CAPÍTULO 5

Marelda partió de Belle Chene con la furiosa energía de una tormenta estival. Después de dedicar una mínima despedida a las algo aturdidas por esa súbita decisión, hizo cargar un enorme baúl en la parte trasera de su landó. Cuando Ashton apareció para despedirla, ella inclinó secamente la cabeza, desdeñando la mano que él le tendía, para aceptar, en cambio, la ayuda del cochero. Al marcharse el carruaje, Amanda y] Jennifer lanzaron una mirada hacia el dueño de casa, pero su sonrisa lenta y amplia no les dio ninguna pista.

Con Marelda hizo todo el trayecto hasta Natchez hirviendo de rabia y murmurando maldiciones contra el amo de Belle Chene; deseaba, cuanto menos, que la tierra se abriera para devorarlo junto con su bendita esposa. Al aumentar su cólera y su frustración, decidió que recibiría de buen grado la noticia del fallecimiento de ambos. Desde luego, si alguna vez llegaba a sus oídos semejante anuncio referido a Lierin Wingate, no dejaría de bailar sobre su tumba. Demasiado había sufrido a manos de esa arrastrada. Sus mejores esfuerzos nada podían ante la familia, tan dispuesta a dejarse engañar por esa fingida inocencia, y eso parecía a Marelda sumamente injusto. Había sido ella, la maltratada, no esa sinvergüenza.

En su mente se repetía, una y otra vez, la escena de la noche anterior, ayudando a acrecentar la animosidad, extrayéndola del foso más profundo del infierno. No sólo maldecía y castigaba mentalmente a la pareja, sino que la desnudaba para ponerla en imaginarios potros de tormento y les ponía contra la piel una brasa encendida por cada ofensa que le habían hecho sufrir. Le encantaba, sobre todo, la idea de azotar a esa ramera, mientras Ashton presenciaba la tortura en situación de impotencia.

Las ideas de venganza no hicieron sino agravar su odio. Entonces comenzó a conjurar modos reales para aniquilarlos. Sin embargo, para contrariedad suya, no parecía haber modo de escapar a las consecuencias de sus planes. La justicia se mostraría ciega a sus motivos; hiciera lo que hiciese, sólo cabía esperar el castigo de sus acciones, tarde o temprano. La amenaza de la represalia le quitó las intenciones de seguir adelante. Mientras no hallara el modo de vengarse sin que la condenaran, la pareja estaría a salvo.

El carruaje bajó por una calle de Natchez, pasando frente a una taberna, ante la cual conversaba un grupo de hombres. Marelda no prestó atención a la concurrencia sino al reconocer, en el límite exterior del grupo, la silueta bajita y rolliza de M. Horace Titch. El hombre se empinaba sobre sus piernas cortas y volvía a bajar, como un pájaro, maniobrando para lograr una mejor situación, pero los demás parecían ignorarlo. Ella siempre lo había tenido por un personaje cómico y solía burlarse a sus espaldas. Pero también había notado sus miradas de adoración. Tal vez le fuera posible convencerlo de que la obedeciera, con una sonrisa como única recompensa. Parecía muy difícil fallar.

Marelda dijo una palabra a su cochero, que detuvo el landó cerrado ante la acera de tablas. Ella, asomada a la ventanilla, agitó el pañuelo para llamar la atención del hombrecito. -¡Señor Titch! iYujuu! Señor Titch?

Horace miró en derredor y, al ver quién lo saludaba sonrió con súbito deleite. De inmediato se disculpó ante sus compañeros y corrió hacia el carruaje, sofocado de regocijo.

- Mi querida señorita Rousse! ¡Que enorme placer verla!

En verdad, las tablas habían perdido a una gran actriz al elegir, Marelda la vida cómoda de heredera. Su mejor papelera el de señorita recatada. Claro que, aun si su representación hubiera sido menos hábil, Horace jamás lo habría notado. Aquellos ojos oscuros bajaron con una sonrisa tímida.

- Que galante es usted, señor Titch. Hace que una se sienta muy especial.

- Pero si usted es especial, señorita Rousse -respondió él, ansioso- muy especial.

- Caramba, señor Titch. Qué cosas tan agradables dice. Tendré que andarme con cuidado para no perder la cabeza con tan dulces halagos.

Horace estaba casi estallando de entusiasmo. -¡Pero si no son halagos! ¡Usted es la señorita más hermosa de toda Natchez! La mejor de todas, podría decir.

Marelda volvió a bajar la vista y sonrió, fingiendo un azoramiento nervioso.

- Creo que, si sigue hablando, me hará ruborizar, señor Titch.

Horace sacó el pecho, poniendo en peligro los botones de su chaleco a cuadros. Hasta entonces nunca había hecho ruborizar a ninguna mujer, como no fuera de cólera, y la idea de cumplir semejante hazaña con la bella Mareada Rousse era un buen impulso para su vanidad. Mientras se regodeaba en ese momento de felicidad, comenzó a notar, poco a poco, que la sonrisa había sido reemplazada por un gesto de preocupación; la muchacha estaba retorciendo el pañuelo entre las manos, como presa de inquietud. Por fin recordó que ella lo había llamado e hizo una pregunta cautelosa.

- Eh… ¿puedo ayudarla en algo, señorita Rousse? -oh, señor Titch, no quisiera molestarlo…

- Le aseguro que sería un placer.

- Bueno, si está seguro de que no es demasiada molestia… ¡Claro, señorita! -declaró él-. Pida cualquier cosa y, si está a mi alcance, puede contar con ello.

Marelda afectó una actitud reacia, en tanto inventaba una mentira.

- Es que no sé a quién acudir. Fíjese, mi tío viene de visita… y tiene por costumbre tomar algo fuerte por las noches… con propósitos medicinales, como usted comprenderá. -¡Oh, por supuesto! Exagerando la dulzura de su voz, que chorreaba miel ella prosiguió:

- Me olvidé de pedir a los criados que compraran un par de botellas para la despensa, y él viene esta misma tarde. Dése cuenta, como en la casa no hay ningún hombre que se ocupe de esas necesidades, estoy desconcertada. El armario no contiene nada para beber, y si no le sirvo algo, mi tío pensará muy mal de mi hospitalidad. No me animo a entrar sola en una taberna. Usted comprende, ¿verdad? Se trata de un territorio masculino… Pero si envío a mi cochero, tendrá que dejar el carruaje sin atención. -¡Oh, por favor! Permítame, señorita Rousse. Horace se había tragado el anzuelo con todo vigor. -¿Haría eso por mí, señor Titch? -Marelda aflojó el cordón de su bolso; unas pocas monedas tintinearon en el fondo-. Si espera un momento, señor, aquí tengo el dinero.

Titch, asombrado por la oportunidad de ser útil a esa bella mujer, se apresuró a objetar.

- Ni hablar de eso, señorita Rousse. Le ruego que me permita cumplir como un auténtico caballero. Es lo menos que puedo hacer.

Y se marchó, ansiosamente, con sus pasos cortos y rápidos, tan parecidos a los de un pato al cruzar un estanque helado. Atento a ese momento de gloria, se dijo que, si la señorita quería una botella, apreciaría más recibir dos, tal vez tres.

Los ojos de Marelda tomaron un resplandor cruel, asaltados por una serie de pensamientos. Su amor por el dinero no estaba saciado con la pequeña fortuna que le dejara su padre; allí tenía una fuente que hasta entonces no había tomado en consideración; valía la pena aprovecharla. La familia Titch tenía dinero suficiente para compensar los fallos de ese hombrecito, y Horace parecía increíblemente dócil a sus deseos. Muy al contrario de ese demonio de Ashton, siempre tan difícil de manejar. Encantada por la perspectiva de con- seguir un mayor bienestar económico, tuvo la sensación de que apenas habían pasado unos segundos cuando la puerta de la taberna volvió a abrirse y el hombrecito salió dando tropezones, llevando en los brazos una gran bolsa de tela. Con su paso rápido llegó hasta el carruaje. Después de abrir la portezuela, depositó la ofrenda a los pies de la joven.

- Bastará para una quincena O más, señorita Rousse -Abrió la boca del saco para mostrar las cuatro botellas-. Su… eh… tío no pasará necesidades durante su visita.

- Vaya, señor Titch, de veras… estoy muy en deuda con usted. ¿Querría subir a mi coche? Tal vez pueda dejarlo de paso.

- Acompañarla, tan sólo, será un placer, señorita Rousse. Puede dejarme donde quiera. -Hizo una seña a cierto negro, que esperaba sentado en un coche-. Mi carruaje nos seguirá.

Y Horace subió para acomodarse en el asiento, frente a ella, emocionado por verse en compañía de la joven.

Marelda señaló con el pañuelo al grupo de hombres a los que había dejado. ¿No estaré interrumpiendo alguna conversación importante con sus amigos?

- Tan importante que destrozaría el corazón de todos los hombres, mujeres y niños de Natchez, si supieran la verdad. Lo que necesitamos ahora es algún tipo de acción.

- Caramba, eso parece muy importante. -Marelda parpadeó para demostrar asombro-. De qué habla, señor Titch? -¡Caray, de esos locos que escaparon del manicomio!.Marelda quedó auténticamente sorprendida. -¿Escapó alguien del asilo? -¿No se enteró? -Horace quedó impresionado al saber que podía informarla de algo- El asilo se incendió y escaparon varios internos. En este mismo instante están vagando por el campo, en total libertad. No se puede saber qué peligros estarnos corriendo.

- Pero ¿cuándo ocurrió todo esto?

- La misma noche en que fuimos a Belle Chene, a esperar el regreso de Ashton Wingate.

Marelda se reclinó en el asiento, mirándolo con fijeza, en tanto su mente trabajaba en un círculo Ashton había dicho que Lierin podía haber escapado de una casa en llamas, y al parecer el manicomio se había incendiado. ¿Era sólo coincidencia? ¿O un golpe de suerte para ella? Estuvo a punto de reír, frotándose mentalmente las manos. Quizás había hallado el modo seguro de vengarse, después de todo.

Asumió una expresión preocupada, en tanto fijaba la vista en hombrecito rechoncho. -¿Acaso supone que esa muchacha, la que Ashton llevó a su casa pudo haber escapado del manicomio?

Las gruesas cejas de Horace se elevaron, sorprendidas. Ni siquiera había pensado en la joven.

- Bueno, supongo que pudo ser…

- Ashton dice que es su esposa, fallecida tiempo atrás, que ha vuelto sana y salva, pero ¿quién puede creer semejante cosa? -Marelda casi veía el cerebro de aquel hombre, que se iba tragando los cebos tendidos. -¿Cómo puede ser Lierin Wingate si todos sabemos que murió hace tres años? -¿Por qué… por qué dice que es su esposa, si no la es?

Marelda logró fruncir el ceño, preocupada. Luego se encogió de hombros.

- No me gusta decir esto, pero ya sabe usted como es Ashton Wingate cuando se encuentra con una cara bonita. Sabiendo que ella podría ser del asilo, y considerando que la muchacha afirma haber olvidado todo, probablemente él ha dado esa excusa para disponerlo todo según su conveniencia.

Horace se acarició el mentón, pensativo. Lo que decía esa damisela bien podría ser verdad, pero él jamás se atrevería a enfrentarse a Ashton para acusarlo de mentir.

- Supongo que ésa consiguió un refugio seguro.

Marelda quedó horrorizada al ver que él no se lanzaba hacia oportunidad ofrecida. -¿A qué se refiere?

- Con Ashton nadie se entrometerá -dijo él, simplemente. -¡Pero la muchacha pudo haber escapado del manicomio! -Disgustada por la falta de celo, ella le devolvió sus propias palabras- ¡Puede que todos estemos en peligro!

- Tendremos que esperar a que ella haga algo para sacarla de Belle Chene. -¿A que haga qué? -Marelda tuvo que dominar su creciente irritación contra ese hombre-. ¿A que mate a alguien?

- O cause una herida.

Hacía falta algo drástico para que Titch actuara contra ese hombre y era de imaginar que los otros pensarían igual. -¡No voy a pegar ojo! declaró ella, aunque sus íntimos sabían que, después de unas cuantas copas, el poderoso Mississippi podía alterar su curso para arrasar su casa sin que ella se enterara -¡Esa mujer podría asesinarme en mi cama sin que nadie corriera a defenderme!

- Yo le prestaría con gusto mi protección, señorita Rousse -ofreció Horace, magnánimo-. Si con eso se siente mejor, puedo ir casi todos los días… o… por la noche… y… y ver que usted esté a salvo.

- Oh, ¿haría eso por mí, Horace? -Con una cálida sonrisa, apoyó su mano enguantada sobre la de él-. Usted es un verdadero amigo, por cierto.

El enamoramiento de Mumford Horace Titch por Marelda, así alimentado, creció fuera de toda proporción. Con la excusa de que se había provisto, fue a visitarla en cuanto se le aseguró que no estorba- ría la visita del tío, dejando pasar una semana, a su pesar, antes de llamar a su puerta.

La criada que lo hizo entrar lo estudió con cierto escepticismo antes de conducirlo a la sala, pidiéndole que esperara allí hasta que la señora estuviera informada de su presencia. Aunque el reloj de la repisa indicaba que no faltaban siquiera dos horas para el mediodía, Horace, en su diligencia, había olvidado que la dama acostumbraba a levantarse tarde.

Le llevaron una bandeja con cafetera de plata para ayudarle a pasar el rato, y él se dedicó a tamborilear nerviosamente la taza de porcelana, mientras el reloj iba marcando los minutos. Cuando comenzaba la segunda taza de aquel brebaje amargo, Marelda apareció finalmente en la sala.

La espera parecía haber valido la pena, al menos en opinión de Titch; Ella se había echado una bata por encima, apresuradamente. El fino camisón que asomaba por debajo exhibía tal porción de seno que el café se le subió a la cabeza. -¡Mis más humildes disculpas, mi querida señorita! -tartamudeó, levantándose, con lo que estuvo a punto de volcarse el líquido humeante en el regazo-. ¡No era mi intención interrumpir su sueño!

Marelda cruzó la habitación, perezosamente, y se sirvió una taza de Café, que endulzó con varias cucharadas de azúcar y una liberal porción de crema. Sólo entonces notó que la cara del huésped tenía un tono de color rojizo. Los ojos parecían sobresalir de la cara, clava- dos en su escote.

Como parecía a punto de estallar, ella le dio garbosamente la espalda para tomar un sorbo.

- No se aflija ni por un instante, señor Titch. Simplemente, no esperaba a nadie a esta… eh… hora. -Echó una mirada lánguida al reloj de la repisa, brindándole una buena visión de su perfil izquierdo, el que ella consideraba más favorable-. De haber tenido la menor sospecha de que usted iba a venir para ocuparse de mi bienestar, me habría arreglado mejor.

Eso no era cierto, pero ella pasó por alto la falsedad, disfrutando del efecto que su poca ropa estaba provocando en el hombrecito.

- Por favor -murmuró, amable, señalando la poltrona de donde él se había sentado-, póngase cómodo.

Mientras él obedecía, Marelda ocupó una silla frente a él, ofreciéndole un vistazo de su tobillo antes de cerrar la bata.

Horace tenía la cabeza llena de pechos generosos, soñolientos ojo oscuros y labios de rubí cuando esa última visión le arrancó una gotitas de sudor del labio superior. Tuvo que aflojar su corbata par aliviar la súbita tensión del cuello.

- Yo… es decir… si vamos a ser amigos, eso de «señor Titch. Suena demasiado… formal. Tal vez…

No pudo expresar tan audaz proposición, y fue un alivio que la damisela pareciera comprender.

- Por supuesto. -Ella sorbió su café y lo miró por encima de borde de la taza-. Usted puede llamarme Marelda y yo… -se inclinó hacia delante, con una sonrisa seductora-, podría llamarlo Murnford.

A Titch le costó un decidido esfuerzo apartar los ojos de aquel camisón para mirarla a los ojos.

Era muy difícil sugerir que esa adorable criatura podía disgustarlo en modo alguno.

- Yo… eh… -Ya totalmente sudoroso, pasó un dedo por debajo del cuello duro; sentía necesidad de aire fresco-. Mi segundo nombre… es Horace, y yo…

- Pero, querido -adujo ella, con un mohín-, me gusta el de Mumford, y hasta…

Horace estuvo a punto de hacer una mueca al ver venir aquello. -¡… Mummy!

- Yo… eh… siempre he preferido Horace. -La voz del hombrecito se redujo a un murmullo al revelar el desacuerdo con esa deliciosa mujer-. Mi madre y Sissy siempre me han llamado Mummy, y los otros muchachos…

El recuerdo de-algunas pullas era demasiado doloroso. Se irguió en el borde de la poltrona, contemplando las heridas de los zapatos, en tanto jugaba con su taza, buscando el modo de cambiar de tema.

- Por supuesto, querido mío. -Marelda dejó su taza para levantarse-. Como usted guste.

Horace se puso trabajosamente en pie. Aquella dulce fragancia de espliego le daba vueltas la cabeza.

- Ya ve usted que aquí está todo bien y no corro ningún peligro -afirmó ella, tranquilamente.

Deslizó una mano por el costado del cuerpo, alisando la bata de terciopelo, como para dar énfasis a sus palabras, pero no dejó de notar que los ojos del huésped seguían el ademán-. Ya que estamos tan cerca del mediodía, tengo que vestirme y ocuparme del almuerzo. -Era de esperar que la cocinera ya lo tuviera medio listo, se dijo. No tenía por costumbre desayunar, salvo cuando estaba en la casa de los Wingate, y la estremecían los horarios de esa gente-. ¿Deseaba alguna otra cosa? ¿Ha descubierto alguna información sobre esa mujer que está con los Wingate? -Marelda lo tomó del brazo y comenzó a llevarlo hacia la puerta, presionándole casualmente un pecho contra él-. Le apuesto cualquier cosa a que es uno de esos locos escapados del manicomio. ¿Por qué, si no, apareció en camisón esa misma noche? Es una lástima que nadie se lo haga notar a Ashton. Se está arriesgando mucho al tenerla allí.

Imagínese, podría haber sido ella quien incendió el asilo y repetir la hazaña con Belle Chene.

M. Horace Titch se encontró en el umbral, sin recuerdo alguno de cómo había llegado hasta allí. Tenía una vaga impresión de dulces labios curvados en una tentadora sonrisa, antes de que la puerta, al cerrarse, los ocultara de su vista. Pero el recuerdo de aquella dúctil suavidad contra el brazo borraba todo lo demás, dejándole con el corazón palpitante.

El aire fresco lo despejó poco a poco, lentamente. Descubrió que tenía un sombrero en la mano. Como tenía todo el aspecto de ser el suyo, se lo puso en la cabeza y echó a andar hacia el centro de la ciudad. Un traqueteo de ruedas, a su lado, le recordó que había ido en coche. Mientras ascendía al carruaje, estudió la idea de enfrentarse con Ashton Wingate por lo de la misteriosa muchacha, calculando las posibles reacciones del hombre si lo hacía de un modo indebido.

Los elementos del problema daban vueltas en la cabeza de Horace Titch, pero cuando lograba planear una táctica aparentemente acorde con la diplomacia, su imaginación terminaba la escena con escalofriantes imágenes de Wingate cometiendo diversas formas de horrendo destrozo con su persona.

Aún seguía pensando en ese dilema cuando el coche pasó junto a un grupo de hombres, reunidos en una esquina. Una palabra suelta le llamó la atención: -¡… manicomio!

Horace se apresuró a dar unos golpecitos en el techo para que su cochero detuviera el vehículo.

Con gran curiosidad, avanzó hacia la multitud y puso toda su atención en lo que decían allí. Un hombre estaba relatando la noticia, sin aliento, con las riendas del caballo en la mano.

- Sí, lo encontraron en uno de los cuartos traseros, con el mango chamuscado de un cuchillo asomándole por la espalda. El jefe de policía supone que era uno de los vigilantes y que el incendio se inició deliberadamente para ocultar el asesinato. Yo apostaría a que uno de los internos fugados lo pescó distraído, se apoderó de las llaves y huyó después de prenderle fuego a todo.

Los hombres murmuraban entre si, cada vez más enojados, en tanto las conjeturas sobre los internos fugados se tomaban más lúgubres. Horace, al escuchar, fue cobrando conciencia de que, si se proporcionaba a esos tipos un incentivo adecuado, le ahorrarían la necesidad de enfrentarse a Wingate, pues lo harían ellos.

Miró en derredor, identificando a algunos de los presentes que solían frecuentar las tabernas y desempeñaban tareas aquí y allá para mantenerse. Por lo tosco de su atuendo, era fácil apreciar que no pertenecía a la clase adinerada; bien podía impresionarlos la presencia de un caballero bien vestido entre ellos. Horace se había puesto sus mejores ropas en beneficio de Marelda, y estaba en condiciones de imponer respeto a esos indigentes. Su chaqueta y sus pantalones de fina tela gris, teman estrechas rayas de color ciruela: el chaleco de brocado lucía un diseño de florecitas en el mismo tono, y su corbata, de seda, a cuadros grises y rojos, habría hecho retorcerse de envidia: hasta al arrogante Ashton Wingate.

Carraspeó para llamar la atención de los otros, percibiendo que aquélla era la oportunidad de expresar sus sospechas.

- Señores, escúchenme por favor. Tenemos que hacer algo con respecto a esos locos que están sueltos en nuestra comunidad. Ninguno de nosotros está a salvo, y es una verdadera vergüenza que las mujeres de Natchez deban salir arriesgando la vida.

Un grave murmullo de asentimiento acompañó los gestos afirmativos. Al cabo de un momento se hizo el silencio y todos dedicaron a Horace su total atención. El improvisado orador, entusiasmado con el tema, hinchó el pecho y se colgó los pulgares en los bolsillos del chaleco. No le parecía raro que varios lo miraran boquiabiertos; sin duda, su actitud autoritaria y su costosa vestimenta los impresionaban. No dio señales de haber oído el comentario de un hombre a su compañero: -¡Por Dió! ¿Quién se viste así a esta hora de la mañana? -El hombre se rascó el mentón barbudo-. Seguro que se pasó la mañana bebiendo ginebra y durmió la mona con las muchachas de Maggie, i allá en el puerto. -¡Qué cada uno cuide de sí mismo, hombres! -bramó Horace-. No sólo las mujeres corren peligros. Los entendidos dicen que los locos suelen tener la fuerza de cinco o seis hombres. Son capaces de destrozar a un prójimo para robarle unas monedas. -Buscó palabras mágicas que los encendieran de fervor justiciero-. Yo les digo: ¡Es hora de que nos agrupemos para buscar a esos locos fugados, antes de nos hagan daño!

El silencio se adueñó del grupo; todos acababan de comprender que se les estaba pidiendo acción. Unos pocos curiosos se habían unido a la multitud; alguien estaba pasando una jarra para humedecer las gargantas sedientas.

- Todos piensan que los locos escapados eran hombres, pero tengo entendido que también había una mujer entre ellos. Más aun: la misma noche en que se incendió el asilo, Ashton Wingate llevó a su casa a una muchacha herida, vestida sólo con un camisón, llena de barro y cubierta de cardenales por haber caminado por los pantanos, ¿Qué puede uno pensar, si todos sabemos que hay sólo unos pocos kilómetros entre Belle Chene y el manicomio?

- No se puede saber qué hará ella con esa pobre gente, con esas ancianas que quedan solas, cuando Ashton viaja por negocios. ¿Iniciar otro incendio, acaso?

La multitud no sentía mucha lástima por las ancianas, sobre todo al pensar en el capataz negro y corpulento que cuidaba la casa. Ashton había dejado en claro, tiempo antes, que nadie podía entrometerse en él, con sus parientes, sus esclavos o su propiedad. Cierta vez había llamado al jefe de policía para que se llevara a unos muchachos que invadieran su propiedad, confundiendo una de sus vacas con un venado, en la oscuridad de la noche. También se decía que contrataba a jornaleros para que trabajaran junto con los esclavos y era de dominio público que nadie se ganaba allí el jornal sin arrimar el hombro. Cualquier excusa para pisotear el césped de los Wingate era bien acogida, y ésa parecía excelente. Sería grato fregarle la nariz a Ashton en su propio prado.

Horace gritó, como si la idea le causara horror. -¡No podemos permitir que sigan pasando esas cosas! La loca en cuestión -era fácil pasar de las sospechas a las conclusiones- podría asesinar a diez o doce personas más. Hay que detenerla.

Hubo un grito de asentimiento. En cuanto se apagó, Horace siguió perorando con su voz aguda.

- Les haremos un favor a todos y cumpliremos con nuestro deber, logrando que todos podamos dormir tranquilos y que las mujeres y los niños puedan caminar por la calle. -¡Tiene razón! -se repitió el grito-. ¿Quién sabe cómo ir allá? ¡Necesitamos un guía!

Horace, preocupado, notó que la confusión parecía a punto de apagar el entusiasmo de la muchedumbre. -¡Yo! -chilló, pero de inmediato comprendió su estupidez-. Puedo dibujarles un mapa. Eh… iría personalmente, pero no tengo caballo. -¡Tome el mío! ¡Alguien tiene que mostrarnos el camino! Horace se quedó mirando la mano, donde acababa de aparecer un par de riendas. Cuando levantó la vista, el dueño del caballo había desaparecido. El huesudo animal sujeto por aquellas tiras de devolvió a Horace la mirada. Parecía construido por un neófito que hubiera juntado al azar unos huesos largos, retorcidos, dentro de un pellejo flojo, más o menos cubierto de pelo. Sus ojos estrechos parecían albergar un claro deseo de venganza contra cualquier estúpido capaz de montar en él. Horace se estremeció al recordar el dolor que le había causado su último intento de cabalgar; en esa ocasión había jurado no separarse jamás de los cojines del coche.

- Yo… eh… no… -murmuró, débilmente, apartándose de aquella, mirada perversa. Por fin logró aparentar algún coraje-. No saben hasta qué punto puede ser violenta esa mujer. Alguien debería… -¡Tome! -Se encontró con un rifle antiguo y herrumbroso, del doble cañón-. Está cargado, así que trátelo bien, ¿quiere?

Las armas eran otro de los temas que Horace no lograba comprender. Siempre lo habían dejado dolorido, de un modo u otro. Al principio, su padre lo había regañado porque no sabía disparar; más adelante trató de enseñarle a manejar debidamente las armas, pero al' cabo de una hora, ante los restos de su sombrero, estuvo de acuerdo con el médico que le estaba quitando municiones del trasero: su hijo se las arreglaría perfectamente sin esos conocimientos. El tema no había vuelto a tocarse… hasta ese día. -¡Vamos! -gritó alguien-. ¡Pongámonos en marcha! Todo el mundo estaba montado a caballo, como si los animales hubieran salido de la nada. Horace se encontró en la montura, con el rifle bajo el brazo. Sintió el dolor casi de inmediato y echó una mirada en torno, buscando a su cochero o a su carruaje. Notó que el ayudante del jefe de policía observaba la escena desde cierta distancia, pero no parecía que fuera a poner fin a la excursión. Varios hombres subieron a una carreta, mientras todos se reunían tras el elegante hombrecito. M. Horace Titch se juró que arreglaría cuentas con su cochero cuando lo encontrara, pero mientras tanto no tenía salida.

Alguien dio una palmada a su caballo, que partió entre gritos y mucho bullicio. Horace quedó atónito ante el trote de aquella bestia, capaz de mellar los huesos. Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo, en una mueca atormentada. Para escapar a los rebotes de su trasero contra la silla, trató de erguirse sobre los estribos, pero en esa posición corría el peligro de caer de cabeza sobre el cuello del animal. Cuando ciñó las piernas al vientre del caballo, sólo consiguió incitarlo a trotar de prisa.

Sacudió las riendas para frenarlo, pero lo único que hizo el confundido animal fue tomar un trote medio, con las patas rígidas. El jinete se convirtió en una masa de estremecimientos desde la mandíbula hasta la punta de los pies.

El trayecto era largo hasta Belle Chene, y Horace tenía motivos para, temer que pasara directamente por el infierno.

El clavicordio tomó nueva vida bajo los dedos ágiles que acariciaban el teclado. Lierin, entusiasmada, al saberse capaz de tocar el instrumento, había bajado a la sala, mientras las ancianas dormían la siesta, para probar la amplitud de sus conocimientos. Las notas dulces y fluidas atrajeron a Ashton al cuarto en cuanto llegó a la casa, después de arreglar hasta el último detalle del viaje río arriba, mientras el capitán y el señor Logan se encargaban de embarcar a los pasajeros.

Se reclinó en el sillón, contemplando el humo de su largo cigarro negro, que ascendía poco a poco hacia el techo, mientras la música ligera resonaba por toda la casa. Se sentía bañado por un mar de serenidad. No conocía a otra mujer que pudiera agitar tan a fondo sus emociones y dar tanto placer a sus sentidos. Su mera presencia lo llenaba de felicidad, aun comprendiendo que ella seguía siendo, en gran parte, un enigma. Quedaba mucho por saber sobre dónde había pasado los últimos años.

La calma se quebró cuando alguien llamó a la puerta de un modo súbito e insistente. Lierin dejó de tocar, mirando en derredor como si hubiera olvidado que existía otro mundo más allá de la sala. Cuando Ashton levantó la voz para ordenar que entraran, se llevó la sorpresa de ver a uno de los peones del establo, que entraba con el sombrero en la mano. No era habitual que Hickory fuera a la casa. El amo comprendió de inmediato que se avecinaba una crisis.

- Amo -jadeó el peón, agitando un dedo en dirección a Natchez-, amo viene un montón de gente pa' quí, muy corriendo, y tienen pinta de no queré nada bueno. -El negro hizo una pausa para recobrar el aliento antes de continuar-. Y estoy seguro de que vienen pa' quí. No hay otra tasa, ¿no?

Ashton estudió el asunto, en tanto dejaba la ceniza en un cuenco.

- Tal vez debamos preparar una recepción. ¿Todavía puedes hacer correr un poco a esas largas piernas?

- Sí, seño, amo. -Hickory, muy sonriente, sacudió la cabeza en señal afirmativa-. Estaba en el pajá cuando los vi vení. Bah, todavía puedo levantá una buena polvareda.

- Judd está limpiando la maleza en el arroyo. -Ashton lanzó sus órdenes en rápida secuencia-.

Bajas hasta allí y le dices que venga Inmediatamente, con todos los hombres que pueda conseguir.

Diles que se preparen para algo gordo. Dejaré instrucciones en la cocina por medio de Willabelle.

Corre, Hickorv.

La puerta se cerró de inmediato. Ashton se acercó a Lierin, que había abandonado el banquillo, y sonrió para tranquilizarla, tomándole las manos.

- No hay por qué afligirse, amor mío -la consoló-. De vez cuando, algunos muchachos de la ciudad beben de más y buscan querella en el campo. Nosotros sabemos manejarlos sin que nadie salga herido, así que tranquilízate y sigue tocando. Tu música me agrada mucho; Ahora voy a hablar con Willabelle y después te escucharé desde el porche.

Depositó un rápido beso en el dorso de la mano femenina y se marchó. Lierin volvió a su música, pero con la retirada de Ashton había terminado aquel delicioso interludio. Definitivamente, él llevaba consigo la luz de aquel momento.

El grupo de jinetes se aproximó al porche, donde los esperaba amo de Belle Chene. Allí se esparcieron, pues cada uno buscó mejor puesto. Naturalmente, el perdedor de esa confusión fue menos hábil en el arte de montar; en este caso, un tal Mumford Horace Titch, quien había concluido la bullanguera banda hasta detenerse allí, cuando los cascos de su gallarda cabalgadura estaban punto de golpear contra el último peldaño. Una expresión horrorizada le contrajo la cara al notar el postrer rebote, y aspiró profundamente, con los dientes apretados, ante el tormento de la ocasión, trató subrepticiamente de desenredar la culata de su arma, liada con las riendas. Las bocas de los largos cañones giraron en una amplia parábola; se produjo una serie de corridas, ya que los compañeros del señor Titch decidieron, llenos de prudencia, que su portavoz necesitaba más espacio.

Por fin, Horace logró liberar la recalcitrante culata y, al buscar apoyo con la mirada, descubrió que sus aliados se habían retirado varios pasos hacia atrás, dejando que corriera de su cuenta la presentación de la queja al señor Wingate. Como todos parecían esperar que diera inicio a los procedimientos carraspeó y a pesar de su magu11ada condición, se irguió en toda su estatura, sólo para descubrir que aun así debía levantar la cabeza para mirar a Ashton a los ojos. Las facciones bronceadas de éste último expresaban cierta diversión lo cual perjudicó seriamente la compostura de Horace. Volvió a carraspear, nervioso, pero a pesar de sus esfuerzos no hallaba una sola palabra sensata por donde comenzar.

Ashton Wingate salvó la situación al ser el primero en saludar a sus visitantes:

- Buenas tardes, señor Titch, caballeros… -Se reclinó contra una columna, indolente, con los dedos metidos en los bolsillos-. Parecen haber elegido un buen día para pasear por el campo.

M. Horace Titch trató de erguirse un poco más, pero tuvo que dar un manotazo al rifle, que se le estaba deslizando.

- Dudo, señor, que pueda tratar con estas buenas personas mediante el uso de tontas cortesías.

Ashton arqueó una ceja condescendiente.

- Tengo la sensación de que quiere corregir mi equivocación, señor Titch. Puede comenzar por decirme qué están haciendo todos ustedes, aquí, en mi prado.

El arma se estaba haciendo pesada; Horace la cambió de posición. -Justamente es lo que voy a hacer, señor, y le advierto que sea cauto. Le aseguro que representamos a todo el condado de Natchez y Davis. -¿De veras? -Ashton dejó que aquellas únicas palabras expresaran sus dudas.

- Se ha perpetrado una acción que perjudica a la buena gente de nuestra zona. -Horace sudaba profusamente; se habría enjugado la cara, pero no disponía de las manos libres-. Como bien sabe usted, señor, varios locos escaparon del asilo al incendiarse el establecimiento. Sé de muy buena fuente que usted se ha visto involucrado en este acontecimiento. -Notó un endurecimiento casi imperceptible en los ojos de color avellana, pero continuó, alentado por la presencia de sus compañeros. Ni siquiera Ashton Wingate se atrevería a oponerse a tantos-. Al parecer, usted ha recogido a uno de esos dementes en su casa. -Casi sin respirar, aguardó la reacción del otro a esa audaz afirmación. Aparte de una leve tensión en la mandíbula, no vio cambio alguno en él. Llegó a la conclusión de que Ashton Wingate no lo había oído o no captaba el significado de su declaración-. Me refiero, señor, a la… eh… joven que usted trajo hace un par de semanas. Bien puede ser uno de esos locos.

A espaldas de Horace se elevó un murmullo de asentimiento. Ashton se limitó a mirar el sol, cosa que hacía por segunda vez, y consultó su reloj de bolsillo. Horace, al no ver amenazas inminentes, se animó.

- Realmente, señor Wingate, no comprendo que usted haya corrido el riesgo de albergar en su propia casa a uno de ellos. Insistimos en que se la entregue a las autoridades. -M. Horace Titch notó que, por fin, había logrado captar la atención de Ashton, pues sus ojos pardo-verdosos lo miraban sin vacilar. Entonces se apresuró a añadir-: Siquiera hasta que pueda sólo por la seguridad de las mujeres y los niños habitantes de la zona.

Ahora que la exigencia estaba expresada, el resto de los hombres se relajó un poco. Hubo todo un coro de asentimientos y gestos afirmativos. -¡Eso! -¡Así se habla, Titcb! -¡Tenemos que llevarla!

Ashton parecía extrañamente impertérrito.

- Todos ustedes han andado mucho para llegar aquí, y el día muy caluroso para la estación.

- Alzó la voz-. Además, parecen muy incómodos sobre esos caballos. ¿Por qué no desmontan y descansan un rato?

Siguió una pausa, en tanto los hombres cavilaban. Entre ellos se elevó un suave murmullo.

Ashton Wingate no era tan ogro, después de todo. Aceptando la invitación, todos desmontaron.

M. H. Titch se alegró mucho ante la perspectiva de volver a pis la buena y sólida tierra. En sus partes posteriores y anterior sentía un dolor considerable, y no estaba seguro de que no fuera preferible: volver a Natchez caminando, antes que seguir montando esa condenada nada bestia.

Intentó varias veces pasar la pierna sobre la montura como los otros estaban haciendo con tanta facilidad, pero el largo rifle se le interponía. Acabó sentado sobre el arma; por suerte, el gatillo estaba bien asegurado; de lo contrario habría perdido su virilidad o, cuando menos, parte de una pierana.

Horace estudió su situación por un instante, sin prestar atención a la asombrada expresión de los que lo rodeaban. Si lograba sostener el arma en alto podría pasar la pierna derecha. ¡Sorprendente!

De pronto se encontró de pie en el estribo izquierdo, sin nada que le estorbara.

No tenía mucha conciencia del peligro que representaba tener el pie profundamente hundido en la pieza de hierro, pero cuando comenzó a bajar el cuerpo se iniciaron sus sospechas; la otra pierna era demasiado corta para llegar al suelo. Quedó colgado, estudiando la maniobra siguiente, pero el asunto se resolvió solo. El arma se escapó de la mano y cayó entre el caballo y él; en su descenso, el desproporcionado percutor lo arañó desde la clavícula hasta el vientre.

Olvidando la mano que se aferraba tenaz, a las crines del animal, lanzó un manotazo a esa arma maligna. Al mismo tiempo, su pie derecho salió disparado por debajo del vientre del caballo.

Con un golpe y un fuerte resoplido, Horace cayó a tierra, en posición decúbito dorsal.

El cauteloso corcel estiró el cuello para contemplar esa nueva dignidad con buena medida de desprecio. El rifle se balanceaba precariamente sobre el pecho del hombre aturdido, y pasó casi un minuto antes de que Horace recobrara el sentido. Súbitas visiones, en las que se imaginó llevado a rastras hasta la ciudad, lo impulsaron a actuar de inmediato. El polvo se arremolinó en torno del hombrecito, que forcejeaba frenéticamente para liberar el pie del estribo.

Uno de sus compañeros tuvo piedad y acudió en su ayuda. Cuando la bota quedó en libertad, Horace se levantó lentamente, utilizando el rifle a modo de muleta, y sacudió tristemente su traje nuevo, con lo cual provocó una epidemia de estornudos entre los más cercanos. Golpeó el sombrero de castor contra la pierna, hasta devolverle un tono parecido al original, y volvió a acomodárselo en la cabeza.

Al terminar ese simple arreglo, levantó la mirada hacia el dueño de casa; y de inmediato le fue evidente que Ashton Wingate lo miraba con algo semejante a la piedad. El odio le habría sido más soportable; al menos, no se habría sentido tan ridículo.

- Debo advertirle, señor… -comenzó, furioso. Pero tuvo que interrumpirse para escupir el polvo que le llenaba la boca-. No nos dejaremos disuadir fácilmente. Hemos venido para que nuestra comunidad vuelva a estar a salvo.

La tropa de truhanes comenzó a intercambiar timoratos comentarios, en tanto se reagrupaban detrás del conductor, levantando palos y rifles para afirmar su acuerdo con las declaraciones de Horace.

Ashton, con tranquila deliberación, estudió la multitud. Luego, con aire indiferente, pidió un balde de agua fresca, traída del pozo, y una jarra de ron. Sin alterarse, esperó que le trajeran ambas cosas y vació ostentosamente la bebida oscura en el cántaro. Después de revolver el líquido con un cazo, tomó un largo sorbo, terminando esa acción con una sonrisa de obvio placer.

La multitud, en extraño silencio, seguía cada uno de sus movimientos con ojos envidiosos. Las lenguas secas lamían, nostálgicas, labios apergaminados, mientras las narices se estremecían ante ese aroma. Ashton, seguro ya de haber logrado una atención absoluta, levantó el cazo y dejó que el líquido corriera en un chorro, lento, tentador.

- La ruta desde la ciudad es polvorienta y calurosa. Sin duda todos ustedes aceptarían con gusto un poco de agua fresca.

Los suspiros de alivio quedaron rápidamente apagados por los gritos de asentimiento. Una masa de cuerpos macizos se reunió cerca del porche, en tanto algunos codos empujaban a las siluetas de menor peso para recibir su ración. Ashton los miró fijamente, casi sonriendo.

- Eso es, muchachos. No hay nada como un buen trago para limpiar el polvo de la garganta.

Todos asintieron, anhelantes, con exclamaciones de aprobación.

Por fin. Horace cedió a su propia sed y se dignó acercar a sus labios el cazo rebosante.

Paseó el primer sorbo por toda la boca y lo escupió al camino antes de saciar su sed. Después de pasar el utensilio, volvió al asunto que traía entre manos. -¡Señor Wingate! -La escéptica atención del otro se centró en casi de inmediato-. ¿Piensa entregarnos a esa mujer, para que la pongamos a disposición del jefe de policía?

Súbitamente, sus cohortes recordaron el motivo de su visita. que el cántaro estaba casi vacío, se amontonaron en derredor del portavoz elegido.

Horace, que nunca había sido jefe de nadie, sintió un arrebato importancia. Con el arma en los brazos, se volvió para inspeccionar a sus compañeros. Se produjo una alocada huida en busca de lugar seguro ante el giro que describió la boca del arma.

Si Ashton hubiera estado de mejor ánimo, habría hallado cierto humor a la escena, pero apenas logró esbozar un sonrisa fría y tolerante. Llevaba algunos segundos sin oír el clavicordio; era de esperar que Willabelle hubiera tenido la precaución de acompañar a Lierin a su cuarto.

Horace se aclaró la garganta.

- Usted ya comprende por qué hemos venido, señor. Si tiene la amabilidad de entregarnos a esa muchacha, la daremos en custodia a la policía para que ella decida que hacer. Yo me encargaré de que no se tomen medidas contra usted.

Ashton no.dijo nada ni cambió de expresión pero los -ojos de Horace se abrieron perceptiblemente al fijarse en la puerta de entrada. Allí estaba el corpulento capataz negro de Belle Chene, Judd Barnum, con un par de tremendas. pistolas en el cinturón. En el hueco de su brazo descansaba un trabuco antiguo, pero bien conservado; le cruzaba el pecho una ancha banda de cuero, de la que pendían diez o doce cargas para el arma imponente.

El negro guardó silencio, pero separó un poco los pies y procedió a revolver el hondo bolsillo de su chaleco, retirando un puñado de pequeñas piezas metálicas, que introdujo ceremoniosamente boca del trabuco. Después de apoyarlo otra vez sobre su brazo enorme, levantó la vista hacia el hombrecito, que lo miraba perturbado, y recorrió luego el resto de la multitud.

Más de un concurrente se estremeció al conjurar una imagen mental de los destrozos que podía causar esa carga. Hubo vientres tensos y gruñidos de súbita consternación. Por algún motivo, la nota divertida y despreocupada había desaparecido de la excursión. La ge comenzaba a arrepentirse de haber molestado a los habitantes Belle Chene.

- Caballeros, están bajo el efecto de una mala interpretación -anunció Ashton, con aire casi agradable.

Horace trató de formular una pregunta, pero descubrió que tenía la boca seca, ahora de horror.

Sabía que Ashton Wingate gustaba de invertir posiciones cuando alguien intentaba perjudicarlo, pero no hubiera esperado que se enfrentara a semejante fuerza, mucho menos para sacar ventaja. Muy consciente de la amenaza que tenía delante, se limitó a permanecer inmóvil, boquiabierto.

Los ojos de color avellana se fijaron brevemente en él. -y usted más que nadie, señor Titch. -¿Por qué…? -fue la única palabra, estrangulada.

- La dama de la que habla con tan poca prudencia es mi esposa, y usted ha de conocerme lo suficiente como para saber que no suelo dejarme arrebatar nada por la fuerza, mucho menos tratándose de algo precioso para mí. -¿Y por qué no la vimos nunca, si es su mujer?

La pregunta provenía de un hombre barbudo, al que le faltaban algunos dientes, próximo a la retaguardia.

- Si el jefe Dobbs desea formularme alguna pregunta, contestaré con el mayor de los respetos, pero a ninguno de ustedes le debo explicaciones.

- Ah… el jefe de policía es amigo de él. El viejo Harvey no levantará un dedo contra el señor.

Tenemos que encargamos nosotros de esto si queremos justicia.

Una vez más, las cabezas se sacudieron afirmativamente, expresando la opinión general. -¡Eso! ¡Pudo ser ella la que mató al asistente, y podría matar a alguien más! ¡Quién sabe si después no nos tocará a nosotros! -¡Si no quiere entregarla, nos la llevamos igual!

Se produjo un súbito movimiento hacia el porche, pero Judd dio un paso adelante, sacando una de las pistolas del cinturón. Todo el mundo retrocedió de inmediato.

- Que yo sepa, el amo Ashton no invitó a nadie a pisá su lindo porche -dijo, casi cordial. Su gran sonrisa exhibía una dentadura reluciente y completa-. Yo que ustede' me cuidaría mucho de ensucia', porque el amo tiene un carácter horrible cuando se enoja. A lo mejó vuelan unas cuanta' cabeza. Sería feo, claro, pero yo tengo que hacé lo que él dice. Él manda, ¿no? Se entiende. -¡EI que debe entender eres tú, negro de porquería! Si matas a un hombre blanco te colgarán. ¡Mejor piénsalo dos veces!

La ancha: sonrisa de Judd no vaciló ante aquella mirada.

- Con eso usté no va arreglá nada, señó, porque estará un metro ochenta bajo tierra cuando me agarren. -¡Negro arrogante! -bramó un hombre desaliñado-. ¡Cualquiera diría que es conde o algo así!

- No pueden hacer nada contra todos nosotros -instó otro, desde el centro.

- Bueno, el año pasado los vi limpiar la taberna, ellos dos solo -argumentó alguien, en favor de la prudencia-. Mejor será pensarlo bien.

- Buen consejo, caballeros -aseguró Ashton-. Estudien cuidadosamente las posibilidades antes de dar decisiones apresuradas.

- No nos asusta, Ashton -se burló un tipo corpulento-.. Los vamos a hacer puré, a usted ya su negro.

Ashton levantó un brazo para hacer señas a derecha e izquierda levantando la voz: -¡Muchachos! ¡Será mejor que se muestren, antes de que esto tontos salgan heridos!

En la retaguardia un hombre dio un codazo a otro y desvió la cabeza a un lado. Otras cabezas comenzaron a girar, cautelosas, sobre los cuellos súbitamente tensos, mientras las bocas comenzaban a entreabrirse. Si la aparición del corpulento negro no había bastado par; calmar el espíritu de aventura, esa novedad estaba bien calculada par; causar efecto.

Por ambos costados de la casa estaban surgiendo sendas filas di negros sudorosos. Algunos llevaban hoces; otros, horquillas o hachas; unos cuantos habían hallado pistolas u otras armas que podían herir al hombre común. Por sus amplias sonrisas era fácil adivina que esperaban divertirse.

Willis, con los ojos bien abiertos, apareció por la puerta principal, con un arma igual a la que el señor Titch custodiaba tan celosamente. Hiram surgió por el lado opuesto, también armado con un arma poderosa.

Ashton caminó tranquilamente hasta el frente del porche y estudió los rostros de sus visitantes, súbitamente preocupados.

- Ya saben ustedes que no me gustan los intrusos, menos aún los que vienen a robar o destruir algo de mi pertenencia. Algunos dicen que soy duro, que exijo compensación por la más leve ofensa.

Ahora bien, es obvio que no puedo ahorcarlos a todos, porque no hal1 robado nada ni matado a nadie.

Son demasiados para que se los encarcele, y de todos modos no harían sino abusar de la hospitalidad de la policía. »Podría dar a cada uno de ustedes los azotes que merecen por venir a mi casa de este modo, pero hay otros asuntos que requieren mi atención. Sin embargo, creo que una buena caminata hasta Natchez, con tiempo para pensar, se ajustara a mis propósitos.

Con una sonrisa tolerante, miró a Judd e inclinó apenas la cabeza. El negro soltó una risa sofocada y descendió un peldaño antes de descargar simultáneamente la pistola y el trabuco al aire. La metralla y la bala ascendieron con un rugido. En inmediato acompañamiento los negros armados lo imitaron.

Los disparos provocaron una horrenda cacofonía que asustó a los caballos. Para aumentar el caos. La metralla cayó sobre ellos como un enjambre de abejas. El alboroto fue inmediato, casi increíble. Los animales asustados resoplaban relinchando y corcoveando bajo aquella lluvia. Horace perdió las riendas; el viejo caballo, percibiendo la libertad, inició la huida.

El resto de los hombres corrió a sujetar riendas, crines o colas antes de que todas las cabalgaduras imitaran ese ejemplo. Volaban cascos herrados en todas direcciones. Y para escapar a su ataque halda falta un buen baile. Algunos patanes, decididos a insistir acabaron chillando, dando saltos, mientras otros se apartaban renqueando. Todo esto, para gran diversión de quienes presenciaban la escena.

Por fin, hasta el último de los caballos se alejó galopando por la ruta, tras una nube de polvo.

Acababan de perderse de vista cuando otro grupo de jinetes se acercó a la casa por la alameda. El jefe Dobbs iba en su carro; entre quienes lo seguían uno hizo fruncir el ceño a Ashton: era Peter Logan, el del asilo. La presencia del hombre dio al dueño de casa motivos para lamentar el retraso del barco en zarpar.

Harvey Dobbs detuvo su caballo cerca del porche. Mientras mascaba pensativamente los restos de su cigarro, contempló a aquella chusma desharrapada ya los negros que seguían empuñando sus armas. Por fin fijó la vista en la colilla, antes de arrojarla a distancia.

- Debí imaginar que usted no necesitaba ayuda. -Harvey dedicó a Ashton una sonrisa de lado, señalando a su ayudante con la cabeza-. Este viejo Foss oyó la conmoción de la ciudad y decidimos venir a echar un vistazo.

El canoso ayudante arqueó una ceja ante el jefe del grupo, ahora desmontado, antes de lanzar un largo salivazo de tabaco junto a sus pies. Titch se apartó de un salto, indignado. -¡Oiga! -protestó.

Y sacó un pañuelo del bolsillo para limpiar las salpicaduras de sus botas. Al inclinarse, el cañón de su rifle se deslizó hacia abajo. Al tratar de sujetarlo, se enganchó los dedos en el gatillo. La fuerza resultante de ambos cañones al dispararse contra el suelo, a quemarropa, lo arrojó directamente en el diminuto charco que había esquivado con tanto remilgo.

Por un momento se produjo un silencio aturdido; luego en los rostros circundantes comenzaron a asomar unas sonrisas, al cundir la risa contagiosa, del jefe de policía. Cuando las. Carcajadas cobraron más volumen, las mejillas de Horace tomaron un color de las remolachas. Con los labios fruncidos en un gesto de repugnancia apartó de su piel la pernera del pantalón, en tanto se incorporaba.

El jefe Dobbs se pasó la mano por la boca, como para carcajada, y bajó de su caballo; con una señal de la cabeza, Peter Logan que hiciera otro tanto y subió al porche, señalar asilo con el pulgar, por encima del hombro.

- El señor Logan aceptó venir a arreglar esto antes de zarpar, para que nadie hizo una pausa para mirar a Horace, con el ceño muy fruncido- pueda venir otra vez a pasar por tonto. Bastará con que vea a la muchacha para acabar con estos rumores. -Para beneficio quienes escuchaban el diálogo, explicó-: El señor Logan es del asilo y está en condiciones de identificar a los escapados.

Ashton miró brevemente al encargado.

- Mi esposa ha pasado la semana indispuesta. No me gustaría molestarla.

Harvey Dobbs arqueó las cejas. -¿Su esposa?

Ashton asintió rígidamente.

- Ahora no puedo explicarle, Harvey, pero es Lierin.

- Pero yo creía… -comenzó Harvey. Luego, con un gesto de confusión, se enderezó-. ¿Está seguro, Ashton?

- Sí.

Esa única palabra satisfizo al policía, pero era preciso tener cuenta a los demás.

- Para su seguridad futura, Ashton, creo que deberíamos permitir que el señor Logan la viera, a fin de terminar con esto ahora mismo. Se ha cometido un asesinato, y a estos hombres podría metérseles la cabeza venir cuando usted no estuviera.

- No quiero hacerla pasar por esto, Harvey.

La puerta de entrada crujió levemente al abrirse, llamando la atención inmediatamente a Ashton. Su corazón dio un súbito vuelco ver a Lierin en la estrecha abertura. Willabelle, atrás, intentaba ansiosamente hacerla entrar otra vez. -¡Tengo que saber! -susurró Lierin, resistiendo a sus esfuerzo Después de abrir un poco más, salió a la luz del sol poniente.

Hubo varias exclamaciones ahogadas, pues, al aproximarse a los tres hombres reunidos, parecía casi angelical. Ashton se dijo que nunca la había visto tan hermosa. Los rayos rojos y dorados le encendían la cabellera. El peinado alto, el azul claro de su vestido pudoroso, creaban un suave y encantador engarce para su delicada belleza. Su llamativa hermosura hizo que los presentes pusieran en duda la cordura del jefe, pues, a ojos vista esa mujer no era una lunática, una loca delirante. Era sólo una muchacha pálida y asustada.

Unos cuantos de los valientes que emprendieran la aventura recordaron los rudimentos de la cortesía caballeresca y se apresuraron a descubrirse la cabeza. Hasta Horace quedó abrumado, pero la necesidad de disculparse ante esa mujer quedó prontamente sofocada por la seguridad de que Marelda no aprobaría el gesto.

La sonrisa de Lierin vaciló al detenerse ante Ashton. Levantó la vista hacia el jefe de policía, que le llevaba más de una cabeza de altura. -¿Usted deseaba verme, señor? -preguntó suavemente.

Harvey Dobbs carraspeó, mirando a Peter Logan de reojo. El asistente miraba a la muchacha boquiabierto. De pronto, recordando los buenos modales, se quitó la gorra blanda y echó una mirada al ceño tenso de Ashton Wingate. Esa expresión pareció devolverle la conciencia: miró al policía con un rápido gesto negativo y repitió la sacudida de cabeza para beneficio del dueño de la casa, agregando una sonrisa y un guiño.

Aunque la actitud de Logan confundió a Ashton, haciéndole dudar de que ese hombre pudiera identificar a alguien, sintió una oleada de alivio.

Ashton había rechazado tercamente la idea de que Lierin fuera una interna escapada del asilo, pero también existía la posibilidad de que la hubieran encerrado injustamente allí. A partir de entonces, nadie podría poner en duda aquel aspecto, pues Peter Logan había dado su respuesta y la muchacha estaba a salvo. Ya tranquilo, Ashton la rodeó con un brazo para presentarla.

- Esta señora es mi esposa Lierin -afirmó con el orgullo hinchándole el pecho-. Tesoro, te presento al jefe Harvey Dobbs, amigo mío, y al señor Logan, que esta noche viajará a Memphis a bordo de uno de nuestros vapores.

- Si no comprendí mal, ¿usted es del asilo? -preguntó ella, sobre- saltando a los tres hombres con la reacción.

- En efecto, señora -respondió Peter Logan. -Los oí sin querer… porque las voces eran tan altas… -Indicó con la mano al grupo de hombres, ya medio dispersos-. Oí lo suficiente para saber que he sido bien defendida de estos ciudadanos. -Sus ojos se posaron tranquilamente en Horace, quien dejó caer la mirada y, con súbita incomodidad, frotó las suelas contra la tierra. Su bochorno aumentó cuando ella dirigió sus comentarios al jefe de policía-. Señor, si no soy la que busca, le ruego que considere en qué aprieto están esos pobres seres que efectivamente escaparon. Este delito no debe repetirse.

- Bien, señora -concordó Dobbs, respetuosamente-. Me encargaré de eso.

- Si se ha cometido un asesinato, debemos pensar que pudo una persona ajena al asunto quien lo hizo. ¿Trataría como culpar a los internos antes de escucharlos?

- Por supuesto que no, señora. -El tono terminante del policía echaba por tierra semejante posibilidad.

- Sus afirmaciones me tranquilizan. Confío en que los internos no sufrirán ningún daño mientras usted esté al mando.

- Haré lo posible por no desilusionarla, señora -manifestó él con una sonrisa.

Lierin, amablemente, dijo:

- No lo dudo, señor Dobbs. Pero ¿y qué harán estos hombres? -Estudió las caras del público con el ceño levemente fruncido-. Han perdido sus caballos y no veo cómo volverán a Natchez. ¿Hay mucha distancia?

Ashton rió entre dientes, mientras los del grupo contrario, al recordar su situación, comenzaron a murmurar y a gruñir. Sus torpes movimientos levantaron una nube de polvo en el camino pero como ya se les había informado de lo que les esperaba, nadie se atrevió quejarse.

- Lo bastante como para que piensen, tesoro. -¿No deberíamos llevarlos a la ciudad, cuanto menos?

- Es una santa del cielo -exclamó un hombre, en tanto a su alrededor se elevaba un murmullo esperanzado.

Los seguidores de Titch estaban más que dispuestos a aceptar benevolencia de esa mujer, y contuvieron el aliento al ver que dueño de la casa miraba a Judd con una ceja arqueada. -¿Tenemos alguna carreta donde quepan todos?

El enorme negro estudió el asunto con aire serio hasta que se ocurrió la idea; entonces, una amplia sonrisa se dibujó en su cara oscura, al captar la dirección en que corrían los pensamientos d amo.

- Bueno, hay una, amo Ashton, pero lo' muchacho' la tienen atra del granero. No creo que sirva para esto' señore'. -¡Cualquier cosa es preferible a caminar! -declaró un hombre grueso, al que ya le dolían los pies.

Ashton se volvió hacia Hickory, que estaba cerca del porche.

- Ve a traer la carreta del establo. No podemos permitir que el señor Titch camine hasta Natchez y gaste sus zapatos nuevos.

Comenzaron a sonreír ya soltar algunas risas, hasta que una exclamación de Horace les hizo mirar hacia un extremo de la casa.

Sin duda, la carreta tenía el tamaño necesario, pues estaba construida con gruesas tablas agregadas a un fondo fuerte montado sobre ejes vigorosos. Las grandes ruedas saltaban con tremendo impacto en cada hoyo del camino. Lierin se llevó un pañuelo perfumado a la nariz ya la boca, pues la brisa traía hasta ellos un fuerte olor de estiércol fresco. Grandes trozos de esa materia cubrían la compuerta trasera y parte del interior. Una nube de moscas inquietas seguía al vehículo de cerca, como decididas a no dejarse privar de casa y sustento.

Fue Titch quien se manifestó muy ofendido al contemplar ese artefacto. -¡Es una broma!

- No tengo otra cosa de ese tamaño y ustedes son muchos -le recordó Ashton-. Si usted es muy remilgado, puede caminar. Quizá la próxima vez prefiera esperar a que lo inviten; así me encontrará mejor preparado. Por ahora, le sugiero que emprenda la marcha de un modo u otro.

El jefe Dobbs se dirigió a los descontentos con una amplia sonrisa.

- Ya han oído, muchachos. Es hora de irse. Yo también debo advertirles algo: la próxima vez que quieran encargarse de mi trabajo, les impondré una multa tal que deberán venir a trabajar para Judd Barnum si quieren pagarla. -Y festejó su propia chanza con una risita-. Ahora se van a la ciudad y ¡mucho cuidado con detenerse en las tierras del señor Wingate, los que decidan caminar! Dentro de un minuto iré a ver si cumplen. ¡Andando!

Hickory se encaramó en lo alto del pescante, lejos del hedor y de las moscas, silbando entre dientes, con una inocente sonrisa para quienes preferían subir. Después de todo, el camino a Natchez era largo.

El señor Titch se demoraba. Tercamente, resolvió caminar detrás de la carreta. Mientras el vehículo de alejaba por el camino, él lanzó varias miradas sombrías hacia el dueño de casa.

El jefe Dobbs, riendo, observó a aquella sucia pandilla. -Unos pocos kilómetros más allá dejarán de sentir el olor, pero que Dios ayude a los de la ciudad, cuando lleguen.

- Es algo que recordarán largo tiempo -comentó Ashton. Harvey arrugó la frente.

- Algunos de ésos no perdonan, Ashton. Será mejor que se cuide y vigile a los suyos, por un tiempo. A veces, los que parecen más inofensivos son los que guardan los más grandes rencores.

Ashton dejó caer una mano en el hombro de su amigo.

- Me encargaré de eso. Harvey…y gracias.

- No hay de qué.

El policía, sonriente, se volvió a vigilar a la turba que se retiraba. Algunos de los que habían preferido caminar iban renqueando. El gallardo Mumford Horace Titch, que llegara a la vanguardia, había quedado relegado al final del grupo.

Mucho más adelante acabó por ceder y trepó a la carreta para aferrarse tenazmente a su precario lugar hasta que la incomodidad lo obligó a caminar otra vez. No es necesario decir que tuvo tiempo suficiente para meditar el error de haber invadido la propiedad de Ashton Wingate.