CAPÍTULO 24

Elis iba a volverse loca. Nada de lo que estaba ocurriendo tenía sentido. La mujer que cuidaba de su hija, su amiga más cercana, era la hermana de su amante y amor de juventud. Este, a su vez, estaba encerrado en la habitación de invitados con su hija de cuatro años, la cual, además, estaba enferma. Kimberly estaba ardiendo en fiebre y ni siquiera podía estar con ella.

Los sonidos que emergían del dormitorio la estaban asustando. Golpes, gruñidos, cosas cayendo, era como si alguien hubiese encendido la televisión y se escuchase el murmullo de los programas, el problema era que en esa habitación no había TV. No podía evitar pensar en lo que había ocurrido años atrás y en el miedo que había pasado. Kimberly había estado tan enferma entonces que casi se había vuelto loca sin saber qué hacer y solo había sido un bebé. Si era sincera consigo misma, hoy todavía se sorprendía de que su hija hubiese sobrevivido a aquello. Sabía que si no hubiese movido cielo y tierra para dar con el médico que le había mencionado Emma, era muy posible que ninguna de las dos estuviese hoy aquí.

No podía enfrentarse con eso otra vez, si le pasaba algo, si no podía superar esta nueva crisis…

Volvió a aporrear la puerta con renovada intensidad, hizo oídos a las buenas intenciones de Julie, quién intentaba calmarla y lo amenazó otra vez. Pateó la madera haciendo vibrar los goznes y tiró como loca de la manilla sin éxito.

—Luca Viconti, ¡abre la maldita puerta, hijo de puta! —clamó desesperada—. ¡Es mi hija! ¡Te mataré si le haces daño! ¿Me oyes? ¡Te mataré!

Un inesperado golpe seguido de un sonido felino reverberó a través de las paredes e hizo que retrocediese de golpe.

—Elizabeth, tranquila, te prometo que Kimberly está bien —insistió Julie al mismo tiempo, a ella pareció no afectarle el extraño sonido—. Luca no dejará que le pase nada. En realidad, es una suerte que haya venido, él puede ser exactamente lo que necesitaba Kimber. Mira, te prometo que te lo explicará todo, no le dejaré que haga otra cosa.

Se giró a ella desesperada.

—¿Explicarme? ¿Explicarme el qué? ¿Qué diablos está pasando aquí, Julie? —indicó la puerta cerrada—. ¿Por qué se ha llevado a mi hija? ¿Qué es todo ese jaleo? ¡Qué sucede!

Un nuevo estruendo, el inequívoco sonido de muebles cayendo inundó el pasillo.

—No, no, no —negó, echó un vistazo a su alrededor en busca de una manera de entrar en esa habitación—. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras mi niña es víctima de vete tú a saber qué.

Se precipitó en dirección a la cocina, resbalando y teniendo que sujetarse del marco de la puerta para no terminar dándose ella misma un porrazo. La vieja escalera de incendios del edificio comunicaba la ventana con la de la habitación de invitados antes de doblar y bajar hacia la calle.

—Elis, ¿a dónde vas? Espera…

No tenía tiempo para escuchar más explicaciones incoherentes, se encaramó al fregadero, abrió la puerta y salió por ella dejándose caer en el enrejado suelo que comunicaba con la otra habitación.

—¡Elis! —escuchó el grito angustiado de Julie, quién se asomaba al mismo tiempo a través de la ventana—. ¡Elis, vuelve aquí! ¡Ay dios mío!

Hizo una mueca al notar el duro y metálico suelo bajo sus pies descalzos, pero eso no la detuvo.

—Si ese hijo de puta le toca un solo pelo a mi hija, es hombre muerto —siseó desplazándose por la pasarela.

—Elis, por favor…

Las luces de un coche iluminaron el edificio unos instantes antes de aparcar y ver como descendían dos hombres que no dudaron en echar un vistazo hacia arriba al escuchar las voces.

—La madre que te…

—¡Julie, Elizabeth! ¿Qué coño?

La noche iba volviéndose más rara por momentos, pensó fugazmente al reconocer las voces y las presencias de su hermanastro y Max.

—¡Elizabeth! —escuchó la voz de Pietro—. ¡Vuelve a dentro ahora mismo!

¿Por qué elegían todos esa noche para irrumpir en su aislada y privada vivienda? ¿Ahora resultaba que todo el mundo sabía en dónde vivía?

—Elis, no me obligues a subir y arrastrarte de nuevo dentro.

La amenaza casi la hace reír. ¿Ahora se preocupaba por ella?

—Vete al infierno —declaró y continuó con su autoimpuesta tarea—. No te metas en lo que no te incumbe.

—¿Julie? ¿Qué demonios hace ella aquí? —Esa fue la voz de Max.

—Será lo primero que le pregunte cuando la meta de nuevo dentro de casa —rezongó Pietro dirigiéndose ya hacia la escalera.

—¡Julianne! ¡Mueve el culo de nuevo al interior del edificio o juro por dios que te daré una zurra que no te permitirá sentarte en un mes!

La chica resopló atrayendo su atención.

—¡Te he dicho que no me llames así, capullo! —escupió ella, inclinándose sobre la barandilla—. Y deja de amenazarme, no estás en posición de castigarme por nada.

—Julie, haz lo que te dicen o la zurra será doble —gruñó al mismo tiempo Pietro.

Ella puso los ojos en blanco.

—Iros los dos al infierno.

Parpadeó y miró a su amiga con verdadera sorpresa.

—¿Conoces a mi hermano?

Ahora fue el turno de la muchacha de mirarla alucinada.

—¿Cómo que tu hermano?

Señaló hacia abajo.

—Pietro Fiori es mi hermanastro.

La chica abrió la boca y volvió a cerrarla. Entonces se asomó una vez más a la escalera de incendios con tanto ímpetu que casi cuelga hacia abajo.

—¡Serás cabrón hijo de puta! —le espetó sin más—. ¿Por qué no me has dicho que eras familia de Elis?

—¡Julie! —la voz de Max sonó contundente y peligrosa—. Entra dentro. ¡Ahora!

Su amiga se tensó, pero eso no evitó que le gritase a su vez.

—¡Que te folle un pez, perro idiota!

Elis sacudió la cabeza.

—Esto es una locura.

Un nuevo sonido al otro lado de la pasarela, procedente de la ventana de la habitación contigua, le recordó el motivo por el que había salido.

—Kimberly —jadeó y corrió descalza hacia la ventana olvidándose de los dos hombres que habían decidido prescindir de la puerta principal y subían rápidamente por la escalera de incendios—. ¡Luca! —aporreó el cristal e intentó ver a través de la cortina que, normalmente, estaba abierta—. ¡Maldito seas, abre la jodida puerta! ¡Déjame entrar! ¡Si le pasa algo a mi hija, eres hombre muerto! ¡Te desmembraré con mis propias manos!

Se apretó contra el cristal, hizo sombra con las manos e intentó ver más allá de la cortina, pero solo veía siluetas.

—¿Tu hija? —escuchó la voz de Pietro un poco más cerca, la sorpresa presente en su voz—. ¿Cómo que tu hija?

Max se hizo eco de su pregunta con el mismo asombro.

—¿Tiene una hija? ¿Desde cuándo?

El que solo podía ser su hermano gruñó.

—Acabo de enterarme.

Ignorando el tumulto que se organizaba a sus espaldas aporreó una vez más la ventana.

—¡Luca! ¡Maldito hijo de puta! ¡Ábreme!

Un nuevo golpe sonó ahora contra el cristal y acto seguido se encontró observando lo que solo podían ser dos enormes patas con las garras descubiertas que se clavaban en la cortina y resbalaban hacia abajo dejando tras de sí enormes desgarros a través de los que pudo dilucidar el interior. A esas primeras marcas se unieron unas más pequeñas acompañadas de un bajo maullido.

—Pero qué…

Un par de enormes y ambarinos ojos la miraron entonces a través del cristal, estos destacaban en una enorme y felina cabeza negra. El enorme, porque era grandísimo, animal al que pertenecían se movió hacia un lado, agitando su enorme cola para dejar a la vista un pequeño cachorro dorado con manchas que intentaba destrozar una camiseta infantil; la misma que había llevado su hija hacía tan solo unos minutos.

Trastrabilló hacia atrás, tropezó en su necesidad por poner distancia, pero fue incapaz de apartar la mirada. Lo que solo podía ser una enorme pantera negra se sentó ahora sobre los cuartos traseros vigilando los movimientos del hiperactivo cachorro de leopardo que jugaba entre los restos de la ropa haciendo cabriolas y poniéndose patas arriba. La enorme lengua rosada del gran felino acarició al cachorro, revolviéndole el pelaje y arrancando tiernos ronroneos del gatito antes de que este se revolviese y saliese dando saltitos, mientras rugía en su infantil idioma.

—Dios mío…

Era incapaz de articular palabra alguna que sonase coherente, su mirada seguía fija en el cachorro que pululaba de un lado a otro, corriendo y saltando como solo podía hacerlo un gatito.

«Está bien, Elis, ella solo necesitaba enfrentarse a quién es realmente».

La voz de Luca se filtró en su cabeza arrancándole un gritito, buscó a su alrededor, pero no lo encontró. Su mirada voló entonces hacia la habitación y se topó de nuevo con esa mirada felina. Sacudió la cabeza, negándose a creer en lo que veían sus ojos, rechazando, una vez más, que lo que veía era real y no producto de su imaginación.

Porque esa escena la había presenciado ya una vez hacía cuatro años, la misma tarde en la que Emma se presentó en su casa con un bebé recién nacido y los papeles de la adopción.

«No tengo a nadie más, Elis, ninguna de las dos tenemos a nadie más. Tienes que quedarte con ella, solo tú puedes criar a Kimberly».

Se llevó las manos a la boca, dio un paso atrás y sintió como las piernas cedían bajo ella en el mismo instante en que los hombres alcanzaban la plataforma.

—Oh dios mío —jadeó, sacudiendo la cabeza con desesperación—, oh dios mío, oh dios mío.

Las lágrimas le inundaron los ojos y empezaron a resbalar por sus mejillas, unos brazos fuertes la envolvieron y la apretaron contra un duro torso como solían hacerlo cuando era niña.

—Emma tenía razón —jadeó aferrándose sin pensar en ello a esos brazos—. Ese maldito médico tenía razón… no quise creerle, no quise aceptar que esto era real. Dios mío, Kimber es una de ellos… es como Emma…

—Shh, tranquila, Elis —era la voz de su hermanastro, de Pietro—. Ven, vamos a dentro…

Sacudió la cabeza, peleó contra él, pero no sabía si quería acercarle o empujarle, sus ojos volvieron a caer sobre la ventana dónde vio a los dos felinos jugando. La enorme pantera se limitaba a poner freno al cachorro con una pata, haciendo el papel de una paciente niñera mientras el gatito gruía y mordía todo lo que tenía a su alcance.

Las lágrimas continuaron descendiendo, cada vez con mayor afluencia, y terminó con un nudo en el pecho que la llevó a llorar como una niña mientras aporreaba la ventana.

—¡Ábreme, maldito seas! ¡Ábreme, Luca! —gimió desesperada, librándose una y otra vez de los brazos que querían alejarla de allí—. Devuélveme a Kimberly, devuélveme a mi niña.

Los felinos se giraron entonces hacia la ventana, el pequeño cachorro reaccionó de inmediato a su llanto y desesperación, gimoteando, gruñendo y arañando el cristal del otro lado. Entonces, ante sus acuosos ojos, asistió al milagroso cambio del felino a su infantil forma humana, viendo la dulce carita de la pequeña que se había convertido en todo su mundo.