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17 de noviembre de 1995

La mañana siguiente, poco antes de las siete, Will se hallaba frente a un escritorio en la oficina de Lexington del FBI. Frente a él tenía una carpeta abierta y estaba leyéndola. La carpeta de Libby Coleman. En 1982, cuando la niña desapareciera, aún no era de rutina el uso de la informática en asuntos criminales. Su nombre figuraba en el banco de datos de Departamento de Personas Desaparecidas, junto a la filiación corriente. Eso era todo. El resto de la historia, el caso completo, en realidad, constaba en esta gruesa carpeta que a nadie se le había ocurrido volcar en una base de datos. Con gesto adusto, Will revisaba los folios uno a uno, deteniéndose en aquellos que llamaban su atención.

—¿Quiere que se lo resuma? — preguntó la joven que había entrado en la oficina. Tenía más o menos treinta años, era atractiva, llevaba el pelo rubio largo hasta la barbilla y mostraba eficientes maneras de mujer de negocios, subrayadas por su traje azul marino. Tenía en la mano una taza plástica llena de humeante café.

Apoyó la taza sobre su escritorio y le tendió la mano.

—Will Lyman — Will se la estrechó. A través de Hal Matthews, el veterano agente especial Rayburn había pasado la mayor parte de la noche buscando la carpeta de Libby Coleman y enterándose de su contenido.

Según Mathews, Rayburn era una de sus mejores agentes. Todo el plantel de la oficina había estado trabando a destajo para encontrar a Susan desde las seis de la tarde anterior, cuando Dave Hallum telefoneó a Mathews desde Chicago para ponerlo personalmente al tanto de la situación.

—Hágalo, por favor — dijo Will.

—Hay una diferencia en el modus operandi — dijo Rayburn—. Por lo que sabemos, Libby Coleman fue secuestrada del porche de su casa alrededor de las siete y media. Susan fue secuestrada de su cama en algún momento entre las once y media de la noche y la una y media de la madrugada.

—¿Qué hay acerca de las características de las víctimas? — preguntó Will, mirando la fotografía que habían hecho a Libby Coleman aproximadamente una semana antes de su desaparición. La niña tenía rosados mofletes y pelo castaño rizado que no alcanzaba a cubrirle los hombros. En la fotografía llevaba tejanos y un jersey que no disimulaban el hecho de que aún no se había estilizado y conservaba los rasgos infantiles. A su lado había un caballo blanco y negro; estaba ensillado, y la niña lo sostenía por las riendas. Estaba riendo, sus ojos brillaban, y el que sostenía la cámara habría dicho o hecho algo gracioso. La niña irradiaba felicidad y una salud exuberante. Si acaso sentía la más ligera premonición de lo que le ocurriría, en esa fotografía no lo demostraba.

—Muy similares: Libby Coleman: sexo femenino, blanca, doce años en el momento de su desaparición; Susan Ballard, sexo femenino, blanca, once años en el momento de su desaparición.

—¿Otras similitudes?

—Ambas desapariciones ocurrieron dentro de un radio de diez kilómetros. Ambas ocurrieron en la misma fecha, con trece años de diferencia.

—¿Exactamente en la misma fecha? — preguntó Will, mirando a Rayburn, súbitamente alerta.

—Véalo usted mismo — rescató sin dificultad el formulario de Personas Desaparecidas de entre los papeles y señaló la fecha con una uña esmaltada de rosa—. 15 de noviembre de 1982. 15 de noviembre de 1995.

—Ahí está entonces.

En lo que a Will concernía, el vínculo quedaba demostrado por las fechas.

Había aprendido hacía mucho tiempo a no creer en casualidades. Susan y Libby Coleman eran víctimas del mismo delincuente.

—Yo también lo creo.

Sonó el teléfono. Rayburn habló brevemente por él y colgó.

—Me requieren en el laboratorio — dijo—. Están comparando algunas fibras tomadas de la alcoba de Susan con otras conservadas como prueba en el caso Coleman. ¿Quiere venir?

Will negó con la cabeza:

—Voy a estudiar todo esto.

—Puede utilizar mi escritorio, si lo desea — dijo Rayburn, recogiendo su taza de café y abandonando la habitación.

Will aprovechó el ofrecimiento. Se sentó en la silla de Rayburn y repasó el informe en busca de alguna información que pudiera señalar a alguien en particular como culpable. Los investigadores no habían obtenido ningún resultado concreto. Al revisar la documentación del caso, Will tuvo el mismo resultado.

Al igual que Susan, Libby Coleman parecía haberse desvanecido en el aire. No había duda de que alguien la había secuestrado, pero ¿quién? La desaparición de Libby Coleman jamás había sido resuelta; aún continuaba desaparecida. Estaba por ahí, en alguna parte, viva o muerta.

Y el mismo lunático que la había secuestrado tenía ahora a Susan.

Will estaba tan seguro de eso como de que el sol saldría cada mañana.

Cerró la carpeta y abandonó la oficina, llevándola consigo. Se dirigió al Departamento del Alguacil de Woodford Country.

Como cada vez que estaba bajo presión, su estómago comenzó a molestarle. Will entró en el local más cercano de comidas rápidas, en busca de algo de leche que aliviara su ardor. Con el entrecejo fruncido, mientras esperaba la vuelta, miró por la ventana del local hacia el monitor de seguridad sin verlo realmente; detrás de él había otro coche que distraía la atención de la empleada. La leche de Will estaba sobre el mostrador al lado de la chica, que retenía la vuelta en la mano. Miró con impaciencia la pantalla blanca y negra mientras el otro conductor hacía su pedido por le micrófono. La empleada, una adolescente, lo repitió dos veces antes de entenderlo. Finalmente mencionó un precio, el otro conductor se apartó de la cabina y quedó fuera del alcance de la cámara, conduciendo su coche por el costado del edificio hasta detenerse detrás de Will.

—Que tenga un buen día — dijo la empleada a Will al pasarle la leche y el dinero de vuelta por la ventanilla. Will dejó el dinero sobre la consola del tablero, quitó la tapa del vaso de leche con el pulgar y se alejó. Cuando ya estaba en la calle acertó a mirar el cartel del restaurante y se dio cuenta dónde estaba: en el Dairy Queen, donde había muerto Howard Lawrence.

Will bebió un sorbo de su leche y se encaminó hacia Versailles Road. La muerte de Lawrence aún le fastidiaba. Era un cabo suelto, otra casualidad en la que no creía. Pero ya no era más, se recordó, problema suyo. En ese momento tenía un asunto mucho más urgente para preocuparse.

Susan llevaba más de veinticuatro horas desaparecida. Todo lo que sabía acerca de desaparición de personas le indicaba que el tiempo corría en su contra.

—En mi opinión, está usted perdiendo el tiempo — dijo el delegado Dennis Hoffman a Will una hora más tarde.

Vistiendo su uniforme pardo, con los pulgares metidos bajo el cinturón, lo contemplaba mientras Will revisaba el armario de metal que contenía todos los legajos del departamento desde 1982. El armario era uno más de los varios que ocupaban el escasamente iluminado sótano de la oficina del alguacil. Will buscaba crímenes, delincuentes, cualquier cosa fuera de lo normal que, trece años atrás, guardara similitudes con la situación actual. Ya tenía en su coche un R.L. Polk Directory con una lista de residentes de la zona desde el año 1982. Contenía cerca de treinta mil nombres. Naturalmente, una vez eliminados los de aquellos que se habían mudado, quedaban alrededor de veinticinco mil.

Y eso sólo en Versailles y los condados más cercanos. Si extendía el área hasta incluir a Lexington y Frankfort, lugares de intensa movilidad, se las vería con un listado de casi un millón de personas.

Y nada de toda esta información estaba informatizada.

—¿Quiere saber lo que pienso? — continuó Hoffman tras una pausa durante la cual, ignorándolo, Will revisó los registros de robos.

Afortunadamente, pensó Will, Versailles era una comunidad respetuosa de la ley. No había demasiados.

—¿Qué? — preguntó Will por encima del hombreo, mientras pasaba a la sección homicidios, de los que había tres.

—Pienso que debería fijarse en el hermano.

—¿Qué hermano?

—El mayor, Mike.

—¿Por qué lo dice? — Hoffman concitaba ahora toda su atención.

—Piénselo. El choco no tiene una coartada para el lapso en cuestión; no estaba durmiendo en la casa como declaró al principio; estaba, justamente, según él mismo lo admitió, afuera en mitad de la noche; anda con una pandilla poco recomendable; estoy tan seguro como se lo puede estar sin haberlo pescado con las manos en la masa que fuma marihuana, y tal vez consuma otras drogas más duras. Hemos estado investigando acerca de un culto satánico en la zona... adoradores del diablo, ya sabe. Tengo la sospecha de que él forma parte de esa secta, junto a algunos de sus amigos. Supongamos, sólo por un minuto, que secuestraron a la niña para alguna especie de rito.

—Susan es la hermana de Mike. Él la adora — dijo Will.

Debido a la presión ejercida sobre Mike, este había cambiado su declaración ante la policía a primeras horas de la mañana. Eso no le granjeó, precisamente, las simpatías de los policías locales, ante quieres había denunciado Molly originariamente la desaparición de Susan. Habían sido ellos quienes desestimaron en un principio esa desaparición, catalogándola como un caso más de fuga del hogar. Y todo para que sus actuaciones fueran luego anuladas, como efectivamente lo fueron, por los federales, claramente bajo la influencia de este hombre.

Hoffman lanzó un resoplido:

—Aun así, subsiste el hecho de que el muchacho nos mintió, mintió a la policía estatal e incluso les mintió a ustedes, los de FBI. Hay que preguntarse por qué razón lo hizo. ¿Qué tiene que ocultar?

—Temía verse en problemas con su hermana por escaparse a la noche — dijo Will—. Es sólo un chico.

—Un chico malo.

—No, no lo es — Will se sorprendió ante la vehemencia de su propia respuesta —.Mike es sólo un adolescente como todos los demás, y está confundido, como cualquier otro adolescente. Lo que sorprende es que no se metan en problemas.

Hoffman lo observó un momento con un silencio desaprobatorio.

—Muy bien... ha estado saliendo con la hermana, ¿no es verdad? Es muy guapa, y no tengo nada contra ella, pero le insisto en que conviene vigilar al muchacho.

Will no sabía por qué se sorprendía al descubrir que un delegado de la oficina del departamento del alguacil supiera acerca de su relación con Molly. Ya se había dado cuenta de que en los pueblos pequeños todo el mundo conocía los asuntos de todo el mundo.

¡Que Dios lo protegiera de los pueblos pequeños!

—Mike no tuvo nada que ver con la desaparición de Susan — dijo Will serenamente, y volvió su atención a los archivos.

Hoffman, que hacía solamente diez años que estaba en la fuerza, y, por lo tanto, no podía decirle nada sobre el caso Coleman, era más un estorbo que una ayuda. Will deseó que se fuera.

Estaba a punto de enviarlo a cumplir algún recado inventado, cuando una de las carpetas atrajo su atención: Mutilaciones de animales.

Will la extrajo del archivador y revisó cuidadosamente su contenido.

Luego se la pasó, abierta, a Hoffman.

—Mire esto — le dijo, señalando un párrafo en especial.

Hoffman lo leyó. Cuando volvió a levantar la vista para mirar a Will, tenía el entrecejo fruncido.

—Es la misma maldita cosa que está ocurriendo precisamente ahora.

Alguien se ocupaba ya entonces de acuchillar caballos de carrera.

—Sí — dijo Will torvamente—. ¿Sabe lo que significa eso? Significa que es imposible que Mike esté involucrado, tanto en el acuchillamiento de caballos, como en la desaparición de Susan, Porque estas mismas cosas ya sucedían en 1982, cuando él tenía apenas un año. Se mutilaron caballos en los meses previos a la desaparición de Libby Coleman, igual que en los meses previos al secuestro de Susan. ¿Y sabe qué me hace pensar eso? Que Susan y Libby fueron secuestradas por el mismo delincuente que ataca los caballos. Utiliza a los animales para estimularse en su frenesí antes de pasar a las niñas.

—Podría ser una casualidad — dijo Hoffman.

—Yo no creo en las casualidades. Hoffman le miró a los ojos. Will casi pudo ver cómo se movían lentamente los engranajes en la cabeza del hombre.

—Si está en lo cierto — dijo finalmente Hoffman—, y sólo estoy diciendo si, recuérdelo, ¿adónde estuvo ese tipo durante estos trece años?

—No lo sé — admitió Will—. Tenemos que buscar entre los residentes de la zona que estuvieron fuera durante ese lapso. Los que se mudaron, y regresaron. O los que estuvieron en prisión.

—Me ocuparé de ello — dijo Hoffman, sacudiendo la cabeza—. Pero ya puedo ir diciéndole que será un trabajo de mil demonios.