7
Pork Chop siguió ladrando en el porche mientras el auto, con el ruido característico de neumáticos sobre la grava, retrocedía por el camino de entrada. Molly contempló la figura familiar de la desvencijada casa y las siluetas recortadas de sus hermanos contra la puerta de entrada hasta que el coche alcanzó la carretera. Un rápido cambio de marcha y comenzaron a avanzar. Hogar y familia quedaron atrás.
Finalmente se atrevió a mirar al hombre sentado a su lado. Visto de perfil, tenía facciones agradables. La frente era alta; la nariz, recta y no demasiado larga; la boca, firme y poco risueña, y la barbilla, muy masculina. Todo era proporcionado. A una treintañera sofisticada, acostumbrada a las perlas y al visón, podría parecerle guapo, supuso Molly.
A sus veinticuatro años de pantalón tejano y zapatillas, le parecía francamente atemorizador.
Él estaba concentrado en la carretera, estrecha y sinuosa. Aunque eran poco más de las siete, ya era noche cerrada. Todavía no había aparecido la luna. La única iluminación era la de los faros delanteros del coche.
Los brillantes haces de luz atravesaban la oscuridad, reflejándose en la superficie arenosa del terreno y mostrando la centenaria tapia de piedra que rodeaba las trescientas hectáreas de la cuadra Wyland. La casona donde vivía la familia estaba a más de un kilómetro y medio, detrás de una vasta extensión de onduladas praderas cubiertas de abundante hierba. Con sus ladrillos pintados de blanco y su fachada de estilo griego, la enorme mansión de veintidós habitaciones podría haber sido el modelo para Tara. La casa de huéspedes, de diez habitaciones, era una copia en miniatura de la principal, e incluso la media docena de caballerizas reflejaban el elegante estilo. Pero el apogeo del establecimiento de cría había tenido lugar en los años setenta y en los primeros de la década de los ochenta, cuando el dinero proveniente del petróleo árabe había elevado el precio de los potrillos hasta la estratosfera, en la subasta anual que se celebraba en julio de cada año en Keeneland. Poco después los árabes se habían ido al sur, llevándose con ellos sus petrodólares, y la cuadra, como todo el negocio de los de pura sangre en general, había comenzado a declinar. En la época en que los Ballard habían llegado para instalarse en la propiedad, casi siete años atrás, la cuadra Wyland comenzaba una larga caída que aún continuaba. De un promedio de cuarenta caballos de carrera en entrenamiento, cuarenta y siete yeguas de cría, cincuenta y ocho potros recién destetados y potrillos, y cuatro valiosos sementales que exhibía a mediados de la década de los setenta, en la actualidad contaba con quince caballos de carrera, sólo nueve yeguas de cría, once potros y potrillos y un único semental de probada calidad, que desgraciadamente estaba envejeciendo. El hospital veterinario del establecimiento había dejado de funcionar, al igual que la cantina para los trabajadores. La piscina equina, alguna vez equipada con un dispositivo de ruedas de fondo y jacuzzi para rehabilitar los de pura sangre que hubieran sufrido torceduras o esguinces, ya no contenía agua ni equipos, y estaba cubierta de hojas y desperdicios. El establo para padrillos, con un solo ocupante, cumplía también la función de la oficina de la cuadra. El resto de los establos necesitaba reparaciones varias y una mano de pintura blanca. Incluso las gráciles cúpulas que los coronaban ya no mostraban el brillante verde esmeralda de otros tiempos; uno de los colores con que corrían los caballos de Wyland. El tiempo y la desidia lo habían desteñido hasta convertirlo en un pálido verde musgo. La casa de Molly, una de las varias viviendas de trabajadores diseminadas por la propiedad, también había mostrado alguna vez el mismo color blanco y el mismo verde brillante. Ahora la pintura blanca se descascaraba y caía en largas tiras, y el aspecto final podría muy bien definirse como gris.
A pesar de este revés de la fortuna, el nombre de la cuadra Wyland aún conservaba una resonancia mágica en el lugar. Este era el país de los caballos, Bluegrass, un oasis de feudos señoriales y buenos modales incrustado en el centro del sur rural. La población humana era escasa.
Quienes vivían en esta pradera ondulada eran, en su gran mayoría, oriundos de la región. Vivían allí porque así lo habían hecho su abuelo y el abuelo de su abuelo. Algunos pocos, los propietarios de los grandes establecimientos de cría de caballos, eran tan ricos como los más ricos del mundo, y así había, ido durante generaciones. Pero la mayoría de la población no lo era. Estaban allí para satisfacer las necesidades de los propietarios, que eran los gobernantes de facto, privilegiados con un tácito pero indiscutible droit du seigneur La pequeña aristocracia del whisky, tal como la llamaban los más irreverentes en referencia a la legendaria mezcla fermentada que, junto a los caballos de carrera, conformaba la esencia de la vida de la región, era en todo y cada uno de los detalles tan aristocrática como los lores y ladies con títulos nobiliarios de Inglaterra. De hecho, la propia reina Isabel II había visitado en privado varias veces la región, y se decía que se había sentido como en casa entre los nativos de sangre azul. Estrellas de cine, magnates y millonarios extranjeros celebraban su éxito internacional trasladando su residencia a la región, con la esperanza de adquirir la pátina de distinción que, con el tiempo, convierte en antigua fortuna el dinero habido. Sin embargo, la delicada hospitalidad sureña y el hablar lánguido que recibían a los recién llegados era engañosa. Los de Bluegrass evaluaban a su gente tal como lo hacían con sus caballos: por su linaje. Un basamento de frío acero yacía bajo la acogedora suavidad, y la clase alta podía ser despiadada al darle unánimemente la espalda a aquellos que, en su opinión, no merecían su estima.
Molly no había tenido la fortuna de nacer dentro de una de las familias terratenientes. La suya no había sido más que un diminuto e insignificante engranaje entro de la vasta maquinaria humana que servía ricos. Hasta donde sabía, sus parientes nunca habían sido dueños de propiedad alguna ni habían adquirido educación más allá de la escuela secundaria. Sin rostro ni nombre reconocible, salvo para su pequeño grupo de familiares y amigos, habían vivido y muerto en la oscuridad en un sitio donde la prosapia significaba todo.
Como resultado de esto, había tenido que luchar toda la vida para no sentirse alguien sin importancia, despreciable. Esa noche, mientras era llevada por un hombre que la tenía prácticamente a su merced, enfrentó una vez más esa sensación.
—¿De manera que consigue la mayoría de sus citas por medio del chantaje? — Molly era incapaz de prolongar el silencio por más tiempo.
Profirió esa bravata con la barbilla en alto y voz cáustica. Cruzó los brazos apretados contra su pecho para rechazar el escalofrío que parecía estar atacando la médula de sus huesos.
—No, pero, vamos, la mayoría de mis citas no son con ladronas — la réplica fue fría, y la mirada que él le dirigió, breve.
Herida por haber sido llamada ladrona, Molly cambió la bravata por una franca hostilidad.
—¿Qué quiere de mí?
—Hablaremos de ello durante la cena.
—Ya he comido.
—Yo no.
Parecía no haber respuesta que Molly pudiera dar a esto último. Lo que estaba obviamente implícito era que ella haría lo que él deseara. Dadas las circunstancias, él tenía razón. Molly, que había permanecido rígida y erecta, se hundió ligeramente en su asiento, vencida ante la comprobación.
—Si se trata de los veinte dólares...
—¿Veinte dólares? — le lanzó una mirada a través de los ojos entrecerrados.
—Los gasté en cosquillas y leche para los niños, ¿está bien? Los devolveré.
Se produjo una pausa. El volvió a mirarla:
—¿Tomó veinte de los cinco mil que había en el saco para comprar cosquillas y leche a sus hermanos?
—No los echó de menos — dijo decepcionada. El tono con el que él le hablaba se lo había confirmado.
—No.
—¿Qué quiere de mí, entonces?
—A su debido tiempo.
El coche frenó ante una señal de detención y luego giró hacia el puesto de peaje de Old Frankfort. Molly advirtió que irían hacia Lexington. El condado de Woodford, agrario y rural, no ofrecía mucho en el rubro restaurantes. Pero se encontraba a corta distancia de Lexington, la pequeña pero activa ciudad que era conocida como el corazón de Bluegrass.
—¿Cómo piensa conseguir dinero, ahora que ha perdido su empleo? preguntó él rompiendo el silencio.
—¿Acaso es de su incumbencia?
—Sí — dijo—, creo que lo es.
El mensaje tácito era claro: tenía derecho a preguntarle lo que se le ocurriera, y si ella sabía lo que le convenía, lo mejor era que contestara.
—Tengo que cobrarle a Don Simpson casi dos semanas de paga. Luego, supongo que buscaré otro empleo — por nada del mundo iba a dejarle saber lo desesperada que se encontraba. Habiendo renunciado a una cuadra, era poco probable que la tomaran en algún otro. Los tipos del negocio de los caballos de la zona actuaban con espíritu de cuerpo.
—Su teléfono ha sido desconectado — comentó él.
Molly se puso rígida. Había sucedido apenas esa mañana, menos de una semana después de que llegara el aviso de que iban a cortarlo. La Compañía Southern Bell, acostumbrada desde largo tiempo a lidiar con los insolventes Ballard, no demoró mucho en desconectarlo.
—¿Cómo lo sabe?
—Traté de llamar antes de ir a su casa. Pensé que agradecería algún tipo de advertencia.
—Tiene razón, lo habría hecho — de pronto, una aguda antipatía hacia él le atipló la voz. Molly celebró su aparición. La ayudó a atenuar un pico de vergüenza tan doloroso que la hizo retorcerse en el asiento. Que le cortaran el teléfono o la electricidad o el gas no era nada nuevo, pero continuaba odiando que alguien se enterara. Especialmente él.
—¿Olvidó pagar la cuenta?
—No tenía el dinero, ¿de acuerdo? — una especie de orgullo perverso le impidió mentir. Además, ¿qué podía decir que él creyera? ¿Que la familia había estado de vacaciones y habían olvidado enviar el cheque antes de partir? Ya había dicho algo semejante cuando estaba en sexto grado, y se habían reído de ella.
—Supongo que parte de los cinco mil dólares estaba destinada a reconectar el teléfono.
—Sí, lo estaba.
El no dijo nada. Tras un momento preguntó:
—¿Cuánto ganaba trabajando en Wyland?
Y a usted qué le importa, fue la respuesta que estuvo a punto de brotar de los labios de Molly, pero no se molestó en pronunciarla. De todas maneras, él iba a conseguir que le contestara. A regañadientes mencionó una cifra que hizo que él alzara las cejas.
—No es mucho — comentó.
—Suficiente como para ir tirando.
—¿Es su único ingreso? ¿Tiene algún otro recurso?
—¿Se refiere a algún fondo de inversión de un millón de dólares? No, realmente mi gente nunca se dio maña para establecer recurso semejante.
—Tal vez alguna pensión del estado para sus hermanas y hermanos Sugirió él, ignorando el sarcasmo.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no, ¿está bien?
—Se me ocurre que vosotros seríais favorecidos...
—Bien, no lo somos — replicó ella secamente.
—¿Ningún otro miembro de la familia trabaja?
—Susan y Sam tienen once años. No, no trabajan. Mike tiene catorce; a veces ayuda a algún vecino con el campo, pero no hay muchos empleos por aquí para chicos de esa edad. Y Ashley tiene bastante con la escuela.
—¿No puede conseguir un empleo por las tardes? Parece tener edad suficiente.
—Tiene diecisiete años. Termina la secundaria este año. Con el mejor promedio, una A. Si puede mantenerlo hasta su graduación, va a obtener una beca completa para la universidad. Ese es su pasaporte para salir de todo esto, no un empleo con el salario mínimo vendiendo hamburguesas o controlando mercaderías en una tienda. Así que no, Ashley no trabaja.
Sabe que podría llegar a despellejarla si lo intentara.
Para alivio de Molly, él dejó el tema. A medida que el silencio se prolongaba, Molly fue relajándose gradualmente. El viento soplaba a través de las ventanillas, con un suave susurro. Las copas de los árboles se mecían, destacándose oscuras contra el cielo nocturno. Sobre el horizonte apareció una estrella, que luego fue seguida por otra y otra más a medida que se abría la capa de nubes y se marchaban hacia el oeste sin dejar caer ni una gota. El coche dio un bandazo inesperado cuando su rueda delantera derecha pasó sobre un bache aparecido durante el crudo invierno anterior. Otro coche se les aproximó, iluminando a su paso el interior del Taurus con los faros delanteros.
Echando una mirada al hombre que estaba a su lado, Molly vio que parecía sumido en sus pensamientos.
El coche subió una cuesta, y súbitamente la pequeña y pintoresca Lexington se desplegó ante ellos como una iluminada tarjeta de Navidad.
Sede de la Universidad de Kentucky, Lexington se veía activa a las siete y media durante el año escolar, incluso un miércoles por la noche. Aun así, el tránsito que se dirigía al centro era extraordinariamente intenso. El Taurus disminuyó la velocidad cuando se vio atrapado en el tráfago de vehículos.
Doblaron a la derecha en Limestone, y al pasar por el Centro Cívico Molly comprendió la razón de la inusual cantidad de tránsito. La marquesina anunciaba: Indigo Girls. Esta noche a las ocho.
Por supuesto. Había leído algo acerca del espectáculo unas semanas atrás, sólo que había olvidado que tendría lugar esa noche. No había razón alguna para que lo recordara. Aunque tanto Ashley como ella eran fanáticas de las Indigo Girls, no hubieran podido afrontar el gasto. No es que le importara demasiado, realmente no. Lujos semejantes jamás habían formado parte de su vida, y no esperaba que alguna vez lo hicieran.
—¿Le gustan las Indigo Girls? — le preguntó él. Molly supuso que había estado mirando con envidia a la gente que se afanaba bajo la marquesina, y él inmediatamente lo advirtió.
—No están mal — su encogimiento de hombros fue indiferente.
—A mí me gustan — dijo él, sorprendiéndola. Molly no respondió.
Minutos más tarde entraban al aparcamiento del popular restaurante italiano de Joe Bologna. Ella había esperado que se detuvieran en algún lugar como Mc Donald's o Kentucky Fried Chicken. No en un sitio como este, que era uno de los mejores de los alrededores. Cuando él detuvo el coche, Molly se miró a sí misma con renovada consternación.
—No esperará que entre ahí tal como estoy, ¿verdad? — preguntó.
—¿Por qué no? — apagando el motor, sacó las llaves del encendido Y las guardó en su bolsillo.
—Porque es un lugar elegante y no estoy vestida adecuadamente — dijo Molly entre dientes. No tuvo ningún efecto.
Él ya se había apeado del coche antes de que ella terminara de hablar.
Cuando abrió la portezuela del acompañante, Molly, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro altivo, se quedó obstinadamente sentada. El la contempló un momento en silencio.
—No puedo ir vestida así — dijo finalmente Molly, exasperada ante su silencio. Le dirigió una mirada de arriba abajo. — Cuando salimos de casa dijo que no tendría que bajarme del auto.
—Mire — replicó él—, hoy no he comido. Me muero de hambre. Voy a comer aquí porque es lo más parecido a verdadera comida italiana que hay en este pueblucho, y tengo ganas de comer comida italiana y vendrá conmigo porque quiero hablar con usted. No me interesa cómo está arreglada. De todas maneras, estando tan cerca del campus de la universidad, la mitad de los parroquianos llevarán tejanos, así que estará bien.
—No se trata sólo de los tejanos. Es mi pelo, y no llevo maquillaje, y esta camisa es de Mike... no lo haré.
—Baje del coche, Molly.
Esas pocas palabras decían que su única alternativa era obedecer.
Apretando los labios, Molly titubeó... y después bajó del coche. Pasó frente a él sin registrar aparentemente su presencia ni siquiera con una mirada, y oyó, más que vio, cómo él cerraba la portezuela. Mientras caminaba tiró de la banda de goma que sujetaba su cola de caballo, haciendo un gesto de dolor cuando arrancó algunos cabellos enredados en ella. Rápidamente esponjó su espesa cabellera oscura con los dedos, con la esperanza de otorgar un aire de pelo bien peinado a la ondulada mata. Sin un espejo a mano no podía saber si su intento había tenido éxito, pero al no contar con un peine o un cepillo eso era todo lo que podía hacer para intentar mejorar.
—Ha estado antes aquí, imagino — fue tras ella subiendo los escalones de la puerta de entrada del restaurante.
—Sí.
Precisamente una vez, durante una cita. Se había puesto un vestido de tirantes de Asbley y su único par de zapatos de tacón, e iba cuidadosamente peinada y maquillada. No como esa noche.
Enfrentando las puertas de roble lustrado y las luces de cristal coloreado, Molly inhaló profundamente, cuadró los hombros y adelantó la mano hacia el tirador de bronce labrado. Si no tenía más remedio que entrar a un lugar elegante como ese y con el aspecto que tenía, al menos no iba a permitir que nadie se diera cuenta de que, a cada paso que daba, deseaba que la tierra la tragara.
La mano de él se adelantó a la de ella y asió el tirador. Manteniendo la puerta abierta, le cedió el paso.
—Qué caballero — gorjeó sobre el hombro, con una resplandeciente sonrisa.
—Trato de serlo — contestó imperturbable, siguiéndola hacia el interior.
Con la cabeza en alto, Molly llegó al vestíbulo tenuemente iluminado y subió los peldaños que conducían hasta un mostrador de roble donde aguardaba una recepcionista elegantemente vestida, aproximadamente de su misma edad. Al acercarse Molly, levantó la vista. Una sonrisa de superioridad apareció en su rostro al pasar la mirada sobre Molly. A pesar de sus buenas intenciones, Molly sintió que el fuego de la humillación le quemaba el cuello.
—¿En qué puedo ayudarle? — preguntó la recepcionista.
—Cena para dos, por favor — el tipo del FBI habló desde detrás de Molly.
—¿Ha reservado mesa? — tras dirigirle una rápida mirada, la actitud de la recepcionista se volvió de repente mucho más respetuosa.
—Esta noche no — le sonrió al decirlo.
—Tienen suerte, la gente que iba al recital ya se ha marchado; de lo contrario no habríamos tenido lugar. Por lo tanto... — Bajó la mirada hasta la planilla, y tomó un par de cartas de menú—. Creo que encontremos un buen sitio. Síganme, por favor.
Con una sonrisa al hombre del FBI y una rápida, intrigada mirada a Molly, la recepcionista los condujo hasta el salón decorado con candelabros dorados, tabiques de cristal ahumado y butacas de cuero color borgoña.
Mientras se deslizaba dentro del reservado indicado, Molly sintió que le recordaba la nave de una iglesia.
—¿Traigo algo para beber? Esta noche los cócteles de whisky son especiales — la recepcionista les entregó las cartas.
—No — respondió el hombre del FBI antes de que Molly pudiera replicar.
Su negativa incluía claramente a ambos. Molly no era, de todas maneras, una bebedora y, dadas las circunstancias, no sentía el menor deseo de beber alcohol, pero aun así su actitud autoritaria le molestó.
—Yo tomaré uno — dijo Molly. La mirada que le dirigió a su acompañante fue todo un desafío. Casi esperó que él diera una contraorden a la recepcionista. Pero no lo hizo. En lugar de eso, abrió su carta con el menú.
—Enseguida Gene le traerá su copa — prometió la recepcionista. Con una última sonrisa al hombre del FBI, los dejó solos. Molly contempló su figura con minifalda mientras se alejaba contoneándose por el pasillo y casi deseó que regresara. La ponía nerviosa quedarse a solas con su acompañante.
—¿Le gusta la comida italiana? — alzó la mirada de la carta que estaba estudiando para clavar en ella sus penetrantes ojos azules.
—Jamás he comido nada italiano — contestó con la voz helada por el antagonismo mientras tomaba su propia carta. Podía obligarla a estar allí, pero eso era todo. Comería, bebería y le diría lo que le diera la gana.
Echando miradas subrepticias a los comensales allí reunidos, Molly confirmó que todos, aun los que llevaban tejanos, iban correctamente acicalados. En comparación, ella parecía una vagabunda. La mortificación hizo que arqueara los dedos dentro de los viejos zapatos de Mike, pero sólo se la vio alzar un centímetro más la cabeza.
—Dijo que ya había estado antes aquí. Si no comió comida italiana, ¿qué comió?
—Bistec.
—No es lo que se dice una aventurera, ¿verdad?
—No.
—¿Nunca ha comido pizza?
—Bah... pizza — dijo Molly, indiferente.
—¿Le gusta?
—Por supuesto que me gusta. ¿A quién no le gusta la pizza?
—Entonces le gusta la comida italiana. Pruebe la lasaña. No conozco a nadie a quien no le guste la lasaña.
—Ya se lo dije, ya he comido.
Él se encogió de hombros, con la atención puesta nuevamente en su carta.
—Como quiera.
—Hola, soy Gene, y seré vuestro camarero.
Dos copas de agua y el cóctel de Molly fueron colocados sobre la mesa.
Gene, un estudiante universitario a juzgar por su aspecto, les dirigió una rutilante sonrisa por encima de la bandeja que llevaba—. ¿Necesitan algo más de tiempo para decidir?
—Estamos listos — dijo el hombre del FBI. Gene miró a Molly, expectante.
—Nada, gracias — dijo ella, sintiendo una punzada de arrepentimiento por no obtener siquiera una comida de este encuentro. Las visitas a restaurantes eran escasas y poco frecuentes en su vida, y el bistec que había disfrutado a expensas de Jimmy Miller había sido extraordinariamente bueno, como para hacer agua la boca. Pero, habiendo declarado que no tenía hambre, no iba a darle la satisfacción de cambiar de opinión de repente.
El hombre del FBI ordenó lasaña, sopa para empezar y ensalada, y leche para beber con la comida.
Cuando el camarero se alejó, el tipo del FBI se reclinó en su asiento. Sus dedos tamborilearon sobre la mesa mientras observaba a Molly. Su expresión volvió a ponerla nerviosa.
—Ahora — dijo con suavidad — hablemos de lo que quiero de usted.