26
La mañana comenzó muy pronto, como siempre. Borracha de sueño, Molly abrió los ojos cuando sobre sus labios aterrizó un beso, rápido e intenso.
—Te veo esta noche, hermosa — dijo Will, enderezándose y alejándose de la cama. Minutos después, se había marchado.
Parpadeando, Molly echó una mirada al reloj que tenía sobre la mesita de noche: las seis de la mañana. El ruido de platos en la cocina le avisó que los niños ya estaban levantados y se preparaban para ir a la escuela.
Refunfuñó y luego, resignada, saltó de la cama. Debía haberse sentido renovada; para su horario habitual, esto significaba levantarse tarde.
Se puso un tejano y una camisa y, mientras se dirigía a la cocina, el recuerdo de lo ocurrido a Sheila se abatió sobre ella como una sombra negra. Siempre, en las mañanas en que no tenía que trabajar, iba hasta la pradera a llevarle un par de puñados de alimento para perros. Hoy no lo haría; tal vez ya nunca más volviera a hacerlo.
Pero hacía mucho tiempo que Molly había aprendido a no pensar en cosas dolorosas que no podía solucionar. Borró las terribles imágenes de Sheila y las remplazó por pensamientos sobre Will. Por lo menos, esta vez había surgido algo mágico de la tragedia. Era hora de enfrentar la verdad: la noche anterior había caído rendida ante Will.
Molly aún sonreía cuando entró a la cocina. Sus hermanos suspendieron de inmediato toda conversación. Con la culpa reflejada en la mirada, bajaron sus cabezas y se concentraron en sus tazones de cereal. No había que ser un genio para darse cuenta de lo que habían estado hablando: el tema había sido ella y Will.
No mantuvieron mucho tiempo la boca cerrada.
—Eh, Molly, ¿no estás un poco crecida para sentarte sobre las piernas de Will, como lo hiciste anoche? — preguntó Sam críticamente tras algunos segundos.
—Estaba llorando. Te puedes sentar sobre la falda de cualquiera si estás llorando, aunque seas adulto — replicó Susan, saliendo en defensa de Molly.
—Una chica puede sentarse en la falda de un tipo cuando se le dé la gana — dijo Mike, destilando desdén—. A los tipos les gusta. ¿No lo sabes?
—¿A los tipos les gusta andar besándose y todo eso? — preguntó Sam a su hermano mayor con aire ansioso.
—Molly y Will se estaban besando — le aclaró Susan—. ¿Significa que te vas a casar con Will, Molly?
—Por supuesto que no. Las personas no tienen por qué casarse sólo porque se besen, — le dijo Mike, y miró a Molly con suspicacia—. Si piensas casarte con Will, yo me voy. Es muy mandón.
—¡A mí me gusta! — dijo Susan—. ¡Creo que Molly debería casarse con él!
—¡Yo también! — la secundó Sam.
—¡Yo también! — estuvo de acuerdo Ashley.
—¡Todos vosotros sois tan estúpidos! — Mike dirigió una mirada fulminante a sus hermanos.
—Para vuestra información, no voy a casarme con Will — dijo Molly—, y si no os dais prisa, vais a perder el autobús. Son casi las siete y cuarto.
Se produjo la habitual pelea por el baño y por salir antes que el otro. El autobús de los gemelos llegó primero; el que llevaba a Ashley y a Mike, quince minutos después. Justo cuando estos salían, llegó una furgoneta blanca con la inscripción DTM Servicios de Seguridad en uno de los costados.
—¿Vamos a instalar un sistema de seguridad? — preguntó Ashley, con incredulidad, cuando Molly se acercó a ella, Mike, Pork Chop y el conductor de la camioneta, que estaban juntos en el porche. Era una mañana fresca, pero con cielo despejado, y la llovizna de la noche anterior era sólo recuerdo.
—Sí — dijo Molly, mientras firmaba la orden de compra, con la esperanza de no tener que dar otra explicación. Tendría que haber sabido que era imposible.
—Debes estar bromeando — Ashley y Mike la contemplaron, mientras el conductor entraba a la casa para, según dijo, controlar el número puertas y ventanas.
—Molly, ¿has visto cuánto cuesta? — susurró Ashley, tratando de evitar que el conductor la oyera—. La cifra estaba abajo de la factura: ¡quinientos dólares!
—Will lo pagará — admitió Molly, derrotada, sabiendo que no había otra forma de explicar semejante gasto.
—¿Will lo pagará? — exclamaron ambos a la vez, atónitos.
—Sí — contestó Molly, mirando hacia el camino, por donde apareció su liberación—. Ahí llega el autobús.
—No te casarás con él, ¿verdad? — preguntó Mike, mientras su estudiada pose de frialdad se quebraba, permitiendo asomar algo de su ansiedad.
—No, por supuesto que no — aseguró Molly—. Sólo está preocupado por nosotros, eso es todo.
—Mejor que ni se te ocurra — dijo Mike, encaminándose hacia el autobús.
—No olvides que te recogeré a la salida de la escuela. Tenemos una cita en el Departamento del Alguacil a las tres y media — le gritó Molly.
—Sí, sí.
Mike no sonaba nervioso. Si de veras no lo estaba, pensó Molly, debía de tener la cabeza llena de serrín. Ella, por cierto, sí lo estaba.
—Molly, pensé que te gustaría saberlo: Will estaba silbando cuando se marchó esta mañana — le confió Ashley, en tono cómplice.
—¿Podrías subir al autobús? — dijo Molly casi a los gritos. Ashley sonrió, saludó con la mano y corrió rauda por el camino de acceso hasta el vehículo. Frunciendo el entrecejo con fiera expresión, Molly vio alejarse la delgada figura enfundada en tejanos. Ashley subió al autobús, este se puso en marcha... y Molly imaginó a Will silbando. La imagen era irresistible. Molly no se dio cuenta del momento que su entrecejo fruncido se transformó en sonrisa.
El sistema de seguridad estuvo instalado por completo y en pleno funcionamiento esa misma tarde. Mientras el instalador trabajaba, Molly limpió la casa, seleccionó la ropa sucia para llevar a la lavandería y finalmente, de mala gana, llamó al doctor Mott para preguntar por Sheila.
Mientras esperaba que el veterinario se pusiera al teléfono estuvo a punto de colgar, tan segura estaba de que las noticias serían malas. Pero Sheila estaba resistiendo, dijo el veterinario. Había sido malherida y se hallaba bajo el efecto de poderosos sedantes, pero podía recuperarse. Molly colgó el auricular y elevó una breve plegaria por Sheila: por favor, Dios, no dejes que muera.
Un patrullero de la policía estatal se acercó por el camino de acceso justo en el momento en que se marchaba la camioneta del sistema de seguridad. Cuando Molly hubo respondido a las preguntas del oficial y los policías se hubieron marchado, estaba al borde de las lágrimas. Bebió dos tazas de café y se dio una larga ducha, y finalmente logró apartar una vez más de su mente toda la pesadilla.
Para ir al encuentro con los delegados, Molly hizo una incursión el guardarropas de Ashley. Eligió un vestido de punto color crema, con cuello cisne y ribetes de algodón, y como accesorio un cinturón de cuero tostado. El largo de la falda, que le tapaba las rodillas, correspondía estilo de Ashley, no al suyo, pero el efecto era atractivo, especialmente combinarlo con pendientes dorados, pantis color carne y los zapatos marrones de tacón de Ashley. Se marcó el pelo con rizadores calientes, aplicó a sus labios lápiz color violáceo y un toque de sombra sobre las pestañas. En conjunto, pensó, estaba muy guapa.
Habría apostado cualquier cosa a que Will aprobaría su arreglo. Era la clase de atuendo decoroso que un hombre como él querría que llevara su chica.
Ahora que era su chica de verdad, podría incluso ocasionalmente complacerlo. Aunque tenía la intención de volver a usar la minifalda negra muy pronto.
En el encuentro con los delegados algo no funcionó. Tom Kramer, el abogado, se encontró con ella y con Mike en la oficina del alguacil, un edificio de una sola planta de ladrillo visto en el centro de Versailles. Era un hombre corpulento, con la coronilla calva y rostro alegre. También era, según pudo descubrir Molly, bien conocido por los delegados, que lo trataron con respeto. Molly se sentía agradecida por su presencia. Con él apoyando a Mike, los delegados fueron escrupulosamente educados. Si tanto ella como Mike los hubieran enfrentado por su cuenta, a Molly le daba miedo imaginar lo que podría haber pasado.
Con su cola de caballo y su pendiente, su camisa desteñida de franela y los tejanos andrajosos, Mike, hubo de reconocer Molly, no ofrecía un aspecto respetable. Tampoco ayudaba que estuviera en uno de sus días malos, con mal carácter, soltando monosílabos por toda respuesta y con una actitud que bordeaba la hosquedad.
Mientras uno de los delegados interrogaba a Mike bajo la supervisión de Kramer, el otro llevó aparte a Molly. Se llamaba D. Hoffman, de acuerdo con el rótulo de plástico que tenía prendido en el bolsillo de su camisa.
—¿Cuánto es lo que sabe usted sobre satanismo, señorita Ballard? — preguntó Hoffman, sin ningún preámbulo.
Molly lo recordaba de aquella noche, en su casa: era el que tenía la barriga típica del bebedor de cerveza. El oficial alto y desgarbado hablaba con Mike. El rótulo que tenía ponía C. Miles.
—¿Sobre qué? — Molly estaba distraída, tratando de escuchar lo que C. Miles preguntaba a Mike, y pensó que no había comprendido bien.
—Sobre satanismo, señorita Ballard. Ya sabe, el culto del diablo.
—No sé absolutamente nada sobre eso.
Estaba impaciente; ¿qué tenían que ver con todo eso los cultos diabólicos?
—Sabemos que está al tanto de que una yegua pura sangre fue atacada anoche en el campo de la cuadra Wyland. De hecho, entendemos que usted y su hermano fueron los primeros en acudir.
—Correcto.
—¿Cómo sucedió? Quiero decir que usted y su hermano fueron los primeros en acudir.
—Mire, ya hice mi declaración ante la policía estatal, y la verdad es que no deseo volver a hablar de ello, ¿está bien? — Molly no pudo soportar la idea de revivir nuevamente los detalles.
—Muy bien — con una mirada dirigida a Kramer, el delegado se volvió atrás. Bajó los ojos hasta una tablilla con sujetapapeles con el que estaba jugueteando—. Otro de los animales de Wyland fue atacado hace unos meses, ¿es así? ¿Una mula?
—Ofelia. Sí.
—Ofelia. ¿Es así como se llama la mula?
Molly asintió. Él lo anotó.
—Usted, obviamente, está familiarizada con la mula. ¿También lo estaba con la yegua que fue atacada? ¿La conocía el animal?
—Sí — la voz de Molly sonó tensa. — ¿Y su hermano?
—Y mi hermano, ¿qué?
—¿Su hermano también estaba familiarizado con la yegua?
Molly lo miró fijamente:
—¿Podría decirme, por favor, qué tiene que ver esto con el motivo por el que estamos aquí? Creí que ustedes estaban tratando de encontrar a los chicos que bebían cerveza y fumaban porros en el establo Sweet Meadow.
—Lo estamos — Hoffman vaciló y miró nuevamente a Kramer. El abogado, que estaba de espaldas a Molly, estaba hablando con el otro delegado.
Mike estaba mirando la pared de enfrente, con el aspecto, pensó Molly con desagrado, de quien está en otra parte.
—También estamos investigando el acuchillamiento de caballos — continuó Hoffman—. La mula, Ofelia, aparentemente fue la primera. Desde entonces, han sido atacados seis de pura sangre. Cuatro han muerto.
¿Estaba enterada de eso?
—No, no lo estaba. ¿A qué se debe esta conversación, si no le parece mal decírmelo?
—Creemos que se acuchilla a los caballos en una especie de ritual. Un ritual perteneciente a un culto diabólico. Hemos hallado señales nos conducen a creer que en la región se ha creado un culto satánico.
—¿Un culto satánico? — Molly no podía creerlo.
Hoffman asintió.
—Es más común de lo que se cree. Habitualmente se trata de un grupo de adolescentes, chicos inadaptados, rebeldes. Como su hermano.
Molly necesitó algunos segundos para asimilar esta información, por lo portentosa.
—¿Usted piensa que Mike...? — Molly quedó boquiabierta y sacudió la cabeza—. De ninguna manera. Cerveza o porros, quizá, ¡pero culto al demonio! ¡Y jamás, jamás le haría daño a un animal! ¡Mike ama a los animales!
—¿Está segura, señorita Ballard?
—Absolutamente segura. Me jugaría la vida por lo que digo.
—Podría estar haciéndolo — Hoffman no sonreía—. O la de alguna otra persona. A veces estos cultos comienzan atacando animales y terminan atacando gente. La primavera anterior, nos llegaron informes acerca de que se estaban mutilando conejos, ardillas y pájaros. Cerca del verano, los atacados pasaron a ser animales domésticos, perros y gatos. Ahora caballos. ¿Qué se imagina que puede seguir después, señorita Ballard?
—¡Usted debe de haberse vuelto loco! — exclamó Molly, y miró a su alrededor en busca de Kramen Tenía que oír estas acusaciones... y vérselas con ellas.
Resultó que ya lo había hecho. El delegado Miles estaba formulando a Míke exactamente la misma pregunta. Siguiendo el consejo de su abogado, Tom Kramer, Mike se negó a responder. Dado que ni siquiera había pruebas de la existencia de algún culto satánico, mucho menos de la supuesta participación de Mike en él, los delegados no pudieron hacer otra cosa que dar por terminada la entrevista cuando Kramer declaró que era suficiente.
Si tenían alguna otra pregunta para hacer, debían llamarlo a su oficina, dijo el abogado. Les estaba advirtiendo que no debían interrogar a su cliente sin que él estuviera presente.
—¿Hablan en serio? — preguntó Molly, cuando Mike, Kramer y ella salieron juntos a la brillante tarde de octubre.
El veranillo había regresado, pero el tiempo espléndido no era consuelo para Molly. Estaba tan preocupada que sentía náuseas; incluso Mike, le alegró ver, por una vez parecía abatido.
—Jamás hice eso — dijo Mike seriamente, mirando alternativamente a Molly y al abogado.
—Sé que no lo hiciste — Molly se alegró de poder establecer si, creencia con absoluta convicción.
—Oh, sí que hablan en serio — dijo Kramer, sin sonreír—. Pero no ninguna prueba. Véalo de esta forma: hizo que olvidaran los otros cargos.
—Fenomenal — la respuesta de Mike era sombría.
—Si llegan a tener alguna prueba de que este grupo existe y Mike forma parte de él, se pondrán en contacto conmigo. Mientras tanto, yo no, le preocuparía por eso. Sólo mantente alejado de los problemas, muchacho.
Llegaron al final del camino que conducía desde la oficina del alguacil hasta la acera donde se encontraban aparcados los coches de ambos, uno detrás del otro. El Plymouth azul con sus manchas de óxido, su pintura desconchado y sus neumáticos lisos parecía una chatarra al lado del opulento Mercedes gris del abogado. Molly registró la diferencia entre ambos vehículos con una íntima sonrisa irónica, e intentó no pensar en cuánto le costaba al gobierno los servicios del abogado... o a Will. En lugar de eso, se detuvo y le ofreció su mano. Mike, por supuesto, se deslizó dentro del coche sin una palabra, sin dar las gracias ni despedirse.
—No sé qué habríamos hecho sin su ayuda — dijo Molly, fulminando a Mike con una mirada reprobatorio que se perdió en la nada. Estaba ocupado revolviendo las cintas guardadas en la guantera.
Kramer estrechó su mano y le sonrió:
—Encantado de servirla — dijo—. Si sé algo de los delegados, tal vez quiera ir hasta su casa y echar un vistazo, ver el lugar donde fue atacado el caballo, esa clase de cosas. ¿Está de acuerdo?
—Será bienvenido en cualquier momento — aseguró Molly.
—No se preocupe demasiado — le aconsejó él, soltando su mano—. Dudo que salga algo de todo esto. Por lo que pude ver, estaban dando manotazos en el vacío. Y parecen haber olvidado los otros cargos.
—Espero que esté en lo cierto — la respuesta de Molly salió del corazón. Con una sonrisa y un movimiento de despedida con la mano, fue hacia el coche y montó en él.
El Plymouth no quiso arrancar. Mike murmuró por lo bajo y se hundió en su asiento, turbado, mientras Molly primero, y Tom Kramer después, trataron de hacer cuanto sabían para que el motor se pusiera el, marcha.
Finalmente Molly tuvo que reconocer su derrota, y llamó al garaje de Jimmy Miller. Jimmy no estaba. Uno de los mecánicos prometió ir hasta allí y revisar el coche tan rápido como pudiera, pero dijo que, como estaba solo en el taller, podían pasar dos horas antes de que llegara.
Tom, a esta altura, Molly ya se dirigía a él por su nombre de pila — ofreció llevarlos a casa. Dijo que aprovecharía para matar dos pájaros de un tiro y de paso echaría un vistazo a la escena del ataque.
Cuando llegaron ya eran las cinco y media. El sol de las últimas horas de la tarde lanzaba sus rayos sobre la pradera, otorgando un brillo dorado a los árboles, la hierba y la casa. Susan y Sam, con tejanos y camisa, jugaban con un balón de fútbol en el patio. Pork Chop estaba sentado debajo del gran roble, con los ojos levantados hacia el follaje rojizo y dorado con expresión de ansiedad; Molly pensó que sería una ardilla. Un jeep Cherokee negro estaba aparcado en el camino de acceso, advirtió Molly. Con el stetson en una mano y sin su guardapolvos, J. D. estaba en la puerta del frente, charlando con Ashley, quien mantenía abierta la puerta batiente J. D. se volvió, radiante, al oír el sonido de un coche que se acercaba, pero se enfurruñó cuando vio que Molly llegaba en un Mercedes, escoltada por un hombre desconocido.
—Te apuesto un dólar a que sé a quién vino a ver — musitó Mike a Molly cuando se apearon del coche.
Molly lo ignoró, saludando a los gemelos con la mano, quienes siguieron con su juego, y dando unas palmadas a Pork Chop, que dejó de ladrar cuando vio quiénes eran los recién llegados. Tom fue con ellos hasta la casa.
Con los ojos en blanco por el saludo demasiado efusivo de J. D., Mike entró en la casa, mientras Molly hacía presentaciones de Tom, Ashley y J.
D., quienes permanecieron un momento conversando. En el patio, Susan lanzó un chillido cuando no pudo recibir el envío de Sam, situación que aprovechó Pork Chop para huir con el balón. Ambos gemelos salieron en persecución de Pork Chop, mientras este corría con el balón en la boca, meneando la cola y encontrando en apariencia tremendamente divertido este nuevo juego. La temperatura, aun a esas horas de la tarde, era templada. Nadie llevaba chaqueta, salvo Tom, y la suya era parte del traje.
—Vine sólo a ver cómo estabas — dijo J. D. a Molly por lo bajo, mientras Tom intercambiaba cortesías con Ashley.
—Estoy bien — respondió Molly. Antes de que pudiera decir otra cosa, el crujido de la grava anunció la llegada de otro visitante. Con una mueca, Molly reconoció el Corvette rojo: Thornton Wyland.
Junto a él estaba Tyler, como pudo ver cuando ambos bajaron del coche.
Pork Chop dejó caer el balón para ladrar a los visitantes, y los gemelos lo recuperaron y reiniciaron su juego. Thomton sonrió y saludó a Molly desde el porche con la mano, mientras Tyler le dedicaba una sonrisa sardónica.
Ashley echó una mirada a Thornton, se ruborizó y se metió en casa. En otras oportunidades Molly ya había advertido que Ashley era particularmente vergonzosa en todo lo referente a Thornton, y sospechó que su hermana encontraba intimidatorio su buen aspecto. J.D., obviamente molesto por la llegada de los otros dos hombres, recordó que trabajaba para los Wyland y trató de no mirarlos con el entrecejo fruncido.
Tom Kramer estrechó manos a diestra y siniestra cuando Molly hizo las presentaciones. Luego, sin saber qué otra cosa hacer, invitó a todos a sentarse.
—Tyler y yo vinimos a ver si estabas bien — dijo Tom, con una risita diabólica—. Todos vimos lo alterada que estabas anoche. No me importa decirte que, por una vez, quedé conmovido al descubrir que nuestra pequeña y dura señorita Molly era capaz de llorar.
—La viva estampa del tacto, como siempre, Thom — murmuró Tyler, quien sonrió a Molly—: Es una suerte que vivas tan cerca. Podríamos haber perdido esa yegua.
—¿Saben algo de ella? ¿Se va a poner bien?
Molly se sentó en el columpio, agradecida a Tyler por permitirle ignorar las burlas de Thomton. Este, de inmediato, aprovechó la oportunidad de sentarse sobre el brazo metálico del columpio, al lado de Molly. Molly continuó ignorándolo.
—El doctor Mott dijo que está fuera de peligro.
J. D. consideró la posibilidad de ocupar el lugar vacío al lado de Molly, pero recordó quiénes eran sus rivales y se quedó de pie, con expresión malhumorada. Tom se sentó sobre sus talones, escuchando la conversación con interés evidente.
Hemos decidido ofrecer una recompensa — dijo Thomton—. Dos mil dólares por cualquier información que conduzca a la captura de las personas responsables.
—¿Piensan que pueden ser más de uno? — preguntó Tom. Después de haber oído lo que los delegados pensaban del asunto, Molly se maravilló cuando notó la inocencia implícita en su pregunta. Si el Departamento del Alguacil estaba investigando la posible intervención de un culto satánico en el hecho, los Wyland debían estar al tanto. Inclusive era posible que supieran que Mike era un sospechoso. Así funcionaban las cosas en Woodford County.
Molly sintió que su columna vertebral se ponía rígida ante la sola idea. Si los Wyland intentaban atrapar a Mike por medio de esa recompensa, pues sí que tenían un problema en puerta, pensó con fiereza. En este caso, su hermano era tan inocente como lo era ella misma. Molly estaba tan segura de eso como jamás lo había estado de cosa alguna en toda su vida.
J. D. se encogió de hombros:
—Así parece pensar la policía. Dijeron que no podían imaginarse cómo pudo haber hecho un hombre solo para someter a una yegua de más de quinientos kilos el tiempo necesario para hacerle lo que le hizo.
En ese momento un Chrysler color crema se acercó por el camino de acceso, seguido por el Plymouth azul de Molly. Pork Chop se puso a ladrar La conversación se interrumpió y todos miraron a Jimmy Miller, que se apeaba del Chrysler. Llevaba una chaqueta deportiva color tostado y pan talones marrones, una clase de atuendo desacostumbrado en él. Un joven empleado del garaje, vestido con su mono azul de mecánico, salió del Plymouth. Ambos se dirigieron hacia el porche.
—¿Ya has arreglado mi coche? — Molly recibió encantada a Jimmy, mientras este subía los escalones del porche.
—Sólo necesitaba un toque — dijo Jimmy, sonriendo a Molly y saludando a los otros hombres con un movimiento de cabeza—. La batería tenía poca carga. Debes de haber dejado las luces encendidas, o algo así.
—Gracias — Molly le devolvió la sonrisa—. Y gracias por traérmelo. No era necesario que lo hicieras.
—Ha sido un gusto — Jimmy le dirigió una mirada que recordaba los besos que habían compartido en su asiento delantero dos noches antes.
Consciente de la marca que, ya menos notoria, aún tenía bajo el cuello cisne de su vestido, Molly se sintió avergonzada y culpable. Avergonzada, porque en circunstancias normales jamás habría permitido que la besara de esa forma; culpable, porque evidentemente Jimmy imaginaba que aquellos besos suyos significaban más que lo que realmente eran.
—Permíteme ofrecerte un café o una Coca Cola — dijo Molly, poniéndose de pie.
—Una Coca Cola estará bien — Jimmy se sentó en los escalones. Su empleado se quedó indeciso por un instante, pero luego se sentó a su lado—. Una también para Buddy. Oh, Molly, este es Buddy James.
—Ya nos conocemos — dijo Buddy, sonriendo a Molly algo tímidamente por sobre el hombro. Llevaba muy corto el negro pelo, y tenía un rostro redondo, de adolescente, cubierto de espinillas. Molly asintió, manifestando respaldar su comentario, aunque, si alguna vez se habían visto, no podía recordar cuándo ni dónde había sido.
Molly efectuó las presentaciones de rigor y luego preguntó:
—Caballeros: ¿café o Coca Cola?
Estaba tomando nota mentalmente de sus respuestas cuando otro coche más apareció por el camino de grava.
Era un Ford Taurus blanco.