Capítulo 2
Cinco días. Ya llevo aquí cinco días y en cierto sentido han sido como una eternidad. Aún no he salido del orfanato, aunque supongo que ya habrá tiempo para eso. Así que lo único que he visto de Malaui ha sido el paisaje intuido a través de las ventanillas de la furgoneta que nos fue a recoger al aeropuerto. Una impresión fugaz de tierra roja y polvorienta iluminada por el reflejo cálido de la luz meridional.
Nada es como lo imaginaba. Las sensaciones son intensas y todavía se acumulan, desordenadas, en mi interior. ¡Ha sido todo tan rápido! ¡En un solo día he vivido tantas experiencias! Ahora que ya han pasado cinco, es como si llevase aquí toda la vida. Por eso quiero contar las cosas despacio, para poder asimilarlas mejor.
La llegada al orfanato fue como entrar en otro mundo, un mundo perfecto tras el caos y el desorden entrevisto desde la furgoneta. Habíamos atravesado unas cuantas poblaciones, sucias y bulliciosas, con un tráfico demencial, y dejado atrás un colorista mercado popular. Nos encontrábamos ante una verja y unos gruesos muros. Detrás de ellos, un mundo hermoso, diferente. Un jardín maravilloso lleno de árboles enormes y frondosos, de flores y vegetación, a pesar de que ahora es época seca. Instalaciones sencillas pero cuidadas y con todas las comodidades occidentales. Muchos edificios de una sola planta: el dispensario, el colegio, la guardería, la casa de las monjas, las casas de los niños... Un mundo muy vivo en el que trajinaba mucha gente. Colorido... y negrura, muchas caras negras sonrientes. Niños, madres, personal de servicio, mujeres de la aldea, enfermos que acuden al dispensario. Gente por todas partes. Gente simpática, curiosa y cordial. Mucha alegría gracias a las risas de los niños, a sus canciones, a sus travesuras.
La acogida fue muy cálida en general.
Fui presentada a la comunidad de monjas. Dos españolas, dos indias y una venezolana. Amables. Peculiares. Las sisters, como las llaman aquí, estaban ávidas por recibir noticias del mundo. Celebraron mi llegada con una copita —¡cómo no!— de Marie Brizard y me enseñaron el orfanato. Persistía la sensación de irrealidad. Me iban explicando. Visité algunas aulas entre grandes muestras de alborozo infantil. Cogí en brazos a un niño tras otro, les di la mano, les sonreí. Mi reloj les llamaba la atención. Me lo quité y se lo enseñé. Chillaban excitados. Casi, casi, tuve que salir huyendo de aquellas aulas. Luego, el comedor. Una mesa muy larga bordeada de pequeñas fiambreras todavía sin abrir. Muchos niños en fila recitando una oración mientras me miraban de reojo, conteniendo la risa. Las casitas donde viven, repartidos en grupos de ocho, al cuidado de una «madre» al estilo de Aldeas Infantiles. Literas con las camas muy bien hechas y un detalle curioso: muñecos blancos (Barriguitas, Mi Bebé, Llora y Hace Pipí) acostados en ellas. Un campo de fútbol, de tierra pero con porterías. Y un huerto, un huerto magnífico que les abastece de fruta y verdura.
Comí con las monjas. Bendijeron la mesa. Hablaban en castellano, supongo que por existir mayoría hispanoparlante y porque las dos indias lo hablan perfectamente y, en cambio, las españolas apenas saben inglés. Comida normal. Ensalada y pollo guisado con arroz. Y una sorpresa: otra chica voluntaria, también española, con la que voy a compartir casa. No tenía ni idea de que ya hubiese otra voluntaria. Chus. Asturiana. Más o menos de mi edad. Me informaron de que se iba a marchar pronto y de que había sido ella quien había puesto en marcha el programa de mal nutridos. Otra sorpresa: yo solo voy a ser la continuadora.
Chus es una tía maja. Hemos hablado mucho en estos días de intimidad forzosa.
Nuestra casa, la casa de las voluntarias, es cómoda y agradable. Ella me ha ido poniendo al día en las rutinas del orfanato y en los usos malauíes... Aquí todo el mundo la conoce, todo el mundo la quiere. Paseamos juntas por el jardín —el jardín del Gigante Egoísta— y parece imposible poder avanzar. La chiquillería en tromba sale corriendo detrás de nosotras. La llaman por su nombre. Se le tiran encima y me miran, porque quieren conocerme. Saludamos a la cocinera, a las maestras, a las enfermeras, a los empleados de mantenimiento. Todos tienen nombres muy pintorescos (algunos de sonido decididamente africano, pero otros, vaya usted a saber; estoy segura de que muchos se los han cambiado a posteriori para estar más a la moda) que yo repito, uno a uno para complacerles. Nos sentamos con las madres, rodeadas de niños pegajosos como moscas. Me cogen la mano derecha entre sus dos manos y me dicen: «Mu li bwanji». Y yo tengo que contestar: «Ndi li bwino kayainu». Y ellos repiten entonces: «Ndi li bwino». Es algo así como: «¿Qué tal estás? Bien, ¿y tú?».
Chus me explica que el trabajo con los mal nutridos se realiza fuera del orfanato. Hay que recorrer las aldeas próximas con una ambulancia, lo que aquí se conoce con el nombre de clínicas móviles. Ella lleva las fichas de estos niños. Se les vacuna y se les pesa. Si el peso es insuficiente para su edad, se entrega a las familias determinado número de sacos de harina de maíz y varias cajas de papilla y se incorpora a los pequeños al programa de mal nutridos. Y es ella la que decide a quién dar harina y a quién no.
Parece fácil, ¿verdad? Uno diría: pues se les da harina a todos los que tengan bajo peso y ya está. Pero no. No se puede. Aquí este año la cosecha ha sido escasa y se está pasando bastante hambre. Las familias tienen muchos hijos, siete, ocho, nueve (¡qué sé yo!) y como no llega para alimentarlos a todos lo que suelen hacer es mantener siempre al último bebé nacido al borde de la desnutrición en beneficio de los otros hijos mayores y del marido, para que nosotros les demos harina. Y ese bebé o se muere o tiene, de mayor, un importante retraso mental. Así que no es tan fácil. Hay que convencer a las madres para que den la harina a esos bebés. Y en los casos más extremos traernos a los críos al orfanato, con sus madres o con las abuelas, tías o vecinas o quien pueda hacerse responsable de ellos, porque muchas mujeres mueren en el parto y aquí lo que funciona es la familia «extensa».
Solo en nuestra zona hay más de quinientos mal nutridos fichados. Se me acongoja el alma. Y en las aldeas casi nadie habla inglés. Tendré que aprender chichewa para poder comunicarme con ellos.
Pero no todo es tan dramático. A pesar de la pobreza, la gente parece digna y feliz. Los malauíes son alegres y curiosos. A la menor novedad, allí están todos mirando, sonriendo, saludando con las manos.
Saco la cámara de fotos y es la revolución. Pequeños y grandes. Todos quieren salir en la foto y luego verla en la pantalla. Maravillas de la tecnología digital. Cuando se reconocen, o reconocen a sus amigos, gritan, ríen, gesticulan, se excitan y me llenan la pantalla de huellas imposibles de eliminar. La palabra que mejor les define es vitalidad. Las pasan putas pero están muy, pero que muy vivos. En realidad aquí, en África, lo que se hace es vivir la vida y ya está.