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21 de octubre de 1995
Molly se dio cuenta de que había cometido un terrible error antes de que cayera la noche. Para empezar, estaba Thomton. Le puso las manos encima en cuanta oportunidad se le presentó. Camino a la Casa Grande, a bordo de su Corvette rojo, había apoyado la mano sobre su rodilla; durante la cena, le había rodeado los hombros con su brazo en tantas ocasiones que Molly había estado a punto de preguntarle si no estaba pensando en hacer carrera como estola de visón; en ese momento, mientras bailaban, él apoyaba la boca sobre su cuello y deslizaba sus manos peligrosamente cerca de su trasero.
Parecía creer que al aceptar su invitación también había aceptado compartir su cama. Lo espantoso era que Molly sabía que él iba a reaccionar así, y sabía cómo esperaría él que culminara la noche. Y de todas formas había aceptado su invitación. Porque Will la había besado, y ella lo amaba, y a pesar de que intentaba negar su existencia, ese sentimiento parecía no querer desaparecer.
Había procurado convencerse de que un hombre daba lo mismo que otro, y que Thornton, más apuesto, más joven y más rico que Will, sería una buena oportunidad para ayudarle a sacarse a Will de la cabeza.
El problema era que Thomton no era más gentil que Will, o un caballero como era él. No era sólido, seguro ni protector. No hacía que se sintiera a salvo.
Y, con toda su apostura y su dinero, no la volvía loca.
Con Thomton no había fuegos de artificio. Cuando la sostuvo en sus brazos, todo lo que ella sintió fue ganas de darle un puntapié en la espinilla.
Durante toda la noche, las amigas de Thomton habían estado observando a ambos. La peor era Allison Weintraub. Molly conocía de vista a la delgada rubia de celosos ojos azules, aunque no habían sido presentadas con anterioridad. Por algo que dijo la joven, Molly se dio cuenta que había estado con Thomton en Keeneland el día en que Will le besara la mano.
Molly no la había reconocido. Se rumoreaba que aspiraba a ser la señora de Thornton Wyland. En cualquier caso, Allie, como la llamaba Thornton, lo consideraba de su propiedad. Parecía tan evidentemente resentida con Molly hasta el punto de aborrecerla. De haber tenido un cuchillo, Molly sabía que se lo habría clavado en la espalda.
Los amigos varones de Thomton, entre los cuales Molly conocía a muy pocos por el hecho de moverse en círculos tan diferentes, también la observaban, pero no con disgusto. Estaban ansiosos por trabar amistad con ella.
Regañaron a Thomton por mantenerla oculta ante ellos y procuraron interrumpirles sin cesar. Thomton los rechazó con buen talante pero con firmeza. Molly, les dijo para fastidio de ella, era propiedad privada.
—De verdad me gusta la textura de tu vestido. ¿Qué es, satén? — le susurró en el oído. Probablemente el truco estaba pensado para explicar la permanente presencia de sus manos.
—Seda — respondió Molly amablemente, sabiendo que estaba muy bien con el ceñido vestido color marfil que había comprado para Ashley, y sabiendo también que ese vestido no podía resistir la comparación, ni en precio, ni en estilo, con ninguno de los que llevaban las mujeres presentes—. Y, si no dejas las manos quietas, voy a clavarte la rodilla allí donde tú sabes, aquí mismo, en el medio de la pista de baile.
Thomton rió, apretándola con más fuerza contra él y haciéndole dar un giro. Vestido con un clásico esmoquin negro, estaba tan guapo que, en otras circunstancias, Molly sabía que la habría deslumbrado. Pero no lo estaba, y cuando él la besó en el cuello tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no llevar a cabo su amenaza.
Lo único que se lo impidió fue la posibilidad de quedar en ridículo haciendo semejante escena frente a toda esa gente. Habría por lo menos seiscientas personas en el salón de baile de la Casa Grande, y muchos más que circulaban por los salones gemelos hacia los cuales se abría el salón de baile. Molly se sintió disminuida frente esa gente, por más enérgicamente que, se esforzara en decirse lo contrario.
Del otro lado del salón, Helen Trapp, resplandeciente con un vestido dorado que debía de haber costado una fortuna, de pie en uno de los laterales en compañía de Tyler, los contemplaba con expresión preocupada. Tyler le dijo algo que debió tranquilizarla, porque, tras un momento, su rostro se aclaró y se volvió para charlar animadamente con una amiga.
Molly supuso que Tyler había asegurado a su hermana que no era probable que surgiera nada permanente del encaprichamiento de Thornton con una de las jóvenes que sólo hacían el trabajo de peón.
Desde el mismo momento en que había entrado en la Casa Gran, con sus techos a cuatro metros de altura, sus arañas resplandecientes, sus magníficas alfombras orientales y sus maravillosas antigüedades, Molly se había sentido fuera de lugar. Helen Trapp y su hija, Neilie, una morena escultural, no eran las responsables, pero habían hecho su pequeña contribución al sentimiento de incomodidad de Molly. De pie una al lado de la otra para saludar a los invitados que iban llegando, sin la menor sutileza habían mirado por encima del hombro a la acompañante de Thomton, sin dejar de sonreír y charlar animadamente entre ellas todo el tiempo.
Molly sospechaba que temían que se las ingeniara para cazar Thomton en forma permanente.
Pero tenía una noticia para darles, pensó mientras las manos Thornton volvían a deslizarse demasiado hacia abajo: ella no quería Thornton en forma permanente. No lo quería para nada.
—Discúlpame, debo ir al cuarto de baño — dijo Molly, cuando la música cesó.
Pero Thomton mostró claramente que tenía la intención de retenerla en sus brazos hasta que volviera a comenzar. La orquesta que estaba en uno de los ángulos del salón hasta el momento no había tocado más que temas lentos. Molly se preguntó a quién debía agradecérselo.
No le habría sorprendido descubrir que Thomton tenía algo que ver con el asunto, pero como no se había apartado de su lado desde que llegaran a la fiesta, varias horas antes, sólo podía especular al respecto. Era posible que en estas fiestas elegantes sólo se tocaran temas lentos. Al no haber estado nunca en ninguna, no tenía forma de saberlo.
—Si vas a ir a empolvarte la nariz, nena, no te molestes. Ya estás como para comerte. — Thornton le sonrió y fingió morder un bocado uno de sus blancos hombros.
—No voy a empolvarme — dijo Molly, deshaciéndose de su abrazo con un empujón—. Tengo que mear.
Dijo esto último deliberadamente, disfrutando de la carga contenida en la frase, resuelta a no dejarse intimidar por la flor y nata de la riqueza que la rodeaba. Thomton soltó una risita. Molly pudo sentir sus ojos clavados en la espalda mientras se alejaba.
El cuarto para empolvarse — realmente lo llamaban así — esta pasando el vestíbulo del frente. Era más grande que la alcoba de Molly. El suelo y la tapa del lavabo eran de mármol gris, el empapelado de las pare des mostraba lo que parecían ser pájaros pintados a mano y la pila de porcelana blanca había sido hecha a medida para que hiciera juego.
Sobre ella, un enorme espejo de marco dorado reflejaba la luz proveniente de dos candelabros de cristal tallado que habían sido colocados directamente sobre del espejo. Al hacer uso de las instalaciones, Molly descubrió que el retrete no hacía ningún ruido cuando se hacía correr el agua y que los exquisitos jabones rosados que parecían capullos de rosa verdaderamente olían como rosas. Un dosificador de cristal filigranado sobre el lavabo contenía loción para manos, comprobó al tocar la manilla. Frotándose las manos con ella, quedó enamorada del suave aroma floral.
No era precisamente Vaseline Intensive Care.
Molly se cepilló el pelo, se empolvó la nariz y retocó sus labios, y dio un paso atrás para observarse en el espejo con ojo crítico.
Era fácil ver por qué se había prendado del vestido en la tienda de segunda mano, pensó, porque parecía haber sido hecho para ella, no para Ashley. Los finos tirantes y el escote bordado dejaban al desnudo sus hombros y el nacimiento de sus pechos. La lustrosa seda se adhería a cada una de sus curvas y lanzaba suaves destellos cada vez que se movía.
Ese particular tono de marfil hacía juego con su pelo oscuro y sus ojos y hacía que su piel se pareciera a su helado favorito, el de vainilla.
El vestido era de segunda mano y le había costado sólo treinta y siete dólares. ¿Y qué? Aquí nadie lo sabía, y le quedaba fabulosamente bien.
Molly bien sabía que era así.
¿Entonces por qué se sentía tan fuera de lugar?
Puedes sacar a una chica del reformatorio, pero no puedes sacar al reformatorio de la chica. El pensamiento hizo que Molly se estremeciera.
Pero no iba a permitir que eso la venciera. Ella era tan buena, se dijo con firmeza, como los Wyland o cualquiera de ellos. Como solía decir su madre, lo que cuenta no es de dónde vienes, sino hacia dónde vas.
En ese preciso momento, decidió Molly, se marcharía a su casa.
Había sido una estúpida yendo a la fiesta, y sólo podía a reparar su estupidez si evitaba quedarse dando vueltas por ahí hasta el final de la noche. Los planes de Thomton en relación con ella eran muy claros.
No iba a pelear con él, naturalmente, pero habría una pelea, y no estaba dispuesta a enfrentaría. La actitud inteligente a adoptar sería la de abandonarlo ahora y marcharse a casa a través de la pradera.
Otras dos mujeres estaban esperando afuera del cuarto para empolvarse cuando ella salió. Molly les sonrió, y ellas devolvieron la sonrisa. Sintió que renacía su confianza. Esas dos extrañas, con sus peinados elegantes y sus vestidos de alta costura, no habían detectado nada malo en ella. Tuvo que seguir repitiéndose a sí misma que el ambiente del cual provenía no era visible, ni se destacaba como algo vergonzoso.
Mientras se encaminaba hacia la cocina, iba sonriendo.
En el salón de baile, la orquesta hizo un toque de tambores. Los platillos vibraron y se realizó alguna clase de anuncio. Molly no pudo entender las palabras exactas.
—¿Champán, señorita Molly? — para su consternación, Thomton salía de la cocina al llegar ella. Llevaba una copa de champán llena del dorado líquido burbujeante en cada mano—. Tenemos que hacer un brindis por la victoria de Tabasco Sauce, sabes.
Tabasco Sauce había ganado el Gran Premio de Bluegrass pocas horas antes. Ese era el anuncio que había oído, sin duda. Viéndose sin escapatoria, además de no tener intenciones de negarse a celebrar, aceptó la copa. La victoria había significado un día de gloria para la cuadra Wyland — Por Tabasco Sauce — dijo Thomton, tocando su copa con la ella. Bebió una buena cantidad de su copa de champaña, mientras Molly bebía apenas un sorbo de la suya. A pesar de toda su reputación, el champan no era muy de su gusto.
—Y por nuestra primera salida — Thomton vació su copa y la apoyó sobre la bandeja de un camarero que acertaba a pasar por allí—. Hace mucho tiempo que la esperaba, pero veo que la espera ha valido la pena.
Diciendo eso, se acercó a Molly. Ella dio un salto hacia atrás para evitar ser atrapada con su abrazo de oso y volcó la copa sobre su vestido.
Viendo con desaliento cómo se extendía la mancha sobre su falda, Molly no protestó cuando Thomton quitó la copa de su mano, lanzando un burlón “¡Vaya!" — Por aquí hay un cuarto de baño — le dijo, llevándola a través de un estudio cubierto de paneles de madera. El estudio tenía realmente su propio cuarto de baño, con una decoración típicamente masculina pero no por ello menos elegante que la del cuarto para empolvarse. Apoyó su copa sobre la tapa del lavabo, tomó una toalla y dio con ella ligeros golpecitos sobre la falda de Molly.
—Déjalo, no tiene importancia — Estar a solas con Thomton en un cuarto de baño no era la situación ideal para ella. Tirando de su falda para liberarla de las manos de Thornton, Molly se volvió hacia la puerta.
—Oh, no, no te irás — sonriendo, intentó nuevamente darle el abrazo de oso. Esta vez la atrapó y pasó los brazos en tomo de su cintura atrayéndola hacia sí—. Por fin me encuentro a solas contigo; ahora no voy a dejarte ir.
Su aliento la golpeó de lleno en la cara. Molly se dio cuenta de que él había bebido demasiado.
—Dame un beso, hermosa — gruñó, mientras su boca se abalanza sobre la de ella. Olía a champán y a ajo, una combinación que Molly encontró repulsiva. Metiéndole la lengua en la boca con total confianza, Thomton, la besó. Molly lo dejó hacer y quedó desilusionada al encontrar menos que emocionante su chapucera técnica. Thornton era tan guapo, con un cuerpo tan masculino como el de Will, con todos sus detalles y todo su halo de dinero; por una cuestión de lógica esto debía haber sido capaz de borrar de su mente el recuerdo de los besos de Will. No tuvo esa suerte, y ella debía haberlo sabido. Simplemente allí la química no funcionaba.
Molly aguardó a que terminara su beso, con la esperanza de que se diera por satisfecho y la dejara ir.
Debería haber sabido que no sería así.
La boca de él bajó por su garganta, al tiempo que sus manos subían por su talle hasta cubrirle los pechos.
—¡Detente, Thomton! — dijo ella, empujándolo en los hombros en un inconfundible pedido de ser liberada.
El la ignoró, manoseándola en un torpe intento por meter la mano bajo su vestido. Ella se debatió y se rompió uno de los tirantes, haciendo caer su escote. Sosteniendo su vestido con una mano y farfullando con furia, Molly cerró el puño y le pegó un golpe en la nariz a Thomton.
—¡Ay!
El la soltó, tambaleándose hacia atrás y llevándose la mano a la cara. La sangre manaba de sus fosas nasales. Molly se sintió orgullosa de sí misma cuando lo vio inclinar la cabeza hacia atrás, apretándose la nariz con la mano. Después de todo, algo a favor podía decirse de la educación que había recibido: había aprendido a defenderse.
—Que te aproveche — dijo a Thomton, que estaba tanteando sobre el lavabo, presumiblemente en busca de una toalla. Ella le alcanzó una y salió del baño.
Minutos más tarde estaba corriendo por el camino de fina grava que dividía en dos el jardín de la Casa Grande y atravesaba el portón de hierro forjado que separaba el parque de la pradera.
Su casa estaba a menos de cinco kilómetros. Molly había recorrido la distancia muchas veces. El problema era que lo había hecho usando zapatillas o botas, y tejanos. Ahora llevaba zapatos de tacón y un escotado vestido de noche con una larga y ceñida falda.
Por fortuna la noche era clara, con un hermoso cielo estrellado y una brillante luna en cuarto creciente que iluminaba el camino.
Incluso tenía compañía, dada por la presencia de grupos de caballos pura sangre que pacían en toda la pradera. Desde que tuviera lugar el ataque a Sheila — tan pronto la yegua ocupó su mente, Molly la sacó con esfuerzo de ella, rechazando su recuerdo—, se había contratado a otro guardia de seguridad para que colaborara con J. D. en sus rondas nocturnas. Pero ni J. D. ni su colega estaban a la vista.
Molly se alzó la falda mientras atravesaba el suelo esponjoso, pisan zapato. En realidad, el calzado era de Ashley, un par de brillantes zapatos plateados que había comprado para usar con su vestido de baile. Molly hizo una mueca. Ashley — no se iba a alegrar cuando viese su zapato roto.
Molly se preguntó si podría pegar el tacón con pegamento.
Cojeando, caminó algunos metros antes de volver a detenerse.
Maldiciendo por lo bajo, se quitó el zapato sano y trató por todos los medios de romperle el tacón, para que se emparejara con el otro.
Naturalmente fue imposible; así funcionan las cosas en la vida. Volvió a ponérselo y se quedó quieta un momento, echando rápidas miradas a su alrededor para comprobar que estaba sola. No podía ir cojeando todo el camino que faltaba para llegar a casa. La idea de ir descalza tampoco te atrajo. Cualquier cosa, desde estiércol hasta víboras, podía esconderse entre la hierba.
Lo inteligente habría sido llamar a Ashley y pedirle que fuera hasta la Casa Grande a recogerla.
Siempre que después se reconsideraba algo, se lo hacía muy inteligentemente.
Volviendo a mirar a su alrededor, Molly advirtió que no todo estaba perdido. El complejo compuesto por el hospital veterinario y la alberca para los animales estaba ubicado en forma perpendicular al camino que ella había estado siguiendo. Pero estaba a menos de doscientos metros de ella, a un costado de la carretera. Molly podía ver su cúpula recortada contra el cielo tachonado de estrellas. En la actualidad estaba vacío, desde que en la cuadra Wyland se descubrió que era más económico llevar a sus animales a un veterinario de la zona en lugar de mantener su propio equipo, pero allí había un teléfono y, por lo que Molly sabía, todavía funcionaba. Don Simpson utilizaba el edificio como depósito.
Aun si el teléfono no funcionara, al menos podría utilizar la carretera para llegar a casa. Se sentiría mucho, mucho más segura en la carretera.
Era ridículo tener miedo, lo sabía, pero... ¿dónde, oh, dónde estaría J. D. ahora que lo necesitaba?
Probablemente aparcado frente a su casa, pensó Molly con un bufido, mirando hacia las ventanas como un chiflado.
Cuando por fin llegó al hospital, tras una penosa caminata de cinco minutos, Molly comprobó con desaliento que el portón doble estaba cerrado con un candado. Cuando se encontró con este obstáculo, se quedó un instante contemplándolo y pensando en la larga caminata hasta su casa. Recorrió cojeando todo el perímetro del edificio, probando las puertas y ventanas. Todas estaban trabadas con seguro.
Le dolían las piernas, su temor iba en aumento y no se encontraba mucho más cerca de casa de lo que estaba cuando se marchara de la Casa Grande.
Al diablo con todo, pensó. Agarró una piedra, la arrojó contra una de las ventanas, haciendo añicos el cristal. Cuando se hubo apagado el estrépito causado por la rotura, la noche volvió a quedar en silencio. Ella permaneció oculta a la sombra del edificio. La cubierta transparente que protegía la alberca vacía lanzaba destellos plateados bajo la luz de la luna.
El efecto era sobrenatural Molly advirtió que estaba a punto de dejarse dominar por el pánico.
Pasando la mano por el agujero que había hecho en la ventana destrabó la falleba. Luego abrió la ventana y trepó por ella, entrando al vacío hospital.