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Era pasada la medianoche. Una figura envuelta en las sombras se deslizó furtivamente en el patio, rumbo a la casa. Se movía con sigilo, sabiendo que cualquier ruido causado por un descuido despertaría al perro, arruinando sus planes. El animal dormía abajo, en la cocina. Otras incursiones hechas con anterioridad, de prueba podría decirse, habían revelado que el animal tenía el sueño profundo.
Igual que los niños, que dormían arriba.
Estaba excitado. No, eufórico era una palabra más adecuada. La emoción de la caza tenía más potencia que cualquier droga. Gracias a los caballos, había estado experimentándola en dosis cada vez mayores durante los últimos meses. Hoy efectuaría la última incursión. Durante largo tiempo había soñado con esta noche, haciendo minuciosos planes.
Todo estaba preparado. Tocó su bolsillo, confirmando que tenía el trapo y el cloroformo. Por supuesto que los tenía. Era cuidadoso, muy cuidadoso. Esta vez tenía intenciones de no ser atrapado.
De alguna manera, todo era como antes, y así debía ser. Porque se cumplía un nuevo aniversario de la primera vez en que se había embarcado en semejante cacería. Trece años.
Lo había planeado para que coincidiera.
Sobre su cabeza, la bola dorada que era la luna esa noche, contemplaba la escena sin ver, como lo había hecho antes. Se dibujaba contra el cielo, muy grande, más grande que en ninguna otra época del año.
La llamaban la "Luna del Cazador".
Y era un nombre adecuado, porque él era el cazador.