CAPÍTULO 1

9 de marzo de 1833, Mississippi

Un viento circular, confuso, había azotado la tierra con una lluvia fustigante la mayor parte del día, pero al caer la noche sobre la tierra, cesaron la terrible tormenta y sus erráticas brisas. El campo tomó la serenidad de un callado alivio. El aire mismo parecía pender en suspenso, en tanto una misteriosa neblina blanca se iba formando cerca de la tierra. Aquellos vapores malévolos se retorcían, en una búsqueda sin meta, por entre los pantanos y los macizos de sombras negras, extendiéndose siempre hacia arriba, colmando leves depresiones y enroscándose a los troncos grandes. Muy por encima de los zarcillos, las ramas deformes mecían sus barbas de musgo, soltando pequeñas gotas a la masa rodante. De vez en cuando, la luna atravesaba las nubes quebradas y, con luz de plata, creaba un paisaje ultraterreno de oscuras siluetas que se elevaban de una niebla luminosa.

La decrépita mansión de ladrillos, rodeada por un grupo de árboles que crecían en el patio descuidado, flanqueada en sus cuatro lados por una alta cerca de hierro coronada de picas, parecía confundirse con la pequeña cocina de la parte trasera. Juntas vagaban a la deriva en el mar neblinoso, donde el tiempo pasaba más lentamente. Por un fugaz momento, nada se movió.

Un chirriar de goznes rompió el silencio, pero acabó casi con la misma brusquedad con que se había iniciado. Una mata se torció extrañamente junto a la puerta trasera; detrás del arbusto emergió, con cautela, una silueta en sombras. Reinaba un silencio expectante según el fantasma oteaba cuidadosamente el patio cerrado. Por fin, como un gran murciélago, la silueta del manto oscuro se filtró entre los vapores arremolinados hasta el flanco de la casa y se posó junto a la base, entre pliegues henchidos.

Allí había sido retirada una rejilla de entre sus dos soportes de piedra. Unas manos enguantadas se apresuraron a golpear pedernal y acero sobre un pequeño montón de pólvora, puesto al reparo. Las chispas saltaron a chorros, hasta que se encendió una súbita llamarada, convirtiéndose en una nube de denso humo gris, que fue a mezclarse con la neblina. Ante el fulgor surgieron a la vista tres lentas mechas, que continuaron ardiendo al acabarse la pólvora. Se alejaban al pie de la casa, siguiendo diferentes direcciones y zigzagueando lentamente hacia pequeños surcos llenos de pólvora; éstos llevaban a sendos montones de estopa empapada en aceite y mezclada con yesca. Al acortarse las mechas se oyó un parloteo nervioso; como si presintieran el desastre que se aproximaba, los peludos habitantes de ese estrecho lugar huyeron de sus nidos y guaridas para perderse en la noche.

La subrepticia sombra se alejó de la casa y se apresuró a franquear el portón de hierro. Tras levantar una cadena rota, el terrenal espectro se deslizó por la abertura y huyó hacia el límite de los bosques, donde esperaba un caballo.

Era un lindo corcel con una estrella blanca en la frente, creado para la velocidad. Una vez a horcajadas sobre su lomo, el jinete la llevó a rienda corta, obligándolo a pisar la hierba mojada para apagar el ruido de sus pasos. Cuando ya no fue necesaria su cautela, el látigo se elevó y descendió, instando al animal a la carrera. Caballo y jinete, del mismo tono que la noche, pronto se perdieron en la oscuridad.

Un silencio de muerte siguió a su paso. La casa solitaria parecía gemir, apenada por su inminente fatalidad. Mientras los diamantes de la lluvia caían como lágrimas de sus aleros podridos, de la casa comenzó a brotar un murmullo grave, confuso. Gritos suaves, gemidos dolientes y la risa loca, apagada, de algún alma demencial que desgarraba la noche con sonidos espectrales e inconscientes.

La luna distante ocultó la cara tras una gruesa nube y continuó su arco en el cielo, sin parar mientes en el tiempo y en esas cosas terrenales.

La tríada de serpientes chisporroteantes se deslizaba en ciega obediencia por sus sendas previamente trazadas, hasta que brillantes destellos marcaron la llegada a la meta. Entonces los grandes montones de pólvora escupieron luz, inundando la niebla cercana con un resplandor pálido y amarillo. El fuego se expandió, devorando la estopa aceitada y la madera seca. Pronto las llamas recién nacidas lamían, hambrientas, 1os pisos de madera. Uno de los cuartos delanteros comenzó a mostrar un vago resplandor en las ventanas, que fue aumentando con rapidez hasta que el cuarto quedó colmado con el creciente infierno; las barras negras que cubrían las ventanas sobresalían en claro relieve. El calor se intensificó hasta que los vidl1os estallaron, esparciendo fragmentos hacia fuera; así las ígneas lenguas pudieron escapar y lamer la pared de ladrillos.

Los gemidos desconcertados que provenían de la planta superior se convirtieron en agudos c1lillidos de miedo y en profundos gritos de indignación. Unos dedos torcidos sacudían frenéticamente las barras, mientras puños ensangrentados rompían los cristales. Fuertes golpes resonaron en la puerta principal, cerrada con llave, y un momento después ésta se abrió con estruendo, dando paso a un hombre enorme que, protegiéndose la calva con ambas manos, como si te- miera ser derribado por un golpe, huyó al patio; luego se volvió con una mirada sobrecogida, como un niño que presenciara un acontecimiento espectacular.

Un asistente escapó por la parte trasera de la casa y huyó en la oscuridad, dejando que los otros maniobraran apresuradamente con las recias llaves y candados tercos. Aquellos que estaban prisioneros tras puertas cerradas emitían gritos y súplicas sollozantes, hasta perforar el fuerte rugido de las llamas. Un corpulento subordinado trataba de liberar a los que tenía más al alcance, mientras otro, algo más liviano, ejecutaba hercúleos esfuerzos, espoleado por la seguridad de que nadie más liberaría a los internos atrapados en el manicomio.

Pronto se vio emerger de la casa incendiada a un arroyo viviente de seres humanos dispersos, patéticamente confundidos. Vestían de modo diverso. Algunos habían agarrado camisas o vestidos antes de que los sacaran a rastras de sus celdas. Unos pocos tenían mejor aspecto, pues habían tenido la previsión de apoderarse de las preciosas mantas. Al llegar a lugar seguro, se apretujaron en grupos dispersos, como niños desconcertados, sin comprender qué les había acontecido.

Una y otra vez, el audaz asistente desafió al infierno para rescatar a los indefensos, hasta que comenzaron a caer las vigas, bloqueándole el paso. Salió del asilo por última vez, tambaleándose; llevaba en brazos a un anciano frágil, y cayó de rodillas en el patio, llenando de aire sus pulmones doloridos. Ya sin fuerzas, exhausto, el asistente no prestó atención a los crujidos del portón ni a las siluetas que huían por él. Los fugitivos se perdieron en la maleza; el sombrío borrón de sus prendas pronto se borró en la oscuridad.

Un aura rojiza brotaba del centro ígneo, extendiéndose en el cielo nocturno; una masa densa y arremolinada de gris sofocante se henchía por encima. El rugido constante ensordecía los oídos. Por eso el golpeteo de los cascos pasó desapercibido: el caballo había vuelto a la misma colina donde estuviera antes. La silueta de manto negro que lo montaba tiró de las riendas, sofrenándolo. Entre los profundos pliegues de la capucha, unos ojos brillantes reflejaron la luz del incendio, buscando entre los grupos arrimados en el patio. Por un momento, la mirada fue fija e intensa; de inmediato, el jinete se volvió, casi sobresaltado, para otear la cima de la colina, hacia atrás. Unas manos esbeltas sacudieron las riendas y un talón volvió a azuzar al caballo, esta vez para hacerlo entrar en la sombra del bosque.

Las dilatadas narices del corcel daban prueba de la rápida huida, pero quien lo montaba no le permitió pausa alguna. Fue una carrera implacable y zigzagueante por el terreno boscoso, pero el jinete parecía dirigirla con habilidad. El animal saltó sobre un árbol caído en el camino y tocó tierra otra vez, arrojando terrones húmedos de barro y hojas; ante sus cascos precipitados se levantaba un escalofriante aliento de miedo.

El viento de la velocidad arrebató la capucha de lana, liberando largos mechones rizados que flamearon como cintas ondulantes. Las ramitas, rencorosas, tironeaban de las guedejas sedosas, lanzando zarpazos al manto agitado, al pasar la muchacha. Ella seguía galopando, ignorante de esos pequeños ataques; de vez en cuando miraba hacia atrás, apresuradamente, como si esperara ver a alguna temible bestia en esclavizante persecución. El súbito movimiento de un venado que corría entre los árboles le arrancó una exclamación de sobresalto, pero azuzó al caballo, sin importarle lo veloz de esa marcha por un sendero desconocido.

Al ralear los árboles, una pradera abierta apareció, enmascarada por los jirones de niebla. En el pecho palpitante de la joven surgió un leve alivio. Esa pradera prometía un camino más cómodo, donde acicatear al caballo a todo galope. Casi con ansiedad, golpeó el flanco del animal con su talón descalzo, y éste respondió con un brinco en el que elevó los cascos para franquear el sitio bajo en donde las nieblas se acumulaban.

De pronto irrumpió en la conciencia de la amazona un bramido de advertencia, sin palabras, seguido por el chirrido de los frenos contra las ruedas en movimiento. Las patas delanteras del animal aún no habían tocado tierra cuando ella comprendió que había lanzado a su caballo directamente hacia un carruaje que se aproximaba. La apresó un horror frío, petrificante, al ver que los corceles se precipitaban hacia ella. Por un brevísimo instante, creyó sentir el aliento de sus resoplidos y ver sus ojos encendidos. El cochero negro luchaba frenéticamente para desviar el tiro o detener el carruaje, pero era demasiado tarde. La mujer soltó un alarido, rápidamente silenciado por el impacto que la dejó sin aliento.

Los enloquecidos tumbos del landó cerrado habían arrancado a A$hton Wingate de su somnolencia al amenazar con hacerlo caer de su asiento, dándole motivos para poner en duda la cordura de su cochero, pero cuando el vehículo se deslizó hacia un lado por el cieno resbaloso pudo ver con claridad la colisión y su resultado.

Una silueta flameante, catapultada desde el caballo, volaba por el aire como un pájaro herido.

Cayó en la zanja del camino y rodó hasta el interior de ésta. Antes de que el carruaje se detuviera, Ashton había descartado su manto y se estaba descolgando ya desde la puerta… Mientras corría la ruta resbaladiza, sus ojos ansiosos miraron más allá del caballo, que pataleaba enloquecido, hasta la silueta inmóvil, parcialmente sumergida en el agua de la zanja.

La neblina se arremolinó a su alrededor cuando descendió por el terraplén, chapoteando en el agua fría, sin prestar atención al barro que succionaba sus botas. Apoyó la rodilla en tierra para tirar de la muchacha inconsciente; tras sacarla de ese arroyuelo cenagoso, la incorporó contra la rodilla cubierta de hierba mojada y alta. Una revuelta masa de pelo le cubría a medias la cara; él se acercó, pero no pudo detectar aliento alguno en sus labios. Experimentó un súbito miedo al ver que el brazo de la joven pendía de su mano, laxo. No pudo hallar el pulso de la muñeca delgada. Casi asustado, presionó los dedos contra la esbelta columna del cuello. Allí, bajo la piel helada, halló lo que buscaba: la seguridad de que ella estaba con vida, al menos por el momento.

Ashton levantó la vista y se encontró a su cochero, que estaba de pie en la ruta. Era costumbre del negro, en los meses más fríos, asegurar su precioso sombrero de castor con una larga bufanda de lana, que ataba cómodamente bajo la barbilla. En ese momento, lleno de afligida preocupación, estaba retorciendo los extremos de la bufanda con sus manazas suaves, con lo cual el sombrero iba descendiendo hacia las orejas.

- Cálmate, Hiram. Todavía respira -le aseguró Ashton.

El caballo volvió a relinchar de pura angustia, ahogando casi sus palabras, y dio un tumbo, tratando de levantarse. Ashton lo señaló con un brusco gesto de la mano. -¡Hiram! Saca esa vieja pistola que llevas en la bota y mata a ese animal. -¡Sí, señó! i Ya, ya mismo!

Aunque la tarea no tenía nada de agradable, para Hiram fue un alivio poder ocuparse de algo. El amo volvió a inclinarse sobre la muchacha. Sin dar señales de recobrar la conciencia yacía inerte contra el terraplén donde él la pusiera. El agua helada ya estaba afectando dolorosamente las piernas de Ashton, y ella tenía el manto completamente empapado como un frígido capullo de gusano. El hombre buscó los ojales que mantenían la prenda cerrada y los desprendió. Sus cejas se elevaron de sorpresa al tirar del manto mojado: aun a la escasa luz de las lámparas del coche, era evidente que no se trataba de una muchachita apenas púber, como había supuesto. La adherente humedad del fino camisón exhibía su condición de mujer, aún bastante joven, pero lo bastante madura como para hacer que Ashton revisara sus ideas.

Un disparo restalló en el silencio, haciendo que el hombre levantara la cabeza con una sacudida. Los pataleos cesaron con un gemido líquido, y el caballo cayó lentamente al agua, en el fondo de la zanja. Contra el resplandor de la neblina iluminada por la luna, Lierin se recortaba oscuramente, con los hombros encorvados. Ashton sabía que el sirviente sentía hacia los animales una simpatía superior a la de los otros hombres, pero los sucesos del momento no daban tiempo para tales sentimientos: una vida más preciosa estaba en juego. -¡Hiram! ¡Vamos! ¡Tenemos que llevar a esta muchacha a casa!

- Sí, señó.

El negro volvió corriendo, en tanto Ashton sacaba a la mujer herida el manto empapado para levantarla en sus brazos. La alzó a una buena altura, dejando que la cabeza le cayera sobre un hombro, y comenzó a subir trabajosamente por el terraplén resbaladizo hasta salir al camino. Hiram estaba allí para ayudarlo en los últimos pasos, pero corrió a abrirle la portezuela. Mientras el amo subía, el sirviente murmuró una ferviente plegaria, pidiendo que todo saliera bien.

La muerte había sido una cruel visitante de Wingate en los últimos diez años; primero había cortado la vida de sus padres durante la tormenta que barriera la casa de las Carolinas; después, tres años atrás, había vuelto en la forma de una banda de piratas fluviales, que, después de arruinar su paquebote, habían causado la muerte de su flamante esposa, ahogada en el río. Hiram estaba seguro de que ninguno de los dos tenía ganas de ver a la temible vengadora negra en el futuro inmediato.

- Dame un momento para acomodarme -dijo Ashton, por encima del hombro, mientras ponía a la mujer sobre su capa y la envolvía en ella. -¿Está…? ¿Se va a pone bien, señó? -preguntó Hiram, ansioso, estirando el cuello para ver por encima de la espalda del otro.

- No sé, Hiram, lo siento.

Ashton levantó a su carga inconsciente para sentarla en el regazo, donde su propio cuerpo le sirviera de amortiguación; así podría protegerla de nuevas magulladuras durante el trayecto a cubrir.

Al acunar aquel cuerpo, aparentemente frágil, un perfume de jazmines se abrió paso por sus sentidos.

Una punzada de dulces recuerdos le vino a la memoria, dejándolo inmóvil, pero apartó la sensación con firmeza. No podía ser; no dejaría que la mente lo torturara con ansias imposibles.

Levantó una mano para apartar la maraña de mechones rojos que cubría aquel rostro. La masa enlodada resistió a sus esfuerzos, pero logró, con suave insistencia, separar las guedejas y poner una parte detrás de la oreja. Al recostarse hacia atrás, la luz dio de pleno sobre aquel semblante pálido.

Entonces Ashton aspiró bruscamente. Su cerebro se detuvo, petrificado por lo que veía. -¿Lierin? -balbuceó, atravesado por un dolor penetrante, lleno de ansiedad.

Como una avalancha, se abatieron sobre él los recuerdos de aquel período pasado en Nueva Orleans, en el que conociera a aquella joven y se casara con ella. Le habían asegurado que Lierin estaba muerta, pero en ese momento le asaltó la idea de que era una terrible equivocación, que era a ella a quien tenía en sus brazos. Cuanto menos, el parecido de esa joven con su difunta esposa era asombroso en grado sumo.

Hiram no halló nada tranquilizador en la variedad de expresiones que cruzaban la cara de su amo. -¿Qué pasa, amo? Parece que ha visto un fantasma.

- Quizá sea así -murmuró Ashton, aturdido.

Una esperanza imponente comenzaba a crecer en él, mezclada con una extraña combinación de regocijo y temor. Si era Lierin…

Entonces recordó la urgencia del momento. Su tono transmitía una tremenda ansiedad al ordenar. -¡Hiram! ¡Sube y fustiga a esos caballos! i Pronto!

El sobresaltado negro cerró la portezuela y trepó rápidamente a su sitio. Al rechinar los frenos liberados, Ashton apoyó las piernas contra el asiento opuesto. El grito de Hiram resonó en la noche callada: -¡Arreeee! ¡Ho!

La yunta, bien aparejada, se lanzó hacia adelante, tomando la tarea muy a pecho. En el frío aire nocturno, sus lomos despedían vapor, en tanto que Hiram los llevaba a todo galope de curva en curva, sin sofrenarlos siquiera cuando las ruedas caían en una depresión y el landó daba un tumbo brusco.

Ashton se sacudía, sujetando su preciosa carga como si llevara en las manos su propio corazón. Al inclinarse sobre ella, su ánimo se elevó con desacostumbrado júbilo; cerró los ojos, con el alma llena de una plegaria: «Oh, Dios, que sea Lierin… ¡y que esté viva!"

La luz móvil del carruaje prestaba a su piel pálida un tono dorado que desmentía su helado contacto, acosando a Ashton con la visión de sus delicadas facciones. Con los dedos temblorosos y la frente arrugada dolorosamente, tocó, tierno, la hinchazón amoratada de la frente, la misma que tal vez había besado en otros tiempos con amor. Sus emociones eran un alboroto implacable. Mientras que sus esperanzas ascendían a alturas descabelladas, en la ilusión de que aquélla fuera su amada Lierin, sus temores alcanzaban la profundidad de una caverna sin fondo, pues era imposible calcular la gravedad de sus heridas. Habría sido un destino cruel que, tras hallar a su esposa con vida, le fuera arrebatada otra vez Bien podía serle imposible soportar la repetición de aquella tragedia, Ashton dejó escapar el aliento con lentitud, en un intento de ordenar sus pensamientos dispersos de un modo más o menos lógico ¿No estaría dejándose torturar por los recuerdos de su esposa muerta? ¿Y si se estaba volviendo 1oco? ¿Y si veía el querido semblante en otra mujer sólo por una triquiñuela de su mente? ¿Era sólo la creciente esperanza de un sueño abortado lo que le hacía pensar que se trataba de ella?

Después de todo, apenas conocía a Lierin desde hacía un mes en el momento de intercambiar los votos matrimoniales- Varios de sus amigos de Nueva Orleáns habían bromeado con él por casarse con tal fiebre ansiosa, conociendo apenas el nombre de ella. Entonces había golpeado la mano negra de la tragedia, haciéndole ver su amor arrebatado por corrientes oscuras y traicioneras Desde entonces contaba los días, hasta sumar tres años, un mes y una semana menos un día. Y ahora, allí estaba Lierin otra vez… o una joven increíblemente parecida a sus recuerdos de ella. Debía aceptar que cabía la posibilidad del error, pero se resistía a esas dudas, aun sabiendo que se exponía a más dolores, a más pena.

Con suavidad, recorrió su mejilla con sus dedos delgados, deteniéndose en la sien hasta sentir allí el leve palpitar del pulso Se le escapó un suspiro de alivio, pero no pudo calmar el batir de su corazón.

Un grito de Hiram anunció que se aproximaba a la casa de la plantación; Ashton miró el distante resplandor de las luces, que señalaba la presencia de la mansión entre los enormes robles Más allá de los prados se alzaba Belle Chene, con la magnificencia de un castillo francés, fortificada a ambos lados por amplias alas y árboles altos. Por la conciencia le cruzó la idea de que, por fin, traía a su amor hasta el hogar.

Cuando el landó se acercó al edificio, Ashton reparó en los carruajes que llenaban el camino y en varios caballos atados a los barrotes. Sólo cabía suponer que su abuela había aprovechado su regreso para dar una fiesta. Sus ojos pasaron nuevamente sobre su compañera Era difícil que la anciana esperara esas novedades lo más probable es que, si él entraba con una joven inconsciente y con atuendo tan impropio, ella tuviera un ataque. Tras su brevísimo noviazgo y su casamiento en Nueva Orleáns, Amanda Wingate desconfiaba cuando su nieto hacía un viaje río abajo, y allí estaba él, volviendo de un viaje de esos A él no le importaba que el incidente echara agua al molino de los chismes, pero era preciso tener en cuenta de que la abuela ya estaba entrada en años.

Hiram pisó el freno; los caballos atados en el camino golpearon el suelo con los cascos, desconfiando súbitamente de esa aparición que aparecía entre ellos, como cosa de locos. El landó se detuvo, patinando, frente a la galería Entonces el negro bajó y se apresuró a abrir de un tirón la portezuela del carruaje.

Ashton envolvió cuidadosamente su preciosa carga con su propio manto y le apretó la cabeza contra el hombro, para protegerle la cara del aire frío. A1 hacerlo, aquel perfume huidizo volvió a penetrar en sus sentidos, desatando todos los anhelos contenidos durante los tres últimos años. Aunque el tiempo pasado con ella hubiera sido muy breve, sabia, sin lugar a dudas, que no le hablan faltado calidad ni valor.

- Envía a un jinete rápido en busca del doctor Page -bramó por sobre el hombro, en tanto subía los escalones. -¡i, señó! -respondió Hiram rápidamente- V'y a mandá a Latham en seguidita.

Los largos y veloces pasos de Ashton lo llevaron hasta la puerta. Luchó con el pomo hasta que la cerradura se abrió; cuando se preparaba para abrir la puerta de una patada, el mayordomo, que había oído llegar el coche, se disponía a cumplir la misma función; estaba en d vestíbulo cuando la puerta voló hacia adentro. A1 ver a Ashton, que se abría paso con su carga, Wills, habitualmente impertérrito, retrocedió con la boca abierta. Su decoro no lo había preparado para eso.

- Amo Asb… -Su voz se quebró en una nota aguda Tuvo que carraspear para volver a empezar- Amo Ashton, qué alegría volver a verlo, señó.

Su discurso se interrumpió al ver que un retorcido mechón de pelo rojo caía de entre los pliegues del manto negro. Las palabras de bienvenida que ensayara no parecían ajustarse a la ocasión; no pudo sino mirarlo, boquiabierto de asombro, en tanto el amo de la casa pasaba a grandes pasos.

Amanda Wingate compartió el horror de su sirviente cuando, al conducir a su hermana ya sus varios invitados al amplio vestíbulo, interrumpió el avance de Ashton rumbo a la escalera Su atención se fijó en el bulto esbelto y curvilíneo que llevaba y en la delatora guedeja roja; su mente y su corazón se aceleraron. -¡Por Dios, Ashton! -exclamó, llevándose una mano temblorosa al pecho- ¿Otra vez nos has dado la sorpresa de casarte imprevisiblemente?

Wingate sentía la urgente necesidad de llevar a la muchacha a la planta superior, pero comprendió que debía dar a su abuela alguna explicación por esa entrada.

- No es tan fácil tomarte por sorpresa, grand-mere -murmuró, utilizando el apelativo que su propia madre, cariñosamente, había reservado para la anciana-. Pero en este caso…

- Amanda -susurró tía]Jennifer, cautelosamente, apoyando una mano en el brazo de su hermana- tal vez sería mejor no analizar lo que haya hecho Ashton esta vez. Al menos, mientras nuestras visitas estén presentes.

Amanda reprimió las preguntas que bullían en ella, pero seguía preocupada y confusa. Por la inmovilidad de aquel bulto, deducía un estado de inconsciencia, para lo cual no se le ocurría explicación lógica, salvo la que había supuesto de inmediato: que Ashton llevaba a su desposada dormida a sus habitaciones. Hasta percibía la impaciencia del nieto por ponerse en marcha, pues insistía en volverse hacia la escalera. Iba a retirarse del paso cuando el manto se deslizó un poco, permitiéndole echar un vistazo a la cara sombreada bajo el forro de satén.

- Encantadora… -musitó, nada sorprendida de que él hubiera elegido una novia tan bella.

Pero en eso dilató los ojos, pues la envoltura continuaba su descenso, descubriendo unos miembros apenas vestidos. Entonces terminó su comentario con una exclamación incontenible, en tanto sujetaba la prenda que se deslizaba. -¡Y bastante poco vestida! Amanda echó un vistazo en derredor para ver quién más había presenciado la exhibición; la horrorizó la proximidad de varias matronas entradas en años, que estaban boquiabiertas de espanto. Los susurros comenzaron como una ondulación leve, murmurante, pero pronto se volvieron en oleadas de conjeturas que corrían velozmente entre los invitados, con las palabras «camisón» y «muchacha» que sobresalían.

- Las cosas no son como parecen, grand-mere -susurró Ashton, apresuradamente, tratando de calmar sus temores.

Amanda gimió con suavidad:

- No sé si puedo soportar la verdad. Tía Jennifer se inclinó para darle coraje.

- Recuerda, Amanda, lo que nos decía siempre papá: que se debe mantener la calma ante la adversidad.

Un hombre se abrió paso para acercarse. Habiendo oído sólo parte del diálogo, insistió en tono amistoso:

- Vamos, Ashton, déjanos ver a tu nueva esposa. Era hora ya de que volvieras a casarte. -¡Esposa! -chilló una estridente voz femenina, desde el cuarto contiguo-. ¡Casarse! -Entre la multitud se produjo un revuelo, pues la mujer había comenzado a abrirse paso a empujones-. ¿Qué está pasando aquí? ¡Quiero ver!

La compostura de tía Jennifer también cedió un poco.

- Realmente -dijo, por lo bajo-, creo que papá se refería a ocasiones como ésta.

Una morena alta y esbelta se adelantó a tropezones y se detuvo con maltrecha dignidad, ante los recién llegados. Los ojos oscuros de Marelda Rousse siguieron la larga caída de pelo húmedo y enredado; muy dilatados, bajaron hasta los pantalones mojados de Ashton; en interrogativo espanto, se elevaron finalmente hasta la cara de él.

- Ashton, ¿qué significa esto? ¡Se diría que te has estado revolcando en el pantano con esta muchacha! ¿Es cierto que te has casado otra vez?

Ashton se irritó ante ese interrogatorio, pero no tenía intenciones de abrir su corazón y revelar sus esperanzas ante tanta gente. Su única concesión sería hacerles notar el grave estado de la que llevaba en brazos.

- Tuve un accidente con el coche, Marelda, y la muchacha se hirió al caer del caballo. -¿Y paseaba a caballo en camisón? ¿A estas horas? -gritó Marelda-. En verdad, Ashton, ¿cómo pretendes que creamos semejante historia?

Ashton tensó la mandíbula con creciente irritación. Marelda Rousse se había atrevido a mucho, pero nunca a tanto como para poner en tela de juicio su palabra, sobre todo en su propia casa y ante tanta gente.

- Ahora no tengo tiempo para explicaciones, Marelda -respondió, secamente-. Esta muchacha necesita atención. Por favor, déjame pasar.

Marelda abrió la boca para quejarse, pero él atajó sus palabras con un gesto de fastidio; la muchacha no pudo sino hacerse a un lado, percibiendo un creciente enfado en la actitud del dueño de casa. A veces, Ashton Wingate parecía casi cruel en su reticencia, y ella sabía que de poco le serviría insistir.

Amanda, abochornada por haberse dejado llevar por su sorpresa, comprendió la necesidad de actuar con prontitud.

- El cuarto rosado, en el ala este, está desocupado, Ashton. Te enviaré inmediatamente a Willabelle. -Mientras su nieto avanzaba hacia la escalera, hizo un gesto a la joven negra que estaba observan- do los acontecimientos desde la balaustrada superior-. Luella May, corre a preparar el cuarto. -¡En seguidita, Miz Amanda! -respondió la muchacha, y salió a la carrera.

Ashton, dejando atrás un creciente murmullo de voces, ascendió velozmente la escalinata que se curvaba hacia la planta superior. Tres antes, había soñado con llevar a su desposada por esa misma era, hasta su propia alcoba. Y allí estaba ahora, estrechando contra su corazón a la mujer que parecía ser Lierin. De haber estado ella consciente, podría haber solucionado el problema de los cuartos con una simple pregunta, dejando atrás la soledad que lo perseguía desde aquella trágica noche en el río.

Al llegar al cuarto de huéspedes encontró a Luella May retirando los cobertores de la cama adoselada. La muchacha alisó con prontitud las sábanas, blanqueadas al sol, y dejó todo preparado para acostar a la herida antes de apartarse.

- No tiene por qué preocuparse, seño le aseguró -. Mamá va a vení en seguida, y ella sabe qué hacé. Sabe todo lo que hace falta pa atendé a un herido…

Ashton, oyendo apenas esa cháchara, dejó su carga sobre la cama. Volviéndose hacia la mesita de noche, mojó un paño en el aguamanil y comenzó a limpiar suavemente el barro de las mejillas descoloridas. Terminada su tarea, acercó la lámpara para estudiar cuidadosamente oval, buscando la verdad que allí pudiera residir. Sus ojos la línea fina y recta de la nariz, hasta los labios suaves y pálidos. Un oscuro cardenal empañaba momentáneamente la perfección de la frente, pero la piel era cremosa, por lo demás inmaculada. Las cejas, suaves y pardas, se elevaban en un delicado arco sobre las pestañas negras. Él sabia que, si en verdad se trataba de su esposa, los ojos eran de un profundo verde esmeralda, vivaces como hojas nuevas bailando al viento. El pelo espeso estaba enredado y sembrado de ramitas rotas, barro seco y hojas muertas, pero todo no podía disimular lo brillante de su color. Era la viva imagen de la que él retenía tan tenazmente en su memoria. ¡Tenía que ser su esposa!

- Lierin susurró ansioso.

Cuantas veces había impedido que ese nombre escapara de sus ¿Se equivocaba al pronunciarlo por segunda vez en esa noche?

Una mujer alta, de generosas proporciones, entró en el cuarto y efectuó un breve análisis de la situación antes de dar instrucciones a la muchacha.

- Trae ese camisón que Miz Amanda estaba buscando, y un poco caliente, pa' que demo' un baño a esta señora.

Huella May salió, mientras su madre corría a la cama para examinar el cardenal sobre la ceja fría. Ashton la observaba desde los pies de la cama, aferrando a un poste, con tensión en los nudillos blancos. -¿Qué te parece, Willabelle?- preguntó, afligido-. ¿Se pondrá bien?

El ama de llaves percibió la preocupación de su voz, pero se limitó a levantar el párpado a la joven.

- Vamo, no se ponga así, amo, Si Dió quiere, esta muchacha va a está vivita y coleando en uno' poco' día'. -¿Estas segura?

Willabelle meneó tristemente la cabeza, enfundada en un pañuelo blanco.

- Yo no soy medico, amo. Va a tene que espera, a ve que pasa. -¡Maldición! -gruñó Ashton.

Y le volvió la espalda para pasearse, agitado e inquieto.

El ama de llaves, sorprendida por esa actitud, lo estudió con creciente preocupación. Había allí más de lo que aparecía en la superficie. Cuando las aguas estaban turbulentas, se podía apostar a que había un motivo bajo esa turbulencia. Y se sintió segura cuando él volvió a los pies de la cama. -¿No se puede hacer algo mientras esperamos al doctor Page?

- Sí, señó -respondió la negra, solemne-. La puedo lavá, ponerla fresca y cómoda, y mientra' tanto uste' va y hace lo mismo, ¿eh?

Y se enfrentó a su gesto de fastidio, sabiendo que le había ofrecido toda la sabiduría de que disponía. Ashton, contra su voluntad, cedió, pues no tenía argumentos. Con la chaqueta sobre el hombro, se dirigió a la puerta y, desde allí, contempló a la enferma. Ella seguía mortalmente inmóvil, cosa que lo llenaba de un temor helado, creciente.

- Cuídala bien, Willabelle.

- Seguro, amo, seguro -prometió ella-. No se preocupe má.

Ashton cerró la puerta tras de sí y avanzó lentamente por el corredor deteniéndose un momento junto a la balaustrada superior, con la mano sobre la barandilla lustrosa y la cabeza inclinada.

Pensativo, trató de hallar respuesta a las muchas preguntas que lo acosaban, Sabía que, para Lierin, habría sido un verdadero milagro llegar a la costa tras su caída en el río; pero si hubiera realizado semejante hazaña, ¿por qué no hacerle saber que estaba con vida? El Bruja del Río había permanecido en el banco de arena hasta concluidas las reparaciones; mientras tanto, sus hombres buscaban en río arriba y río abajo, en un radio de varios kilómetros, sin hallar rastro alguno. Si ella no se había ahogado, ¿por qué esos tres años, después del accidente, sin hacerle llegar noticias?

Como no hallara explicaciones posibles que alentaran sus esperanzas, movió la cabeza sobre los hombros, tratando de aliviar el dolor que se le había formado en la nuca, Mientras intentaba apartar las preocupantes dudas hacia el fondo de su mente, se obligó a centrar la atención en cuanto lo rodeaba. Había construido esa mansión después de acumular algunas riquezas, y se preguntó qué pensaría Lierin de su hogar: si le parecería encantador, como a tantos antes, o si Compararía desfavorablemente con la propiedad de su padre en Inglaterra.

Su mirada vagó por el claro piso de mármol del vestíbulo interior y el delicado mural que cubría la pared. Vio cosas que había dado por seguras muchos meses, en tanto recordaba hechos descartados de su mente. Muy alta, sobre la balaustrada circular que jugaban y se perseguían entre las flores y los arabescos del techo. No quedaban rastros del daño sufrido cuando un borracho, al entrar en la casa alentado por la ausencia de Ashton, amenazara a los sirvientes utilizando la araña para prácticas de tiro. Fue Amanda quien puso en fuga al malhechor, apuntándole con un revólver cargado. Más adelante, Ashton había exigido un esmerado trabajo de los artesanos contratados para devolver al vestíbulo su anterior belleza; después había buscado al bruto que causara la destrucción para presentarle la cuenta. Sólo para compensar los peligros de aquel agujero de ratas junto al río, fue acompañado por uno de sus hombres y, entre los dos, dieron una buena lección al tonto bufón ya sus cinco o seis compinches; desde entonces limitarían sus afanes de descalabro a la orilla del río y pagarían sus cuentas cuando era debido, sobre todo cuando quien exigía el pago era Ashton Wingate, hábilmente ayudado por su corpulento capataz negro, Judd Barnum.

AShton siguió caminando hasta sus habitaciones, pero no hallaba alivio para los temores que lo asediaban. Con movimientos automáticos se quitó la ropa enlodada y procedió a lavarse, afeitarse y poner la ropa antes de volver a la puerta del cuarto de huéspedes. Willabelle lo echó suavemente, diciendo que aún estaba atendiendo a la muchacha. A su pesar, Ashton bajó la escalera. Al entrar al salón se encontró ante una verdadera pared de ansiosas caras masculinas.

- Háblanos de ella, Ashton -le instaron. -¿Quien es? .¿Dónde la encontraste? -¿Es de la zona? .¿Qué estaba haciendo de noche y completamente sola? -¿Es cierto que sólo llevaba puesto el camisón?

Las preguntas le eran arrojadas con creciente fervor, como si fueran una bandada de murciélagos molestos. Ashton levantó la mano para pedir misericordia y les dedicó a todos una sonrisa irónica.

- Por favor, caballeros. No soy adivino. Por el momento, no puedo decirles cómo se llama. No es de esta zona y, hasta donde yo puedo decirlo, ninguno de ustedes la conoce. Explicar por qué estaba en camisón sería difícil, pero hubo un incendio en la zona, y tal vez haya escapado de una casa en llamas. Sólo puedo decir, con alguna certeza, que nos tomó completamente por sorpresa al lanzarse contra nosotros en los bosques de Morton.

- Dicen que es una verdadera belleza, Ashton. ¿Cómo haces para tener tanta suerte? iStlerte! Su mente repitió la palabra en un alarido. ¿Cómo podían sugerir semejante cosa, cuando él había perdido a su amada y ahora, tal vez, en el momento mismo de hallarla otra vez, había estado a punto de matarla?

- No puedo considerarme afortunado mientras no la vea bien.

- Sí, eso es cierto -concedió un caballero entrado en años-, Si está gravemente herida, creo que todo este alboroto por su llegada a esta casa en brazos de Ashton nos pesará en la conciencia.

Marelda miraba a Ashton desde el otro extremo del salón, herida porque él no se hubiera reunido inmediatamente con ella. Estudió varios modos de hacerle notar su disgusto. Una opción era permanecer distante por un período evidente, pero como él parecía haberla olvidado, era obvio que esa estratagema sería una pérdida de tiempo. De haberse tratado de otro hombre, ella podría haber buscado su abrigo para marcharse, pero Ashton era un hombre excepcionalmente apuesto; un espécimen magnífico, en verdad. Aun con ropas más sencillas que ésas de tan buen corte, su figura era admirable, y ella no tenía el menor deseo de arriesgar su tenue relación con él. Tal vez conviniera una maniobra más directa. Después de todo, ya había ganado bastante con su audacia.

Marelda se aproximó a su anfitrión con tanta decisión como una brigada de jinetes al ataque.

Había pasado muchas horas perfeccionando un lindo mohín, y lo dedicó a Ashton con su mejor esmero, mientras lo tomaba del brazo.

- Debería regañarte, Ashton, por tu pasmosa entrada de hoy. Ashton aceptó las apresuradas excusas de los otros hombres y se quedó mirando cómo se dispersaban, suponiendo, sin duda, que el enfrentamiento de Marelda llevaría a una disputa de enamorados. Era sorprendente que ella hubiera logrado establecerse como si él la eligiera entre todas. Aun así, debía admitir que él, con su condición de viudo, se mostraba bastante permisivo con respecto a las cálidas atenciones y frecuentes visitas de la dama. Probablemente, esa indulgencia había alentado muchas ilusiones sin fundamento.

- Perdona, Marelda. No era mi intención provocar una escena.

Ella giró levemente la cabeza para ofrecerle una buena visión de su perfil. Se sabía bonita y le gustaban sus propios ojos negros, sedosos, y sus rizos oscuros.

- Supongo que no pudiste evitar que la pobrecita se te arrojara Encima en el camino, pero parece que ése es tu efecto sobre las mujeres… -Presa de una súbita ocurrencia, preguntó, esperanzada,-: ¿O es una criatura? Se le veía tan pequeña…

Ashton meneó lentamente la cabeza. -¡Decididamente, es más que una criatura!

- Y cómo no ibas a saberlo tú -la irritación era audible en la voz de la mujer-, que la viste en camisón. Ella sabía muy bien qué ponerse para llamar la atención.

Ese comentario mereció una mirada indiferente, con un dejo de blando humor oculto en alguna parte. Ella tuvo la clara impresión de que Ashton se reía de ella, en el fondo de la mente, pero los celos ya le habían clavado sus garras afiladas y no podía liberarse. Por fin, él se dignó dedicarle un perezoso encogimiento de hombros.

- En realidad, llevaba un manto sobre su camisón. -¡De todos modos, estaba desvestida debajo del manto!

- Como gustes, Marelda.-reconoció Ashton, con leve sarcasmo-, pero eso no cambia el hecho de que se trató de un accidente. -oh, claro -se burló ella-. Bastó con que esperara a estar segura de que el carruaje era el tuyo para lanzar su caballo contra ti.

- Sin duda, el doctor Page pronto podrá despejar cualquier duda sobre su estado.

Desde atrás les llegó una risa aguda. Al volverse descubrieron que tenían público, representado por M. Horace Titch, un hombrecito rechoncho, cuyos ojos oscuros y líquidos parecían siempre al borde de las lágrimas. Al parecer, le encantó poder dar una noticia:

- El doctor Page no puede venir.

Ashton conocía al hombre: un individuo fastidioso, que metía las narices en los asuntos de todos, pero no en los suyos. Amanda lo invitaba sólo por consideración a su hermana, una mujer que, gracias a su sentido común, había salvado una buena parte de la herencia y la plantación familiar de los malhadados esfuerzos de su hermano. Al parecer, Horace no tenía el mismo talento para la administración ni la astucia de su hermana mayor; definitivamente, era la última persona a quien Ashton deseaba ver esa noche.

- El doctor ha ido a casa de Wilkins, que tiene otro crío en camino -anunció Horace, directamente-. Con los problemas que tuvo la mujer la última vez, el médico no quiere correr riesgos.

Se me ocurre que estaría mejor si lo perdieran, con todas las bocas que ya deben alimentar.

Ashton sonrió sin humor.

- Lástima que nadie fue tan selectivo cuando nació usted, Titch. Podría haber mejorado el aspecto de Natchez.

Horace enrojeció profundamente. El pelo oscuro y tieso, erguido en la cabeza, le daba todo el aspecto de un puercoespín enfurecido.

- Le… le aconsejaría, Ashton que ha… que hable con cortesía -tartamudeó-. Recuerde que… que parte de sus cargamentos de algodón me pertenecen..

Wingate rió ásperamente.

- Hago negocios con su hermana, Horace, y le proporciono una ganancia mayor que la ofrecida por cualquier otro barco carguero. Si ella decide alguna vez enviar sus cargamentos con otra persona, habrá otro plantador que cubra el espacio.

- Ni hablar de eso, Ashton -Corissa Titch se había unido al grupo. Algo descarada y poco femenina, no solía guardar silencio cuando había algo que aclarar-. Yo sé dónde se pagan mejor nuestras cosechas, aunque Horace no lo sepa.

Y miró enérgicamente a su ruborizado hermano. Horace reconoció, en los ojos de avellana de su anfitrión, un destello burlón que no le permitió pronunciar las amenazas deseadas. Se marchó a grandes pasos, irritado jurando silenciosamente vengarse de ese hombre. Corissa lo siguió, encogiéndose de hombros como muda disculpa ante Ashton; sabía que su hermano era propenso a la autocompasión. A veces se preguntaba adonde llevarían, un día cualquiera, sus ataques de depresión.

Un sirviente se detuvo junto a Ashton para ofrecerle champagne, y él utilizó esa pausa para calmar su irritación. Tomó dos copas de la bandeja y entregó una a Marelda. Ella levantó la suya en silencioso brindis, pero su corazón saltó uno o dos latidos al contemplar aquel semblante apuesto. Las facciones de Ashton eran clásicas, levemente bronceadas por el viento y el sol; sus labios eran, a veces, cálidamente expresivos; otras, severos e imponentes. Si descontaba el atractivo de esas densas pestañas, de esos ojos ahumados, de color pardo verdoso y veteados de gris, a veces pensaba que sus mejillas eran el rasgo más expresivo y fascinante. Por debajo de los esculturales pómulos, la carne estaba tirante, sobre los músculos que tendían a tensarse y flexionarse en momentos de enojo.

Ella sonrió con relumbrante calidez y alargó una mano para acariciarle los nudillos morenos.

- Bienvenido, querido. T e echaba de menos. Te echaba terriblemente de menos.

Las gruesas pestañas descendieron para cubrir los fríos ojos de avellana, en tanto él miraba fijamente el vino claro. Sus pensamientos estaban fijos en Lierin; tardó un largo instante en contestar:

- Siempre es agradable volver a casa. Marelda deslizó los dedos por debajo de su solapa; el contacto con el pecho musculoso le provocó una curiosa conmoción.

- Me preocupo cada vez que vas a Nueva Orleans por alguna de tus aventuras, Ashton -murmuró-. Eso te pone… demasiado audaz. ¿Por qué no te quedas en tu casa, cuidando de tu plantación, como cualquier propietario normal?

- Tengo un capataz más que adecuado en la persona de Judd, Marelda -adujo él-; no siento ningún reparo en dejar la plantación en sus manos mientras yo busco posibles clientes para mi carguero.

- Confías mucho en Judd Barnum, ¿no? En realidad, eres el único propietario de la zona que tiene un capataz de raza negra.

- Permíteme recordarte, Marelda, que también soy uno de los más prósperos. Judd ha probado que se puede confiar en él y en su buen criterio.

Pero Marelda no era de las que ceden fácilmente.

- Se me ocurre que harías trabajar mejor a tus negros si tuvieras a un blanco en el puesto de Judd.

- No te equivoques, Marelda. Judd quiere que trabajen, y de firme, pero se les da comida y descanso suficiente para compensar las horas que pasan en los sembrados. Considerando la prosperidad de Belle Chene, no hay ningún motivo para que cambie mi modo de manejar la plantación. -Ashton dio un paso atrás, con una leve reverencia de disculpa-. Y ahora te ruego que me perdones. Creo que ha vuelto Latham y quisiera saber qué noticias trae.

Marelda levantó una mano para retenerlo, con intención de acompañarlo, pero él giró rápidamente sobre un talón y desapareció. Ella, con un suspiro, lo vio abandonar el salón. A veces le dejaba atónita el modo en que ese hombre daba vida a una habitación con su sola presencia, y aun más, el modo en que se llevaba la alegría al salir.

Ashton entró en la cocina justo cuando el muchachito llegaba corriendo desde los establos.

Entre jadeos, anunció que el médico no podía acudir hasta mañana, pero por motivos muy diferentes de los que ellos habían supuesto.

- Se quemó el manicomio, amo Ashton -explicó el jovencito-. Quedan sólo las brasas y ceniza, salvando la cocina. Lo vi con mi propio' ojo' cuando fui a buscá al dotor. -¡EI manicomio! -exclamó Amanda, horrorizada, pues había entrado un momento antes con su hermana-. ¡Oh, qué espanto!

- Dice el dotor que tiene que atendé a lo' herido', y por eso no pué "venir -explicó Latham-.

Alguno; se quemaron, pero casi todo' salieron vivo. -¿Casi todos? -Ashton convirtió esas palabras en pregunta. Latham se encogió de hombros.

- Alguno' de lo' loco' se escaparon o se murieron en el incendio. Todavía no los contaron, amo Ashton. -(Dijiste al doctor Page que necesitábamos sus servicios cuanto antes? -insistió Ashton. -¡Sí, señó! -afirmó el joven negro prontamente. Ashton llamó a la cocinera para preguntarle: -¿Puedes darle algo de comer a este muchacho, Bertha?

La vieja, riendo, señaló con la mano la mesa cargada de comida.

- Hay de sobra pa' ese chico, amo.

- Ya lo oíste, Latham. -Ashton inclinó la cabeza hacia el festín-. Sírvete. -¡Gracia, señó! -respondió Latham, con entusiasmo.

Ansioso de saborear su recompensa, le costó contenerse lo suficiente para buscar un plato y recorrer la mesa, a fin de seleccionar entre aquellos deleites.

Ashton' se acercó al hogar, contemplando las llamas con el ceño fruncido. Le preocupaba la noticia que acababa de darle el muchacho, tanto como el magro atuendo de Lierin. El manicomio estaba bastante lejos de la ciudad, pero a poca distancia de los bosques donde la había encontrado. Si ella no había escapado del asilo, si iba camino a Belle Chene, ¿por qué vestía de ese modo, por qué galopaba así?

- Esas pobres almas confundidas… -se lamentó tía]Jennifer, meneando tristemente la cabeza.

- Debemos llevar una carreta llena de comida y mantas mañana mismo -propuso Amanda-. Tal vez alguno de los invitados quiera colaborar. Sin duda necesitarán montones de ropa y abrigos…

De pronto, tía]Jennifer frunció el ceño, pensativa.

- Ashton, ¿no te parece que la muchacha herida pudo haber salido del manicomio?

Él levantó la cabeza y la miró, sorprendido, pero no halló respuesta que darle. Fue su abuela quién acudió en su ayuda. -¿De dónde sacas esa idea,]Jennifer?

- Se dijo que pudo haber escapado de una casa en llamas y ahora nos enteramos de que el asilo se incendió.

- Puede ser sólo una coincidencia -sugirió Amanda-. No hay nada de que afligirse. Estoy segura de que la niña podrá explicarlo todo cuando despierte.

Ashton se quedó saboreando la palabra coincidencia. Esos dos acontecimientos no podían estar relacionados. Tampoco daba crédito a la posibilidad de que Lierin hubiera estado internada en semejante sitio. Parecía una idiotez estudiar la posibilidad y dejar que su imaginación corriera tan por delante de la lógica.

Volvió al cuarto de huéspedes y, tras abrir la puerta, se detuvo por un momento en el umbral, dejando que sus ojos se ajustaran a la media luz. En el hogar ardía un fuego lento, iluminando suavemente la habitación; una vela con tulipa, junto a la cama, lanzaba un resplandor amarillo sobre la cama alta y su ocupante. Las frágiles facciones de la muchacha permanecían serenas e inmóviles. Por un momento, el corazón de Ashton se detuvo en súbito pavor; luego detectó el leve subir y bajar del pecho y pudo volver a respirar.

Willabelle, al otro lado del cuarto, se levantó de una mecedora, descubriendo su presencia.

- Lo estaba esperando -¿Cómo está? -preguntó él acercándose a la cama La negra fue a reunirse con él.

- No despertó, amo Ashton, pero parece que ahora está más tranquila. Tiene un montón de golpe', claro y una hinchazón rara en la espalda que no puedo entendé Casi como si alguien le pegó.- Willabelle frotó la esbelta mano que yacía sobre los cobertores- Huella May me ayudó a lava' el pelo y se lo secamos. Despué le di un baño y le puse un camisón limpito. Con estar limpia y abrigadita se va a mejorar.

- Me gustaría estar solo con ella un rato murmuró él.

Willabelle levantó la vista, sorprendida. La expresión distante del amo no invitaba a preguntas, pero se demoró un momento por pura preocupación. Él había sufrido tanto por la pérdida de su esposa que a la negra le preocupaba el efecto de ese nuevo accidente sobre él.

- Hace un ratito vino Miz Amanda. No le parecería bien que usté estuviera aquí solo con una extraña.

- Tendré que hablar con ella.

Esa lacónica respuesta impidió adivinar sus emociones íntimas; ella no hizo ningún otro intento y se acercó a la puerta con un comentario.

- Supongo que le interesa: Miz Mareada tiene pensado pasar la noche aquí, otra vé.

Ashton suspiró hondamente, aceptando la noticia con desilusión. Por una noche se podía soportar, pero Marelda no dejaría de prolongar su visita hasta que le conviniera partir.

- Si me necesita me llama, amo -murmuró Willabelle suavemente antes de cerrar la puerta.

Al retirarse los pasos en el vestíbulo, Ashton se volvió hacia la cama. Sentía en el pecho el dolor de la soledad, y sus ojos siguieron las suaves curvas de aquella silueta. La muchacha estaba tendida de espaldas, con la larga cabellera roja volcada sobre la almohada. El alargó una mano para tocar la de ella; la piel era suave. Las uñas largas estaban bien cuidadas, como las de Lierin, y él recordó una noche bordo de] Bruja del Río, que ella se había inclinado sobre al verlo trabajando en sus libros, para pasarle juguetonamente las uñas por el pecho desnudo. Para continuar la tentación, le había mordisqueado la oreja, frotando el pecho apenas cubierto contra su espalda sin camisa. Después de tan dulces incitaciones, las cifras contables perdieron toda importancia.

Su mente tomó, con facilidad, el curso natural de recordar a Lierin, sin reprimirse; los pensamientos vagaron a voluntad. Él dejó caer su peso en el borde de la cama, recordando una tarde, en una habitación de hotel, en donde el sol se filtraba por las persianas, iluminando las colgaduras blancas del lecho en donde él y su flamante esposa yacían abrazados. La fragancia de jazmines tenía un efecto embriagador en sus sentidos, en tanto disfrutaban de la intimidad compartida. Los pechos pálidos, los miembros esbeltos y aquella desnudez cremosa le incitaron el apetito hasta llevarlo a tocar, gustar y poseer. En ese breve período matrimonial habían saboreado a fondo la bendición de los casados. Los momentos íntimos la maravillaban, pues, si bien había experimentado aventuras similares con amoríos pasajeros, sólo con Lierin conoció los verdaderos tesoros del amor.

La sombra de la puerta, alargada por el vestíbulo iluminado, cruzó el techo, trayendo a Ashton a la realidad. Miró en derredor: Marelda entraba cautelosamente.

- Ashton… Ashton, ¿estás aquí? -preguntó suavemente, mirando hacia la cama. Él se puso de pie-. Ah, estabas ahí. Comenzaba a preguntarme si no me habría equivocado de cuarto, pues no veía a nadie. -Hizo una pausa al captar el significado de sus propias palabras; luego miró duramente a la herida, antes de elevar hacia él una mirada escéptica-. Pensé que habría alguien más aquí, Ashton.

Esto no es nada correcto.

- No hay nada que temer, Marelda -replicó él, con un dejo de sarcasmo-. No se me ha ocurrido violar a la muchacha en ese estado indefenso.

Marelda se irritó ante la burla. -Vamos, Ashton, ya sabes cómo son los chismosos. Si esto se divulgara, hablarían mal de ti desde aquí hasta Vicksburg. -¿Si se divulgara qué cosa? -Una sonrisa suave y tolerante levantó una comisura de los labios masculinos-. ¿Qué estoy solo en el cuarto con una mujer inconsciente que es mí…?

Cortó en seco la palabra que hubiera revelado su relación con la joven. ¿Cómo pronunciar semejante afirmación, si aún quedaban tan- tas incógnitas por resolver? Pero ya había dicho demasiado, y comprendió que Marelda no la dejaría en paz hasta que terminara la frase. -¿Tu qué? -aulló-. ¿Qué representa para ti esa pequeña descarada? -La mirada fría y tolerante de su compañero le enfureció aun más-. maldito seas, Ashton! ¡Quiero saber!

Él se acercó a la puerta cerrada, a fin de que la voz no se oyera en toda la casa. Luego se enfrentó a ella con una sugerencia.

- Harías bien en sentarte, Marelda -dijo, tranquilo-. Lo que voy a decirte no te gustará. -¡Dímelo!

- Creo que esta dama es -sonrió como para pedir disculpas- mi esposa.

Por segunda vez en esa noche, Marelda sintió pánico. -¿Tu esposa? -Parecía tambalearse bajo el golpe de esa revelación. Tuvo que sujetarse a una silla cercana, pero prosiguió, en tono menos agitado, aunque su voz vibraba de emoción-: Me pareció oírte que habías vuelto a casarte.

- En efecto.

Ella frunció el ceño, totalmente confundida. -¿Qué tratas de decirme?

Ashton, tranquilamente, señaló a la mujer de la cama.

- Estoy tratando de decirte que, según creo, esta mujer es mi primera esposa, Lierin.

- Pero…pero… si dijiste que se había ahogado -balbuceó Marelda, atónita.

- Eso creía yo, hasta que vi a esta mujer.

Marelda lo estudió por un largo instante, con profunda suspicacia. Por fin apretando los dientes, se acercó a la cama y levantó la vela sobre la almohada, para ver mejor a la yaciente. Sus ojos relampaguearon al notar la belleza de su rival, para entornarse de inmediato, llenos de un odio celoso.

De haber estado sola, habría agregado unos cardenales más a ese pálido semblante, pues ésa era la mujer que le había causado mucho dolor, mucha angustia. ¿O tal vez no?

Noté entonces que Ashton había hablado en un tono de conjetura certeza. Se enfrentó a él resuelta de usar cualquier inseguridad que él pudiera sentir como ariete contra eso.

- Te equivocas sin duda, Ashton. Tu esposa murió hace tres años. Tu mismo la viste caer por la borda; dijiste que no te fue posible rescatarla porque alguien disparó contra ti. ¿No te das cuenta de que haría falta una coincidencia demasiado descabellada para que esta mujer fuera tu esposa? Debes admitir que sería absurdo pensar en la posibilidad de que Lierin llegara a Naces y fuera a chocar contra tu carruaje por mera casualidad. Alguien, de algún modo, planeó todo a hacerte pensar que Lierin está con vida; así le darías cuanto se le antojara. Caramba, apuesto a que esta pequeñita, quienquiera que sea está escuchando cada una de mis palabras. -Marelda echó una despectiva a la forma inmóvil-. Pero tendría que ser una actriz con mucho talento para que no vieras la treta desde un principio.

- Marelda -aseguró él, secamente-, es Lierin. -¡No! -estalló la mujer, azotando el aire con el puño-. Es sólo una arrastrada que está tratando de sacarte dinero. -¡Marelda! -la voz de Ashton se había endurecido-. Lierin no necesita mi riqueza. Su padre es un comerciante inglés de gran fortuna; ella tiene propiedades en Nueva Orleáns y en Biloxi, que le dejó su familia. -¡Oh, Ashton, por favor! Mira las cosas con objetividad -imploró Marelda, diciendo que podía influir mejor con un cambio de táctica. Trató de abrazarlo, pero él la apartó con impaciencia. Ella dejó escapar un leve sollozo; las mejillas se le llenaron de lágrimas-. Por seguro que estés, yo estoy igualmente segura de que ella no es Lierin. Si es ella, ¿qué le mantuvo lejos de ti en estos tres años? ¿Te parece que esa ausencia es devoción conyugal?

- No tenemos por qué hablar de esto -replicó él, secamente-. Todo quedará aclarado cuando ella despierte.

- No, no quedará aclarado en absoluto, Ashton, pues ella no dejará de asegurar que eres su esposo. Pero sería una mentira, inventada por alguna mente deseosa de dinero.

- Yo sería capaz de reconocer a Lierin donde la viera.

Marelda, dramática, se irguió como si se enfrentara sola al mundo entero. El se estaba poniendo testarudo; decidió que necesitaba tiempo para pensar.

- Ahora te dejo… con ella. Voy a mi cuarto, pero no para dormir. Recuérdalo, Ashton, y recuerda cuánto te amo.

Una mártir heroica, al aceptar con valentía su destino fatal, no hubiera mantenido la cabeza tan erguida como Marelda al salir de la habitación. Hubo un momento de espera, breve, pero significativo, cuando se detuvo en el umbral. Eso permitió que Ashton se preparara. De inmediato, la puerta se estrelló con un golpe tal que resonó por toda la casa.

Ashton la imaginó flotando graciosamente por el pasillo, hasta su cuarto, y esperó el segundo portazo atronador, en la distancia. No hubo desilusión. la oleada de ruido reverberó por la mansión entera y se retiró finalmente, reemplazada por un rápido repiqueteo de tacones y la confusa cháchara de voces femeninas en el pasillo. Ashton levantó la vista ante la puerta, que se abría de par en par. No pudo contener una sonrisa al ver que las sobresaltadas ancianitas entraban jadeando. -¡Por todos los cielos, Ashton! -exclamó su abuela, sin aliento-. ¿Qué bicho te ha picado? ¿Cómo es posible que andes por la casa golpeando todas las puertas?

- Bueno, Amanda, no seas tan dura -la tranquilizó tía Jennifer-. Con esto de que el doctor Page no vendrá hasta mañana y estando Ashton tan preocupado por la niña, ya se comprende que se sienta inquieto. -Buscó confirmación en su sobrino-nieto-. ¿Verdad, querido?

Pero las aprensiones de Amanda no eran tan fáciles de descartar.

- Debí suplicarle que no volviera a viajar río abajo -se lamentó-. Cada vez que va a Nueva Orleáns pasa algo. Es casi como un mal presagio.

- Grand-mere por favor, cálmate -la instó Ashton, suavemente, tomándola de las manos para acercarla al hogar-. Tengo que decirte algo muy importante.

Ella lo estudió con una mirada dubitativa.

- Primero dime por qué estabas golpeando las puertas; después, si tu explicación parece razonable, escucharé el resto de lo que quieras decirme.

Ashton, riendo entre dientes, le rodeó los hombros estrechos con un abrazo afectuoso.

- Me creerías si te dijera que fue Marelda quien golpeó las puertas? -¡Marelda! -Amanda quedó atónita ante esa afirmación-. ¿Por qué, Ashton?

- Porque le dije que la muchacha herida es Lierin… -¿Lierin? ¿Lierin, tu esposa? -interrogó Amanda, con incertidumbre-. ¡Pero Ashton, si ella murió!

- Lierin se ahogó, querido.

Tía Jennifer le palmeó el brazo, consoladora, segura de que él había perdido la cabeza.

- No. Está aquí, con vida. No puedo explicar cómo se salvó de ahogarse, pero está aquí -insistió él-. ¡En este mismo cuarto!

Ambas ancianas, aturdidas, se acercaron a la cama. Tía Jennifer tomó la vela para acercar la diminuta llama al objeto del debate.

- Es bonita -observó tía Jennifer.

- Bellísima -corrigió Amanda, preocupada.

Hizo un esfuerzo firme por dominarse, sabiendo que debía permanecer tranquila ante ese nuevo acontecimiento. Ashton llevaba tanto tiempo dominando su dolor que bien podía, involuntariamente, haber confundido a una mujer parecida con la que tanto amara. ¿Cómo estar segura de que aquello no era sino una fantasía?

Levantó la vista, asaltada por una ocurrencia. En la alcoba de Ashton había un retrato de Lierin. Tal vez sirviera para confirmar su afirmación o para rechazarla.

- Ashton, querido, creo que la muchacha tiene un cierto parecido con el retrato de Lierin. ¿Por qué no lo traes, para que podamos comparar?

Ashton, cumpliendo los deseos de la abuela, volvió de inmediato con el retrato solicitado. Le había bastado una mirada a la pintura para confirmar su esperanza de que la modelo y Lierin fueran la misma persona.

En su breve ausencia, las dos hermanas habían acercado varias lámparas a la cama, subiendo las mechas para proporcionar abundante luz al estudio del asunto. Tía Jennifer puso el retrato contra la cabeza y se plantó junto a su hermana, para efectuar la comparación.

La muchacha del retrato llevaba un vestido amarillo y cintas del mismo tono enroscadas a sus rizos de color dorado rojizo. Aun en la plana superficie de la tela, los ojos esmeraldinos parecían centellear con el anhelo de vivir. Sin embargo, a pesar de su parecido con la muchacha acostada en la cama, algo faltaba allí.

- El artista parece haber captado cierta calidez en su modelo -murmuró Amanda- pero si esta muchacha es Lierin, la pintura no le hace justicia. Las facciones del retrato no son tan finas ni delicadas.

Ashton estudió un poco más el cuadro, pero los fallos parecían tan pequeños que sólo cabía achacarlos a la poca habilidad del pintor. Tía Jennifer pareció estar de acuerdo con esos pensamientos.

- No se puede pedir perfección a los retratos, Amanda. Por lo común, debemos conformarnos con que reproduzcan bien el color de los ojos y el pelo. -¿Recibiste el retrato después de la muerte de Lierin? -Amanda hizo una pregunta y esperó la confirmación de Ashton antes de continuar con su interrogatorio-. Pero, ¿de dónde salió?

- El abuelo dejó, en su testamento, instrucciones de que me fuera entregado. Yo no lo había visto hasta la muerte de él, pero tengo entendido de que eran dos: éste y un retrato de la hermana, Lenore. Ambos fueron entregados al juez Cassidy cuando la familia Somerton vino de visita desde Inglaterra, antes de que yo conociera a Lierin.

- Es una verdadera lástima que no conocieras al resto de la familia, Ashton -comentó tía] Jennifer, entristecida.

- A mí me pareció horrible no haber llegado a conocer a Lierin -declaró Amanda-. Muchas veces le dije que era su deber dar herederos a su apellido. Por muchos años, Ashton pareció preferir la libertad a la familia. Por fin, cuando se casó, estuvo a punto de paralizarme el corazón con la sorpresa. y de pronto ¡pufo-Amanda chasqueó dos dedos en el aire-. Volvió a casa herido y… viudo.

- Debes tener paciencia, Amanda -la amonestó tía]Jennifer, suavemente-. Ashton ya no es un jovencito, cierto, pero sólo tiene treinta y cuatro años. No se puede decir que ya haya pasado la flor de la edad.

- Lo mismo daría -se quejó la abuela-. Parece más empeñado en construir un imperio que una familia.

- Señoras -protestó Ashton, riendo-. Me están destrozando como un par de gallinas que pelean por un grillo. ¡Tengan piedad!

- Piedad, dice… -La abuela la miró largamente de soslayo, pero suavizando su expresión con una sonrisa-. Debería ser yo quien la pidiera.

Cuando el último invitado se hubo retirado (o estuvo en la cama, cuanto menos) Ashton cerró la casa y se dirigió a sus propias habitaciones. Una lámpara encendida la guió por el estudio y la salita; en la alcoba lo esperaba un fuego acogedor. Willis, anticipándose a sus necesidades, le había preparado un baño caliente en el cuarto contiguo, un espacio pequeño específicamente diseñado para la higiene personal. Se quitó la ropa y, sumergiéndose en el líquido humeante, se dedicó a pensar.

La ceniza de un largo cigarro negro fue cobrando longitud, mientras él cavilaba sobre los acontecimientos del día; distraído, dejó caer las escamas grises en un plato de porcelana que, junto con un botellón de cristal y varios frascos, ocupaba una mesa junto a la bañera. Con la cabeza apoyada en el borde, contempló el humo que se elevaba perezosamente hacia el techo, mientras una serie de impresiones, largo tiempo reprimidas, corría por su mente. Parecía casi extraño saborearlas sin el tormento de lo perdido.

Recordaba vívidamente la mañana en que viera a Lierin por primera vez. Ella iba con una mujer mayor, por una calle de Nueva Orleáns donde abundaban las tiendas dedicadas a cosas femeninas y llenas de puntillas. Le llamó la atención de un modo tan poderoso que, olvidando una cita urgente, las siguió a distancia por más de seis calles. Ella parecía no haberse percatado de su presencia, hasta que se detuvo frente a una sombrerería y, por debajo de su sombrilla de seda, lo miró con la misma fijeza, enarcando coquetamente una ceja interrogante.

Para gran desaliento suyo, un coche se detuvo ante las mujeres, sin dejarle tiempo para tratar de presentarse, y ambas desaparecieron de la vista, mientras él quedaba sin la menor perspectiva de volver a verla. Con las esperanzas destrozadas, recordó finalmente su cita y detuvo un coche de alquiler para que lo llevara hasta la dirección fijada. Puesto que no esperaba una entrevista cordial, se había preparado para un acalorado debate, decidido a protestar por la confiscación de su paquebote y el arresto de su tripulación hasta lograr resultados satisfactorios. Contra ellos se había presentado una acusación de piratería, basada en pruebas sustanciales, aunque poco después se descubrió que estas eran falsas.

Al llegar a la residencia del juez Cassidy, se le hizo pasar al despacho. Estaba decidido a expresar claramente su opinión al honorable magistrado cuando, desde un cuarto contiguo, lo interrumpió un chillido furioso y decididamente femenino. Nadie le había advertido que el viejo magistrado tenía de visita en la casa a una nieta residente en Inglaterra: la misma que él observara con tanta atención esa misma tarde. Cuando ella entró en la habitación, hecha una furia, todo el enojo de Ashton se había disipado ante la maravillosa suerte de encontrar nuevamente a la señorita. En cuanto a Lierin, dio un respingo de sorpresa al verlo, pero hizo honor a la sangre irlandesa heredada de su madre y, encendida por la indignación, le recriminó sonora- mente la conducta tan indisciplinada ante un funcionario de la ley.

Ashton aceptó el regaño con gran felicidad. Desde el primer momento en que se vio frente a los centelleantes ojos verdes de Lierin Somerton, comprendió que a su vida le faltaría algo muy importante si carecía de ella. Al poder evaluarla desde cerca, llegó prontamente a la conclusión de que se trataba de una joven de belleza excepcional. Los ojos encendidos, la nariz fina e impertinente, la boca suave y expresiva, estaban estructurados con un delicado toque de perfección que capturaban su interés por completo. Totalmente intrigado, la miró durante tanto tiempo que Lierin acabó por azorarse ante esa abierta admiración. Más tarde confesó que jamás había visto una luz tan audaz en los ojos de un hombre, pues los de Ashton relucían de pasión.

De un modo más decoroso, Ashton presentó sus corteses disculpas al abuelo y pasó a explicar, minuciosamente, los motivos de su visita. El juez Cassidy, divertido por su enamoramiento, lo invitó a cenar, con la excusa de que deseaba revisar el caso más en detalle. En realidad, sus motivos eran más taimados, tal como admitiría más tarde: quería que una de sus nietas formara su hogar muy cerca de él, para poder disfrutar de su familia con mucha más libertad que si ambas se casaban con extranjeros ingleses, tal como había hecho la madre. Contando con el favor del juez, Ashton había cortejado a Lierin con un celo cautelosamente dominado.

Salió de la bañera y se frotó el pecho velludo con una toalla en tanto su mente seguía absorta en sus recuerdos de Lierin. Se puso una larga bata de terciopelo, llenó una copa y, recogiendo el cigarro, salió al balcón. El fresco aire nocturno traía el olor penetrante de un pino cercano. Y él inhaló su fragancia, reconociendo en ella uno de los placeres de estar en su casa. Apoyó un muslo en la barandilla y se recostó contra el poste, perdido nuevamente entre sus recuerdos.

Lierin había cambiado muchas cosas de su vida. Hasta entonces, él había huido del matrimonio como de una enfermedad mortífera, pero la perspectiva de abandonar Nueva Orleans sin ella le pareció odiosa. No hubiera podido precisar el momento en que había comenzado a pensar en ella como en su futura esposa, pero la esperanza emergió muy pronto a su conciencia. Más adelante, a pesar de toda su experiencia en cuanto a tratar con mujeres y posibles clientes, cuando llegó el momento de pedir su mano lo hizo con voz entrecortada, temiendo que ella insistiera en mantener el noviazgo largo y normal hasta que tuviera bendición de su padre. Para su sorpresa, le encontró tan ansiosa como él mismo. Sintió una extraña humildad cuando los ojos de la joven se encendieron de alegría y, sin timidez le echó los brazos al cuello, gritando con total felicidad: «¡Sí! ¡Oh, sí sí!

A pesar de la prisa de ambos, quedaban problemas que resolver. La ausencia del padre significaba que éste no podía autorizar el casamiento; más aún, parecía dudoso que Robert Somerton diera su permiso, aún presente. Lierin sugirió, dulcemente, que el abuelo podía mostrarse accesible en ese aspecto. No ignoraban que los tres podían estar provocando la ira del padre. Ashton, riendo, amenazó con seducirla y dejarla embarazada, por si era preciso convencer al progenitor de que ella necesitaba un esposo.

Ashton había notado cambios en su propio carácter en su breve tiempo con Lierin. Hasta entonces no había prestado atención a las flores, pero durante un paseo, al señalar Lierin lo bellas que eran, él llegó a apreciar su delicadeza y su fragancia. Había visto muchos soles ponerse en occidente, admirando al desgaire aquellos tonos; pero cuando compartió un crepúsculo con ella, desde la ventana del fue como un glorioso final de un día casi idílico, en el que la suave voz femenina le llenó el corazón de bendiciones.

Ashton puso la copa en la barandilla; aunque sostenía el cigarro firmemente entre los dientes, la brasa se apagó poco a poco, mientras él estudiaba la noche más oscura más allá del balcón.

Tras unas semana de felicidad sin parangones, los recién casados embarcaron en el Bruja del Río con intención de viajar a Naces, donde ella seria debidamente presentada a!a familia del esposo y se pedirían las correspondientes disculpas por lo apresurado de la boda. También planeaban volver a Nueva Orleans cuando eso estuviera concluido, a tiempo para encontrarse con el padre y la hermana de la muchacha. Lierin le había hecho algunas advertencias con respecto a su padre, un inglés que no tenía aprecio a los audaces americanos. La única excepción había sido Dierdre, la madre de la muchacha, a quien él había amado profundamente. Debido a que Dierdre no aceptaba de buen grado abandonar a su padre, Robert había preferido residir en Nueva Orleans hasta la inesperada muerte de su esposa; entonces volvió a Inglaterra llevándose a las dos pequeñas y allí permaneció hasta que su hija Lenore se comprometió con un joven aristócrata del Caribe. Como era preciso hacer un viaje para visitar al novio en su isla paradisíaca, Robert cedió a las instancias de Lierin y la acompañó a Nueva Orleans, dándole autorización para permanecer con su abuelo, mientras él partía con la hermana para organizar la boda.

Desde el principio de las relaciones, Ashton había adivinado que lo más difícil sería explicar a Robert Somerton cómo, mientras él planeaba la boda de su hija, la otra se había casado con un perfecto desconocido. Sin embargo, el viaje a Natchez había terminado con una tragedia; la reunión de Ashton y su suegro no llegó a materializarse, pues la noticia de la muerte de Lierin llegó a Nueva Orleans antes de que su herida hubiera curado lo suficiente como para permitirle el viaje. Cuando pudo trasladarse a la ciudad portuaria, el juez estaba ya en su lecho de muerte. Ashton recibió información de que los Somerton, tras su rompimiento con el abuelo, habían embarcado hacia Inglaterra sin demora, sin molestarse siquiera en averiguar si el esposo había sobrevivido o no a los ataques de los piratas.

Una suave brisa se agitó en la noche, devolviendo a Ashton al presente. Volvió el rostro al soplo caprichoso, sintiendo en la cara el escozor de las gotitas de niebla. Una ráfaga helada infló la bata, tocando su cuerpo desnudo. Su frescura le trajo el recuerdo de una noche similar en el río, el último momento de felicidad en su vida, que se había convertido en dolor.

Aunque con su propio barco, entre varios más, había revisado el río corriente arriba y abajo, a lo largo de varios kilómetros, había tardado más de una semana en aceptar lo inevitable. Tras recuperar los cuerpos descompuestos de varios piratas, no había aún rastro alguno de Lierin: ni un fragmento de ropa, ni un harapo cenagoso. Por fin tuvo que enfrentarse al trágico hecho de que el río se había llevado otra víctima, como tantas veces, barriendo a su amor de la faz de la tierra, en tanto continuaba serpenteando con su perezosa e insensible arrogancia.

Desde hacía tres años le hundía en la tristeza la pérdida de su esposa. Ahora cabía nueva esperanza. A partir de la mañana siguiente, la vida volvería a empezar. Lierin estaba en casa.