Causarle un accidente no entraba dentro de sus planes, pero la idea empezaba a resultar de lo más apetecible con cada segundo que pasaba. No le había llegado con atropellarle con ese infernal aparato de dos ruedas, tenía que tirarle encima además una maldita bolsa llena de desperdicios. Hizo una mueca asqueada; olía igual que un basurero.
—Se acabaron los buenos modos —masculló para sí, buscándola a través de su vínculo para localizarla un par de calles más abajo. Sí que pedaleaba con ganas—. Quiero esa alma, así tenga que descuartizarla a ella primero para conseguirla. Después de todo, ¿no se queja siempre el jefe de que luego tiene que deshacerse de la basura?
Entrecerró los ojos, reprimiendo escupir una retahíla de insultos que iba más hacia él mismo que hacia esa escurridiza chica. Tenía menos de cinco días para hacerla caer y entregarle el alma al Jefe, con un poco de suerte eso le conseguiría una reducción de la condena o quizá incluso podría pedir la revisión de su caso.
Sí, había firmado ese maldito pacto, pero también se había asegurado de poder acceder al maldito contrato con el que había empeñado su propia alma. Le había costado algo más que piel y sangre, pero conocía al dedillo cada detalle allí estipulado, motivo por el que hasta el momento se había permitido joder a Lucifer con su encantador carácter sin llegar a dejar que lo fulminase por completo en alguna de sus rabietas.
Si bien su jefe era un cabrón hijo de puta de primer grado, cuando se trataba de acatar las leyes, no le quedaba más remedio que hacerlo a pies juntillas, especialmente cuando las había proclamado él mismo. Podía retorcer los edictos hasta sacarles el jugo de la piel en la que estaban impresos, pero no le quedaba otro remedio que acatar la ley.
Su cuota de almas estaba a punto de alcanzar el máximo estipulado, momento en el cual un Recolector, que se hubiese molestado en pedir una revisión de su contrato, podía obtener su libertad.
Respiró profundamente, cerró los ojos y dejó que el vínculo que lo unía a esa díscola muchachita lo condujese a ella. Desapareció en el acto solo para volver a materializarse delante del mayor centro comercial de la ciudad. Ella jadeó al verle deteniéndose en el acto y dejando caer al mismo tiempo la bicicleta.
—¿Cómo has…? —Su confusión iba a la par que su necesidad de huir. Había verdadero temor en sus ojos.
—Ya está bien de jueguecitos, Destiny —declaró sacudiéndose las manos todavía pringadas—. Quédate quietecita ahí dónde estás y te diré exactamente lo que vamos a hacer…
—Da un paso más y te juro que me pongo a gritar llamando a la Guardia Nacional —lo amenazó ella entonces. Dejó abandonado su vehículo y se escabulló rodeando un enorme macetero para poder pasar por delante de él y entrar en el enorme edificio—. ¡Ni se te ocurra seguirme, bicho raro! Por dios… hueles igual que un vertedero…
Apretó los puños a ambos lados y tomó una profunda bocanada de aire. Sin testigos, Raziel, sin testigos, se recordó. No era un buen lugar para abrirla en canal.
—Quizá es porque alguien, y no miro a nadie, me confundió con uno.
Ella se detuvo a punto de entrar en la puerta giratoria.
—¿De verdad? —Se hizo la inocente—. Bueno, ya sabes lo que dicen… la basura, llama a la basura… encanto.
Entrecerró los ojos, calibrándola y subió la breve escalinata para seguirla al interior. Ella retrocedió, escudándose tras la puerta e intentando huir.
—También dicen que la limpieza, llama a la limpieza, ¿no?
Destiny no esperó a escuchar más, se escurrió como pudo a través de la rendija que empezaba a abrirse en la puerta giratoria y resbaló al punto de caer de rodillas al suelo. Tenía que admitir que estaba deseosa por escapar de él, pues no se molestó ni en levantarse, ganando velocidad sobre sus manos y rodillas hasta que estuvo lo suficiente lejos como para levantarse.
—¡Pues ve a darte un baño y envíale la cuenta de la tintorería a mi tía!
Estiró la mano y la hizo resbalar una vez más al pisar, esta vez, sus propios cordones. Aquello le dio todo el tiempo que necesitaba para atraparla, echársela al hombro y tras un rápido vistazo alrededor encontrar el lugar perfecto para aplacar toda esa fiereza.
—La que va a darse un baño ahora mismo eres tú, conejita —masculló, plantando la palma de la mano en su trasero cuando empezó a debatirse—, quizá así se te enfríe un poco ese carácter.
Su cautiva peleó, retorciéndose sobre su hombro al punto de resbalar por su espalda y clavarle los dientes en la nalga.
—¡Auch! —le pegó en el trasero, con fuerza, por su osadía—. Espero que no tengas la rabia.
—¡Suéltame ahora mismo! ¡Bájame!
Se detuvo al borde de un estanque que no parecía demasiado profundo, en realidad, tal y como se daría cuenta después, se trataba más bien de una piscina la cual había sido aclimatada y decorada para algún tipo de evento en el centro comercial. No se lo pensó dos veces, se giró, de modo que ella afrontase ahora su destino y la levantó en vilo.
—Será un placer.
—Oh-dios-mío —la escuchó jadear, reanudando su lucha con infinita intensidad, llegando incluso a arañarle en un intento de evitar tal destino—. ¡No! ¡No, no, no! ¡Por favor! ¡A la piscina no! ¡Al agua no!
—Debiste haberlo pensado antes de tirarme esa bolsa de desperdicios encima —le susurró para luego lanzarla sin más preámbulos al interior del receptáculo—. Ahora, ya estamos a mano, encanto.
El grito que profirió antes de hundirse como una piedra en el agua le habría perforado los oídos a un sordo, pero eso no fue lo que lo dejó sorprendido y confundido a partes iguales, lo era el absoluto terror que sintió un segundo antes a través de su vínculo con ella.
Esa cabecita pelirroja no tardó en emerger y cuando lo hizo pudo comprobar en su rostro que lo que había sentido no era producto de su imaginación, sus ojos se abrían de forma desmesurada y había verdadero pánico, uno que rozaba la locura. Palmeó el agua sin cesar, resbalando una y otra vez en una balsa de agua que no le llegaba ni a la cadera. Las plantas y flores artificiales que formaban el islote del centro, decidieron contribuir a sus dificultades.
—No… ¡ayuda! Por favor… ayuda. No puedo… no puedo salir… no puedo…
—¿Qué está pasando aquí?
Ante el espolio que estaba armando ella, era imposible no atraer la atención. El guarda de seguridad encargado de la planta se acercaba ya a ellos con la mano puesta en el cinturón. Él, al igual que otras personas que se encontraban en el centro comercial, había sido testigo de su improvisada represalia.
Miró al guarda jurado a los ojos y le ordenó irse a otra parte.
—No pasa nada, agente —proyectó en su mente, entonces echó un rápido vistazo alrededor—. El espectáculo es parte del programa preparado para los entretenimientos de hoy.
El hombre asintió y empezó a dispersar a la gente diciéndoles lo que acaba de escuchar.
—No se preocupen, es parte del espectáculo de hoy.
Solucionado ese pequeño incidente, se giró de nuevo hacia la piscina. La pequeña pelirroja había conseguido aferrarse con uñas y dientes a la plataforma central y resollaba como si hubiese participado en un triatlón. Pero lo más sorprendente era la mira de absoluto terror que había en su cara.
Con un fastidiado resoplido, se metió el mismo en la piscina y se arrastró hacia ella.
—Por si todavía no te has dado cuenta, la piscina no te cubre ni la cadera.
Sus ojos se clavaron en él un instante antes de que toda ella mutase de alma irritante a mono tití y se le subiese encima como si estuviese poseída.
—Sácame de aquí, sácame de aquí, sácame de aquí —repetía sin cesar, temblando al punto de castañearle los dientes—. ¡Sácame de aquí, maldito hijo de puta! ¡Cómo has podido lanzarme al agua! ¡Estás loco! ¡Eres un jodido psicópata! ¡Sácame de aquí ahora mismo! ¡Sácame, sácame, sácame!
Había verdadero pánico en su voz, su voluptuoso cuerpo se apretaba contra el suyo, dejándolo plenamente consciente del intenso temblor que la recorría de pies a cabeza.
—Por favor, por favor, por favor —cambió de táctica, pasando de los desquiciantes gritos a los sollozos—. Sácame del agua.
—Yo que tú la sacaba de ahí cagando leches.
La voz de Caliel le hizo apretar los dientes, se giró y vio al maldito ángel apoyado en una columna con los brazos cruzados y sonrisa satisfecha.
—Te he dicho…
Él levantó las manos a modo de rendición, se encogió de hombros y echó el pulgar sobre el hombro.
—Luego no digas que no te avisé.
Antes de que pudiese responder a tal amenaza, el que se había proclamado a sí mismo como su nuevo vigilante, se desvaneció en el aire y su incordiante presencia por la de una mujer alta y atractiva cuyo rostro prometía problemas.
—¿A qué diablos estás esperando? ¿A qué te den una medalla? —lo increpó la dama haciendo aspavientos para que se apresurara—. ¡Sácala de la piscina inmediatamente! ¡Le está entrando el pánico!
Él enarcó una ceja ante el tono de sargento.
—¿Y usted es…?
—Mi madre —lloriqueó ella, despegando la cara del hueco en el que la había ocultado.
—Sí, soy su madre —declaró la recién llegada, al tiempo que lo increpaba para que se apresurara—. Vamos, no te quedes ahí como un pasmarote. Sácala de la piscina ahora mismo.
Una vez más, su monito tití se aferró a él con desesperación.
—Sácame de aquí y no dejes que se me acerque, ahora no, por favor —suplicó, solo para su oído—. Pero aléjame del agua, te lo ruego… aléjame del agua.
Frunció el ceño y se arrastró hasta el borde más bajo de la piscina, no le costó mucho salir de esta con ella en brazos.
—Ya estamos fuera de la piscina.
Ella aventuró un vistazo a su alrededor y al ver que no había agua bajo sus pies, se revolvió cuál anguila y abandonó de inmediato su previo abrazo para poner de manera inmediata varios metros de distancia entre ella y él. O entre ella y la piscina, a juzgar por la manera en que lo ignoraba y se concentraba con absoluto horror.
—Eres… eres un… un psicópata —empezó a mascullar, luchando con el castañeo de sus dientes y su tembloroso brazo—. Cómo… ¿cómo has podido hacerlo?
Se limitó a cruzarse de brazos.
—No debiste haberme tirado esa bolsa de desperdicios encima —declaró de manera práctica—. Te avisé que tus acciones traerían consecuencias.
—¡He podido ahogarme!
La miró y luego echó un nuevo vistazo a la piscina y puso los ojos en blanco.
—Solo si te das un golpe en la cabeza o te encadenan debajo del agua —le soltó—. Eres un poquito melodramática, ¿no?
La respuesta a eso vino acompañada de un fuerte bolsazo en la cabeza.
—¿Pero qué?
—Fuiste tú, ¿la tiraste dentro de la piscina? —lo increpó de nuevo la mujer. Unos centímetros más alta que su hija y con una figura de modelo, la mujer se parecía más a una hermana mayor que a una madre—. ¿Has perdido la cabeza por completo?
—Señora —bajó su tono de voz, se lamió los labios y atrajo toda la atención sobre su persona—. Temo que su hija olvidó mencionar este pequeño… inconveniente con el agua.
La mujer lo recorrió con la mirada, un gesto apreciativo que ya había visto demasiadas veces.
—Ya veo —respondió. Su voz era ahora un adorable y meloso susurro—. ¿Y tú eres?
Sonrió para sí y le tendió la mano.
—Raziel Sepher —se presentó, con estudiada educación—. Soy… un amigo de su hija.
—¿Solo amigo? —ronroneó, sin quitarle el ojo de encima.
No pongas los ojos en blanco, no pongas los ojos en blanco. Dios, estaba harto de todo ese servilismo femenino.
—Por el momento.
Ella asintió y mudó rápidamente de carácter.
—Bien, al fin un posible novio como dios manda —declaró con abierta simpatía. Entonces frunció el ceño—. Pero, ¿dónde te has metido? ¿Y a qué diablos hueles?
Se lamió los labios y miró de reojo a una cada vez más boquiabierta Destiny. Al parecer había dejado de lado su temor al agua para concentrarse en el abierto flirteo de su madre.
—Temo que su hija ha decidido castigarme lanzándome una bolsa de desperdicios por encima.
El jadeo que surgió de aquellos bonitos y húmedos labios le obligó a contener una carcajada.
—¡Destiny! ¡Cómo se te ha ocurrido hacer tal cosa! ¿Es que no te he enseñado modales?
Iba a matarlo. Despacio. Muy lentamente. Tanto que disfrutaría haciéndole pedacitos. ¡Cómo se atrevía a echarle a ella la culpa! El maldito hijo de puta le había dado el susto de su vida al lanzarla a ese maldito recipiente con agua.
Se sonrojó al ver fríamente la piscina y pensar en el escándalo que había montado. Pero era algo que no podía evitar, cuando estaba cerca del agua, su cerebro dejaba de funcionar y entraba en modo pánico. Aquel era su pequeño y sucio secreto, uno que la avergonzaba hasta la médula. No importaba que hubiese ocurrido hacía más de veinte años, ni la cantidad de psicólogos y psiquiatras que hubiese visitado. Ni siquiera la hipnosis había logrado borrar ese irracional temor que la perseguía desde entonces.
—Parece que mis modales han quedado a remojo, al igual que el resto de mi persona —masculló, sin dejar de mirarle de reojo. Todavía le costaba respirar con normalidad, prueba de ello eran los constantes temblores que la recorrían de pies a cabeza.
—No tienes ni que jurarlo —farfulló su madre, mirando a su alrededor con obvio gesto molesto—. ¿En qué diablos andas metida ahora? ¿Estás tomando drogas? ¿Y qué es toda esa historia de una interpretación teatral?
¿Drogas? ¿En serio? Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no dar media vuelta y dejarla allí plantada. De hecho, lo único que le impidió hacer exactamente eso fue la inestabilidad de sus piernas, dudaba que pudiese llegar siquiera a la bicicleta que había dejado tirada a la entrada del centro comercial.
—¡Mi bici!
La había lanzado a un lado, saltando de ella casi en marcha en su afán de escapar de él.
—Oh, joder. ¡Eso también es culpa tuya! —protestó, apuntándole una vez más con el dedo—. He dejado mi bici tirada ahí fuera, ¡cualquiera ha podido llevársela!
Los ojos azules se dieron por aludidos y se clavaron sobre ella.
—No me culpes a mí de la manera en que descuidas tus propiedades.
—¿La manera en que descuido mis propiedades? —alzó la voz, atónita—. Oh, claro. Mejor quedarme quieta y dejar que un flipado con alas me persiga por toda la ciudad. Oh, y hablando de alas, parece que el atrezo pesaba lo bastante como para que tuvieses que abandonarlas, ¿eh?
Lo vio poner los ojos en blanco, lo cual no hizo sino irritarla aún más.
—Supuse que de esta manera conservarías un poquito de la lucidez que pareces esgrimir de vez en cuando.
—¡Te mato! ¡Yo a ti te mato!
Y lo hubiese hecho, al menos, le habría sacado los ojos si su madre no se hubiese puesto entre ellos, deteniéndola con un simple gesto de consternación en su rostro.
—¡Basta! —Ni siquiera levantó la voz, no le hacía falta—. ¿Pero qué diantres has tomado? ¿Qué te han dado? Llegas una hora tarde a la prueba de mi vestido -y ya no hablemos del tuyo- y cuando apareces lo haces de esta manera, armando un escándalo y apestando a… ¿pero a qué hueles?
—A vertedero —espetó empezando a perder la paciencia. Por regla general ignoraría los infantiles ataques de su madre, pero esa mañana llevaba demasiado encima como para pasar nada por alto—. Y él tiene la culpa.
—Tienes un verdadero problema para afrontar tus propios errores, ¿eh?
—¡Al fin alguien que habla con sensatez! —proclamó su madre, girándose hacia él—. La has calado a la perfección. Ese es uno de sus grandes defectos, huye de las responsabilidades y no es capaz de enfrentar sus problemas.
—Puedo suponer el por qué.
El silencio que cayó tras esa rotunda declaración la llevó a batallar con la idea de aplaudirle por haberle cerrado el pico a su progenitora o gritarle por insultarla. Opción número tres, estarse calladita.
—Tu novio tiene un agudo sentido del humor —comentó finalmente ella. Oh, conocía ese tono de voz, era una cuchillada en toda regla.
—No es mi novio —siseó de nuevo. Empezaba a coger complejo de gato—. Es el chalado al que contrató mi tía y sus amigas para gastarme una broma, aunque la broma me salió muy cara. Mi bici está para ingresar en el chatarrero, yo me he golpeado la cabeza en la caída –porque esa es la única explicación lógica y cuerda a todo lo que he presenciado hasta el momento- y él no ha hecho otra cosa que acosarme.
—Te gusta sacar las cosas de contexto —comentó él, con gesto aburrido—. Ya te he dicho que no tengo nada que ver con tu tía, ni con sus amigas. Nuestro encuentro ha sido fortuito, deseado, pero fortuito.
—¿Deseado? —jadeó—. No me hagas reír.
Él se limitó a bajar la mirada sobre su cuerpo, deteniéndose a la altura de sus pechos.
—Pues si no son tus pezones los que te marcan el suéter… —le soltó con ese tono de voz ronroneante que hacía que se le mojaran las bragas—, estaríamos ante un gran misterio.
Cruzó los brazos de inmediato sobre sus pechos, ocultando cualquier posible prueba de excitación.
—El agua estaba fría —rezongó, a pesar de que sus mejillas adquirieron un instantáneo calor.
Sus labios se curvaron lentamente, se los lamió y buscó una vez más sus ojos.
—Yo puedo hacerte entrar en calor en el momento en que lo desees.
—¡Atención! ¡Madre presente! —se hizo notar la susodicha—. Si bien me considero una mujer liberal y me parecen fantásticas las muestras de afecto públicas, todo tiene un límite.
Antes de que pudiese abrir la boca y decir algo al respecto, abrió el bolsito que llevaba con ella y sacó un juego de llaves.
—Toma —le tendió las llaves—. Ve a casa, llévate a tu novio…
—No es mi novio.
—Aspiro a ser mucho más que eso.
—¡Vete al infierno!
—Conejita, vengo de allí.
—No he oído eso —declaró ella. Al ver que no le hacía caso, dio media vuelta y depositó las llaves en la mano de su psicótico acosador—. Beverly Street, número 14. Es una coqueta casita de ladrillo. El baño está en la segunda planta.
La miró atónita.
—¿Acabas de darle las llaves de tu casa a un completo desconocido?
—No soy un desconocido —respondió él, quien se estaba divirtiendo visiblemente con toda esa locura—. Soy tu futuro amante.
—En tus sueños, querrás decir —rumió ella.
Se limitó a contemplar las llaves antes de llevárselas al bolsillo del pantalón.
—Si allí me quieres también, no tengo inconveniente en aparecer en ellos.
—¿Pero quién te crees que…?
—Niños, niños —pidió de nuevo su madre y la miró a ella—. Ve a casa, ahora. Date una ducha, utiliza todo mi gel si lo necesitas, pero quítate ese horrible olor. Concertaré una cita con Betania para mañana a las diez y esta vez, sin excusas, Destiny.
—Mañana iré a ver el nuevo local…
—He dicho sin excusas.
Se erizó. ¿Por qué siempre pasaba lo mismo? ¿Por qué seguía tratándola como si fuese una niña pequeña?
—Deberías recordar que no vivo contigo, mamá —le soltó con frialdad—, ni soy el cachorrillo que te llevas a tu cama. Ya he dejado atrás la edad en la que debía obedecerte. No me necesitas para probarte un vestido de novia, es algo que ya has hecho seis veces antes.
Le dio la espalda antes de que pudiese responderle o ver el daño que habían causado sus palabras. Había sido dura, cruel incluso, pero con esa mujer no había medias tintas.
—Destiny Ambar O´Neil, esa no es la manera en la que una hija habla a su madre.
No se molestó en detenerse o en volver la vista atrás, enfiló hacia la puerta de entrada y no se detuvo hasta entrar en ese maldito cilindro giratorio.
—Esa tampoco es la manera de hablarle a una hija y tú nunca dejas de hacerlo —masculló para sí, temblando todavía por el episodio recientemente vivido.
Se crispó, no tardó ni dos segundos en girarse y enfrentar a su persistente acosador. Allí estaba, de pie delante de ella, mirándola como si no fuese más que una díscola mocosa o un problema añadido más a su vida.
—Lárgate, esfúmate, haz lo que sea que hagas, pero desaparece de mi vista —lo echó y bajó rápidamente los escalones que separaban el edificio de la acera. Su bicicleta –o lo que quedaba de ella- permanecía apoyada en el macetero de la esquina—. No, no, no. Esto no puede estar pasándome. No puede ser verdad.
De lo que una vez había sido su bicicleta, ahora solo quedaba el armazón, el manillar torcido y una rueda. Le habían robado el sillín y la rueda delantera. Se llevó las manos a la cabeza y hundió los dedos en el pelo.
—¡Pero qué pasa hoy en esta ciudad!
El tintineo de llaves y la visión de estas delante de sus narices, la obligó a mirarle.
—Lo que pasa siempre —declaró con un ligero encogimiento de hombros—. Corrupción, engaño, robo…
—¿Por qué sigues todavía aquí? ¡Esfúmate!
—Lo haré cuando consiga lo que quiero de ti —aseguró, con total placidez.
Entrecerró los ojos y lo miró.
—No tengo dinero, así que ya estás buscando a otra que te mantenga.
Él bufó.
—No necesito tu dinero.
—¿Entonces qué diablos quieres?
—Tu alma —aseguró, enlazando su cintura y atrayéndola hacia él—, y hacer realidad cada uno de tus deseos.
No la dejó protestar, sus labios volvían a estar sobre los de ella antes de que pudiese siquiera respirar otra vez.
—Ambos necesitamos una ducha —le dijo al oído—, así que, tú decides. ¿Viajamos a tu manera o a la mía?
—Esto no está pasando —gimió y dejó caer la cabeza contra su pecho, haciendo una mueca al encontrarse con lo que solo podía ser un fideo pasado de fecha—. ¡Puaj! ¡Qué asco!
Él bajó la mirada y no pudo estar más de acuerdo.
—Eso lo decide todo —declaró con firmeza—. Lo haremos a la mía.
El último pensamiento coherente de Destiny antes de que ambos se desvaneciesen en el aire y reapareciesen ante la puerta de la casa de su madre, fue para su tía y sus amigas.
¡Malditas cartas de Tarot! ¡Estaba en manos de un jodido ángel!