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11 de octubre de 1995

—¡Eh, Will! ¡Will! ¿Echarías una mirada a esto?

Will Lyman respondió al susurro apremiante de su compañero entreabriendo los ojos y levantándolos hasta el monitor instalado en el techo de la camioneta. Se hallaba ligeramente embotado y le llevó un momento recordar dónde estaba: aparcado frente a una caballeriza en el Hipódromo Keeneland de Lexington, Kentucky, con el objeto de llevar ante la justicia a la más insignificante banda de estafadores que alguna vez tuviera el disgusto de perseguir. Él, que había seguido la pista de nombres que alguna vez habían sido grandes — desde Michael Milken a O.J. Simpson, y había trabajado en casos también grandes en su momento, desde el estrangulador de Hillside hasta Whitewater — había sido designado para seguirle los pasos a una pandilla de entrenadores de caballos que llegaron a ser famosos en lo suyo y decidieron aumentar sus ingresos sustituyendo por veloces “dobles” a los estropeados pura sangre que debían correr según la programación oficial.

¡Qué bajo caen los poderosos!

Faltaba poco para las cuatro de la madrugada, y dentro de la camioneta estaba oscuro como una boca de lobo. La única iluminación provenía del brillo grisáceo de la pantalla del monitor. La visión era de poca definición, con la calidad de los viejos televisores en blanco y negro, pero la imagen que mostraba era inconfundible: una joven esbelta, enfundada en tejanos ajustados como una segunda piel, había entrado al cuarto donde se guardaban los arreos, previamente vaciado, que ellos mantenían bajo vigilancia desde el atardecer del día anterior. De espaldas a la cámara, se encontraba desdoblando lo que había sido puesto allí a modo de cebo: un gran saco de arpillera, de los utilizados para alimentar a los caballos, con cinco mil dólares en billetes de banco.

Cuando Don Simpson, administrador de la cuadra Wyland, la recogiese y se la llevara, lo tendrían. Caso cerrado.

Sólo que esta joven no era, ni con el mayor esfuerzo de la imaginación, Don Simpson.

—¿Quién demonios es? — ya totalmente despierto, Will saltó del desvencijado sillón que ocupaba uno de los lados de la camioneta de servicios de parques y jardines que les servía de cobertura, para plantarse frente al monitor, observándolo con incredulidad—. ¿Tenemos algún antecedente de ella? Lawrence jamás mencionó a ninguna chica. Dijo que el propio Simpson recogería el dinero.

—Bonito culo — dijo Murphy, contemplando la pantalla. Murphy, un tipo de cincuenta y dos años padre de cinco hijos, llevaba treinta y cinco años de matrimonio más o menos feliz. En lo referente a mujeres, se contentaba con mirar, sin segunda intención.

—¿Tenemos algo sobre ella? ¿Sabes quién es? — irritado porque Murphy lo hubiese forzado a prestar atención al pequeño, firme e inconfundiblemente femenino trasero, puesto casi frente a sus narices cuando la joven se agachó frente a la cámara. Will dijo esto en tono nervioso, ligeramente agudo.

—En absoluto. Nunca la he visto.

—Bueno, no desesperes por eso — Will dedicó un minuto a contemplar a su compañero. Murphy nunca se apresuraba, nunca se preocupaba, nunca se salía de las casillas por ninguna razón. Esas características estaban a punto de volver loco a Will.

—Muy bien, muy bien — con una sonrisa, Murphy hizo girar su silla hacia el costado, encendió la computadora situada en la pequeña consola de la pared frente al sillón y comenzó a teclear—. De raza blanca, sexo femenino, entre veinte y veinticinco años, un metro sesenta, ¿no te parece? Y quizá cincuenta, cincuenta y cinco kilos... ¿De qué color es ese pelo?

—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? Esa maldita imagen están en blanco y negro — con esfuerzo, Will controló su irritación y se acercó para mirar mejor—. Moreno. No es rubia.

—Castaño — decidió Murphy, tecleando.

—¡Está abriendo el saco!

El ruido de las teclas se interrumpió cuando Murphy a su vez se dio vuelta para mirar. En el monitor se veía a la joven, en cuclillas frente al saco apoyado sobre el manchado piso de linóleo, directamente frente a la cámara oculta. Tenía las manos ocupadas en deshacer el lazo fuertemente atado en torno del saco. Todavía estaba de espaldas a la cámara, pero al menos ahora su trasero se hallaba fuera del ángulo de visión del monitor. Su espesa mata de pelo, largo hasta los hombros, impidió que Will pudiera ver su rostro. Aunque sus nalgas eran lo suficientemente memorables como para que fuera capaz de reconocerlas en una rueda de presos, si alguna vez se veía precisado a hacerlo.

—¿Puedes conseguirme algo sobre ella, por favor? — sintió que dentro de él crecía un fastidio, peligrosamente controlado, con ambos; consigo mismo, por no poder dejar de apreciar el trasero de la joven, y con Murphy, por existir.

Murphy se volvió hacia la computadora.

—Ha encontrado el dinero — Will no había querido en realidad decirlo en voz alta, porque no deseaba que Murphy se distrajera. Pero las circunstancias eran tan condenadamente inesperadas que su mente no esta trabajando con la eficiencia habitual. Necesitaba una identificación, de inmediato. Para decidir qué hacer, tenía que saber de quién se trataba.

Se preguntó si la joven, que estaba sentada sobre los talones, contemplando los fajos de dinero que acababa de descubrir, trabajaría para los que él estaba persiguiendo.

El sonido de las teclas se interrumpió cuando Murphy, tal como lo esperaba, miró hacia el monitor. Will lo fulminó con la mirada. Murphy hundió los hombros, culpable, y volvió a lo suyo. La joven metió la mano en el saco para tocar los fajos de billetes de veinte dólares, sujetos con una banda elástica.

—Nada... nada... nada — gruñó Murphy, mientras la pantalla destellaba un par de veces y mostraba un enloquecedor brillo blanco fluorescente — No hay ninguna mujer en los archivos que se ajuste a su descripción. A menos que yo haya hecho algo mal.

Esa alegre admisión de negligencia hizo que Will deseara arrancarle el cuero cabelludo. Para una personalidad rápida en pensamiento, acción y lenguaje, de primera clase, como la suya, que se le hubiera ordenado formar equipo con un tipo lento y despreocupado como Murphy significaba un castigo. Probablemente eso era lo que Dave Hallum tenía en mente cuando ordenó que se unieran para actuar en pareja. El jefe de Will aún estaba enfadado por la pérdida de su crucero. Diablos, Will no tenía la culpa de que los malhechores que había estado persiguiendo creyeran que el condenado barco era de él y decidieran volarlo.

Hallum siempre había sido un tipo rencoroso.

Esta designación, que completó con el nombramiento de Murphy, indicaba claramente que había llegado el momento de pagar por ello.

—¡Está tomando el dinero!

Will continuó mirando, mientras la joven no identificada, después de volver a atar el saco, echó un rápido vistazo alrededor que apenas permitió tener una breve visión de su perfil. Se puso de pie, con la carnada entre sus brazos. Luego dio la vuelta, enfrentando por fin la cámara, y caminó directamente hacia ellos. Su rostro, descubrió Will disgustado, era tan memorable como su trasero: bien proporcionado y hermoso. Parpadeó, por pura defensa propia, y en ese breve instante ella y el dinero salieron fuera del alcance de la cámara y, presumiblemente, también de la habitación.

—¡Vaya! ¡Lista la dama! — dijo Murphy reclinándose en su silla, mientras lanzaba un silbido apreciativo.

Ignorándolo, Will apretó un botón debajo del monitor y esperó a que la segunda cámara hiciera un barrido por la caballeriza para mostrar la acción. Todo lo que consiguió fue una pantalla llena de nieve.

—Parece que no funciona — observó Murphy, mientras Will giraba controles y apretaba botones frenéticamente.

No me digas. Rechinaron los diente de Will, que abandonó el monitor y, dirigiendo a su compañero una mirada asesina, levantó el auricular del teléfono.