CAPÍTULO 3

 

Raziel sacó el último bombón del bolsillo y tras quitarle el envoltorio se lo llevó a la boca dejando que el cacao se disolviese poco a poco. Aquel era uno de los pocos placeres que se permitía y por el que no acababa sufriendo algún inesperado castigo. Echó un nuevo vistazo a su entorno, a esas horas de la mañana las calles de Oakland empezaban a cobrar vida.

Se concentró en el grupo de personas que esperaban en la parada del autobús y empezó a descartar sistemáticamente las que no cumplían con los requisitos. El Jefe podía tener ciertos estándares para sus recolectores, pero él tenía los suyos propios, unos por los que llevaba rigiéndose demasiado tiempo y con relativo éxito. Eliminó una pareja de lesbianas que solo pensaban en llegar a casa y darse el lote, una insulsa auxiliar de biblioteca y al bomboncito que se restregaba contra el torso de su novio mientras masticaba chicle y le comía con los ojos sin ningún disimulo; esa doble moralidad le aburría.

—Necesito algo especial —musitó, saboreando el chocolate en su boca—. Pedir un alma pura sería como suplicar el final de mi condena; imposible. ¿Niños? No, no tengo paciencia para tanto lloriqueo. ¿Adolescentes? Ni por todo el oro del mundo. Una vez has probado uno, los has probado todos. ¿Maduritas? Um… podría ser, resulta divertido corromperlas, pero no. Necesito algo más…

Siguió pasando revista y se quedó con tres posibles candidatas, dos de las cuales ya se habían dado cuenta de su presencia y lo comían con los ojos. El deseo se reflejaba abiertamente en sus pupilas y en su lenguaje corporal, especialmente en la nerviosa ejecutiva vestida para matar cuyas tetas asomaban por la abertura de la blusa. Le resultó tan sencillo penetrar en su mente y leer lo que allí había que resopló de cansancio. El nerviosismo se debía a la estupidez cometida la noche anterior, dónde, tras pasarse de copas, se había tirado a otra mujer. Algo nuevo a juzgar por su actual incomodidad.

—Demasiado predecible —musitó, al tiempo que deslizaba la mirada sobre la segunda candidata y se encontró con la mirada recelosa de la niña vestida con uniforme de colegio que se aferraba a su chaqueta. La mocosa le sacó la lengua y se escondió tras la mujer, solo para que esta protestara y le dijese alguna cosa—. Vamos, mira hacia aquí, conejita.

Como si le hubiese escuchado, la mujer levantó el rostro y se encontró con su mirada. Al instante el sonrojo cubrió unas pecosas mejillas, sus ojos se abrieron y oscurecieron con obvia apreciación al tiempo que se lamía los labios.

—Reprimida y frustrada, demasiado trabajo —resopló, descartándola también—. Joder, ¿por qué no puede haber un alma decente cuando más la necesitas?

Podía sentir en su piel el paso del tiempo, con cada segundo que estaba allí, admirando el panorama perdía unos preciosos segundos que necesitaba como respirar. Ese cabronazo no deseaba reducir su condena, por el contrario, disfrutaba demasiado ampliándola y aquel nuevo juego estaba destinado a hacerlo fracasar.

—Dos almas, seis jodidos días y descontando —gruñó, dando un respingo al sentir el ardor en su nalga derecha.

Frunció el ceño y escrutó rápidamente la calle, por regla general su marca no reaccionaba si no era a la presencia de Lucifer o como temporizador de un contrato ya iniciado. Pero ahora, ese cosquilleo era nuevo e inquietante.

Rotó los hombros como si pudiese sentir todavía sus alas desplegadas a la espalda y no en la forma de tatuajes que las ocultaban en ese plano de existencia cortesía de su cabronaza alteza oscura. Podía haber metido la pata, haber jodido toda su existencia al traicionar a los suyos, pero no renegaba de su naturaleza.

Respiró profundamente y repasó rápidamente las dos opciones que le quedaban; una mujer vestida de oso polar y una cándida madurita.

—Saca el arpón y a por el oso polar —musitó para sí con visible irritación. Odiaba ese trabajo, especialmente cuando no tenía tiempo suficiente para planear sus movimientos. Era de la opinión que la culpa de la caída no era suya, sino de las frágiles mentes y almas humanas a las que se ponía delante el dulce y eran incapaces de darle un lametón. En todo el tiempo que llevaba anclado a ese trabajo, no había encontrado aún un alma que le pusiese las cosas difíciles o que se negase a entregar finalmente su alma a su cabronaza alteza.

Cabronaza alteza. Sí, le gustaba. Tendría que anotar ese nuevo título honorífico para soltarlo en algún momento que estuviese de ánimo suicida.

Clavó los ojos en su nuevo objetivo y lo recorrió rápidamente con la mirada. No hacía tanto frío como para que alguien llevase tal cantidad de ropa encima, el exceso de maquillaje en el diminuto rostro evidenciaba además la necesidad de ocultar algo. ¿Marcas? ¿Moratones? Si no tuviese tanta prisa, haría una visita al hijo de puta que había convertido a una potencialmente hermosa alma en ese ratoncillo asustado y lo enviaría al inframundo de una patada. Después de todo, pura o corrupta, un alma era siempre un alma.

Giró la muñeca e hizo aparecer entre sus dedos una rosa negra con el tallo cubierto de espinas. Un simple pinchacito, una gota de sangre que brotase y podría sellar el pacto con absoluta facilidad. Ya podía imaginarse a sí mismo lamiendo esa gotita de sangre, succionando el dedo en su boca y provocando todo tipo de deliciosos temblores en ese menudo cuerpo.

—Rápido y conciso —decidió. No tenía tiempo para fruslerías y cortejos innecesarios. Ella caería en sus manos en el mismo momento en que le mostrase la ternura y la seguridad que su maltratador eludía.

Elegida su presa y con el objeto del pacto en la mano, abandonó la puerta de la bombonería en la que hizo una parada técnica y caminó con paso decidido hacia ella… o lo habría hecho, si un diablo rojo no se precipitase sobre él con el grito de una banshee.

—¡Cuidado!

El aviso llegó acompañado del chirrido de unos frenos y del metálico sonido del vehículo de dos ruedas que se detuvo en seco contra el bordillo de la acera haciendo que su ocupante saliese propulsada por el aire e impactase directamente contra él, lanzándole al suelo.

—¿Pero qué demonios…?

Las palabras murieron en el mismo instante en que ella se movió entre sus piernas y lo miró con unos claros y transparentes ojos verdes, unos en los que se reflejaba el alma más pura que había visto en mucho tiempo.

—Ay, dios. Joder. Cuánto lo siento —empezó a disculparse al tiempo que se arrastraba sobre su cuerpo, luchando por desembarazarse del lío de brazos y piernas que habían formado al caer—. Los malditos frenos eligieron esa bajada para dejar de funcionar y al doblar la esquina… ¡auch! ¿Pero qué?

Raziel siguió su mirada cuando levantó la mano y vio varias espinas de la rosa clavadas en su palma, la marca en su nalga empezó a arder como si acabase de ser grabada mientras ella se las quitaba.

—Joder… justo lo que me hacía falta —la escuchó mascullar—, ¿de dónde diablos has salido?

—Me temo que es mía —declaró, reteniendo su mano cuando intentó llevársela a la boca después de haber sacado las espinas. Un par de gotitas de sangre brotaban ya de su piel atrayéndole cual luces de neón—. Permíteme.

El aroma de su piel se mezcló con la fragancia de la sangre, el ardor de su marca le hizo apretar los dientes antes de permitirse deslizar la lengua sobre las punciones y recoger las perlas rojizas sellando un pacto que ni siquiera había planeado establecer.

Allí, medio arrodillada entre sus piernas, con unos enormes ojos verdes fijos en él, los carnosos labios abiertos y húmedos y unos cuantos mechones rojizos escapando del casco de ciclista, estaba el alma que deseaba.

—¿Sabes? No creo que eso sea muy higiénico —musitó ella, parpadeando como un pequeño búho.

Enarcó una ceja y sonrió ante la ironía de esas palabras.

—¿No era exactamente lo que tenías en mente tú misma?

Se encogió de hombros con gracia.

—Ya, pero es que yo sé dónde ha estado mi lengua, cosa que no puedo decir de la tuya.

La ocurrente respuesta le hizo sonreír.

—Eso tiene solución, pelirroja —aseguró, bajando el tono de voz hasta convertirla en puro deseo—, una inmediata.

Deslizó la mano tras su cuello y enroscó los dedos en su melena al tiempo que la inclinaba sobre él para poder tener acceso a su boca. Su lengua penetró la húmeda cavidad, saboreando la dulzura en su interior al mismo tiempo que sentía cómo el pacto quedaba sellado y le daba total acceso a la mujer. El jadeo que surgió de su garganta quedó ahogado al instante por sus propios labios, persuadiéndola de entregarle lo que él le daba, buscando una respuesta que se encontró deseando tanto como deseaba esa pureza que brillaba en su interior y lo hizo estremecer.

Ella, sin embargo, decidió poner fin a su beso, arrancándose de sus brazos y cayendo sobre su trasero. Los ojos verdes parpadearon sin cesar, mirándole entre atónita y molesta.

—¿Por qué has hecho eso?

Ladeó la cabeza.

—Querías saber dónde había estado mi lengua —declaró con sencillez—. Bueno, ahora lo sabes.

Abrió la boca y volvió a cerrarla, parecía tan sorprendida como confundida y eso a él le venía que ni anillo al dedo. Se levantó del suelo con agilidad y se inclinó sobre ella, tendiéndole la mano.

—¿Y hay algún nombre que acompañe a esa carita sorprendida?

Sonrió para sus adentros cuando ella posó la mano sobre la de él y confió en que la ayudase a ponerse en pie.

—¿Hay alguno que acompañe a esa natural arrogancia que te rodea?

Tiró de ella hasta levantarla y añadió el grado de fuerza suficiente para atraerla a sus brazos.

—Yo pregunté primero.

Sin mediar palabra, dio un paso atrás, recuperando su espacio personal y, tras dedicarle una apreciativa mirada, le dio la espalda y lo ignoró por completo. Su atención estaba puesta ahora en el torcido manillar de la bicicleta. La escuchó resoplar mientras se quitaba el casco y se acercaba a su vehículo.

—Mierda, mierda, mierda… ¡recórcholis!

¿Recórcholis? ¿Qué clase de insulto era ese?

—Fantástico, tres dólares más para el bote de los tacos —farfulló a continuación. La vio introducir la mano en el bolsillo de la chaqueta y extraer un puñado de monedas y un billete arrugado—. Adiós a mi chocolate de la semana.

Te está ignorando. Total y absolutamente. Raziel no podía estar más sorprendido y divertido que en ese preciso momento, el vínculo del pacto estaba presente entre ellos, podía sentirlo con meridiana claridad y, sin embargo, ahí estaba ella, ignorándole por completo.

Pide y te será concedido. ¡Ja! ¿Tengo que recordarte que ya no trabajo para ti? ¡Sí, el del Piso de Arriba!

Sacudió la cabeza y se concentró en ella. Menuda, pelirroja, ojos verdes, piel suave y blanca y unos divertidas pecas salpicándole el puente de la nariz. ¿Salpicarían también otras partes de ese voluptuoso cuerpo? Y olía tan bien, no a perfume sino a algo más dulce… ¿a pastel?

Oh, sí. Sin duda ella era lo que había estado buscando, un alma pura y con aroma a chocolate. ¿Qué más podía pedirse?

Que te haga caso, porque te está ignorando como una campeona.

Cierto. Se había deshecho de su presencia como si no hubiese sido más que un inoportuno insecto.

—¿Sabes? Habría sido todo un detalle de tu parte pedir disculpas por atropellarme y saltarme encima.

Ella se giró entonces a él, parpadeó con esos enormes ojos verdes y lo miró una vez más de arriba abajo.

—Lo siento mucho —le dijo, sorprendiéndolo una vez más—. ¿Ahora te disculparás tú por meterme la lengua en la boca?

Abrió la boca y volvió a cerrarla. Tenía que admitirlo, no se esperaba una respuesta como esa.

—Lo haría si no lo hubiese disfrutado.

Los ojos verdes se entrecerraron ligeramente y esos rojos labios se curvaron lentamente.

—Vaya, si hubieses puesto esa condición, podría haberme ahorrado la disculpa —aseguró ella—. Ha sido todo un placer saltarte encima... —Una sonrisa de satisfacción masculina le curvó los labios—, aunque habría sido uno mucho mayor, si fuese mi bici la que hiciese el numerito y no yo.

Adiós a la sonrisa.

—¿Eres siempre tan respondona?

Ella ladeó la cabeza.

—¿Y tú vas siempre por ahí con una rosa con espinas y metiéndole la lengua en la boca a las chicas?

Ante la mención a la rosa, Raziel casi se abofetea a sí mismo. ¿Dónde...? Casi al mismo tiempo que la localizó en el suelo, ella la recogía para tendérsela.

—Extraña elección, aunque te pega —murmuró, entregándole la flor.

Cogió la rosa de sus manos y en cuanto sus dedos se tocaron, pudo sentir la descarga de sensual conexión que se establecía entre ellos. Sabía que ella lo había sentido también, la intensidad en sus ojos y el cambio en su respiración eran rasgos inconfundibles.

—Err… deberías quitarle las espinas —murmuró con gesto nervioso. Entonces, antes de que pudiese responder, dio media vuelta y recogió su estropeado vehículo—. Tu chica lo agradecerá.

—Imagino que lo haría, si la tuviese.

Ella se encogió de hombros.

—No creo que te cueste encontrar una —aseguró, entonces inclinó la cabeza a modo de despedida—. Adiós.

Raziel no pudo evitar la estupefacción que sintió al verla marcharse.

—¿Te vas?

Ella se detuvo y lo miró por encima del hombro genuinamente sorprendida.

—Llego tarde a una cita y no es como si te hubiese atropellado con el coche y te estuvieses desangrando, ¿no?

Te está desechando como un pañuelo de papel.

—¿Y si te pido que te quedes?

Se rio.

—Chico, tendrías que ser en realidad un ángel y tener las alas azules para que aceptase con los ojos cerrados hacer tal cosa—le guiñó un ojo—. Tendrás que probar suerte en otro lado.

La ironía de tal deseo no le pasó por alto ni aun queriendo. Había verdadero deseo en sus palabras, no era un comentario al uso, era un deseo. Y después de todo, ¿no era esa la finalidad del pacto hacer realidad sus deseos, alcanzar aquello que más anhelaba y propiciaría su caída?

—En ese caso, ve cerrando ya los ojos, Destiny —murmuró, pronunciando su nombre, aquel que había leído en su interior—. Porque tu deseo acaba de hacerse realidad.