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13 de octubre de 1995
El sol del mediodía caía a plomo sobre la espalda de Molly mientras ajustaba la cincha de la silla de Winnebago y bajaba los estribos. Grupos parlanchines merodeaban el perímetro sin cercar del paddock, contemplando cómo eran ensillados los caballos anotados para correr. A la izquierda de Molly destelló el flash de una cámara fotográfica.
Winnebago, un tordillo de seis años que había pasado la edad ideal para correr, estaba inmutable en medio de la conmoción, que aparentemente le importaba un ardite, sin objetar que lo ensillara una extraña en lugar de su habitual peón. Molly recompensó su docilidad rascándole detrás de las orejas. Era el último caballo de la lista que Will le había entregado la noche anterior. Al igual que Winnebago, los otros dos habían dado resultado negativo. Aquí no había impostores.
Winnebago pertenecía a la cuadra Cloveriot, en la que, desde el suicidio de Howard Lawrence ocurrido dos días atrás, reinaba la confusión. La oferta de Molly de "dar una mano" acompañando a Winnebago al paddock y ensillándolo había sido aceptaba con gratitud por el sobrecargado remplazo de Lawrence. Habiendo memorizado los tres números identificativos, a Molly le fue suficiente una rápida mirada en el labio inferior de Winnebago para corroborar que también este caballo era el producto genuino. Winnebago era, definitivamente, Winnebago.
Controlar a los otros dos caballos había sido tarea más que sencilla.
Simplemente había entrado en sus caballerizas y, con el pretexto de acariciarle el cuello a uno y darle una zanahoria al otro, miró sus labios inferiores. El hecho de que fueran caballos perdedores facilitaba las cosas. La seguridad se concentraba en las estrellas y en los que prometían, no en las glorias del pasado o los perdedores.
Molly se preguntó si recibiría igualmente los prometidos cinco mil dólares en el caso de que Will nunca encontrara a sus impostores. También se preguntaba si acaso él no habría enfocado el problema desde el punto equivocado, y no había impostor alguno que encontrar. Mientras que a ella le pagaran, esperaba que eso fuera efectivamente así. No le haría nada mal al todopoderoso tipo del FBI que le bajaran los humos.
—¿Todo listo? — Steve Emerson, el yóquey, hizo su aparición, luciendo sobre su diminuto cuerpo la resplandeciente chaquetilla de seda verde y dorada con que corría la cuadra Cloverlot. Molly asintió, ayudándole a pasar la pierna por sobre el caballo cuando el jinete montó. Desde la pista, la campana anunció el paseo preliminar. Faltaban pocos minutos para la una de la tarde. La primera carrera del día estaba por comenzar.
Como los demás caballos, al sonido de la campana Winnebago se puso en marcha, dirigiéndose hacia la pista, rumbo a la gloria. Molly lo observó avanzar entre la gente que se alejaba durante un instante antes de regresar a la caballeriza 15. Los espectadores mirarían su carrera. Ella tenía trabajo que hacer.
Will, elegante como siempre con una chaqueta azul marino y pantalones color caqui que se destacaban contra el telón de fondo de los coloridos vestidos femeninos, estaba de pie, observándola, un poco apartado del grueso de la gente. Cerca del sendero que conducía a las caballerizas, llevando enrollada en la mano una revista de carreras, la esperaba al amparo del cerco de madera. Era la primera vez que lo veía en el día, y su presencia era totalmente inesperada.
Molly lo divisó mientras recorría con la mirada la menguante fila de espectadores con distraída curiosidad, y sin querer su mirada se encontró con la de él. Para su sorpresa, la primera reacción al descubrirlo no fue de disgusto o irritación, sino una cálida sensación de contento. Por poco probable que pareciera, se dio cuenta con un sobresalto que la verdad era que se alegraba de verlo.
Will tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con los ojos entrecerrados para protegerse de un sol que convertía su pelo en oro y su piel el, bronce. Tenía un aspecto distinguido, pensó. Guapo, incluso. Tanto como puede serlo un cuarentón, por supuesto.
Descubrió sorprendida que le estaba sonriendo.
Will le devolvió la sonrisa, lentamente, y se le formaron pequeñas arrugas al lado de los ojos. Algo especial tenía esa sonrisa, una especie de complicidad, una declaración de que ambos compartían un vínculo particular que ningún otro conocía. La aceptación de esa relación dejó estupefacta a Molly. Luego recordó: su asociación no era un secreto. Sólo su identidad lo era.
A medida que se acercaba a él, su sonrisa se ensanchó y se volvió más cálida, cualquiera fuese la ridícula razón que la provocaba.
—¡Caramba, pero si es la señorita Molly!
Un par de poderosos brazos masculinos la estrecharon desde atrás y la alzaron en vilo, haciéndola dar vueltas y la dejaron luego en tierra. Tan pronto la sintió bajo sus pies, Molly se liberó de esos brazos que la sujetaban y se volvió para enfrentar a quien fuera.
—¿Trabajas como peón del Cloverlot ahora? — Thornton Wyland le sonrió, sin sentirse avergonzado ni un ápice ante el odio que destelló en los ojos de Molly—. Después de mandar a Simpson adonde lo mandaste, me imaginé que ya no volverías a trabajar en el negocio de los caballos.
—Te imaginaste mal. Todavía trabajo para Wyland.
Thomton Wyland tenía más o menos su misma edad, y era un apuesto y moreno semental que había tenido a todas las jóvenes de los alrededores suspirando por él durante años. Desde que dejara la Universidad de Comell (la cuarta a la que había asistido) el pasado mes de marzo y regresara a la cuadra Wyland, la búsqueda de placeres se había transformado en su única ocupación conocida. Molly hacía todo lo posible por evitarlo, pero no era fácil. Él se creía un regalo de Dios para cualquier mujer y no podía entender por qué Molly no claudicaba y se acostaba con él como todas las demás.
Molly sonrió torvamente:
—Y si vuelves a ponerme las manos encima, voy a cortártelas hasta las muñecas. Lo juro por Dios.
El lanzó una carcajada, con sus ojos color avellana lanzando destellos:
—Eres todo un personaje, señorita Molly, ¿lo sabes? ¿Qué te parece si salimos el viernes? Te llevaré a algún lugar elegante.
—Ni por todo el oro del mundo — contestó amablemente Molly, y le dio la espalda.
Mientras se encaminaba hacia donde aún la esperaba Will — su expresión era imposible de descifrar, pero su sonrisa había desaparecido—, Molly casi esperó recibir la consabida palmada en el trasero; el método Predilecto de Thomton para sacarla de quicio. Aparentemente Thomton no era totalmente estúpido, porque ese día no lo hizo.
—Deberías ser más amable con el jefe — se puso a la par de ella —.
Podría hacerte las cosas más sencillas.
—Si llegas a ser mi jefe, ese mismo día renunciaré — respondió Molly, hablando al aire frente a ella en lugar de enfrentarlo mientras apresuraba el paso.
—Pues sucederá. Sabes que algún día heredaré todo esto.
—Entonces serás un viejo, y yo ya no estaré por aquí. A Dios gracias.
—Desde que murió el abuelo, tía Helen se la ha pasado hablando acerca de dejar todo esto en mis manos. El tío Boyce quiere contratar un administrador, pero el tío Tyler desea mantener el asunto dentro de la familia. Y ya sabes cuánta atención le presta tía Helen al tío Tyler.
El viejo John Wyland había muerto en diciembre. Su esposa, se había divorciado de él unos doce años antes y en ese momento y Suiza. Alejada de la familia, no regresó siquiera para el funeral de su esposo. Su muerte dejó el negocio en manos de su única hija mujer, Helen, que vivía en la Casa Grande con su esposo, Walt Trapp, y su hija, Neilie Boyce, ocho años menor que Helen, era un abogado que se pasaba el tiempo yendo y viniendo entre casas opulentas en Lexington, Lake Placid, Nueva York y Palm Beach, en tanto Tyler, el hermano menor, ocupaba la casa de huéspedes de la cuadra. Tad Wyland, el padre de Thomton e hijo mayor, había muerto unos diez años antes. Helen Trapp había criado a Thornton a partir de entonces, y este consideraba Wyland como su hogar.
Él había estado fastidiando a Molly desde que tenía dieciocho años.
—Tu tío Boyce tiene razón.
Thomton volvió a reír:
—Cariño, sigue peleando, pero yo sé que bajo ese exterior lleno de espinas realmente te gusto. Puedo afirmarlo. ¿Qué harás el sábado a la noche?
—Me lavaré el pelo.
—Podemos hacerlo juntos.
—Ni soñando, compañero.
—Podemos divertimos mucho si te relajas y dejas que yo haga las cosas.
—Soy alérgica a tu clase de diversión.
Él tomó la mano de Molly y empezó a besar juguetonamente sus nudillos y luego chupó la punta de sus dedos. Al segundo intento, Molly logró liberar su mano.
—Desaparece, Thomton, ¿por qué no te largas?
Apretando el paso, Molly llegó hasta donde se hallaba Will y se detuvo, volviéndose para enfrentar a Thornton, con enfado.
—Adiós — le dijo, con una sonrisa edulcorada.
Thomton también se detuvo, con una expresión de curiosidad pintada en su cara cuando vio a Will. Estaba mirándolo de arriba abajo de una manera que, de haber estado dirigida a ella, le hubiera helado la sangre el, las venas. Los hombres eran más o menos del mismo peso, y ambos vestían, chaquetas azul marino, aunque los pantalones de Thomton eran grises y su corbata mostraba un diseño de triángulos rojos, en lugar de las rayas que adornaban la de Will. Enjuto, musculoso y muy serio, con marcadas arrugas alrededor de los ojos y la boca sobre la piel bronceada, Will parecía duro y frío al lado de la juvenil y exuberante apostura de Thomton.
Pero era a Will a quien Molly habría elegido. Will era el único que la hacía sentir segura.
Para su sorpresa, una vez más sintió que tomaban su mano y la levantaban. Mirando a su alrededor, trató de no mostrarse estupefacta cuando Will, con los ojos clavados en Thornton, lenta y deliberadamente presionó el dorso de la mano contra su boca.
Y allí la mantuvo. Sus labios eran secos y cálidos. Calientes casi. Molly pudo sentir su respiración contra la piel. No se resistió y dejó que hiciera con su mano lo que quisiera. El la volvió, besándole la palma. Para su zozobra, sintió su piel toda atravesada por saetas luminosas.
Will no la miró ni una vez. Estaba besándole la mano estrictamente para que lo viera Thomton, advirtió Molly. Para intimidarlo.
Mientras tanto, Molly tenía problemas para recuperar la respiración.
Las cejas de Thomton se alzaron cuando observó y registró el gesto posesivo de Will, como se esperaba que hiciera.
—¿Tu nuevo novio, Molly? — preguntó.
Will bajó finalmente la mano de Molly, pero todavía la mantuvo apretada en la suya. Molly se sentía tan floja que apenas podía pensar, aún menos responder. Will lo hizo por ella.
—Has adivinado — dijo Will, muy amable. Como mensaje entre líneas, llegó fuerte y claro. Incluso Molly pudo oír las palabras que no se pronunciaron.
—Eh, no puedes culpar a un tipo por intentar. — dijo Thomton encogiéndose de hombros.
—¡Thorn! ¡Thorn, ven aquí! ¡La carrera está por comenzar!
Thornton miró a su alrededor, vio a la rubia bonita que lo llamaba desde la otra punta del paddock y sonrió.
—Debo irme. Allie es impaciente, como todas las mujeres. ¿Sin rencores, supongo? — le preguntó a Will. Molly, comenzando a sentirse como un hueso disputado por dos perros, pensó que debía sentirse indignada ante el hecho de que discutieran acerca de ella como si no estuviera allí. Pero sus sentidos estaban aún demasiado conmocionados por el contacto de la boca de Will contra su mano.
Thomton le había besado la mano, incluso había chupado sus dedos, y lo único que sintió fue fastidio. Will presionó sus labios contra la palma de su mano, y sus huesos amenazaron con derretirse.
Eso era como para preocuparse.
—No por mi lado — Will aún retenía su mano, un punto que a Molly no se le había escapado... ni a Thornton.
—Nos veremos, Molly — antes de marcharse, Thornton aún tiró de su cola de caballo.
—No si yo te veo antes — Murmuró Molly, después que él diera la vuelta, pero dudaba que la hubiese oído.
—Thomton Wyland, supongo — dijo secamente Will, soltando la mano tan indiferentemente como si no hubiese sentido nada parecido al fuego que había conmocionado a Molly. Todavía tratando de recobrar la compostura, Molly clavó los ojos en la figura cada vez más lejana de Thornton, que corría presuroso al llamado de la rubia.
—¿Cómo lo sabes...? Oh, por supuesto, siempre me olvido, tú lo sabes todo, ¿no es así? ¿Qué, acaso tienes archivos sobre todos los habitantes de Bluegrass?
La sonrisa de Will apareció, rápida y apreciativa:
—Sólo de la gente que me interesa. Y recuerda, sólo los hechos. ¿Cuánto hace que conoces al joven señor Wyland?
—Más o menos desde los dieciocho años.
—¿Alguna vez saliste con él? ¿O le diste alguna esperanza?
Molly lanzó un bufido:
—Thornton Wyland no necesita que le den esperanzas.
—¿No te gusta?
—Es insoportable.
Ahora que Will ya no la tocaba, Molly pudo pensar normalmente otra vez.
Pero aún estaba perturbada por lo que había ocurrido. Por cierto que no estaba — no podía estarlo — sexualmente atraída por el tipo del FBI.
—¿Lo es? — Will pareció perder interés—. Dudo que vuelva a molestarte durante un tiempo. ¿Has controlado los números?
—Sí — Molly tomó el mismo tono comercial de él—. Todos coincidían.
Ninguno es un doble.
—Demonios — Will frunció el entrecejo—. ¿Estás segura de que coincidían?
—Estoy segura — le resultaba difícil mirarlo a los ojos. Se obligó a hacerlo.
—Demonios — volvió a decir, mirando más allá de ella con expresión pensativa. Tras un momento, pareció ordenar sus pensamientos y bajó la vista hacia ella—. Puede ser que sigamos en esto por un tiempo largo.
¿Tuviste algún problema?
—No.
—No pensé que pudieras tenerlos.
—¿Qué sucede si no encontramos impostores? — preguntó Molly.
—Están aquí. Los encontraremos.
—Si no los encontramos, ¿me pagarán igual?
La mirada que él le dirigió estaba llena de humor:
—Siempre concentrada en el tema principal, ¿verdad? Me sorprende, que sigas rechazando a Thomton Wyland. Su familia es rica. Sería un buen partido para alguien como tú.
—No desea comprarme, sólo alquilarme por un rato — replicó Molly agriamente—. No soy una estúpida, sabes. ¿Y qué quieres decir con "alguien como yo"?
—En bancarrota — dijo Will, con una sonrisa flotando en la comisura de los labios. Su mirada la recorrió y luego volvió a sus ojos—. Pero hermosa.
Tomada de sorpresa, Molly no pudo pergeñar respuesta alguna. Al no responder, Will le dirigió una sonrisa irónica y le dio un suave golpe sobre la mejilla con la revista enrollada.
—Mejor vuelve al trabajo. Si te despiden no vales nada para mí... y puedes decirles adiós a los cinco mil dólares — se dio la vuelta, encaminándose hacia la tribuna—. Te veo luego.
Completamente desconcertada, Molly se quedó de pie, inmóvil, viendo cómo desaparecía en la multitud. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, hizo un gran esfuerzo mental y volvió al trabajo.
Y se rehusó a permitirse pensar en Will Lyman por el resto del día.