CAPÍTULO 9

 

Destiny refunfuñó y volvió a meter la cabeza debajo de la almohada cuando aquel infernal sonido penetró a través de las paredes de su habitación. Se revolvió debajo de las sábanas y gimió, apretando la tela contra sus oídos mientras iba saliendo poco a poco del estado de somnolencia en el que se encontraba.

—¡Apaga esa jodida radio! —clamó a voz en grito, pero dudaba que alguien la escuchase por encima de ese continuo martilleo.

De lo primero que fue consciente era que no estaba en casa. Ella no violaría su equipo de sonido con ese horrible estruendo. Y lo segundo, que estaba totalmente desnuda bajo las sábanas.

Frunció el ceño y se incorporó de golpe, la luz que penetraba a través de las cortinas casi la deja ciega, los ojos le lagrimeaban mientras se escudaba el rostro con la mano e intentaba identificar el lugar en el que se encontraba.

—¿Qué demonios? —musitó, oteando entre los dedos su entorno—. ¿Estoy en casa de mamá?

Se pasó una mano a través del pelo revuelto y gimió. ¿Había dormido con el pelo suelto? ¡Jamás sería capaz de domar su melena en el estado leonado que tenía ahora mismo!

Emitió un bajo gemido y se revolvió hasta ocultarse de nuevo bajo las sábanas, cubriéndose hasta la cabeza.

—¿Por qué demonios he terminado en casa de mi madre? —rezongó al tiempo que se frotaba los ojos—. Y desnuda, además.

Esa era sin duda una buena pregunta, lástima que la respuesta le resultase tan esquiva como una anguila.

—Piensa, Des, piensa —se dijo a sí misma, intentando recordar qué había hecho el día anterior y cómo narices había terminado allí. Solo para hacerle la tarea más difícil, sus tripas empezaron a gruñir—. Diablos, es tan difícil pensar con el estómago vacío.

Gimió una vez más y se aventuró a sacar la cabeza de debajo de las mantas.

—Y en el cuarto de invitados además —murmuró, reconociendo el dormitorio—. Genial. Sencillamente fantástico.

Arrancó la sábana de la cama y se envolvió en ella mientras daba vueltas sobre sí misma, como si de esa manera las ideas fluyesen mejor.

—¿Cómo demonios he llegado aquí? ¿Y dónde está mi ropa?

Levantó la ropa de la cama, miró debajo de esta e incluso abrió uno de los armarios sin encontrar absolutamente nada.

—Vale, esto es raro de narices.

La puerta abierta del baño adyacente atrajo su atención, la luz del interior estaba encendida. Se envolvió bien en la sábana y asomó la cabeza.

—¿Hola? —susurró. Casi tenía miedo a recibir una contestación.

Empujó la puerta con suavidad y esta dio paso a un espacio vacío a excepción de la toalla que descansaba encima del lavamanos y la pluma azul que destacaba sobre ella. Como si se tratase de una presa a la que abren las compuertas, todos los sucesos acontecidos el día anterior se vertieron sobre ella ahogándola con la misma efectividad de una riada.

—Oh, dios, oh, dios, oh, dios —jadeó incapaz de apartar la mirada de la pluma.

Cual prueba del delito, el delicado y reconocido objeto revelaba una serie de acontecimientos que cuanto más pensaba en ellos, más se convencía que no podían haber sido reales.

Sí, claro. El polvazo que te metió en la ducha ha sido producto de tu imaginación, ¿no, ricura?

Gimió. No. Tenía que tratarse de un error. Alguna clase de alucinación, pero ni siquiera ella era tan tonta como para no notar los sutiles cambios en su cuerpo, esa sensibilidad entre las piernas, ella completamente desnuda cuando nunca dormía así.

—Raziel.

Se cubrió la boca con las manos. Ese era su nombre. El nombre de un jodido ángel, de un engendro con alas azules, el mismo azul que esa pluma que no podía dejar de observar.

—No —se echó a reír—. Esto no ha pasado. En realidad, es una película que me he montado yo solita en algún momento dado.

Cuanto más pensaba en esa posibilidad más irrisoria le parecía. Sus recuerdos de ese hombre, de los intensos ojos azules, de las fuertes manos de dedos largos que la había mimado y acariciado, de su voz susurrándole al oído… ¡Si el muy cretino había incluso osado con lanzarla dentro de una piscina!

—No, no, no —negó una vez más—. Tienes que centrarte, Destiny. Céntrate, por favor. Tiene que haber una explicación racional y lógica para esto, una muy racional y lógica.

La música seguía sonando a todo volumen, aquel simple hecho pareció ser suficiente para anclarla de nuevo al momento presente. Su hermano era el único que podría poner esa abominación así que debía estar en casa.

Giró rápidamente sobre sí misma y se precipitó hacia la puerta, la abrió y se asomó al pasillo. La música la golpeó con fuerza, martirizando sus sensibles oídos, pero no parecía haber nadie a la vista. Aferró los bajos de la sábana y corrió al otro lado dónde se ubicaba su habitación, aquella que había dejado de utilizar desde hacía varios años, pero en la que siempre tenía alguna muda de ropa.

No recordaba una sola vez en la que hubiese sido presa de tal estado de febril alucinación, porque tenía que tratarse de eso. Se había llevado un golpe en la cabeza, había comido algo en mal estado, cualquier absurda explicación que pudiese darle a lo ocurrido era mejor que… ¿la realidad?

Se vistió rápidamente con unos viejos jeans y una sudadera y bajó al salón comedor dónde encontró a su hermano y a Bruce, el prometido de su madre sentados a la mesa y disfrutando de un copioso desayuno. Su hermano, si es que podía reconocerlo todavía debajo de todo aquel maquillaje y la llamativa peluca, se movía al son de la estridente música mientras revolvía en lo que solo podía tratarse del juego de té de su madre. Parpadeó varias veces, intentando que aquella imagen se diluyese, pero lo único que consiguió fue que se le soltase una pestaña y le picase el ojo.

—Ah, buenos días, bella durmiente —la saludó Bruce, dejando el periódico a un lado y recorriéndola con una mirada nada inocente en el que supuestamente era el prometido de su madre. Si a eso le añadías el hecho de que tenía solo cinco años más que ella, la ecuación se transformaba en una absoluta locura—. Empezábamos a pensar que habría que ir a levantarte de la cama con una grúa. Una jornada intensa, ¿eh?

Lo miró de soslayo y sin dignarse siquiera a darle una respuesta, se acercó al equipo de música y lo apagó.

—¡Ey! ¡Esa era la mejor parte, Des! —se quejó Doni con un tono de voz demasiado agudo para resultar creíble en alguien de su tamaño. Su hermano, después de treinta y tres años, había descubierto que era una mujer viviendo en el cuerpo de un hombre, una revelación a la que todavía le costaba acostumbrarse.

—¿Todavía te dura lo que tomaste ayer, encanto?

Se giró hacia Bruce y lo fulminó con la mirada.

—No sé de qué me estás hablando.

Él silbó.

—Pues sí que tenías que estar hasta las cejas para no acordarte siquiera —aseguró—. Deborah dijo que habías tenido no sé qué percance con la bicicleta, luego que tu novio te había lanzado en el estanque que han montado en el centro comercial y algo sobre una bolsa de desperdicios. Eso sin duda resume bastante bien el aspecto que teníais ambos ayer por la tarde.

—¿Ayer por la tarde?

Él asintió e intercambió una mirada con su hermano, quien no dejaba de mirarla a través de esas largas pestañas postizas. ¿Era colorete lo que llevaba puesto?

—Sí, Des —aseguró él—. Tu chico –que por cierto, nena, qué pedazo de hombre-, dijo que no te encontrabas bien y que sería mejor que te dejáramos dormir. Bruce dijo que parecías un poco… crazy… tú ya me entiendes, así que, como sé por experiencia que lo mejor para estas subidas es dormir la mona, no te despertamos. Pero cielo, empezaba a estar preocupado, has dormido unas… ¿qué? ¿Doce horas seguidas?

Bruce asintió, al tiempo que se preparaba otra tostada con mermelada de frambuesa.

—Sí, por ahí —aceptó, con gesto pensativo—. Debían ser sobre las ocho cuando bajó, ¿no?

—Yo estaba a punto de irme a lo de Lena —añadió su hermano—. Sí, ocho y cuarto.

El color empezó a abandonar su rostro a la velocidad de la luz.

—Cielo, ¿te encuentras bien?

No, ni un poquito. Se dejó caer en una de las sillas vacías, le robó el café a su hermano y se lo bebió de un solo trago solo para hacer una mueca de asco. Amargo y sin azúcar. Solo Doni podía tomar algo así.

—Creo que va a darme un ataque.

—¡Ay, dios! ¿De corazón? ¡Bruce, llama a una ambulancia! ¡Rápido!

En aquellos momentos no agradecía nada en absoluto el peculiar humor de su hermano.

—Vale, vale, reina de hielo —alzó las manos en un femenino gesto que quedaba tan extraño en él que le dio escalofríos—. No me congeles todavía con esa mirada.

—¿Le visteis? ¿Los dos?

Sabía que era una pregunta estúpida, al límite de lo absurdo, pero si aceptaba su presencia allí también tendría que aceptar que le había lavado las alas a un jodido ángel.

—Alto, de mi estatura si no un poco más, vestido con vaqueros que le hacían un culito de infarto —empezó a enumerar su hermano, mientras se abanicaba con la mano—. Pelo rubio oscuro y unos impresionantes ojos azules con los que hacen que se te caigan hasta las bragas. Des, ¡el nene está que arde!

Lo fulminó con la mirada.

—Ese nene es mío.

Wow. Frena el carro. ¿De dónde había salido eso? ¿De su boca?

Su hermano acusó el inesperado reclamo abriendo sus ojos y ladeando la cabeza.

—Vaya, no pensé que las tuvieses.

—¿El qué?

—Uñas, gatita, uñas —aseguró visiblemente sorprendido.

—Yo todo lo que sé es que entró contigo y salió solo —resumió Bruce, dándole un mordisco a su tostada—. Y sí, la descripción que ha dado Dona es correcta.

Puso los ojos en blanco. Aquel era otro de los nuevos cambios de su hermano, ahora se hacía llamar a sí mismo Dona.

—¿Y mamá? —preguntó echando un vistazo hacia la puerta que había atravesado hacía escasos momentos.

A juzgar por el gesto de su hermano y los ojos en blanco del prometido de la misma, Deborah O´Neil había dejado tras de sí su estela matutina.

—Dijo algo sobre una nueva prueba de vestuario —comentó Bruce—. ¿Cuántas veces tenéis que probaros las mujeres un jodido vestido?

—Más de las que te gustaría, encanto —aseguró su hermano—, muchas, pero que muchas más. La perfección lleva su tiempo. Y por cierto, dijo que si esta vez te escaqueabas, te desheredaría.

—Sí, eso fue lo que dijo, alto y claro.

Puso los ojos en blanco, cogió la tostada que se estaba preparando Doni y tras darle un mordisco se levantó de la mesa.

—Des, eres mi hermana y te quiero pero, ¿por qué diablos no te haces tu propio desayuno?

—A la mierda el desayuno —rezongó, después de masticar.

Ambos se la quedaron mirando como si le hubiese salido una segunda cabeza.

—¿Qué pasa?

—Nada, nada —aceptó su hermano, preparándose otra tostada—. Sea lo que sea que te ha pasado por encima, yo quiero la receta. Si hace eso contigo, que no hará conmigo.

No contestó, dio media vuelta y abandonó el comedor dejando a los dos hombres mirándola como si le hubiese salido una segunda cabeza.

—¡Maldita sea! —farfulló para sí—. ¡Mierda, mierda, mierda, mierda!

Su bien construida y ordenada vida había empezado a tambalearse a principios de semana y, a estas alturas, las cosas no parecían tener intención de mejorar.