esa mierda liada en papel de periódico? Si tiene que ser más tóxico... ¿Y dónde está tu hermana? Mírala, bailando con Haxi. Otra loca de la vida. Pues no lo hace nada de mal.

La fiesta terminó para ellos con un buen chapuzón en el lago.

Durante los días siguientes dieron largos paseos en barca, descansaron y tomaron el sol. Casi todas las noches se volvían a encender las hogueras en la playa y era agradable beber una cerveza contemplando la enorme masa de agua oscura, a ratos agitada, a ratos serena, dejándose invadir el corazón por los ritmos más profundos de África.

El último día de su estancia en Nkhotakota Ada se enteró de que el matrimonio que regentaba el lodge no era exactamente inglés. El marido sí, pero su esposa era malauí.

Ada, Haxi, Eva y Manuel eran los únicos huéspedes alojados en aquel momento en el lodge. Por la noche coincidieron con los propietarios durante la cena. Tomaron unas copas con ellos. La mujer hablaba poco, pero Ada sentía curiosidad por conocer el tipo de dificultades que habían tenido que enfrentar para sacar adelante su matrimonio y se arriesgó, con sus preguntas, a pecar de indiscreta. Su caso era parecido al suyo.

—Llevo diecisiete años viviendo en Malaui —le contó él—. No cambiaría este lugar por ningún otro del mundo. Claro que, de vez en cuando, pasamos largas temporadas en Inglaterra. Pero aquí se vive mejor. Las costumbres malauíes son mucho más relajadas que las inglesas.

Le explicó que tenían cuatro hijos. Tres de ellos vivían con ellos en Malaui y el mayor estudiaba en Inglaterra.

—Y a los pequeños los llevamos a un colegio privado de Lilongüe donde casi todos los alumnos son hijos de europeos —añadió—. El nivel de la enseñanza pública en Malaui es muy bajo.

Ada suspiró. Le daba la sensación de que la única fórmula que utilizaban los blancos para sobrevivir largo tiempo en África era la de crear mundos cerrados con escaso contacto con la población nativa. Como las sisters del orfanato... No era eso lo que ella quería. Recordó su conversación nocturna con Manuel y se sintió desazonada.

De regreso a Chipatala visitaron a los parientes de Haxi en Chikoko. Habían comprado grandes cantidades de pescado del lago para regalarles (peces todavía vivos) que llevaban colgados fuera del coche para evitar el fuerte olor, atados a los espejos retrovisores laterales y a los limpiaparabrisas, siguiendo la costumbre malauí.

En la aldea su llegada causó gran expectación. Todo el mundo deseaba conocerlos. Visitaron la escuela y el manantial y tuvieron que comer nsima tres o cuatro veces, invitados por diferentes familias que se disputaron tal honor. Además del pescado repartieron caramelos, gorras, globos y abanicos para combatir el calor. Lo de los abanicos fue muy divertido. Nadie tenía muy claro al principio para qué servían. Pero luego fue la gran juerga, como siempre. Hombres, mujeres y niños, terminaron abanicándose de todas las formas posibles, entre grandes expresiones de alborozo. Oyéndolos reír, Ada se acordó del día del puzle.