CAPÍTULO 8

El sol descendió hacia el horizonte, donde quedó oscurecido una masa de nubes. Cuando la noche envolvió la tierra, a la distancia; centelleó un relámpago, seguido por un grave rumor de trueno tormenta avanzaba poco a poco, gruñendo y abriéndose paso p paisaje plomizo. Por fin, alcanzó su punto culminante en las primeras horas de la mañana. Parecía decidida a impedir que Ashton durmiera, pero difícilmente se podía echar la culpa de aquel desvelo los truenos.

Detestaba la camita pequeña del dormitorio para huéspedes, di había aceptado acostarse, a regañadientes, hasta que un juez decidiera sobre la identidad de Lierin. Ninguno de los dos deseaba esa separación, pero para salvar las apariencias y para tranquilizar a las ancianas, les había parecido mejor dormir separados. Fue una semana de inigualable tormento para Ashton, perseguido por el miedo de perder a Lierin otra vez. No hallaba descanso en su cama solitaria. Extrañaba el calor de Lierin, sus suaves curvas apretadas a él, la posibilidad de estirar la mano para tocarla, en medio de la noche, o de retenerla en su abrazo.

La furia de la tormenta reflejaba su propio humor: se agitaba en la cama como en una tempestad propia. Un relámpago cegador iluminó la oscuridad de la noche, encendiendo las ventanas bañadas por la lluvia. Un trueno restallante llegó pisándole los talones, y al oírlo Ashton se incorporó con una maldición. Su mal genio estaba en el cenit. Tuvo que arrojarse de la cama.

Con grandes pasos airados, cruzó el cuarto hasta el baño y, después de atravesar rápidamente el cubículo, entró en el dormitorio principal.

El juego de luces huidizas, más allá de los cristales, le mostró la silueta delgada, vestida de blanco, sentada en medio de la enorme cama adoselada. Tenía el mentón apoyado en las rodillas y los brazos envolviéndole las piernas. Siguió el avance de Ashton con una mirada fija, que bajó a las ingles desnudas cuando otra descarga de cegadora luz abrió un camino de fuego en el cielo de ébano. La pasión así exhibida no le provocó ninguna alarma; esperó tranquilamente, hasta que la rodilla del hombre hundió el colchón. Ashton deslizó las manos hasta el borde del camisón, y ella levantó los brazos, para permitir que se lo sacara por la cabeza. Con un suave suspiro, se dejó caer hacia atrás, bajo el peso envolvente, y sus labios iniciaron una búsqueda sin pr1sa, saboreando la bendición del amor. Él le retuvo la cara entre las manos, mirándola a los ojos en medio de la oscuridad; entonces notó que tenla el pelo algo húmedo.. -¿Adónde fuiste? -preguntó, extrañado.

- No podía dormir -susurró ella- y salí al balcón. -¿Con esta lluvia? Ella asintió.

- Me sentía tan sola que apenas me di cuenta.

Ashton le imprimió un beso en la mejilla. Debiste haber venido a mí.

No estaba segura de que me quisieras. -¡Por Dios, señora! -respondió él, atónito ante esa declaración-. ¿Tan mal he sabido demostrarte cuánto te amo… y te deseo? ¿Cómo puedo convencerte de lo que siente mi corazón…?

- Bastará con que me lo demuestres -susurró ella.

Él bajó la cabeza, buscándole el pecho, y Lierin abrió la boca en un grito mudo al sentir su lengua acariciante. Se fundieron el uno a la otra, como amantes mutuamente ligados por toda la eternidad. Esa fuerte pasión llevó a la joven más allá de las luces parpadeantes del mundo presente, hasta un refugio donde una miriada de imágenes cruzaba la mente. Por su conciencia pasaron, fugaces, otros destellos de placeres sensuales, provocándola con breves imágenes de un hombre desnudo, cuyo rostro y forma eludían todos los esfuerzos de su concentración. Por mucho que se esforzara, no podía enfocar aquel semblante, pero el hombre era tan audaz y apasionado como el que la acompañaba en ese mismo instante.

Volvió lentamente a la realidad, y las imágenes desaparecieron como vapor al sentir el golpe sordo del corazón de Ashton contra su pecho.

- No sabes cómo ansiaba que vinieras -suspiró-. Me he sentido desesperada toda la semana, en esta cama enorme, tan sola.

Ashton se incorporó sobre un codo para mirar el lustre húmedo de sus ojos.

- No podía estar lejos un momento más.

- Y ahora ¿qué vamos a hacer? -preguntó ella, en voz baja-. ¿Cómo haré para dejar de pensar que soy tu esposa y aceptar que pertenezco a Malcom?

- Yo también tengo esa misma dificultad -suspiró él, rozándole la oreja con los labios-. Y no estoy dispuesto a dejarte ir.

- Pero es forzoso… si soy la esposa de Malcom.

- No puedo creer que lo seas-gruñó él, poniéndose de espaldas, mientras se frotaba la frente con una mano-, Es demasiado doloroso pensar que puedo perderte. Cuando te creí muerta estuve a punto de anularme como hombre; ahora que te tengo otra vez, ¿cómo voy a dejar que otro te lleve?

Lierin se incorporó para rozarle con un dedo la cicatriz del pecho -Aquí, contigo me siento segura, como si fuera el sitio donde me corresponde estar.

Los dedos masculinos, largos, se deslizaron bajo el peso de su cabellera y le acariciaron la nuca.

- Podríamos ir a Europa…

Ella sacudió la cabeza; una larga guedeja cayó sobre el brazo de Ashton, formando un rizo sobre su pecho velludo.

- Tú no eres de los que huyen ante la verdad, Ashton.

Él deslizó la mano hacia abajo, hasta apoyarla en un pecho, sintiendo el despertar de las fogatas en su propio cuerpo. Cuando pensaba en hacerle el amor, olvidaba la posibilidad de perderla.

La boca de Lierin ascendió buscando la suya, pero un segundo antes del beso rompió el silencio una serie de golpes lejanos.

Ashton echó un vistazo al reloj de la repisa, pero la esfera ennegrecida no daba señales de la hora. -¿Quién diablos…? Han de ser las dos o las tres de la madrugada. La llamada se repitió, más audible, más insistente. Se oyó una voz en palabras débiles, pero claras.

- Despierte amo. Se están quemando los depósito' de Natchez.

- Maldición.

Con esa exclamación, Ashton saltó de la cama y cruzó desnudo la habitación y el baño, a la carrera; después de echarse una bata sobre el cuerpo, abrió la puerta más alejada. En el umbral estaba Willis con un gorro de dormir torcido en la cabeza y el cuello de una camisa de dormir asomando sobre el batín mal puesto. Sus ojos se dilataban de alarma sobre la llama parpadeante de la vela que llevaba.

- Amo Ashton -repitió el mayordomo, ansioso-, en la puerta ha un hombre que dice que uno de su' depósito', en el puerto, se incendió con la tormenta y dice que pa' cuando usté llegue, los otro' también se estarán consumiendo.

- Envía a alguien en busca de Judd y que reúna a algunos hombres para combatir el incendio.

Bajaré en cuanto pueda vestirme un poco.

El negro vaciló.

- Amo, si le parece bien, me gustaría ir con usté. Soy muy bueno pa' pasar balde'.

- Bueno, pero date prisa. No tenemos tiempo que perder. -¡Sí, señó!

Y Willis se puso en marcha antes de que se cerrara la puerta. Lierin entró en el baño atándose el cinturón de la bata. -¿Qué ha pasado?

- Tengo que ir a Natchez -respondió él, quitándose bruscamente el batín-¡Se están incendiando mis depósitos!

Ella se apresuró a prepararle la ropa, en tanto él se ponía los pantalones.

- Está lloviendo mucho. ¿No cabe la esperanza de que la lluvia apague el fuego antes de que se extienda a los otros depósitos? -¡Ojalá!

Mientras él metía los faldones de la camisa por el pantalón, ella le alcanzó la chaqueta.

- Pase lo que pase, ten cuidado -le rogó.

Ashton la estrechó por un momento, apretándole los labios con un beso rápido y duro. Luego dijo, en voz ronca:

- Desde, ahora en adelante, se acabó lo de los dormitorios separados. No pienso renunciar a ti.

Malcom Sinclair tendrá que matarme antes de que yo le permita que te lleve.

Un filo de miedo atravesó el corazón de la joven. -¡Oh, Ashton, no digas eso! -¡Es lo que pienso!

Y se apartó de ella para correr por el pasillo. Cerca de los establos, Judd estaba ya reuniendo a los hombres en una carreta, mientras extendía por encima una tela alquitranada como protección contra los elementos. Ashton, bajándose el ala del sombrero y subiéndose el cuello de su impermeable, miró hacia el este, donde el cielo seguía negro. No había señales de amanecer tras la masa de nubes oscuras. Subió al pescante junto a Judd y, ante el restallido de un látigo, la yunta inició la marcha en una implacable carrera hacia Natchez.

Al llegar al destino, Ashton halló motivos para dar gracias por la lluvia, que los había empapado en la ruta, pues el incendio, bajo el aguacero, estaba confinado en el cobertizo del medio, dejando intactos los adyacentes. Se detuvo con Judd y el capataz de los depósitos bajo el techo de chapas de un refugio, inspeccionando las ruinas humeantes. -¿Perdimos mucho? -preguntó Ashton. -Bastante, señor -respondió el capataz, sobre el incesante tamborileo de la lluvia en el techo metálico-, pero pudo ser mucho peor. Casualmente, un barco se llevó ayer mismo todo un cargamento de algodón; aquí sólo quedaban treinta y tantos fardos, unos cuantos barriles de melaza y algunas cosas sueltas. Nada más. Usted tiene suerte porque esto debió ser obra de un rayo; sin esta lluvia todo habría desaparecido. - Perdón… -interrumpió una voz cascada, desde atrás-, ¿Alguno de ustedes es el señor Wingate?

Era un mendigo de baja estatura y pelo escaso, cuyas ropas estaban empapadas y raídas; llevaba botas muy gastadas, con las puntas torcidas hacia arriba.

- Soy yo -informó Ashton.

El vagabundo se frotó la nariz con una manga sucia y señaló el depósito destruido.

- Si le sobran unas moneditas, a lo mejor le cuento cómo empezó ese incendio.

Ashton se palpó los bolsillos, pero los tenía vacíos. El capataz buscó en los suyos con igual mala suerte.

- Me vestí muy de prisa -se disculpó, encogiéndose de hombros -Tendré que quedar en deuda con usted -propuso Ashton.

- Si usted me lo promete, señor, acepto su palabra. Después de todo, se lo debo. -¿A qué se refiere?

El mendigo se encogió de hombros,

- Hace tiempo que duermo en ese cobertizo suyo. Siempre meto por una ventana rota que hay atrás y busco un fardo blando. Se está bien ahí, Es abrigado, en noches como ésta,

- Usted dijo que sabía como había empezado el incendio le instó Ashton.

- Sí, claro, a eso voy. Vea; estaba tratando de dormir un poco y me pareció oír voces por esa ventana rota. Bueno, me asusté así que me acerqué a la ventana para escuchar un poco. Y entonces comprendí Estaban planeando incendiar esto. Bueno, cuando me di cuenta de que podía quedarme encerrado casi me muero de miedo, pero ¿como iba a salir si ellos estaban ahí? -¿Cuántos eran? -investigó Ashton.

- Tres o cuatro, puede ser. A uno, cuanto menos, lo vi un par veces en el Razorback, me parece, pero no estoy seguro. Afuera estaba muy oscuro hasta que empezaron los rayos. Y ahí fue cuando vi que al hombre más grandote le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Bueno, entonces me acordé de ese matón que había visto el bar. -¿Y dice que había más? -insistió Ashton.

- Sí. -El hombre se rascó el mentón barbudo-. Uno era bajo, rechoncho… con ropa algo llamativa… y tenía un tic nervioso o a así.

Ashton miró a Judd.

- Esa descripción se parece extrañamente a Horace Titch.

El negro frunció el ceño, pensativo. -¿Le parece que tiene fibra como pa' meterse en esto?

- Si MaIelda lo alienta -respondió Ashton, burlón, todo es posible. -¿Lo habrá hecho por venganza?

- No sé por qué pero lo averiguaré.

- Ashton levantó una ceja y preguntó-. ¿Me acompañas?

- Judd sonrió. -¿Y cómo no?

Willabelle cruzó el cuarto casi vacilando y se detuvo ante la señora; se alisó el delantal con gestos nerviosos hasta que Lierin levantó la vista. Nunca la había notado tan insegura; una punzada de aprensión le advirtió que la mujer no venía con algún recado simple. -¿Qué pasa, Willabelle? -.Señora… -Los ojos oscuros del ama de llaves expresaban su preocupación-. Ese hombre que dice ser su papá está abajo y quiere verla.

Algo frío se congeló en el corazón de Lierin. La luz grisácea y opaca de la mañana tormentosa no había logrado echar sombras sobre los recuerdos de las horas pasadas con Ashton pero en ese momento la atacó una súbita depresión que se llevó ese contento.

Casi esperanzada. Willabelle preguntó: -¿Le digo que vuelva despué cuando esté el señó?

Lierin abandonó el pequeño escritorio. Le temblaban los miembros y se le había hecho un nudo en la garganta pero logró mostrar un semblante tranquilo.

- No, Willabelle. Lo atenderé. Es lo menos que puedo hacer.

El ama de llaves puso los ojos en blanco.

- Desde que abrí los ojo, esta mañana ya sabía que íbamo' a tené un mal día -murmuró-.

Primero se incendian lo' deposito' y ahora viéne ese hombre cuando el señó no está.

- No tienes por qué preocuparte Willabelle -la consoló Lierin-. Dile que bajaré en un momento.

- Sí señora.

La negra, sombría, volvió a la sala arrastrando los pies. El hombre ya se había servido una copa de coñac y estaba encendiendo uno de los cigarros de su amo. Su audacia restó a la sirvienta todo el buen humor. Fulminándolo con la mirada transmitió el mensaje con aire rígido.

- El señó no está pero la señora dice que en seguida baja. -¿Cuándo se espera al señor Wingate?

- No sé -murmuró la mujer- pero cuanto ante'. mejó.

Robert Somerton preguntó: -¿Tiene usted algún motivo para oponerse a que yo vea a mi hija?

- La señorita Lierin está muy afligida con todo este lío de que es la mujé de otro.

- Se llama Lenore. -El hombre desprendió la ceniza de su cigarro, apuntando más o menos hacia el plato de porcelana, pero fallando por amplio margen-. Trate de recordarlo.

En los ojos de Willabelle ardía un fuego oscuro, aun antes d presenciar lo de la ceniza; en ese momento, una llamarada de furia Si encendió en aquellas honduras negras. Mientras limpiaba las cenizas con la mano, afirmó:

- El señó dice que es la señorita Lierin ya mí me parece bien. Robert rió, rencoroso.

- En ese caso, usted es tan ciega y tonta como su amo. Exigió pruebas, pero cuando se las presentarnos despreció cuanto decía sentido común. Recuerde lo que le digo: no podrá seguir aprovechándose de la enfermedad de mi hija. Yo me encargaré de eso Abusó de la hermana, pero aquí tendrá que detenerse.

- Tengo que hace -anunció Willabelle, secamente.

Robert hizo un ademán, como dándole permiso para retirarse. No sabía por qué se había rebajado a discutir con una sirvienta, sobre todo tratándose de una mujer tan obstinada.

- Atienda, atienda, antes de que vuelva su amo y la castigue. Willabelle se hinchó como un sapo enfurecido. -¡Mi amo nunca nos pone la mano encima! -chilló, indignada. Y se marchó, levantando imperiosamente la nariz, haciendo repiquetear la cristalería con sus fuertes pasos. En ese momento comprendía muy bien por qué el amo nunca había hablado mucho de su suegro. De ese hombre no había nada bueno que decir.

Pocos momentos después, Lierin entraba a la sala, en actitud sumisa, casi temerosa. Toleró el beso del hombre en su mejilla y se dejó conducir al sofá. Luego escucho como una hija educada el relato de su vida anterior, en Inglaterra. Él le mostró un retrato en miniatura donde se veía a dos gemelas, y ella tuvo que reconocer su asombro parecido con ambas. Pero fue el esbozo de una casa solariega, d estilo Tudor, en una colina, lo que le despertó cierta sensación d familiaridad.

- Tú misma dibujaste esto -dijo él, señalando el trabajo con s copa, nuevamente llena-. Es nuestra casa, en Inglaterra.

Lierin estudió cuidadosamente el dibujo; en ese momento podía imaginarse caminando por las largas galerías de la mansión. Veía paredes con retratos, lanzas y escudos, largas mesas rodeadas d sillas altas y majestuosas.

- Creo que conozco eso -reconoció-. Me parece familiar. -¡Ajá! -gritó Robert, en jubilosa victoria-. Ahora estamos llegando a algo. Tal vez hasta aceptes que soy tu padre.

Ella levantó los hombros en un gesto que no la comprometía a nada. No quería llegar a tanto, pues de ese modo hubiera dado a Malcolm Sinclair ventajas sobre Ashton, y ella sabía a quién debía lealtad.

- Usted puede ser mi padre, sea yo Lierin o Leñote, pero ¿cómo puedo saberlo, si ni siquiera lo recuerdo?

Robert quedó pensativo por un rato; cuando comenzó a hablar, eligió sus palabras con cuidado.

- Francamente, pienso que necesitas tiempo y un lugar tranquilo para pensar en esto, sin que interfieran Malcolm ni Ashton. ¿Por qué no dejas que te lleve a Biloxi? Allá tenemos una casa, sobre la playa. Está toda tu ropa y todo lo que necesitas.

Ella arrugó el ceño, preocupada por la idea de abandonar Belle Chene… y a Ashton.

- Aquí soy feliz.

- Pero dejarás de serio si comienzas a recordar lo que Ashton Wingate hizo con tu hermana. Si ha muerto, es por culpa de él, y un día juraste que te vengarías. En realidad, no comprendo que puedas odiar tanto a ese hombre y seguir pensando que es tu esposo.

- No lo odio -protestó ella-. Yo…

Él la observó con cuidado, esperando que continuara, pero su curiosidad quedó insatisfecha.

- Sabes, por supuesto, que Malcom piensa retarlo a duelo.

El corazón de la muchacha se detuvo, súbitamente empavorecido y le miró con los ojos muy grandes, atentos.

- Malcom es excelente con las armas de fuego -afirmó Robert-. Dudo que Ashton pueda escapar.

- Usted tiene que impedirlo -le instó ella. -¿Cómo? -inquirió, él, sorprendido-. Sólo tú puedes hacerlo.

Ella, gimiendo, se retorció las manos; la trampa se cerraba sobre su persona.

- Si me quedo con Ashton, Malcom lo retará a duelo. Si voy con Malcom, Ashton nos seguirá con las mismas intenciones lo conozco. Ya ha dicho que no piensa renunciar a mí y no quiero que muera nadie.

- Por eso digo que tu única salida segura es hacer lo que te sugerí: ven conmigo a Biloxi. A mí no me retarán a duelo.

Lierin, cansada, se reclinó en el sofá. Esa proposición no le gustaba mucho, pero la aceptaba como razonable le ofrecía, a la vez, la única salida posible en semejante aprieto.

- Tengo que pensarlo.

- No tienes mucho tiempo, querida. Malcolm está todo para venir a desafiar a Ashton muy pronto. Cualquier demora sería su muerte. -Él se encogió de hombros-. Yo no lamentaría su deceso, desde luego, teniendo en cuenta que nos robó a Lierin. -¿No es posible que un padre confunda a sus dos hijas?- preguntó ella, con voz muy débil-. ¿Está seguro de que soy yo?

Él levantó la mano, en un gesto de impaciencia. -¿Qué se puede hacer cuando nuestra propia hija no nos cree? ¿Cómo te haré entender? ¡No soy yo el equivocado sino Ashton! O se trata de algún plan suyo. Seguramente nos está jugando sucio todos. Sabe muy bien que Lierin se ahogó.

Poco a poco, Lierin se puso de pie y se pasó una mano temblorosa por el cabello.

- Tía Jennifer y Amanda están arriba, descansando. Tal vez sea mejor que me vaya ahora, sin que ellas se den cuenta. Si me espera en su carruaje, subiré un momento para escribir una nota a Ashton.

- No le digas adónde vamos.

- No -suspiró ella-. Eso sería una invitación abierta para que nos siguiera; Le pediré que no interfiera.

Subió la escalera como si el mundo entero hubiera llegado a su fin. Con la vista empañada por las lágrimas compuso una breve carta que firmó "Lenore". Después de besar el anillo de bodas, lo dejó sobre la misiva.

Con la ropa que llevaba puesta por todo equipaje, volvió a bajar la escalera y salió por la puerta principal feliz de no verse obligada a encontrarse con Willis ni Willabelle antes de la partida. Le corrían lágrimas por las mejillas cuando echó la última mirada a la casa preguntándose si volvería alguna vez.

Ashton abrió las altas puertas de vaivén del bar Razorback y dio dos pasos en el salón atestado lleno de humo. Había comido tranquilamente en la posada y venía del Bruja del Río, donde se había lavado y cambiado de ropa. Después de revisar con Judd las posibles andanzas de quienes incendiaran el depósito, ambos habían decidido que valía la pena visitar la taberna.

Para no dar la impresión de buscar pelea, Ashton estaba vestido como los jugadores profesionales de los paquebotes: con chaqueta negra corbata y pantalones del mismo color, y una almidonada camisa blanca que hacía resaltar el chaleco de brocado gris y plateado. Su figura alta, audaz atrajo las miradas admirativas de las rameras que atendían allí quienes lo saludaron con sonrisas provocativas.

El techo era bajo pero la habitación ofrecía bastante amplitud, a pesar de los grandes postes que sostenían el piso alto. Un fuerte mostrador, marcado por muchas peleas, cerraba un rincón; la zona abierta estaba atestada de mesitas y sillas toscas. Muchas de éstas estaban ocupadas por los parroquianos, y contra el mostrador se recostaban Idos personajes mal encarados. Las narices sensibles podían fruncirse ante el hedor de los cuerpos sudorosos, la cerveza agria, el tabaco y el moho, pero Ashton no era remilgado. Conocía el mundo por ambos lados, aunque en situaciones como ésa se sentía afortunado de vivir como vivía.

Eligió una mesa poco iluminada y se instaló de frente a la puerta. Casi antes de que se hubiera sentado tenía ante sí a una prostituta de ropas muy vistosas y mejillas muy pintadas, que se inclinó hacia él con una sonrisa, exhibiendo el seno, donde había aplicado tonos rojos en diversas zonas. -¿En qué puedo servirte?

- Esta noche -respondió él, sacando un mazo de su chaleco-, sólo quiero una copa y jugar a las cartas.

La mujer se encogió de hombros.

- Si sólo quiere una copa, señor, le mandaré a Sara. No puedo perder tiempo con los que no compran, aunque sean apuestos. Pero si cambia de opinión, me llamo Fern.

Ashton, sin prestarle atención, comenzó a barajar las cartas, mientras estudiaba lentamente las caras de los presentes. Parecían de mala calaña. Uno a uno, todos desviaron la vista ante su mirada. Su reputación lo precedía; nadie se dejaba engañar por esa actitud poco amenazadora ni por sus ropas de jugador. Esa mañana, un incendio había destruido un depósito y se decía que el fuego había sido intencionado. También se sabía quién era el dueño. No costaba mucho presentir los disturbios inminentes. Nadie se entrometía con Ashton Wingate ni con sus pertenencias sin enfrentarse a él; era como invitarlo a acudir.

Ashton sintió una presencia junto a su codo y levantó la vista hacia el flaco rostro de la mujer que esperaba. Dado el humo del ambiente, no era fácil discernir el color de los ojos claros, sin brillo, ni el tono del pelo recogido en un peinado torpe. Sus zapatos, demasiado grandes para ella, estaban sujetos a los pies por medio de harapos; el vestido azul, obviamente, había sido hecho para una mujer que pesaba diez kilos más, por lo menos. Al calcular su edad, Ashton supuso que tendría aproximadamente la suya, pero quizá pareciera mucho mayor de lo que era, en realidad. La mujer habló con tono seco y desprovisto de emoción.

- Fern dijo que usted quería una copa. -¿Qué es lo mejor que se puede tomar aquí? - Cerveza -replicó la criada, prontamente-. Es lo único a lo que no se puede agregar mucha agua.

- Tráigame una cerveza, entonces… Sara, ¿verdad? -Su mirada interrogante recibió un gesto afirmativo como respuesta-. Y en un jarro limpio, si encuentra alguno.

- Haría mejor en buscarlo en Belle Chene -aconsejó ella-. Además, estaría mucho más seguro.

Ashton arqueó las cejas, sorprendido. -¿Me conoce?

Sara miró de soslayo a un grupo reunido cerca del mostrador.

- Les oí decir que usted tenía a una loca en su casa, asegurando que era su esposa. Algunos de ésos son los que fueron a su casa, a buscarla. Dicen que por culpa suya perdieron varios caballos buenos.

Ashton respondió con una risa suave.

- En ese caso, ¿por qué no vienen a quejarse personalmente?

La frente arrugada de la mujer se marcó con surcos más profundos, al estudiar la pregunta.

- Creo que le tienen miedo, pero no sé por qué. Son muchos más.

- Usted busque dónde esconderse, por si logran juntar coraje -sugirió Ashton.

- Ese consejo bien puede aplicársele a usted. No hace mucho tiempo que estoy por aquí, pero he visto actuar a algunos de esos rufianes. Francamente, lo mejor sería que se fuera cuanto antes.

- Busco a un hombre y todavía no lo he hallado. Le faltan dos dedos de la mano izquierda.

- En este salón no hay nadie que responda a esa descripción -aseguró ella y se alejó.

Por debajo del harapiento borde del vestido, sus zapatos hacían un ruido chapoteante en el serrín del suelo. Ese aspecto deplorable pare- I da constituir una parte de la vida desolada de esos lugares. Sin embargo, mientras la estudiaba, Ashton se preguntó si ella no habría conocido una existencia distinta, en otros tiempos. Caminaba con una gracia sutil, que las rameras no podían igualar. En tanto ellas se meneaban entre los hombres, tratando de conseguir clientes para la i noche, esa mujer se movía con el delicado aire de una reina, a pesar de sus harapos. Hasta el modo de hablar sugería cierta instrucción.

Sara volvió a su mesa con una jarrita reluciente y una jarra de lata, que contenía cerveza medio tibia. Luego dio un paso atrás y cruzó las manos, esperando, paciente, que él depositara el dinero necesario. Al ver la suma, abrió los ojos, atónita ante el color dorado de la moneda. -oh, eso es demasiado, señor, y no creo que el tabernero me dé el cambio debido. No dejará de aumentar el precio para quedarse con todo la posible.

Ashton metió la mano en el bolsillo y puso una moneda más opaca junto a la pieza de oro.

- Ésta es para el tabernero; el oro es para usted, por haberme traído un vaso limpio.

La mujer vaciló un instante, como aturdida ante esa generosidad; por fin, con lágrimas en los ojos, recogió las monedas, diciendo:

- Gracias, señor Wingate. No olvidaré esto. Ashton probó la cerveza; el gusto acre de la bebida le hizo fruncir la nariz: si eso era lo mejor que había en la casa, pensó, asqueado, tendría que verse en grandes apuros para probar cualquier otra cosa.

Con tranquilo aplomo, se acomodó el sombrero negro en la cabeza, faltando a la costumbre de los verdaderos caballeros, y volvió a sacar las cartas, jugando con el aire distraído de quien se aburre mucho. Así prosiguió por un rato. Estaba por abandonar su vigilia cuando un grupo de cuatro hombres abrió las puertas de vaivén.

El primero era un hombrón de frente huidiza sobre las cejas pobladas y los ojillos hundidos. La nariz, notablemente grande y de venas purpúreas, sobresalía sobre los labios gruesos, libidinosos. Se detuvo junto a la puerta y apoyó la mano izquierda en un poste, mientras estudiaba a la muchedumbre.

Ashton no tardó en notar la falta de dos dedos en su mano carnosa; sintió un escalofrío en la nuca cuando aquellos ojos de cerdo se posaron en él.

El corpulento bruto irguió la espalda y enderezó los hombros, tensando las costuras de su chaqueta corta. Después de acomodarse los pantalones sobre el vientre hinchado, se ajustó la gorra en un ángulo garboso y marchó hacia adelante, bamboleando mucho las piernas musculosas a cada paso, antes de plantar los grandes pies.

Ashton se puso rígido, pues el hombre parecía estar guiando a sus compinches directamente hacia su mesa. La tensión se alivió considerablemente cuando el facineroso se acomodó en la de al lado.

- Parece que nos vienen a visitar los ricachones, últimamente. El pulgar grueso señaló en dirección a Ashton.

El caballero comprendió que no pasaría mucho tiempo sin que el cuarteto buscara algún motivo para lanzarse contra él. Sin embargo, una perversa paciencia lo instaba a esperar. Apoyando perezosamente una bota en el travesaño de una silla, continuó con su solitario, no por eso menos dispuesto a la acción.

El gigante plantó su puño carnoso en las toscas tablas de la mesa, en tanto su voz se elevaba al volumen de un bramido ensordecedor. -¡A ver! ¿Dónde están las mozas? ¡Que nos traigan cerveza! -y bajó la voz para comentar a sus compañeros, en un burlón aparte-: ¡Cómo se están poniendo las cosas aquí! ¡Hay que rogar para que te sirvan!

Las busconas se mantenían a distancia, curándose en salud. Fue Sara quien, después de llenar jarras grandes, las llevó hasta la mesa en cuestión, rebosantes. Ellos alargaron la mano hacia las jarras, pero Sara carraspeó, anunciando:

- Dijo el tabernero que pagaran antes de consumir.

El jefe la fulminó con la vista pero la mujer le sostuvo la mirada sin pestañear. Por fin, él sacó un puñado de monedas, de las que contó trabajosamente una suma para dejar sobre la mesa.

- Eso alcanza sólo para tres pintas -informó Sara, prontamente y he traído cuatro.

El gigante, a regañadientes agregó más monedas al resto. Luego con una mueca libidinosa. puso un centavo en la montaña.

- Y un poquito para ti, tesoro.

La mujer esbozó una débil sonrisa, sin entusiasmo, y quiso recoger el dinero. Antes de que pudiera retirar la mano, los dos dedos miembro mutilado se cenaron en su antebrazo, con cruel decisión. Ella trató de apartarse con un grito de dolor y se frotó la parte amoratada. -¡Bestia! -le espetó-. ¡Ya sabe dónde puede guardarse esas manos sucias!

- Eh, vamos -exclamó el hombre-. Me gustan las mujeres de temple ¿Por qué no te vas a poner uno de esos vestidos lindos que tienen puestos tus comadres y vienes a lucirte conmigo? Queda mucho mejor.

- De usted no puede decirse lo mismo -replicó Sara.

Con un paso al costado, esquivó la palmada que le estaba destinada, ahorrándose otro cardenal, pero su agilidad pareció un desafiándole un manotazo a las faldas para encerrarla en un abrazo chilló de furia al sentir que la atraían hacia el regazo. Casi de inmediato, la mano del hombre estaba hurgando ente sus muslos. La mujer aspiró bruscamente ante la afrenta, debatiéndose desesperadamente para escapar.

A Ashton le habían enseñado, a temprana edad, que las mujeres debían ser respetadas cualesquiera fuesen las circunstancias. En general, siempre se atenía a esa norma ética, y esa exhibición de bestialidad le resultó insoportable. Se puso de pie, tirándose del chaleco, y fue a enfrentarse con el degenerado.

- Perdone, señor, pero creo que la señorita quiere que usted la deje en libertad. ¿Por qué no la suelta tranquilamente, y así nos ahorraremos ambos muchas molestias?

El hombrón arrojó a la mujer harapienta al suelo, algo asombrado. Hasta entonces nadie había tenido el valor de enfrentársele. Ashton se inclinó para ayudar a la sirvienta a levantarse y la empujó hacia el mostrador, mientras el bergante abandonaba su silla, con un tono de apoplejía en la cara.

Todavía no había acabado de recobrar el equilibrio cuando el puño de Ashton lo alcanzó en la mandíbula, enviándolo contra la mesa. Las sillas se hicieron trizas, en tanto los tres compañeros iban a parar en el serrín del suelo, entre fuertes exclamaciones y bufidos que revelaban la fuerza del aterrizaje.

El cuarteto se levantó con esfuerzo, buscando cuchillos, cachiporras, cualquier arma que estuviera a mano. Ashton contuvo sus esfuerzos pateando la mesa junto con todo su contenido, que cayó sobre ellos. La cerveza saltó de las jarras, afectando ojos y narices dilatadas. El aire se llenó de maldiciones, mientras los cuatro volvían a caer, en un enredo patalearte.

Ashton, sin ceder, aumentó la confusión al arrojar su propia mesa contra el bulto, con un buen empujón. El jefe de los bravucones, que se había incorporado sobre manos y rodillas, recibió el mueble contra la espalda y se hundió de cabeza entre sus compinches.

Otras siluetas agresivas se acercaban en la penumbra, formando un verdadero muro de oscuridad. Ashton le conoció en aquellos ojos el fulgor de la venganza y retrocedió cautelosamente, levantando la pata de una mesa rota. -¡Chista! ¡Señor Wingate! ¡Por aquí!

Ashton miró rápidamente de soslayo; Sara estaba agazapada en el quicio de la puerta. Saltó sobre una silla quebrada y aceptó apresuradamente su invitación. Después de cruzar la puerta, la cerró de un golpe a su espalda y echó el cerrojo.

Los dos huyeron por entre montones de mercancías, que colmaban un cuarto apenas iluminado, hasta que la resistente puerta trasera detuvo su huida. Ashton aplicó el hombro a aquella reacia barrera, en tanto en la taberna crecía el alboroto. Por fin, tras un segundo empellón, la puerta exterior giró sobre los goznes, permitiéndoles escapar.

El callejón era estrecho y el barro lo hacía resbaloso, pero la mujer conocía cada recodo y cada charco. Era apenas una silueta oscura que huía entre las sombras cuando Ashton se detuvo para formar una barricada en la salida trasera. La siguió de prisa. Estaba a un paso de la esquina cuando la puerta volvió a ceder. Los súbitos gritos de la banda les revelaron que habían sido vistos. La cacería estaba en marcha.

Ashton tomó a la mujer por el brazo y la arrastró consigo. Ambos corrieron por la cuesta de Silver Street, enviando a sus miembros hasta el último resto de energía. La calle estaba cenagosa, y el Iodo succionaba los pobres zapatos de Sara, dificultándole la carrera. Como los rufianes estaban acortando rápidamente la distancia, no había tiempo para agacharse a desatar los trapos que los sujetaban.

Junto a la acera de enfrente, en la parte alta de la colina, había una carreta detenida. Ambos corrieron hacia allí, con pocos pasos de ventaja, seguidos por la banda. Ya sonaban los gritos de victoria, pues los facinerosos presentían la inminente captura de la pareja. Los siguieron por el costado de la carreta, pero de pronto se detuvieron, resbalando: otro grupo de siluetas oscuras, algo más numeroso, había surgido a la luz de la lámpara.

Sara lanzó una exclamación al verse en medio de la banda y se protegió detrás de su caballero, sólo para oírlo reír por lo bajo.

- No se preocupe. Son amigos. -¿Nos estaban esperando aquí desde un principio? -preguntó ella en voz alta, al trabarse en combate los dos grupos.

Ashton volvió a reír.

- Me gusta planear las cosas por anticipado, cuando es posible. Pero se puso abruptamente serio, cuando un hombre de barba lo tomó por la solapa. Girando en redondo, le clavó un puño en el vientre y siguió con otro golpe en la mandíbula. La cabeza del hombre cayó hacia atrás, pero Ashton no tuvo un instante de respiro, pues otro reclamaba su atención.

Judd entró en combate con un celo que estuvo a punto de acobardar a sus adversarios. No sólo era rápido y fuerte, sino que sus brazos, muy largos, le permitían dar buenos golpes a distancia. Para no quedarse atrás, Sara saltó sobre la espalda de otro posible atacante y le arañó la cara desde atrás.

Con un mordisco en la oreja, lo hizo chillar de dolor y redoblar los esfuerzos para quitarse a esa gata de encima.

Desde todo punto de vista, era un revoltijo salvaje. Abundaba el barro y, con el impulso de los puñetazos, muchos caían despatarra- dos. La pasta oscura pronto cubrió por igual a amigos y enemigos, haciendo difícil saber quién era quién a la escasa luz de las lámparas. Unos cuantos parecían monstruos del río, debido a los grandes terrones adheridos, que les daban formas asombrosas.

Los golpes se vieron precedidos por breves preguntas; muchos, al darse cuenta del error, abandonaban a un camarada para volverse contra el enemigo.

De todos modos, las filas de los facinerosos comenzaban a reducirse: uno a uno iban cayendo al barro, sin sentido, o se apartaban a rastras, sin poder soportar más golpes. Ashton comenzaba a abrigar grandes esperanzas con respecto al resultado cuando un bramido jubiloso lo hizo girar en redondo.

Cuatro formas amenazantes avanzaban hacia él desde las orillas del combate, relativamente limpios de lodo, como si se hubieran mantenido aparte. En cualquier circunstancia, los cuatro hubieran sido fáciles de reconocer por el hombrón cuadrado que los conducía. Todos balanceaban pesadas cachiporras en los puños.

- Ah, el señor Wingate -anunció el matón, con una risa ahogada-. Prepárese para encontrarse con su Hacedor. -¿Cuatro contra uno? -adujo una voz grave, desde cerca. Ashton sintió cierto alivio al reconocer la de Judd-. No me parece justo, pero es sólo una impresión, ¿sabe? ¿Qué les parece cuatro contra dos?

El gigante, sin esperar, se lanzó contra Ashton. Había pasado vergüenza por su culpa y le gustaba la idea de aplicarle un golpe mortífero. Ashton esquivó su embestida y le aplicó un puñetazo a la cabeza, al pasar. El hombre, aullando de dolor, gritó en redondo como un toro herido. Ashton volvió a atacar, esta vez con el canto de la mano, contra el brazo armado. El arma cayó al suelo, pero aquel oso humano atrapó a su contrincante en un abrazo triturador.

Ashton, sintiendo que le crujían las costillas, levantó con fuerza ambos brazos, aflojando así la presión del otro, hasta que tuvo espacio suficiente para moverse. Entonces hundió los nudillos de ambas manos en las costillas inferiores del hombre. Su recompensa fue un aullido. Su adversario retrocedió, alargando los brazos hacia ambos lados, mientras él lo seguía para repetir sus golpes hasta aplanar aquella nariz bulbosa. Concluyó con un puñetazo contra el vientre flojo y otro a la mandíbula.

El hombre cayó, aturdido. No tuvo tiempo de despejar su mente antes de que tres formas pasaran a toda prisa, tropezando. Lo atraparon por el brazo para arrastrarlo con ellos, mientras huían por la colina. Ashton se volvió, asombrado. Judd sonreía contento en actitud victoriosa. -¿Qué pasó? -preguntó el amo, sorprendido.

El negro se encogió de hombros, muy desenvuelto.

- Seguro que les pareció que la pelea era muy desigual.

- Como de costumbre, no cargaste sólo con tu parte en el combate - observó Ashton, sonriendo.

Judd rió entre dientes.

- Como no sabía muy bien cuánto me tocaba, agarré lo que quedaba por ahí.

Ashton le dio una palmada en la espalda, riendo:

- Puedes quedarte con todo lo que encuentres, sin reparos.

El negro señalo a los tunantes que huían.

- No lo' seguimo'? Vi que al grandote le faltaban dos dedo'.

- Informaré a Harvey de esto para que él se ocupe. Ya no tengo ganas de seguir peleando.

Se encaminó hacia la carreta, donde estaba Sara, sentada con la barbilla apoyada en la mano.

De su otra mano colgaba una cachiporra; a juzgar por un pequeño cúmulo de cuerpos tendidos en el barro, junto a la rueda delantera, la había utilizado con perverso empeño.

- Hacía ya tiempo que tenía ganas de hacer algo así -murmuró-, sobre todo al pensar en el bruto de mi marido.

Ashton arqueó una ceja, sorprendido.

- Señora, compadezco a ese hombre, si alguna vez cae en sus manos.

- Hummm -bufó ella-, yo no lo compadezco. Me gustaría hacerlo descuartizar, no sólo por lo que me hizo a mí, sino por lo que hizo con mi familia. -Parpadeó para despejar las lágrimas que súbitamente le llenaban los ojos; algo azorada, hundió la mano en el bolsillo de su embarrada falda para sacar un pañuelo raído-. Lo siento, señor Wingate. No era mi intención molestarlo con mis palabras.

- No es molestia, Sara -dijo él, con suave interés-. ¿Qué piensa hacer ahora? Sería demasiado peligroso que volviera al bar.

- No sé -respondió ella, en voz baja-. Tengo un hermano que se embarcó hacia el Lejano Oriente, hace varios años. No sé bien cuándo debe regresar, y de todos modos siempre fue la oveja negra de la familia. No le gustaba la idea de dedicarse a nuestros negocios cuan- do se fuera mi padre.

- Rió sin humor-. Créalo o no, señor Wingate, yo nací en una casa de ricos. Mi padre hizo una fortuna con varios almacenes y, más adelante, con navíos propios. Yo solía llevarle los libros y sé bien de sus éxitos. Ahora mi familia está totalmente aniquilada. Mi padre ha muerto, la fortuna no existe y yo no é si alguna vez me reuniré con mi hermano. -Perdió la vista en el espacio, como si los pensamientos la hubieran llevado muy lejos del presente. Por fin soltó un largo suspiro-. Creo que sólo vivo para esperar el día en que mi esposo reciba su merecido.

Ashton, pensativo, se quitó un terrón de barro de la manga.

- Si tiene experiencia con libros de contabilidad, puedo darle empleo en mi oficina; yo también tengo barcos.

Ella lo miró, maravillada.

- No tiene por qué hacerse responsable de mí, señor Wingate. Lo que hice en el bar fue por gratitud. La pelea comenzó por causa mía. No me debe nada.

Él la miró con una sonrisa lenta.

- Necesito en mi negocio alguien con talento para los números. Si no se siente capaz, buscaré a otra persona.

Aquella cara flaca adquirió un brillo que se parecía al de la luna, allá en lo alto.

- Soy capaz, señor Wingate. De eso estoy segura.

- Bueno, todo está arreglado. Usted vendrá con nosotros a Belle Chene, donde estará más segura. Por la mañana, mi esposa le conseguirá algunas ropas. -Sonrió-. No es del manicomio, ¿sabe?

Sara sonrió con mucha tristeza -Eso lo sé, señor Wingate.

Era tarde ya cuando Ashton se detuvo junto a la puerta trasera, para quitarle las botas embarradas y toda la ropa que le pareció prudente. De pronto oyó unos sollozos apagados en la cocina. Lleno de preocupación subió los peldaños de un brinco y entró en calcetines y mangas de camisa.

Willabelle giró en redondo, sobresaltada, llevándose a la boca el borde del delantal. De sus ojos brotaba un torrente de lágrimas. Las miradas enrojecidas de Luella May y Bertha convencieron a Ashton de que también ellas compartían su dolor. Cuando el ama de llaves reconoció el rostro de su amo bajo el lodo, aspiró profundamente y comenzó a sollozar con renovado vigor. -¿Por qué lloran todas ustedes? -inquirió-.¿Qué ha pasado?

- La señorita Lierin, señó -gimió Willabelle, mientras las otras dos se deshacían en otro ataque de sollozos.

Las garras afiladas del miedo desgarraron el corazón de Ashton; su mente se lanzó a la carrera. -¿Dónde está? gritó - ¿Le ha pasado algo?1 Una vez más, Willabelle suministró la información sollozando contra su delantal.

- Se fue, amo. -¿Se fue? ¿Adónde?

Ashton estaba completamente desconcertado. El ama de llaves, secándose el rostro con el delantal, tomó aliento, estremecida y tratando de dominarse.

- No sé amo, ese tal señó Somerton vino y estuvo hablando con la señorita Lierin y él se fueron, no má', sin que nadie se enterara. Su abuela y la señorita Jenny… están en cama, con un doló de cabeza terrible. -¿Pero por qué?-preguntó Ashton confuso y herido-. ¿Por qué tenía que irse?

Willabelle encogió los grandes hombros, inerme.

- No sé amo. A lo mejó ese señor Somerton la convenció de que era la Señorita Lenore.

Un gran peso descendió sobre los hombros de Ashton. De pronto se sintió cansado, con el cuerpo dolorido por la pelea. Su mente se esforzaba por captar la realidad, pero sentía la carga de una montaña imposible de escalar. Parpadeando para dominar su emoción, giró en redondo y avanzó a ciegas en dirección a la puerta.

- Yo la hallaré -murmuró-. Por la mañana comenzaré a buscarla.

- Se detuvo en la entrada e hizo un gesto triste hacia la puerta trasera recordando que habla dejado a Sara afuera, en algún sitio-. Traje a una mujer. Encárguense de ella y denle ropa para que se ponga.

Los gemidos volvieron a comenzar. Él giró la cabeza para encontrarse con la sombría mirada del ama de llaves. -¿Y ahora que pasa?

- Nada, que la señorita Lienn se ha ido sin llevarse ropa balbuceó Willabelle-. Toda' esa' cosa' bonita que uste le compro, toda' la dejó aquí. Se fue como un fantasma, que no necesita nada.