CAPÍTULO 2

Cobró conciencia de sí como si surgiera lentamente a la vida desde un vacío total sin saber de existencia previa más allá del momento presente, indeterminado. La razón y la memoria no desempeñaban parte alguna en el vacío intemporal. Era un embrión, flotando en la oscuridad, vivo, respirando, pero como separado del mundo por una película distante, neblinosa, que existía fuera de la esfera de su ser. Allá relumbraba un aura de luz, tentándola a acercarse.

Su mente, con un movimiento natural, se elevó poco a poco hasta a conciencia, pero al acercarse al límite impreciso en donde penetraban los primeros rayos de una débil realidad, unas garras de dolor empezaron a perforarle las sienes. Retrocedió ante ese tormento, flotando apenas por debajo de ese nivel huidizo, reacia a romper sus lazos con una nada despreocupada e indolora para aceptar las agudas punzadas de la conciencia total.

Una voz llegó hasta ella como por un largo túnel, alcanzándola con palabras borrosas y apagadas, instándola al esfuerzo de responder. -¿Me oye?

La pregunta se repitió en tono más alto.

- Señora ¿me oye?

Su aflicción se acrecentó al verse llevada hacia arriba contra su voluntad, hacia un reino de agudas molestias. Lanzó un débil gemido de protesta. Un potro de tormento hubiera podido producirle agonía semejante, pues todo el cuerpo le dolía como si hubiera recibido un castigo cruel. Un gran cansancio le paralizaba los miembros; cuando quiso moverse, tuvo que luchar contra una rigidez casi insuperable. Abrió los ojos, pero lanzó un grito y se apresuró a cubrirlos con la mano desviándolos de la ventana por donde entraban los rayos de sol matinal.

- Que alguien corra las cortinas. -La orden partía de un hombre sentado junto a ella-. La luz le hace daño a los ojos.

Las dolorosas astillas de luz fueron expulsadas y el cuarto quedó en una cómoda penumbra. Ella se dejó hundir otra vez en las almohadas, pasándose una mano estremecida por la frente, pero hizo un gesto de dolor al tocar un sitio magullado. Ese cardenal era desconcertante; no podía recordar cómo se lo había hecho. Parpadeó hasta que la sombra indistinta se convirtió, gradualmente, en la silueta de un hombre entrado en años, de barba entrecana. Las grandes patillas presentaban una densa escarcha de blanco; el rostro estaba arrugado por la edad. Sin embargo, el paso de los años no había apagado la chispa vivaz de sus ojos grises, que chisporroteaban al mirarla, tras los anteojos con marco de metal.

- Comenzaba a pensar que le disgustaba nuestra compañía, joven- cita. Por si tiene alguna desconfianza con respecto a mí, soy el doctor Page. Me llamaron para que la atendiera.

Ella abrió la boca para hablar, pero sólo brotó un graznido áspero. Deslizó por los labios apergaminados una lengua seca; el médico, adivinando su necesidad, alargó una mano para recibir un vaso de agua de la negra que tenía a la espalda. Entonces deslizó un brazo por debajo de los hombros de su paciente y, después de incorporarla, le oprimió el borde de cristal contra los labios. Cuando su sed se calmó, volvió a dejarla sobre la almohada y le puso un paño frío y mojado contra la frente. Las palpitantes oleadas de dolor aminoraron un poco, permitiéndole mantener los ojos abiertos sin bizquear. -¿Cómo se siente? -preguntó él, con amabilidad.

Un ceño fruncido sirvió de respuesta, antes de que la mirada de la paciente estudiara el cuarto en derredor. Yacía en una cama grande, con un montón de almohadas a la espalda. Por encima de su cabeza, un estallido de seda rosada irradiaba desde un tapiz oval, colmando las dimensiones del dosel.

Las paredes del cuarto estaban cubiertas de un fresco diseño floral, que combinaba tonos rosados, amarillo claro y verde tierno, entre leves briznas pardas. Las cortinas pesadas eran de seda rosa pálido, adornadas con borlas y cordones trenzados. Había varias sillas en la enorme habitación, tapizadas en los mismos tonos.

El cuarto estaba bellamente amueblado, pero una creciente desorientación comenzaba a socavar su breve comodidad: se encontraba en un mundo totalmente desconocido. Nada de cuanto veía le era familiar: ni un florero, ni un cuadro, ni siquiera el abrigado camisón de franela o la gente que la miraba desde distintos puntos de la habitación.

Dos ancianas estaban junto a las ventanas; una negra corpulenta, con delantal blanco almidonado y limpio pañuelo en la cabeza, esperaba tras la silla del doctor. Detrás de ellos, otro hombre miraba el fuego del hogar. A menos que se arriesgara a mover los músculos, dolorosamente tiesos, sólo veía de él su nuca morena, la camisa de seda blanca y los pantalones grises, con rayas apenas perceptibles. Ella sintió una suave extrañeza con respecto a ése, pues, frente a la curiosidad de los otros, permanecía de espaldas a ella, como si deseara mantenerse ajeno a la paciente ya su público.

Entró una muchachita negra, llevando una bandeja con una taza de caldo y un servicio de té. El doctor Page tomó la sopa y la ofreció a su paciente.

- Beba esto, si puede -le instó-. Le dará fuerzas.

Le ahuecaron las almohadas hasta mantenerla en una posición más elevada. Mientras sorbía el caldo caliente, su mirada estudió nuevamente la alcoba, sobre el borde de la taza. -¿Qué hago aquí?

- Hubo un accidente con el carruaje -replicó el doctor Page-; usted cayó de su caballo y la trajeron aquí. -¿Mi caballo?

El médico volvió a proporcionar información, pero observándola con cuidado.

- Lo siento, señora. Hubo que sacrificarlo. -¿Sacrificarlo? -La joven buscó en su mente algún recuerdo de aquello, pero el sondeo no hizo sino acelerar las palpitaciones de su cabeza hasta que pensar le resulto Imposible. Entonces apretó sus dedos temblorosos a las sienes doloridas.

- No puedo recordar.

- Ha sufrido una mala caída, jovencita. Relájese y descanse, que ya volverá todo.

La mirada de la muchacha recorrió la habitación, buscando desesperadamente algo familiar. ¿Dónde estoy?

- En Belle Chene… -El médico la estudió con atención-. Es la plantación de Ashton Wingate. -¿Ashton Wingate?

Lo miraba con ojos dilatados, investigadores. Percibía la atención alerta de los presentes, que parecían estar esperando su reacción.

El hombre de los pantalones grises dejó el atizador del fuego en su soporte y con ese gesto le robó la atención. Inexplicablemente, una aguda punzada de ansiedad la recorrió toda, aun antes de verle la cara. Desconcertada se hundió en las almohadas, mirándolo con cautela. Venía cruzado la habitación.

Hurgó en su memoria, pero no pudo descubrir la causa de ese súbito horror. Ese perfil apuesto, limpio, hubiera debido despertar calidez y admiración en su pecho femenino. Pero algo en ese momento hizo que su corazón diera un vuelco y se le enfriara de pronto. Cuando él se detuvo a los pies de la cama, la fuerza de su mirada inmovilizó la de ella. Con la vista fija en esos ojos oscuros, apartó la taza de caldo como si estuviera deslumbrada.

Una extraña sonrisa jugaba en los labios del hombre.

- No puedo comprender qué milagro te ha traído de nuevo a mí, amor mío, pero mi gratitud es inmensa.

Ella lo miró fijamente, llena de pánico, preguntándose cuál de los dos estaría loco. No podía echarle la culpa al alcohol, pues él parecía muy sobrio y no tenía el aspecto de un borracho. Por el contrario, su porte orgulloso revelaba a un hombre con perfecto dominio de sus facultades. ¿Por qué, entonces le hablaba como si la conociera?

Si en la mente de Ashton existía la más pequeña duda, la incertidumbre se disipó abruptamente al mirar aquellos ojos de color verde oscuro. Los conocía bien: pertenecían a su esposa.

- Anoche sufrí un verdadero golpe al verte. Te creía muerta. Y ahora, después de tres largos años, apareces de pronto y yo descubro, lleno de alegría, que no soy viudo, después de todo. ¡La loca era ella! ¡Era forzoso! Los otros no habrían tolerado esos desvaríos si él hubiera estado expresando sus demencias. Un súbito temblor se apoderó de ella; se encerró en su propia mente, buscando un refugio seguro donde aliviar tanta inquietud. Asustada por la posibilidad de estar perturbada, comenzó a estremecerse sin remedio. La presión de las sienes aumentó hasta que el dolor fue insoportable y la hizo retorcerse en la cama, apretándose la cabeza, con los ojos fuertemente cerrados para excluir de su vista a ese mundo extraño. -¡Lierin!

El nombre resonó con tonos huecos en el resplandor, entre súplica y mandato. Aun así, no despertaba recuerdo alguno; no hizo sino confundirla más. No hallaba anclas para sus pensamientos, ni soga que la rescatara de esa horrible negrura de lo desconocido, para traer- la a sitio firme, con la memoria intacta. Sólo existía ese momento y los breves minutos vividos desde el despertar. Lo visto y 'oído hasta entonces sólo la alejaba más aun de sí misma. El cuarto giró a su alrededor, vertiginoso; tuvo que alargar los brazos contra la cama para sostenerse, pero el esfuerzo fue inútil y se vio lanzada por un barranco oscuro y sin fondo. -¡Rápido! -indicó el doctor Page a Willabelle-. Tráigame las sales que tengo en el maletín.

- Alargó una mano para detener a Ashton, que trataba de acercarse-, Ha sufrido un shock, Ashton. Déle tiempo.

El hombre se retiró, con el ceño fruncido en un gesto de preocupación, para presenciar con impotencia la dura prueba de la mucha- cha. El médico le levantó la cabeza con una mano y, con la otra, acercó a su nariz una ampolla de polvos. El súbito impacto de los vapores ardientes apartó las telarañas de su mente. Los ojos de la paciente se abrieron pronto. Entonces volvió a ver el cuarto con clara, brillante, dolorosa intensidad. Cada detalle se recortaba audazmente. Vio a su torturador aferrado al poste de la cama, con una fuerza tal que le ponía blanco los nudillos, como si fuera el único afligido y preocupado.

Débil y exhausta, cayó en la cama, sin notar que el cubrecama de satén y la sábana con bordes de encaje habían resbalado un poco. Tenía la piel húmeda de transpiración, por la que recibió con gratitud la refrescante frescura que se filtraba por el camisón. Empero, la atenta mirada del hombre le hizo comprender que la prenda no protegía su pudor, a pesar del grosor de la tela, pues se adhería a su piel húmeda revelando sus curvas femeninas. Se le encendieron las mejillas. Ese granuja además de acosarla, también quería molestarla con los ojos. Buscando protección bajo las sábanas, movió la cabeza en la almohada preguntando con un susurro afónico: -¿Puedo tomar otro poco de agua, por favor?

- Claro niña-respondió el doctor Page, tomando un vaso.

Rechazando cortésmente su ayuda, ella tomó la copa en su mano temblorosa y sorbió con lentitud, en tanto sus ojos volvían a la silueta que esperaba a los pies de la cama. El hombre era bastante alto, de hombros anchos y cintura estrecha. La camisa de seda, de buen corte mostraba la amplitud de su pecho duro y ahusado; los pantalones revelaban caderas estrechas, muslos largos y musculosos. No era delgado ni corpulento; parecía estar en estupendas condiciones físicas.

Obviamente tenía mucho de que enorgullecerse.

Ella volvió el vaso al médico y, como necesitaba aclarar las cosas, inquirió con cierta timidez: -¿Conozco a alguno de los presentes?

El doctor Page quedó boquiabierto de asombro. Al levantar la vista hacia Ashton descubrió reproducido su asombro en quien aseguraba ser su esposo. Ashton estaba totalmente confundido.

Estaba seguro de que era Lierin. La mujer a quien amaba, aquella con quien se había casado. Habría apostado su vida en ello. -¿Usted no es Lierin?

Ella frunció las cejas, desconcertada, pero reacia a pedir conmiseración y respondió con un gesto confuso:

- Yo… en realidad… no sé quién soy.

Atormentada por la incertidumbre, esperó la reacción del hombre, temiendo que la creyera loca por esa confesión. Vio la primera reacción de espanto reflejada en su rostro. Sus compañeros parecieron igualmente sobresaltados.

Tía Jennifer se acercó a la cama y le tomó la mano para darle unas palmaditas consoladoras.

- Bueno, bueno, querida. Ya recordarás todo, dentro de un momento.

- Jenny, nadie olvida su propio nombre -intervino Amanda-. La i niña necesita descanso, eso es todo.

- Tal vez hay algo más que eso, Amanda -comentó el doctor Page, pensativo-. Existen antecedentes de casos en que los pacientes perdieron la memoria. Amnesia, creo que se llama. Por lo que he leído, puede tratarse de una pérdida de memoria parcial, en que el paciente olvida una breve fase de su vida o un acontecimiento en particular. En otros casos, más acentuados, olvida su nombre, su dirección y toda su vida, reteniendo sólo la capacidad de leer y escribir y ese tipo de cosas. Unos pocos han experimentado una amnesia total; en esos casos, no se tiene noción de haber existido antes de despertar. -El médico abrió las manos en un gesto de impotencia-. Confieso que no sé cómo actuar.

Nunca me he encontrado con un caso de éstos.

- Si usted no sabe cómo actuar, Franklin, piense en esta pobre c criatura -declaró Amanda, algo alterada.

Había pensado que la cuestión de la identidad quedaría rápida- i mente resuelta cuando la joven despertara; no podía menos que preocuparse por el efecto de esa novedad sobre Ashton.

- Bueno, Amanda, no puede pretender que yo lo sepa todo -replicó el anciano.

- No me venga con excusas, Franklin -le amonestó Amanda, palmeándole el hombro, como si reprobara a un estudiante irresponsable-. Lo que debe hacer es averiguar qué problema tiene esta muchacha y curarlo.

- Temo que no será tan simple, Amanda. Hay varias causas que pueden provocarlo: una sorpresa desagradable, una enfermedad…, En este caso, me atrevería a decir que lo provocó el accidente, pero no conozco métodos determinados para curarlo.

- Pero pasará, sin duda -lo presionó Ashton.

El doctor Page se encogió de hombros.

- Lo siento, Ashton. Realmente, no sé qué pasará. Tal vez dentro de algunos días, cuando ella esté descansada, vuelva la memoria. También es posible que tarde un tiempo… o que no vuelva jamás.

Sólo se sabrá con el tiempo. Tendremos que esperar y ver qué pasa.

La paciente miraba fijamente al médico barbudo. Todo parecía una terrible pesadilla de la que no podía escapar. -¿Eso significa que yo podría ser Lierin, realmente, y no saberlo?

- Ashton insiste en que usted es Lierin Wingate -le informó el doctor Page suavemente-. De entre nosotros, nadie puede asegurarlo, porque no la conocimos.

Ella arrojó una mirada incierta al hombre joven, en tanto dirigía su pregunta al mayor. -¿Se supone que él es Ashton?

- El es Ashton -afirmó Amanda-. De eso sí estoy segura.

La joven se volvió hacia Ashton, con evidente consternación.: Pero ¿está seguro de quién soy yo?

Los ojos de color avellana estaban llenos de suavidad al contestar. -¿Que hombre puede olvidar a, su propia esposa?

- Esposa.

La palabra surgió en un arrebato sobresaltado. Experimentaba un pánico creciente, al comprender el aprieto en que esa situación la ponía. SI lo que el declaraba era cierto, ella estaba casada con un perfecto desconocido. Elevó una mano temblorosa para cubrirse la cara y, aceptando la oscuridad tras las pestañas bajas, lo borró de su vista. -¡Pero si yo no lo conozco! -¿Me permite presentarme, señora? -La cálida respuesta ganó la atención de la muchacha. Pasó un largo instante, mientras la mirada del hombre sondeaba las profundidades oscuras de sus ojos.

Luego. Abruptamente, él se inclinó en una breve reverencia, sonriente-. Ashton Wingate, a sus órdenes, señora. -Señaló a las ancianas con la mano-. La dama es mi abuela, Amanda Wingate. Y su hermana, Jennifer Tate. Y allí tenemos a Willabelle, nuestra ama de llaves -agregó, señalando a la negra. Con actitud más seria, continuó-: Creo que tía Jenny y Willabelle atestiguaran con respecto a mi identidad, como ya lo ha hecho mi abuela. Ellas también pueden decirle que, hace tres años, les informé de mi casamiento con Lierin Somerton.

El aturdimiento de la muchacha iba en aumento. Lo que él relataba parecía contradictorio, y resolvió expresar sus dudas:

- Pero si estamos casados desde hace tres años y sus parientes viven en la misma casa que usted, ¿por qué no pueden identificarme?

- Es sencillo, en realidad: porque no tuvieron la oportunidad de conocerte.

Ella elevó una ceja delicada, pero renunció, pues el gesto aumenta- ha su incomodidad.

Mientras esperaba que él continuara, se preguntó qué clase de juego era ése. Después de todo, era el único que aseguraba reconocerla.

Ashton, viendo su escepticismo, trató de aliviar sus temores. No comprendía del todo ese estado, pero estaba seguro de que ella era la misma a quien amara lo suficiente como para contraer matrimonio.

- Viajábamos hacia aquí cuando el paquebote fue atacado por piratas. Durante la lucha caíste por sobre la borda y yo recibí un disparo. Nadie se dio cuenta de que faltabas hasta que yo recobré la conciencia. Te buscaron por el río más de una semana, pero no se te halló. Supusimos que te habías ahogado. -¿Y usted dice que pasó tres años con esa seguridad?

- Sólo anoche comprendí que no era cierto.

Ella no quería mostrarse terca, pero había otros puntos a tener en cuenta.

- Tal vez su esposa murió, señor, y yo soy sólo una chica parecida. Después de tres años es difícil recordar exactamente cómo era una persona.

Tía Jennifer sugirió: -Ashton, querido, ¿por qué no le muestras el retrato de Lierin? Eso podría convencerla.

Él lo hizo, tomando el retrato, que estaba sobre la mesa, y lo sostuvo para que la joven lo observara. Su gesto perplejo no lo alentó mucho. -¿Así soy yo? -pregunto ella, con expresión intrigada. ¡Querida niña! -El asombro de Amanda era completo-. ¡No me diga que no tiene idea de cómo es usted! -Tomó un espejo de mano del tocador y se lo entregó-. Aquí tiene, querida -dijo, sonriendo con placer-. Como sin duda verá, está algo magullada por el accidente pero sigue siendo encantadora.

La joven clavó la vista en el vidrio plateado y se encontró con el semblante de una desconocida. Aunque los cardenales que le marcaban la frente y la mejilla le eran familiares, al menos al tacto, el rostro no era reconocible. Examinó críticamente la cara pálida, ovalada, de pómulos altos y delicados, de facciones finas. El pelo rojo dorado, caía sobre los hombros en enredado desorden. Los ojos oscuros brillantes, se dilataron de curiosidad al volverse hacia el retrato. La pintura ofrecía pruebas sustanciales de que esa gente la conocía desde antes del accidente, pues había una decidida semejanza en los ojos verdes, de gruesas pestañas, en la nariz estrecha y la boca de suaves curvas. El parecido existía, aunque no perfecto, y ofrecía pruebas irrefutables de que el hombre estaba en lo cierto.

- Todo esto es demasiado brusco -se quejó, en un débil susurro. Una profunda fatiga se apoderó de ella. Se dejó caer en la blanda suavidad de las almohadas, emitiendo un suspiro tembloroso.

- Descanse, querida -le pidió el doctor Page-. Aquí está a salvo y la cuidarán bien.

Un paño húmedo, frío, le cubrió la frente y parte de los ojos ardorosos, doloridos. De inmediato, el médico se puso en pie.

- Y ahora, Amanda, creo que usted me había ofrecido un desayuno.

- Las tres mujeres lo siguieron hacia la puerta. Allí él se detuvo para mirar a Ashton y, al ver la preocupación en sus ojos, no tuvo ánimos para hacer que se retirara-. No se demore demasiado, Ashton.

La puerta se cerró tras él, y en el silencio siguiente los dos que quedaban en la alcoba se miraron con fijeza. En los ojos de la mujer Había algo más que incertidumbre. Ashton, al acercarse, contempló aquel rostro que habla visto en sueños tanto tiempo y sintió un fuerte deseo de tomarla en sus brazos y estrecharla contra sí. Con notable dominio de sí mismo, se sentó en el borde de la cama y se limitó a tomarle la mano.

- Mi querida Lierin, espero tu recuperación con muchísima impaciencia. Se que eres la que he amado, y si Dios quiere tú también lo sabrás pronto.

Con lentitud, como si temiera perturbarlo, ella retiró la mano y subió el cubrecama hasta su mentón.

- Usted me llama Lierin, pero el nombre no me despierta recuerdo alguno. No recuerdo nada más allá de estos últimos momentos desde que oí que una voz me llamaba. Necesito pensar… -Sus cejas finamente arqueadas, se unieron en una arruga-. Pero no tengo nada en que pensar. Estoy cansada… me duele la cabeza. El médico dijo que debía descansar… y voy a obedecerlo. -No pudo interpretar el fugaz fruncimiento de ceño de su compañero y le tocó el dorso de la mano con dedos leves-. No lo conozco, Ashton. -Una sonrisa insegura le tembló en los labios-. Tal vez ésta sea mi casa. -Su voz se elevó apenas, como para convertir la frase en una pregunta, en tanto miraba en derredor-. Tal vez lo que usted dice sea cierto. En mi estado actual no puedo protestar mucho. Si eso le satisface, aceptaré el nombre de Lierin… mientras no me dé cuenta de que no es el mío. -Deliberadamente, bajó los párpados hasta que los detalles se borraron un fondo opaco, indistinto, contra el cual sólo se veía el rostro de él. - Ahora voy a descansar, Ashton.

La mirada hambrienta del hombre se alimentó de su belleza, aplacando los anhelos de años .anteriores, pasados en la seguridad de que jamás volvería a verla. Se inclinó para dejarle el beso más ligero en los labios y cruzó la habitación. No pudo ver que los ojos esmeraldinos se abrían para seguir su marcha. Cuando la puerta quedó cerrada detrás de él apoyo un codo contra la pared del pasillo Y con la frente apretada contra el brazo, luchó por dominar el salvaje martilleo de su corazón, Tras un largo instante pudo respirar rítmicamente otra vez y a paso lento, pensativo fue a reunirse con los otros en el comedor.

La abuela levantó la vista al verlo entrar en la habitación, pero esperó a que ocupara la cabecera de la mesa antes de abordar el tema que la preocupaba.

- He visto el retrato con mis propios ojos y reconozco que tienes buenos motivos para pensar que esa muchacha sea Lierin, pero ¿No existe en tu mente la menor duda de que ella no es Lierin?

- No veo cómo podría ser otra persona -suspiró él-. Cuando la miro, veo a Lierin.

- Querido, ¿qué sabes de la hermana de Lierin? -preguntó tía Jennifer.

Ashton hizo una pausa para servirse una loncha de jamón de la fuente que Willis le ofrecía.

.-A estas alturas, Lenore debe de estar viviendo en una plantación del Caribe. Cuando conocí a Lierin, ella estaba haciendo planes para casarse, pero no sé qué fue de ella cuando volvió a Inglaterra. No volví a tener noticias.

Amanda tomó un sorbo de cate, levantando su taza de porcelana.

- Debes reconocer que tu apresuramiento en casarte con Lierin nos provocó a todos cierta inquietud, Ashton. Sin duda, para Robert Somerton hubo de ser un golpe terrible enterarse, simultáneamente del casamiento y la muerte de su hija.

- Teníamos intención de arreglarlo todo, grand-mere -replicó Ashton-; como sabes, nos atacó el desastre antes de que pudiéramos hacerlo.

Eso me lleva a un punto intrigante, Ashton: la muerte de Lierin ¿Cómo tardaste tanto en descubrir que estaba con vida? ¿Por qué no trató ella de encontrarte? ¿Y dónde estuvo todo este tiempo?

- Marelda me ha hecho las mismas preguntas.

- Bueno, debes admitir que necesitan aclaración. ¿Acaso esta amnesia es una enfermedad recurrente? ¿Se debe a eso que no hayal intentado hallarte? -Se volvió hacia el doctor Page en busca de respuesta-. ¿Qué piensa usted, Franklin?

- Me parece dudoso. -El anciano dejó caer un terrón de azúcar en su café y se despejó la garganta, como azorado por lo que iba a decir.- Todos ustedes saben que se incendió el manicomio, pero ¿saben que las autoridades no han podido hallar a algunos de los internos?

Ashton alzó la mirada hacia el médico.

- Latham mencionó algo de eso, anoche. ¿Qué tiene eso que ver con Lierin?

El doctor apoyó los brazos en el borde de la mesa, con las manos unidas casi en actitud de plegaria.

Sabía lo mucho que había sufrid Ashton por la pérdida de su joven esposa y esperaba poder expresarse sin causar resentimientos.

- Cuando tenemos en cuenta los hechos que rodearon el accidente, como el sitio en que ocurrió, la proximidad del manicomio y casi ropas que llevaba Lierin, ¿no se les ocurre que pudo haber huido del asilo?

La actitud de Ashton se tornó seca. -¿Sugiere acaso que mi esposa está loca?

Franklin se sintió impotente ante la pétrea mirada de su anfitrión. -¿Quién sabe qué ocurrió hace tres años, Ashton? Lierin pudo sufrir un grave shock.

Al ver los músculos tensos en la mandíbula de su interlocutor, comprendió que pisaba un terreno peligroso y prosiguió precipitadamente, esperando calmar la tormenta-. Escúcheme, Ashton: a veces a una persona se la interna en un manicomio por las causas más simples y hasta cuando no debe estar allí. Es como sepultarla en vida. Puede pudrirse en ese infierno sin que los familiares sepan, siquiera, que está allí.

En el vestíbulo se oyó un repiqueteo de tacones. Ashton agitó una mano para advertir al médico que guardara silencio.

- Es Marelda. No quiero que se entere de esto.

- No se preocupe, Ashton -le aseguró el doctor Page-. Yo traje a esa niña al mundo y la conozco bien.

Tengo mucho cuidado con las armas que le pongo en la mano.

- Entonces nos comprendemos -replicó el dueño de la casa. La morena entró en la habitación con un susurro de sedas, deteniéndose en el umbral para que los otros pudieran admirar los resultados de su cuidadoso arreglo. Cuando todas las miradas estuvieron fijas en ella, rodeó la mesa para depositar un beso leve en la mejilla de las ancianas y, luego de saludar a su anfitrión, ocupó la silla vecina a la suya, a la derecha. -¿Cómo te has levantado, Ashton? -atacó. Y no le dio tiempo de contestar-. Viendo al doctor Page aquí, supongo que habéis estado arriba, con tu huésped. -Dedicó entonces su atención al médico-: ¿y cómo está su paciente, doctor Page? ¿Ha recobrado el sentido?

Franklin tardó en contestar.

- Todavía sufre una especie de trauma.

- Nada muy grave, sin duda -comentó Marelda, con todo el sarcasmo que se atrevió a demostrar.

- Sólo se sabrá con el tiempo. La joven no se dejó apaciguar por esa taciturna respuesta. Sus ojos recorrieron la mesa, demorándose en las mujeres. Tía Jennifer, inquieta ante el silencio, intentó dar una explicación.

- Franklin quiere decir que, en estos momentos, Lierin tiene cierta dificultad para recordar. Tal vez tarde un tiempo en recobrar la memoria.

Los ojos de Marelda se volvieron duros y fríos. -¿Lierin? -Logró esbozar una sonrisa, no más cálida que las gélidas pupilas de azabache-.

Seguramente, recuerda lo bastante como para identificarse como la esposa de Ashton, pero ha olvidado convenientemente lo demás.

Ashton entregó la taza al sirviente que esperaba, desatendiendo deliberadamente a la muchacha hasta que Willis la hubo llenado de café humeante. Luego, con desgana, volvió a prestarle atención.

- Lierin no recuerda siquiera eso -reveló-. Fui yo quien le dijo cómo se llamaba.

El verde monstruo de los celos apuñaló a Marelda en lo más vivo. Le costó fingir algún interés al contestar: -¿O sea que no recuerda siquiera su nombre? Caramba, nunca oí hablar de semejante cosa.

Los labios finos de Amanda se curvaron en una sonrisa.

- No tienes por qué avergonzarte de eso, Marelda. El mismo Franklin no había atendido a ningún paciente con esos síntomas hasta hoy.

- Se explica, siendo tan descabellados. A quién se le ocurre olvidar su propio nombre. Vamos, si es ridículo hasta pensarlo.

- No tanto como crees, Marelda -dijo el doctor Page-. Al menos, la medicina tiene un nombre para ese estado. La amnesia no es frecuente, pero al menos sabemos que existe. -¿y cómo sabe que ella padece de… esta… amnesia? -arguyó Marelda-. Es decir, podría estar fingiendo.

El anciano respondió con un lento encogimiento de hombros.

- Creo que no puedo estar seguro de nada, pero todavía no veo motivos para que ella finja.

- Y tal vez no los vea nunca, si ella es astuta.

La joven notó que las facciones de Ashton se ponían tensas y optó por un enfoque más sutil para calmar esa irritación-. Claro que el aprieto de esa pobre chica podría ser muy real.

- A estas alturas no hay por qué dudar de la muchacha -dijo el médico. Puso las dos manos sobre la mesa y saludó a Ashton ya sus parientes-. Les ruego que me disculpen, pero después de tan buena comida estoy sintiendo la falta de sueño. Voy a echar una siestecita en el coche hasta llegar a casa. -Se levanto-. Volveré más tarde para ver cómo está Lierin. Cuiden de que duerma mucho y se alimente bien, si lo tolera. Es el mejor consejo que les puedo dar por ahora.

Ashton se levantó también.

- Voy a pensar en ese asunto que estábamos discutiendo. De todos modos, tengo que ir a Natchez y podría hacer algunas averiguaciones, aunque no les encuentro sentido.

- Espero que todo salga bien -dijo el médico, sinceramente.

A Marelda le dolió que el dueño de casa no creyera conveniente informarla de sus intenciones y no pudo resistir una pregunta sarcástica: -¿Y vas a dejar sola a tu preciosa florecita?

Ashton se volvió a medias, con una sonrisa levemente burlona.

- Mi querida Marelda, no dudo que en Belle Chene te atenderán mientras yo no esté, pero si insistes…

La indirecta dio en el blanco. Marelda, ante la pulla, le corrigió altaneramente.

- Me refería a la de arriba, Ashton, querido.

- Mil disculpas, Marelda.

Dedicándole una breve reverencia, Ashton se retiró con el doctor Page. En su ausencia, Marelda picoteó su comida con aire petulante. Al fin suspiró.

- Como me gustaría que Ashton prestara oídos a la razón. -¿Cómo es eso, querida? -preguntó tía Jennifer, obviamente desconcertada.

Marelda señaló la planta superior con la mano.

- Ashton trae a su casa a esa cualquiera. -Sin prestar atención a las exclamaciones de las mujeres, prosiguió con su diatriba-. La acuesta en una buena cama y la trata como a una invitada de honor. -Su inquietud era notoria en la voz, que cobraba agudeza y pasión-. Y termina asegurando que es su esposa perdida.

Tía Jennifer salió rápidamente en defensa de su sobrino.

- Querida, bien sabes que Ashton no diría semejante cosa si no estuviera totalmente seguro de que es cierto.

- Y yo digo que esa muchacha es una oportunista parecida a la esposa -atacó Marelda.

- Sea como fuere -replicó Amanda-, está malherida y merece, cuando menos, unos pocos días de reposo.

Marelda levantó dramáticamente las manos y el rostro hacia el techo suplicando a alguna potencia mística:

- Oh, perverso destino, ¿hasta cuándo vas a asaetearme con tus crueles dardos? ¿No basta con haber sido rechazada una vez? ¿Debes castigarme dos, quizá tres veces? ¿Cuánto más deberé soportar?

Su voz se estremeció con un sollozo apenas contenido. Con los ojos cerrados, apoyó la frente contra los nudillos, perdiéndose así la mirada de horror que Jennifer dirigió a su hermana, quien respondió fingiendo un mudo aplauso.

- Querida Marelda, ¿nunca pensaste dedicarte a las tablas? preguntó - Tienes tanto garbo para expresarte…

Algo azorada, la muchacha se dejó caer en su silla con un mohín.

- Ya veo que soy la única a quien esa buscona no ha podido engañar.

Una luz seca centelleó en los ojos de Amanda, que se limpió los labios con la servilleta, conteniendo el enfado.

- Por favor, deja de aplicar esos epítetos a la niña. Tengo muchos motivos para pensar que estás difamando a la esposa de mi nieto, y ya deberías saber que mi lealtad a esta familia se antepone a todo lo demás, incluida tu amistad, Marelda.

Aun en su celo, por corregir una injusticia visible sólo para ella, Marelda reconoció que estaba en peligro de perder una aliada valiosa. No era tan imprudente, de modo que se llevo una mano a la frente y comenzó a sollozar.

- Me pone fuera de mí la idea de que perderé otra vez a Ashton. Estoy dejando que el miedo me haga decir tonterías.

Amanda asintió en silencio, pero le pareció que era mejor cambiar de tema para evitar otra exhibición dramática.

La mujer que había tomado el nombre de Lierin puso las manos frente a su cara y estudió aquellos dedos delgados. En el anular izquierdo llevaba un fino anillo de oro, prueba de que era casada. Eso no la tranquilizó; se preguntaba cómo iba a aceptar las aseveraciones de ese hombre, si no se sentía en absoluto esposa suya.

Las cortinas todavía estaban corridas, evitando la entrada de la luz matinal, con lo que el cuarto parecía oscuro y sombrío. De pronto tuvo el deseo de sentir el cálido sol sobre la piel, bañarse en su luz y dejar que sus aflicciones se perdieran en los rayos tranquilizantes. Con mucho cuidado, se deslizó hasta el borde de la cama. El dolor del movimiento la convenció de que estaba hecha trizas, pero apretó los dientes con terquedad y siguió adelante.

Logró incorporarse y descansó un momento, presionando los dedos temblorosos contra las sienes, hasta que el palpitar de su cabeza se redujo a un dolor sordo. Cautelosamente, pasó el peso del cuerpo a las piernas y se apoyó contra la cama, pues estuvo a punto de perder el sentido. Cuando el cuarto detuvo sus demenciales giros, caminó hasta el extremo de la cama, arrastrado los pies con paso vacilante, pues mantenía las manos apoyadas en el colchón.

Una vez allí rodeó con ambos brazos el fuerte poste, mientras frotaba la frente dolorida contra las tallas suaves y frescas, esperando que volvieran sus fuerzas. Finalmente juntó el coraje para deslizar el pie hacia afuera, alejándose de la cama. Sus rodillas tendían a vacilar; le costó un gran esfuerzo mantenerlas firmes. Sin ceder al miedo, se propuso metas sucesivas para lograr un avance cauteloso por la habitación.

Una vez junto a la ventana apartó la doble capa de cortinas y se protegió los ojos del resplandor que entraba en torrentes por los vidrios. El sol la tocó como un delicado y afectuoso amigo; cuando sintió el calor dentro de su pecho, momentáneamente alejó de sí los temores. Con la cabeza apoyada en el marco, dejó que sus ojos vagaran por el vasto césped, bien cuidado.

A buena altura sobre la tierra, las ramas formaban enormes doseles aéreos, por entre los cuales penetraba el sol. Aunque el invierno había desnudado las ramas, quemando el color verde del prado, era obvio que esos terrenos se cuidaban con esmero. Unos senderos de ladrillo, muy pulcros, zigzagueaban por entre un laberinto de arbustos y de canteros cubiertos de hiedra, formados alrededor de los troncos más grandes. Detrás del follaje perenne, bien podado, se veía sólo la parte superior de una adornada glorieta, bien protegida de las miradas curiosas: un sitio adecuado para amantes.

Lierin se volvió cuidadosamente, apoyando la mano en el respaldo de la silla cercana para caminar hacia la cama. Al apartarse del mueble, un movimiento a la izquierda le llamó la atención. Algo sobresaltada volvió la cabeza con rapidez, olvidando las agudas púas que estaban listas para arañarle el cerebro. Los penetrantes dardos del dolor se le clavaron en el cráneo, haciéndole pagar muy caro ese movimiento imprudente. Se agarró a la silla, en tanto se llevaba la otra mano a los ojos para apretarlos con fuerza, hasta que las púas del tormento retrocedieron y el pensamiento coherente volvió a ser posible.

Cuando abrió los ojos otra vez, se encontró ante su propia imagen reflejada en el espejo alto. La curiosidad la llevó hacia el cristal, pero aquella nueva actividad exigía más esfuerzo del que ella podía realizar. Cediendo a la creciente fatiga, se detuvo a alguna distancia para estudiar su imagen, esperando descubrir algo que apresurase el regreso de su memoria.

Lo que vio no la impresionó mucho. En realidad, llegó a la conclusión de que aparecía tal como se sentía. El único color de su cara estaba sólo a un lado, bajo la forma de un azul purpúreo. Su frente presentaba la misma coloración, sólo que más intensa, en agudo contraste con su piel clara. Con el pelo revuelto y los ojos verdes muy abiertos por la preocupación, era la viva imagen de un niño abandonado. Aunque la mente no le daba idea alguna de su edad, el cuerpo, debajo del adherente camisón de franela, tenía las curvas y la plenitud de la femineidad adulta, aunque también lucía esbelta firmeza que delataba una vida activa.

A la lengua le vinieron con facilidad varios idiomas; los números fluían con desenvoltura en sus pensamientos, pero los orígenes de ambos conocimientos parecían casi místicos. Sabía como presentar adecuadamente una mesa, los cubiertos adecuados a utilizar, el modo de hacer una reverencia con gracia y los intrincados pasos de varias danzas, pero su maltratado cerebro no era capaz de identificar la fuente de todo este saber. -¿Lierin Wingate? -balbuceó-. ¿Eres, de verdad, la que veo?

Su mente no le dio respuesta, pero el dilema acabó cuando la distrajeron unos pasos en el corredor. Al oír unos apresurados golpecitos a la puerta, Lierin buscó el refugio más cercano, pues no tenía deseo alguno de recibir visitas en camisón. Tenía un nudo en la garganta, y su intento de contestar produjo sólo un graznido débil, que no bastó para detener la intromisión. La puerta se abrió de par en par, sin más demora.

Ella giró, con una exclamación de sorpresa, pero el brusco movimiento.desquició su tenue estabilidad. El cuarto dio un tumbo. A través de un remolino deslumbrante, vio que Ashton se detenía en el vano de la puerta, sin duda sorprendido de verla levantada.

Cerró los ojos para evitar perder el equilibrio, como si estuviera tambaleándose en el borde de un cráter sin fondo, que la atraía hacia sus fauces abiertas. Dio un tropezón, y la alcoba giró en otra órbita desconcertante. Entonces sintió que unos brazos fuertes se cerraban en torno a ella, atrayéndola hacia un pecho amplio.

Estaban solos en el cuarto. Ella comprendió que esa debilidad le hada extremadamente vulnerable a los caprichos del hombre. Trató de liberarse, muy consciente del roce de aquellos muslos duros contra los suyos, del cuerpo viril que la marcaba a fuego a través de sus ropas ligeras. Pero ella retuvo en la implacable tenaza de sus brazos de acero. Aquel brazo suave, pero tenaz, acrecentó los temores de la joven. ¡Ya no dudaba de su propia cordura, sino de la de ese hombre! Sin duda estaba loco para asediarla ante las narices de su familia.

Lo empujó con una mano y forcejeó, golpeándolo débilmente con un puño. -¡No, por favor! ¡No puede hacer eso! Esa ínfima resistencia no era nada contra la fuerza de él.

Sus pies dejaron el suelo: se vio levantada en vilo. La cama describió un giro ante sus ojos cerrados, obligándola a imaginar los forcejeos que pronto tendrían lugar allí, para acabar, sin duda, en su violación. Un miedo atroz la asaltó al sentirse depositada en el colchón. Con los ojos muy apretados, se llevó la frazada hasta el mentón, desesperada.

- Si me posee será sólo por la fuerza -le espetó rechinando los dientes-. No me entregaré a usted, monstruo.

Oyó una risa sofocada. Una mano fresca le apartó el pelo de la frente. Sus ojos se abrieron de pronto y vio unas pupilas de avellana. Él, sonriendo, se sentó en la cama.

- Mi queridísima Lierin, sueño con que volvamos a compartir, algún día, la copa de la pasión.

Cuando eso suceda no será posesión. Hasta entonces, señora, le ruego que se cuide mejor. Todavía no ha recobrado las fuerzas; si persiste en tanta actividad, seguramente retrasara su recuperación.

La muchacha, percibiendo que no tenía nada que temer, soltó un tembloroso suspiro de alivio Ashton estudió sus pálidas facciones, las sombras bajo los ojos, el ceño fruncido que sugería un dolor persistente. Humedeció un paño en el aguamanil y. después de agitarlo en el aire para enfriarlo, se lo puso en la frente Ella soltó un suspiro placentero al ceder el dolor, disfrutando de la comodidad un largo instante. De pronto se le ocurrió una idea y volvió a abrir los ojos. Él la observaba con una expresión tan cariñosa, tan llena de dedicación, que le ablandó el corazón.

- Al hablar, usted dijo…cuando eso suceda -murmuró, cautelosamente-. ¿No quería decir…si sucede?

Él retiró el paño y le apartó un rizo mojado de la frente. Con toda deliberación retuvo la respuesta, en tanto le seguía con un dedo perezoso la línea de la mejilla y del mentón. Pasó un brazo al otro lado de ella y se reclinó levemente. Aunque su tono era ligero, no había humor alguno en su rostro al pronunciar la tardía respuesta.

.Mi querida señora. No hablo por hablar. Habitualmente expreso lo que deseo decir.

De pronto, la palidez de la joven se convirtió en un rubor carmesí. Con esfuerzo. Apartó los ojos de su mirada firme e hizo un valiente esfuerzo por cambiar de tema. -¿Fue usted el que me trajo aquí?

Él asintió.

Y te acosté ahí, tal como acabo de hacer.

Ella hizo lo posible por evitar la mirada de esos ojos implacables. -¿Qué llevaba puesto cuando me trajo? -Con un gesto indefenso señaló el resto de la habitación-. No veo ropa aquí.

- Tu ropa estaba muy desgarrada y llena de lodo, de modo que la envié a lavar y componer, por si la necesitabas más adelante.

Ella elevó una ceja, pero el esfuerzo le arrancó un gesto de dolor. -¿Qué ropa era?

Él pellizcó la manga del camisón, atrayendo su sorprendida mirada. -¿Un camisón? -exclamó, asombrada, posando una mano sobre la sencilla prenda-. ¿Como éste?

Él meneó la cabeza. Una lenta sonrisa le curvó hacia arriba las comisuras de la boca.

- Más… ejes… cómo decirlo… Más de esposa, o mejor, de recién casada… como para la noche de bodas.

La consternación de la muchacha iba en aumento, al punto de cavar un pequeño surco entre sus cejas. -¿De recién casada?

Con obvio placer, él pasó a describirle la prenda con detalle.

- Mucho más transparente. Sin mangas y bien escotado por aquí… y…por aquí.

La cara de la muchacha enrojeció perceptiblemente, en tanto su mirada seguía la dirección del índice. Aunque no la tocaba, ese único dedo estaba lo bastante cerca como para dejar1a sin aliento. -…con un poco de encaje aquí… y hacia abajo, en los lados, así. Ella comenzó a hablar, pero se vio obligada a carraspear para hacerlo. -¿Y usted…ejes… me lavó?

Ashton se apartó de la cama y lanzó una mirada soñadora a la distancia, antes de contestar, abultando la mejilla con la lengua:

- No, por desgracia. Willabelle se encargó de eso y me hizo salir. Lierin soltó el aliento con lentitud, para no suspirar de alivio. Al menos, mantenía un resto de dignidad ante ese entrometido extraño. Él dijo por encima del hombro, en tanto se acercaba al fuego: -Estaré ausente varias horas, pero Willabelle se encargará de atenderte mientras yo no esté. -Recogió el atizador y comenzó a acomodar los troncos en el hogar-. Si necesitas algo, no tienes más que pedírselo.

De pronto, el mundo de Lierin se volvió sombrío. Una amarga bilis de miedo le subió a la garganta: algo oscuro y delgado se abría paso desde el fondo de su memoria. La mente se le llenó de súbito con visiones caóticas. Delante de todas veía una cara retorcida por el terror, para siempre petrificada en un alarido mudo. Lanzó un gemido y se acurrucó, tratando de escapar de la pesadilla que la oprimía.

Ashton, ante esos gemidos, levantó la vista, extrañado, y encontró a su esposa apretada contra la cabecera de la cama, con los ojos vidriosos de miedo.

- Lierin… -Dio un paso hacia ella, pero la muchacha sacudió frenéticamente la cabeza, sin poder liberarse de la aparición. -¡Váyase!…-gritó-. ¡Por favor!

- Lierin, ¿qué pasa?

Completamente confundido, él dio varios pasos más, pero se detuvo al ver que la muchacha se alejaba arrastrándose en la cama. -¡Váyase! ¡Déjeme en paz! -sollozó, suplicante-. Por favor, váyase…

- Está bien, Lierin -Ashton retrocedió-. Ya me voy.

Volvió a colgar el atizador en su sitio y, en tanto ella se dejaba caer sobre la cama, exhausta dé alivio, avanzó hacia la puerta. Ese abrupto cambio de actitud lo desconcertaba por completo, pues no veía explicación posible. Salió al pasillo, cerrando la puerta con suavidad, y soltó el aliento en un suspiro largo, tembloroso. Sólo entonces cobró conciencia de que el corazón le palpitaba locamente y de que tenía un hueco frío en la boca del estómago.

Al mediar la tarde, la casa quedó tranquila; las señoras se habían retirado a sus respectivas habitaciones para dormir una siesta. Marelda utilizó la excusa para estar sola, a fin de cavilar sobre su dilema.

Estaba librada a sus propios recursos para buscar una solución, pues el pequeño volumen de poemas abierto sobre la cómoda no le proporcionaba ningún esclarecimiento. Antes bien, en ese momento su mente circulaba por entre las líricas notas de amor como un toro enfurecido por un arriate de flores. Ciñéndose el chal a los hombros, recorrió en toda su longitud la alfombra gruesa y suave que cubría las generosas dimensiones de su cuarto, para girar con creciente indignación al llegar al límite de cada circuito. Por fin se detuvo ante la cómoda, levantó el libro y hojeó bruscamente las páginas, leyendo uno o dos versos aquí y allá. Su ira llegó al colmo; rechinando los dientes, arrojó lejos el tomo ofensivo. -¡Qué idioteces dicen los poetas! -graznó, con los labios torcidos. Dio otra vuelta por la habitación, sin dejar de rabiar-. Di demasiada importancia a las divagaciones de locos enamoradizos.

Y ahora me veo forzada a ver la realidad tal cual es: una basura fría y amarga. -Su rostro se convirtió en una dura máscara de odio-. Esa pequeña buscona ha desempeñado tan bien su drama de mujercita indefensa que tiene hechizado a mi Ashton. ¡Le ha hecho creer que es su esposa! Si al menos yo pudiera idear un plan tan brillante que él me viera como su verdadero y único amor…

Hizo una pausa, clavando la vista en el fuego siseante que lamía los restos de los leños. Las llamas moribundas parecían retratar sus esperanzas, antes dolorosas y potentes, ahora lánguidas y decaídas. -¡Maldición! -exclamó, reanudando sus agitados paseos-. Esa pécora se saldrá con la suya… a menos que… a menos que yo les haga ver a todos la falaz de sus pretensiones. ¿Cómo pudo aturdir a Ashton de un modo tan fulminante? Quizá conocía a Lierin y planeó esto desde el momento de su muerte.

Mordiéndose los labios, contemplaba, pensativa, la puerta de su habitación. La alcoba donde descansaba el huésped estaba en el mismo pasillo, un poco más allá.

- Tal vez si le hablara directamente… -Sus ojos oscuros despidieron un destello. La idea iba echando raíces-. No tengo nada que perder, es cierto, y bien puede ser mi única oportunidad.

Marelda abrió suavemente la puerta y escuchó unos segundos. La casa estaba en silencio, exceptuando los ruidos lejanos que provenían de la cocina. Se deslizó por el pasillo hacia la puerta de aquella habitación, que estaba algo entreabierta. Al abrirla vio que Luella May se levantaba de una silla, cerca de la ventana. -¿Qué haces aquí? -interrogó Marelda.

La muchacha quedó confusa ante ese tono de enfado y parpadeó varias veces antes de recuperar el uso de la voz.

- Pues… el amo Ashton me dijo que acompañe a Miz Lierin mientras él no está… por si necesita algo.

- Yo la cuidaré un rato. -Marelda hizo un brusco gesto hacia la puerta-. Ve a buscarte algo que beber. Si te necesito te llamaré.

La joven sirviente asintió con cautela y cruzó el cuarto, mientras la otra agregaba:

- Y cierra la puerta cuando salgas.

Marelda se sentó cómodamente en una silla, frente a la que Luella May había dejado vacante, y apoyó el mentón en los nudillos para observar a su adversaria. Se preguntó si la otra tejería planes en sus sueños, pues se la veía muy inocente entre las almohadas de encaje. Un pensamiento lejano se abrió paso hasta su mente, antes de que pudiera descartarlo por demencial, saboreó la idea de tomar una de esas finas almohadas y asfixiar a aquella pequeña mentirosa. Nadie se enteraría. Aunque fuera realmente Lierin la que dormitaba allí, disfrutó con la idea de verse por siempre jamás libre de ella.

- Por siempre jamás… -musitó, en deliciosa ensoñación.

Las suaves campanadas del reloj interrumpieron los sueños de Lierin, recordándole que aún no había hallado su sitio en la vida. Le habían dejado una jarra junto a la cama. Después de incorporarse con trabajo, buscó el paño tendido a un lado.

- Bueno, ya era tiempo de que despertara. -La voz de Marelda cortó el silencio, sobresaltando a la enferma-. Por lo visto, no está habituada a los horarios regulares.

Lierin se incorporó sobre un codo, pero tuvo que cerrar los ojos, pues el cuarto dio un vuelco, una presión aplastante le oprimió las sienes. Un momento después, las palpitaciones disminuyeron poco a poco. Entonces pudo levantar cautelosamente los párpados para mirar a la mujer.

- Me desconcierta, señora.

Marelda se burló, despectiva.

- Lo dudo.

Lierin quedó sorprendida por ese sarcasmo. No recordaba conocerla; mucho menos, por cierto, haberle dado motivos de animosidad.

- Temo que no comprendo. ¿Quién es usted y qué desea de mí?

- Soy Marelda Rousse. Quiero que usted diga a todos quién es y por qué ha venido.

Lierin oprimió el canto de la mano contra la frente, tratando de absorber aquellas palabras.

- No sé cómo me llamo, señora, y aunque en ello me fuera la vida no puedo decirle por qué estoy aquí.

Marelda rió fríamente. Sus palabras se hicieron cortantes como un cuchillo.

- Querida mía, sea usted quien fuere, su comedia ya ha convencido a un hombre angustiado de que usted es su esposa, cuando en realidad Lierin Wingate murió hace tres años. -¡Mi comedia! -Los ojos de esmeralda se dilataron de confusa extrañeza, pero volvieron a cerrarse lentamente. Lierin se dejó caer en las almohadas-. Oh, señora -suspiró-, si esto es comedia, espero que pronto caiga el telón. Así me vería libre de este aturdimiento. Estoy tan abrumada por la situación que sólo puedo escapar durmiendo.

- Y, naturalmente, nadie de la familia se atrevería a interrumpir su descanso para formular las preguntas pertinentes -replicó Marelda con rencor.

Los ojos verdes volvieron a abrirse, esta vez con un tono más oscuro bajo la arruga del ceño, y clavaron en la otra una mirada interrogativa. -¿Acaso cree que me hice todos estos cardenales y después, como dicen, lancé estúpidamente mi caballo contra el carruaje?

Marelda le espetó:

- Conozco a muchas capaces de hacer algo así por lo que usted busca conseguir. -Contempló sus largas y bien cuidadas uñas-. Aun- que se queja de tener el cerebro afectado, parece bastante alerta cuando se la desmiente.

Lierin meneó la cabeza, inquieta; su ceño se arrugó más aun, en busca de la clave que le ayudara a resolver ese acertijo.

- No sé por qué me tiene tanto odio. Aunque no podría jurarlo, no creo haberla visto hasta ahora. Y no le deseo ningún mal, por Cierto.

Marelda no pudo soportar más aquella belleza clásica, visible a pesar de los cardenales, y se levantó para mirar por la ventana. -¿Ningún mal, dice? -Su voz revelaba un despecho inconfundible-. Si usted es, en verdad, quien dice ser…

Lierin, que se estaba cansando, protestó débilmente.

- No fui yo, sino ese tal Ashton quien lo dijo. Yo no podría decir si me llamo así o de otra…

La morena se volvió, furiosa, con un gesto que cortó en seco las palabras de Lierin. -Si usted es realmente su esposa… en ese caso me ha apuñalado una, dos, tres veces. Fue a mí, que iba a comprometerme con él, a quien traicionó hace años, cuando viajó a Nueva Orleans y se encaprichó tanto con otra que se casó con ella, dejándome llorar a solas i con mi almohada. Después volvió viudo, y pasaron meses antes de que yo pudiera volver a forjarme esperanzas. -Marelda se paseaba a los pies de la cama-. Estaba tan afligido, tan angustiado, que no veía I más allá de sus recuerdos. Aunque yo trataba de consolarlo y estaba siempre a su lado, ni siquiera reparaba en mí; me prestaba tanta atención como a la última de las criadas. Por fin volvió a ser hombre, y una vez más mis esperanzas alzaron al vuelo. Anoche nos reunimos para darle la bienvenida; yo anhelaba sentir sus brazos fuertes en un abrazo de afecto. Y vino… pero con usted entre los brazos. Así que, en su inocencia (si en verdad es Lierin, y yo digo que no) aun así me ha herido.

- Lo siento -murmuró en voz baja. -¿Que lo siente? -bramó Marelda. Luego, algo más serena, curvó los labios en una mueca desdeñosa-. Es muy dulce para balar sus disculpas, pero a mí no me engañará con esa inocencia llena de hoyuelos. Diviértase mientras pueda, querida. Ya me encargaré de que se sepa la verdad, aunque no deje piedra sobre piedra para sacarla a relucir. Cuando arroje a la cara sus mentiras me sentiré en la gloria. Buenas tardes, querida. Que descanse… si puede.

Giró en redondo, con un revuelo de faldas, y abrió bruscamente la puerta para marcharse, dejando el cuarto en silencio, tal como un día de primavera después de la tormenta.

Lierin quedó estremecida por el venenoso odio de esa mujer. No tenía modo de saber la verdad del asunto ni de apreciar lo justo o lo injusto de ese juicio, pero en esos momentos le costaba imaginarse que ella era la causa de tanto furor.