Un nuevo camino

La pérdida es una experiencia que conduce hacia un nuevo camino. Una nueva oportunidad para empezar a pensar de otro modo. La pérdida no es el final de las cosas, sino el final de una manera determinada de pensar. Quien cae en un sitio se levanta en otro. Esa es la ley de la vida.

Son palabras del poeta persa Mohamade Mojtari, un camarada de Ismail que se negó a abandonar el país y cuyo cadáver fue encontrado en un desguace de las afueras de Teherán. Según informó el periódico holandés De Volkskrant, murió estrangulado a manos de agentes de los servicios secretos.

Ismail sí se fue. Cogió el camino del monte del Azafrán, y su padre permaneció junto a la verja del cementerio hasta que ya no logró distinguir a su hijo de las rocas.

Akbar sabía por experiencia que quienes desaparecían detrás de la montaña nunca volvían. Pero ¿hacia dónde iban todos esos hombres, todas esas mujeres, e Ismail?

Si su hijo consideraba que no había otra salida, debía marcharse. Pero ¿qué le diría él a Tine?

• • •

En cuanto salió el sol, las madres se esfumaron del cementerio. Una anciana con bastón se acercó a Akbar y lo saludó:

- Buenos días, Aga. ¿Qué estás mirando?

Salam -gesticuló él-. Estaba mirando el sol, que acaba de elevarse por encima del monte del Azafrán. Detrás de la cordillera veo unos nubarrones oscuros. Seguro que está nevando.

Tenía que apresurarse para ir a casa. Nunca había regresado tan tarde de la mezquita, y su mujer se inquietaría.

Tine lo esperaba en la puerta.

- ¿Dónde te habías metido? -le espetó furiosa-. ¿Dónde está tu abrigo? ¿Por qué no has comprado pan? ¿Dónde has dejado la bolsa de los baños?

Era verdad: ¿dónde había dejado la bolsa?

- Te lo explicaré dentro -gesticuló él-. Ven, cierra la puerta y echa el cerrojo. ¿Dónde está Cascabelito? Llámala. Tengo algo importante que contaros. Ha subido a la montaña. Se ha marchado. Ya no está.

- ¿De qué estás hablando? ¿Quién ha subido a la montaña? ¿Quién se ha marchado?

- Ha desaparecido. En las montañas. ¿Dónde está Cascabelito? ¡Llámala! Le he dicho que evitara las vías del ferrocarril, para que no lo vieran los gendarmes con los prismáticos.

- ¡Cascabelito, ven aquí! -gritó Tine-. No acabo de entender lo que me dice tu padre. Ha venido sin el abrigo, ni la bolsa de los baños, ni pan, y no hace más que hablar de las montañas y de alguien que se ha ido. Dios mío, ¿qué hago yo con un hombre que llega a casa con una historia distinta cada día? ¿Dónde has dejado el abrigo?

Tine sabía perfectamente a qué se refería Akbar, sólo que se negaba a creerlo. Necesitaba la confirmación de su hija, que por fin acudió.

- ¡Se ha ido! -gesticuló enseguida Akbar.

- ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

- Va de camino al monte del Azafrán.

- Ismail se ha ido, mamá.

Tine se sentó y se puso a llorar en silencio.

- Es mejor así -intentó consolarla Cascabelito-. Imagínate que hubiese caído en manos de los clérigos. Lo digo en serio, no llores. Si logra burlar la vigilancia de los gendarmes, estará a salvo. Lo conseguirá. Conoce el camino y sabe cómo escabullirse. No llores. Lo que debes hacer ahora es desear con todas tus fuerzas que logre escapar. Papá, ven, siéntate aquí. Toma este té, te calentará por dentro. Cuéntame cómo ha sido todo.

Akbar cogió la taza, se sentó y empezó a gesticular:

- Cuando me dirigía esta mañana a la mezquita, alguien me ha dado una palmada en la espalda. Era él. Quería adentrarse en las montañas, pero no tenía ropa de abrigo ni pan. Ahora que lo pienso, creo que me he dejado la bolsa de los baños en la tahona… Tampoco llevaba zapatos adecuados.

Su hija se sentó a su lado y le dijo:

- Todo saldrá bien. Se las apañará.

Como Cascabelito estaba muy cerca de su padre, Tine no alcanzaba a ver los gestos que intercambiaban.

- ¿De qué estáis hablando? -preguntó enfadada-: ¿Por qué no puedo saberlo yo también? ¿O acaso es otro secreto más entre padre e hija?

- Perdona, mamá. No lo estamos haciendo adrede.

- ¿Cómo que no? -dijo Tine-. ¡Ya estoy harta de secretos en esta casa! Harta de los secretos entre padre e hijo. Y harta también de los vuestros. ¿Qué pretendéis conseguir con ellos? Nada de nada. Ya lo has visto. ¿Dónde está tu hermano? ¿En manos de los gendarmes? ¡Ay, Dios mío, Ismail!

- Mamá, cálmate, por favor. No grites, que te van a oír los vecinos.

- Cascabelito, ten cuidado. Despierta, abre los ojos. Tu hermano, tu modelo, ya no está. Ahora te toca a ti. Yo…

Se echó a llorar desconsoladamente.

- Mamá, no es momento para lamentaciones -le imploró su hija-. Ismail todavía está en camino. Le queda un buen trecho por delante antes de alcanzar la frontera. Toma, ponte el velo y reza. Es lo único que puedes hacer por él. Papá, tú ve a la tienda. Luego iré yo.

- Llamará tan pronto como llegue al otro lado -gesticuló Akbar al incorporarse-. Allí hay otra clase de gente, ¿sabes? ¿Dónde esta el mapa?

- ¡Déjate de mapas! -exclamó Tine mientras cogía el velo y se iba a la otra habitación.

Ismail no llamó y tampoco llegó ninguna carta suya. No podía escribir ni telefonear. Quienes se refugiaban en la Unión Soviética no podían mantener contacto con sus familias. ¿Recibir en casa de Akbar una carta enviada desde la Unión Soviética? ¿Un sobre que llevara estampado un sello con la bandera roja, la hoz y el martillo? ¿Sellos de correos con el retrato de Lenin? Impensable.

Cada vez que sonaba el teléfono y Tine se precipitaba a responder, Akbar la seguía con la mirada.

- ¿No?

- No.

Cuando el cartero pasaba por la puerta de la tienda, Akbar gesticulaba:

- ¿No hay carta?

- No.

Sin embargo, estaban convencidos de que no lo habían detenido. Safa, su mujer, sabía por sus amigos que no debía esperar ninguna llamada ni carta de su marido.

Tres días después de la partida de Ismail, Akbar se marchó a la aldea del Azafrán, y fue, pueblo por pueblo, montado en una mula, preguntando a los viejos del lugar si en los últimos días los gendarmes habían arrestado a alguien. No, si no, ya se habrían enterado.

Varios meses más tarde, a altas horas de la noche, cuando ya nadie esperaba una llamada, sonó el teléfono. Tine salió de la cama con aire cansino y descolgó el auricular:

- Salam.

Salam -contestó una voz masculina-. ¿Es usted la madre de Ismail?

- Sí, soy yo -respondió Tine angustiada, pensando que sería alguien de la policía.

- Señora, soy un amigo de su hijo. La llamo desde Berlín. Quería comunicarle que Ismail está bien. En este momento se encuentra en Tayikistán. Quizá venga aquí, a Berlín, pero todavía tiene que esperar un poco. Ya se pondrá en contacto con ustedes personalmente. ¿Podría transmitírselo también a su mujer? Buenas noches.

Antes de que Tine pudiera decir nada, el hombre había colgado.

- ¿Quién era? -gesticuló Akbar.

- Ismail, ¡ay, Dios mío! Bueno, no era él en persona, pero está bien. Llamemos a Safa.

Por aquella época, la Unión Soviética tenía que hacer frente a numerosos problemas, y Gorbachov, con su glasnost, intentaba salvar cuanto fuera posible. Rusia ya no era un país que pudiese acoger a los camaradas del país vecino. La solidaridad internacional había dejado de existir. Antes, el Estado o las autoridades locales rusas acogían a los camaradas refugiados como Ismail y les ofrecían todo tipo de oportunidades. Por ejemplo, les permitían matricularse en la universidad o les brindaban la posibilidad de formarse en empresas y koljoses. Pero eso pertenecía al pasado. Ahora todo estaba patas arriba. Lo único que le preocupaba a la gente era salvar su propio pellejo. Ismail fue a dar a un piso que debía compartir con otros siete compatriotas refugiados, todos ellos sin futuro y sin salida. Sus sueños se habían hecho añicos. Le costó meses adquirir conciencia de dónde estaba y qué le había ocurrido.

Las cosas en Rusia andaban de mal en peor. Tenía que largarse de allí.

Por medio de un compatriota se enteró de que podía aprovecharse del caos reinante y trasladarse a Alemania. Un ex correligionario que vivía allí desde hacía tiempo le consiguió un permiso de viaje temporal, con el que pudo partir hacia Alemania Oriental.

Nada más llegar a Berlín Este, buscó una oficina de correos y llamó por teléfono a su mujer. Respondió la abuela.

- Soy yo, Ismail.

- ¿Quién?

- Ismail, el marido de Safa.

- ¡Ah, hola! ¿Cómo te va? Safa en este momento está trabajando, y Nilúfar aún duerme. Sí, se encuentra bien. ¿Y tú? ¿Todo bien?

- Estoy en Berlín. Volveré a llamar esta noche.

A continuación, marcó el número de sus padres. Respondió Tine.

Salam, Tine. Soy yo, Ismail.

Pobrecilla, casi se desmaya del susto.

- Tine, ¿me oyes? ¿Cómo estás? Perdona que no haya… Es que no podía. Era imposible. Ahora estoy en Berlín. Tengo que ser breve. ¿Dónde está mi padre? ¿Y Cascabelito?

Tine lloraba.

- ¿Por qué no dices nada? No puedo hablar mucho tiempo. ¿Está mi padre en casa?

- No, hijo. Está en la tienda.

- ¿Y Cascabelito?

- Tampoco.

- Lástima. Bueno, es igual. Ya volveré a llamar. Ahora tengo que dejarte. ¿Así que todo va bien? Vale. Llamaré pronto.

Tine no le contó que hacía mucho que Cascabelito ya no estaba en casa, sino en prisión, y tampoco que Aga Akbar no se encontraba bien, que estaba enfermo. La llamada telefónica había sido tan inesperada y la conversación, tan rápida, que no supo reaccionar. Pero, aunque hubiese tenido más tiempo, no le habría dicho la verdad. Nada cambiaría y él se entristecería. No había que apresurarse para dar malas noticias a la gente. No hacía falta que Ismail lo supiera.

Después de colgar, Tine se cubrió con el velo y corrió a la tienda para contarle la buena nueva a Akbar.

- ¡Ha llamado! -gesticuló desde la acera, cuando vio a su marido al otro lado de la ventana.

- ¿Ah, sí?

- ¡Sí! -contestó, antes de entrar en el taller.

- ¿Qué? ¿Está bien?

- Sí, muy bien. Me ha preguntado por ti… y por Cascabelito.

- ¿Le has dicho que ella…?

- No.

- ¿Por qué no? Es su hermano, tiene que saberlo.

- No he podido. Me han entrado ganas de llorar, y me temblaban las manos. No he sido capaz de contárselo.

- ¿Volverá a llamar?

- Sí, ahora puede hacerlo sin problema. Cascabelito se pondrá muy contenta cuando se entere. Se lo diré el viernes. No, díselo tú. Con gestos es mejor; así nadie lo entenderá. Pero solo le dirás que ha llamado, nada más. Ahora iré a casa de Marzi y de Ensi y les contaré que ha telefoneado. Estás muy pálido. ¿No te sientes bien? Creo que no iré a ver a nuestras hijas. Anda, cierra la tienda y vamos a casa.

A Cascabelito la habían detenido un mes y medio después de la huida de Ismail. Nadie sabía por qué.

Un buen día no regresó a casa al atardecer, y Tine sospechó enseguida que algo malo sucedía. Siempre había contemplado la posibilidad de que un día arrestasen a su hija, como a tantos otros. Ella imaginaba que, llegado el caso, la policía aparcaría un jeep delante de la puerta y se la llevaría.

Pero como eso no había ocurrido y Cascabelito no había llegado a casa, le entró una angustia mayor. ¿Qué hacer? ¿Avisar a la familia? ¿Esperar un poco más? Nada de ceder al pánico. «Mejor esperar», pensó.

Tine y Akbar aguardaron levantados hasta muy entrada la noche. Cascabelito no aparecía ni llamaba.

Por otras familias cuyos hijos habían sido detenidos, Tine sabía que, poco después de atraparlos, los agentes de los servicios secretos iban a registrar la casa. «¡Tenemos que recoger sus cosas!», pensó, incorporándose como una flecha.

- Busca una caja -le dijo a Akbar con gestos-. Hay que hacer desaparecer los libros de Cascabelito. ¡Deprisa, los policías no tardarán en venir! Busca una caja de cartón vacía.

Tine sabía leer un poco, pero nunca podría llegar a comprender de qué trataban todos aquellos libros que su hija tenía en su habitación. ¿Eran buenos, o peligrosos?

- Mételo todo ahí -gesticuló.

- ¿Todo?

- Sí, todo.

Tine se agachó y sacó de debajo de la cama de Cascabelito una bolsa llena de papeles. Los hojeó para ver si entendía algo, pero no lo consiguió. También los puso en la caja. Luego miró en el armario.

- No te quedes ahí parado. Busca en los bolsillos de la ropa y saca todo lo que encuentres.

Mientras Akbar hurgaba en las prendas de su hija, Tine enrolló la alfombra para asegurarse de que no hubiera nada escondido debajo. No había nada.

- ¡Andando! Tenemos que librarnos de esta caja.

- ¿Y adónde la llevamos?

- ¡Yo qué sé! Fuera de aquí, al menos. Coge de ese lado; no puedo cargarla yo sola. Espera. No podemos deshacernos de estos libros así como así. Es posible que Cascabelito regrese, y como vea que he tirado todas sus cosas, se pondrá hecha una furia. Ya sé, llevaremos la caja al almendral y la esconderemos en el fondo del cobertizo. Si Cascabelito vuelve, siempre podremos sacarla de allí. Y si no… Bueno, coge de ahí, ten cuidado.

Levantaron la caja y la llevaron hasta la puerta. Tine abrió con precaución y echó un vistazo fuera.

- ¡Vamos, no hay nadie! -gesticuló.

Caminando con pasos rápidos, fueron hasta un huerto que se encontraba al final de la calle, a unos cien metros de su casa, y tomaron un sendero que conducía a un viejo cobertizo medio derruido que tenía la puerta abierta. Tine escondió la caja debajo de las herramientas de labranza, cerró la puerta y señaló:

- ¡A casa!

- ¡Ya nos hemos librado de todas esas cosas, gracias a Dios! -dijo Tine cuando regresaron.

- Y ahora ¿qué? -preguntó Akbar.

- Nada. Esperar. Y ver qué nos depara el día de mañana.

- ¿Sabes qué?

- ¿Qué?

- No, nada.

Se quedaron sentados en silencio un buen rato. No podían irse a la cama. Quizá Cascabelito regresara en cualquier momento.

Tine oyó pasos. ¿La policía? Se levantó y atisbó entre las cortinas. Eran los vecinos del barrio, que acudían a la mezquita para la oración de la mañana.

- Dios mío, ayúdame. Ya está a punto de salir el sol y Cascabelito todavía no ha vuelto a casa. ¿Y ahora dónde la busco?

Tine pensó que siempre había sabido que su hija nunca llevaría una vida normal. Ella nunca tendría una casa, un marido, hijos, un gato, una cocina…

- ¿Sabes que…? -gesticuló Akbar.

- ¿Qué intentas decirme?

- Cascabelito ha… Si van a venir esos policías, ¿no deberíamos ir también a la tienda para…? Bueno, todavía quedan cosas de Cascabelito en el almacén.

Tine se llevó las manos a la cabeza.

- ¿Qué ha escondido allí?

- Papeles.

- ¿De qué clase?

- Impresos.

- Vamos para allá. No, ahora no podemos, hay gente en la calle. -Volvió a mirar a través de la cortina-. Sí podemos; ven. Nos mezclaremos con la gente. Es un buen momento -dijo cogiendo el velo.

Salieron a la calle con total serenidad y tomaron el mismo camino que los fieles.

- Tú ve a la tienda, y no enciendas la luz -le indicó Tine-. Yo seguiré con las mujeres hasta la mezquita y luego me reuniré contigo.

Akbar se dirigió al taller, sacó la llave del bolsillo, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Entró sigilosamente y se quedó esperando a su mujer a oscuras.

Tine no tardó en llegar. Prendió una cerilla y gesticuló:

- Busca la lámpara… No, mejor una vela.

Akbar le trajo una a medio consumir. Tine la encendió y fue al almacén.

- ¿Dónde están?

- No lo sé, por ahí.

Con la vela en la mano, Tine rebuscó entre los trastos. A tientas, encontró unos papeles apilados en una caja de cartón. Acercó uno a la luz y leyó unas líneas, pero no entendió muy bien de qué iban. Sospechó que se trataba de un panfleto, se lo tendió a Akbar y gesticuló enfadada:

- Necio, eres un completo necio, Akbar.

Se hincó de rodillas y continuó. De debajo de una mesita sacó una máquina de escribir.

- ¿Qué diablos hacemos ahora con esto? ¡Ay, Akbar, Akbar, vas a acabar conmigo!

Siguió buscando a gatas en la oscuridad. Detrás de una caja de madera halló unos aerosoles para pintar graffiti. Eran cosas que nunca había visto. Con cuidado, sostuvo uno ante la vela para examinarlo.

- ¿Qué será esto? ¡Apártate, hombre! ¡Ten cuidado! ¡No sea que exploten! Coge una bolsa y ponlos dentro. No, mejor no los toques, déjame a mí. -Recogió los aerosoles uno por uno y los metió en una bolsa de plástico, suspirando-: Cascabelito, has arruinado tu vida, y la mía también. -Y gesticulando para que lo entendiera Akbar, añadió-: ¡Deprisa! ¿Dónde he dejado el velo? Dame los papeles. Tú coge la máquina de escribir y escóndetela debajo del abrigo. Envuélvela en un paño. No, en una alfombrilla. ¡Rápido! Yo llevaré estos malditos papeles. ¡Salgamos! Sígueme. Vamos al río.

• • •

Fuera comenzaba a clarear, aunque el sol aún no había salido.

Los hombres regresaban a sus casas con pan recién hecho que habían comprado en la tahona.

Salam aleikum!

Salam aleikum!

Tine tomó un atajo hacia los viñedos, seguida de Akbar. Al cabo de un cuarto de hora llegaron al río.

Ella buscó una piedra, la metió en la caja con los panfletos, se desanudó el pañuelo que llevaba bajo el velo y ató la caja con él. Acto seguido, la sumergió en el agua. Luego cogió con cuidado la bolsa donde estaban los aerosoles, la llenó de agua y la cerró con un nudo. A continuación, la empujó hacia el centro del río y la vio alejarse flotando a duras penas en la corriente antes de hundirse.

- ¿Qué haces ahí mirando? -gesticuló furiosa-. ¡Tira esa máquina!

Pero Akbar no obedeció. No podía, vacilaba.

Tine fue hacia él, se la quitó de las manos, se acercó a la orilla y la lanzó con todas sus fuerzas al río. La máquina cayó al agua con gran estruendo y Tine se arrodilló en el suelo.

- ¡Ay, mi espalda! ¡Akbar, ven aquí! ¡Dame la mano! ¡Ay, ay, me falta el aire! ¡No, no me toques! Cascabelito, mira lo que me has hecho…

Rompió a llorar. Después de un rato, se incorporó con ayuda de Akbar y, cogidos del brazo, volvieron a casa.

A las once de la mañana, dos agentes de los servicios secretos entraron subrepticiamente en la tienda de Aga Akbar. Ese día había estado a punto de no ir, pues no se encontraba con ánimos, pero Tine había insistido:

- Tú ve a abrir como si no pasara nada y ponte a trabajar. Nadie debe enterarse de que Cascabelito no ha venido a casa esta noche.

Akbar se encontraba trabajando en su mesa, cuando las sombras de los agentes se dibujaron en la alfombrilla que estaba reparando. Asustado, alzó la cabeza y quiso ponerse en pie.

- No te levantes -le indicó por señas uno de ellos.

Akbar presintió que se trataba de los hombres que había mencionado Tine. Mientras tanto, el otro se puso a deambular por el local, examinando las cosas. Cambió de lugar un par de alfombrillas enrolladas que estaban sobre la mesa de trabajo y echó un vistazo dentro de una caja que había en un estante.

- Tu hija, la que te ayudaba en la tienda…, ¿dónde está? -interrogó el policía, esforzándose por expresarse con gestos. Éstos no eran muy claros, pero Akbar entendió a qué se refería-. ¿Qué hacía en la tienda? -prosiguió.

- No comprendo de qué habla -gesticuló Akbar.

- Tu hija -insistió el policía-. Hija, pendiente. Pendientes verdes. Pelo largo. Pecho. Senos. ¿Entiendes? ¿Qué hacía aquí? ¿Qué otras personas frecuentaban tu taller?

Akbar sabía que no debía decir nada, pero los burdos gestos de aquel hombre en relación a los pendientes, el pelo largo y los senos habían herido su sensibilidad. Si había mencionado el pelo largo y los pendientes verdes de su hija, significaba que la había visto sin el velo. ¿Cómo era posible?

Akbar hervía por dentro, pero mantuvo la serenidad y permaneció sentado en la silla.

- No comprende de qué le hablo -le dijo el agente a su compañero.

- Lo comprende perfectamente. Muéstrale las fotos -repuso el otro, antes de desaparecer en el almacén.

El policía sacó del bolsillo de la chaqueta un par de fotos en blanco y negro y se la enseñó a Akbar. Era el retrato de un hombre.

- ¿Conoces a este tipo?

- No comprendo; déjeme ir a buscar a mi mujer.

- No te muevas, míralo bien. ¿Lo has visto alguna vez en tu tienda? ¿Tenía contacto con tu hija? ¿Tenía…?

- No sé de qué me está hablando. Mande llamar a mi mujer -insistió Akbar.

- Ahora entenderás. Mira esta otra foto. A ella seguro que la conoces -le dijo con una sonrisa maliciosa, mostrándole una instantánea en la que aparecía Cascabelito con el cabello revuelto y heridas en la cara.

De repente, todo cambió. Era como si aquel hombre hubiese tocado algo intocable. Akbar le arrebató la foto, le dio un empujón y se puso en pie.

El agente retrocedió, desenfundó la pistola y vociferó:

- ¡Siéntate!

Pero eso no hizo más que empeorar las cosas. Akbar cogió un palo y la emprendió a golpes con el policía, exclamando:

- EUEUEUEUEUEUEUEU! JUJUJUJUJU! ¡EUEUEUEUEUEUEUEUEUEU!

El otro agente salió del almacén con la intención de agarrar a Akbar por detrás, pero éste se giró a tiempo y le dio un puñetazo en el hombro izquierdo con todas sus fuerzas. El hombre se encogió de dolor.

Akbar se precipitó a la calle y se puso a gritar:

- ¡EUEUEUEUEUEUEUEUEU! ¡UJUJUJUJUJU! ¡UOOOOOOOOORRRRR!

Los tenderos salieron disparados de sus locales y los transeúntes corrieron en su auxilio.

- ¿Akbar, qué te ha pasado?

- Allí dentro, esos hombres. Una foto. Cascabelito. Su pelo. Pendientes -gesticuló él.

Nadie entendía lo que quería decir.

La situación se les había ido de las manos. Los odiados agentes de los servicios secretos se deslizaron hacia el coche en que habían llegado y desaparecieron.

• • •

Los comerciantes acompañaron a Akbar al taller.

- ¿Qué querían esos hombres?

- Uno de ellos llevaba fotos en el bolsillo. Los pendientes verdes. El pelo largo de Cascabelito. Y sus… ¿Cómo puede haber visto sus pendientes verdes? ¿Me comprendes?

- No -le contestó el dueño de la tienda de comestibles.

- Anoche, Cascabelito… Quiero decir… no vino a dormir a casa, pero mi mujer sabe más que yo. Y ese hombre ha sacado una pistola. Llevaba la foto en el bolsillo de la chaqueta. De pronto me he enfadado, he cogido un palo y le he pegado. El otro ha querido agarrarme por detrás y le he sacudido un buen puñetazo en… La foto, ¿dónde está la foto?

- Creo que será mejor que llamemos a su mujer -sugirió el tahonero-. Me parece que no se siente bien.

Ismail volvió a telefonear unas cuantas veces, pero Tine fue incapaz de contarle que Cascabelito estaba presa. Una y otra vez repetía que, casualmente, su hermana no se hallaba en casa.

- Tine, me resulta difícil llamaros. No puedo hacerlo con regularidad. Volveré a intentarlo mañana por la tarde, a eso de las siete -había dicho la última vez-. Comunícaselo a Cascabelito. Quiero hablar con ella. ¿Podrías decirle a mi padre que mañana regrese de la tienda un poco antes? Me apetece oír su voz. Por cierto, ¿se encuentra bien?

- Estamos viejos. Unas veces mejor, otras peor. Él se queda hasta tarde en el taller, como siempre.

Tine estaba mintiendo, pues, mientras hablaba con su hijo, Akbar yacía enfermo en cama. Se había colocado de espaldas a él, para que no se diera cuenta de que era Ismail. Pero Akbar lo notó, sintió que su mujer le ocultaba algo. Se incorporó con dificultad y, acercándose a Tine, le preguntó con gestos:

- ¿Quién es?

- La vecina -respondió ella.

Akbar leyó en su mirada que mentía.

- ¿No será Ismail por un casual? -gesticuló, y luego pronunció-: Ismaa, Ismaa, Ismaa, Agggaaa, Aga Akkekebaaraaa.

- ¡Tine! -dijo Ismail levantando la voz al otro lado de la línea-. ¿Está mi padre ahí?

Akbar le arrebató a su mujer el auricular y empezó a narrarle a su hijo con voz trémula la historia de Cascabelito:

- Ji au au au jo jo jo ma ua uaa uaaa cas cas au au au yy yy yyoo au ccor ccor ttttttt au ccas Akka gagaga agga ua uaaa uaaa affo affomm ttien tiendd ggol ggolpp yyyoo yyoooo bedddde doooo nooonooo ccas ccasccaaa yyooo nnonnonoo.

Cuando acabó, le devolvió el auricular a Tine, se enjugó las lágrimas y se metió de nuevo en la cama.

Llorando, Tine le contó a Ismail la verdad. Le confesó que Cascabelito estaba presa; que, por fin, después de seis meses, podían visitarla una vez al mes; y que Akbar se había caído en la calle bajo los cedros y los vecinos lo habían llevado a casa en andas.

Akbar regresó a la tienda, pero no era capaz de trabajar.

- Ya no me funciona bien la cabeza -le comentó a Tine-. Cuando me pongo a reparar las alfombrillas, me equivoco con los dibujos de las flores.

- Intenta concentrarte. Si no haces bien el trabajo, nos quedaremos sin dinero. Ve al taller y empieza poco a poco; después las cosas saldrán solas.

Un mes más tarde, una noche en que Akbar no regresaba a casa, Tine fue a ver por qué tardaba su marido. Éste se había desvanecido encima de la alfombrilla, con el cuaderno de la escritura cuneiforme a su lado. La mujer fue corriendo a la tahona y el dueño llamó a una ambulancia, que llegó enseguida. El médico le explicó a Tine:

- Tu marido necesita descansar. El trabajo puede ser mortal para él.

Transcurrida una semana, Akbar abandonó el hospital apoyándose en un bastón.

Como no podía quedarse en casa sentado, fue andando a la tienda con el bastón, abrió la puerta, se instaló en una silla junto a la ventana e intentó trabajar un poco. Hacia el mediodía dio un paseo hasta el cementerio, se sentó junto al sepulcro de su sobrino Yawad y contempló desde allí el monte del Azafrán. Cuando regresó a casa, ya era de noche. Tine le espetó:

- ¿Dónde te habías metido? ¿Qué haré si vuelves a desmayarte?

Akbar cogió una pluma, marcó con una cruz otro día más en el calendario y luego contó los días que faltaban para que pudiesen ir a ver a Cascabelito.

Los días de visita, Akbar se levantaba de madrugada y, apoyado en el bastón, iba caminando solo hasta la prisión, que estaba a diez kilómetros de la ciudad. Tine le decía cada vez:

- No lo hagas. No te conviene. Es mejor que vengas conmigo en autobús.

Pero Akbar no le hacía caso.

- Andar me sienta bien. Voy despacio, sin prisas. No tienes que preocuparte. De tanto en tanto, hago un descanso.

Cuando llegaba a la cárcel, se sentaba en el salón de té de la plazoleta que había enfrente hasta que aparecía el autobús y descendían los familiares. En cuanto veía a Tine entre la gente, se levantaba e iba a su encuentro.

Cada vez que visitaba a su hija, Akbar le llevaba unos ovillos de lana que él mismo teñía. Cascabelito llegó a tejer con ellos en la celda una túnica, un par de guantes y unos calcetines abrigados. Tine le compraba verdura fresca y lentejas, porque Cascabelito no veía bien en la oscuridad de la celda. La última vez le había pedido a su madre nueces y dátiles secos.

- ¿Para qué? -le preguntó Tine-. No te conviene comer muchas nueces si te mueves tan poco.

- No te preocupes, mamá. No me las como.

Así fueron pasando los meses. Y los años. Cayó el muro de Berlín, e Ismail fue a parar a Holanda. Le dieron una casa en el pólder, con una ventana donde se sentaba a contemplar su pasado.

Fueron tiempos difíciles, pero no se arrepintió de su huida, ni de la senda política que había elegido recorrer. Había aprendido mucho y acumulado numerosas experiencias. Incluso podía decirse que había vivido mucho. Sin embargo, le dolía extraordinariamente y le inquietaba que Cascabelito estuviese encarcelada. Además, sentía una profunda sensación de culpabilidad.

Era invierno. Por la mañana temprano, Akbar cogió su bastón y salió de casa, rumbo a la prisión.

En primavera y verano se detenía a charlar con los campesinos que labraban las tierras.

- ¿Cómo estás, Aga Akbar? -gesticulaban.

- Mejor.

- ¿Y tu hija?

- Bien, me ha hecho unos guantes y una gorra para el invierno. Incluso está tejiendo una alfombrilla. Dice que se sentará encima de ella y saldrá volando de la cárcel -respondía riendo-. Volando… -repetía, moviendo el bastón en el aire.

Se sentaba con ellos, tomaba un té, descansaba un poco y luego continuaba la marcha.

Sin embargo, en invierno era más duro. No podía detenerse para no quedarse frío. Pero no le importaba. Entablaba conversaciones imaginarias con Cascabelito, y de ese modo no sentía frío en los pies.

La última vez que fue con Tine a visitarla la encontró envejecida. Lo notó en las patas de gallo y también en su postura. Incluso se percató de que andaba un tanto encorvada.

Quizá no fuese así y él se equivocaba. No obstante, le comentó a su mujer:

- He visto que Cascabelito iba un poco encorvada. ¿Tú también lo has notado?

- No, pero debe de ser porque los presos pasan muchas horas sentados. No pueden moverse demasiado en las celdas. Cuatro o cinco chicas en esas celdas tan estrechas… Cuando salga, tendrá que caminar mucho. Así volverá a andar bien.

- ¿Cuándo saldrá?

- No lo sé, Akbar. No suelen decirlo. Tal vez pronto, o tal vez falte mucho aún.

- ¿Qué quieres decir con que tal vez falte mucho?

- Ya basta, Akbar. ¿Cómo quieres que lo sepa? A lo mejor falta tanto que, cuando ella salga, la que no pueda andar sea yo.

Esa respuesta lo afligió.

Durante el trayecto de regreso, Akbar reflexionó sobre las palabras de Tine. Había dicho que quizá faltara mucho, tanto que, cuando su hija saliera, a lo mejor ella ya no podía andar. Y yo probablemente me habré muerto. Cascabelito echará canas en prisión. Pero es lista y fuerte, resistirá lo que haga falta. Cuando salga, aún podrá vivir muchos años, y trabajar, y quizá incluso tener hijos. Ha leído muchos libros, se las arreglará. Tine dice que no me ponga triste, que todo irá bien. Dice que si estoy muy apenado, volveré a caerme al suelo y me moriré. Y si me muero, no podré seguir visitando a Cascabelito en la prisión, y ella llorará siempre en su celda.

Tine dice también que si me muero, lógicamente, tampoco volveré a ver a Ismail.

Cuando Cascabelito salga, quizá podamos ir a visitarlo. Tine dice que viajaremos en avión. Quién sabe, quizá vayamos los tres a verlo. ¿Dónde dijo que vivía? Tine dice que vive en un país donde no hay montañas y el cielo está siempre nublado. Que allí sopla mucho el viento. Y que Ismail vive en el fondo del mar.

¿En el fondo del mar? ¿El mar?

«Sí», responde Tine. Han apartado el mar, lo han empujado hacia atrás. Y ahora, en la tierra que han desocupado crecen árboles y pastan las vacas. Allí vive Ismail, pero yo no entiendo nada.

Cascabelito es distinta de Ismail, tiene más paciencia que él, me explica las cosas con más calma.

Ismail siempre me hablaba de las cosas grandes, del cielo, las estrellas, la Tierra, la luna. Cascabelito, sin embargo, siempre hablaba de cosas pequeñas.

Una vez cogió del suelo una piedrecita y me aseguró que dentro había cosas que se movían.

¿Movimiento dentro de una piedra?

Me dijo que en aquella piedra había cosas que giraban, igual que la Tierra alrededor del sol.

No entendí nada. Le repliqué que era imposible. Una piedra es una piedra, y punto. Si le doy un martillazo, no se ve nada. Ni Tierra, ni solecito alguno.

Ella me entregó un martillo, y rompí la piedra.

- ¿Lo ves? No hay ningún solecito.

- Pártela en pedazos más pequeños -repuso ella.

Obedecí. La deshice en trocitos más y más pequeños cada vez, y seguí golpeándola hasta que no quedó más que una montañita de arena y ya no podía reducirla a fragmentos más pequeños.

- El solecito está dentro del grano de arena más diminuto -dijo Cascabelito.

Yo solté una carcajada.

Es lista. Esas cosas las saca de los libros. Una vez apoyó la cabeza en mi pecho izquierdo y me dijo:

- Pum, pum, pum.

- ¿Qué quieres decir con eso de pum, pum, pum? -le pregunté.

- Que aquí, debajo de las costillas, tienes un motor.

- ¿Un motor?

Me dio la risa, pero ella abrió un libro y me enseñó qué clase de motor tenía yo debajo de las costillas haciendo «pum, pum, pum».

Akbar fue andando a la prisión, que estaba en la ladera de una colina. Cuando llegó a la plazoleta que había enfrente, ya había salido el sol. Aún tenía tiempo y fue al salón de té a esperar a Tine. El dueño le sirvió un té y le preguntó si quería comer algo.

- Pan con queso -gesticuló Akbar.

A través de la ventana contempló las montañas nevadas y la cárcel, los ventanucos de las celdas. «En una de esas celdas está Cascabelito -pensó con leve amargura-. Ella sabe que estoy esperando aquí en el salón de té. Luego, cuando la vea, me preguntará: "¿Cómo estás, papá? ¿Has venido otra vez andando? Es mejor que no lo hagas, te dolerá la rodilla. ¿Por qué no coges el autobús?" "No me gusta el autobús. El olor a gasolina no me deja pensar. Sin embargo, caminando puedo pensar un montón de cosas."»

Akbar se molesta cuando, durante la visita, un celador se planta al lado de Cascabelito para vigilarla. Tine le dice que no se fije en él, que actúe como si no hubiese nadie, pero Akbar no puede.

Una vez le dio a entender al guardia por medio de gestos:

- ¿Podría apartarse?

Tine le tiró enseguida de la manga.

- ¡No le digas eso, que no nos dejarán venir a verla!

La visita es breve, siempre se acaba volando. Tine dice:

- No te quejes. Es suficiente.

El autobús pasó por delante del salón de té, se detuvo en la parada y los pasajeros bajaron.

Akbar vio a Tine, que había comprado verdura fresca para Cascabelito. Por primera vez notó que andaba con dificultad. «Ha envejecido», pensó.

La visita a los presos políticos sólo les estaba permitida a los padres. Los hacían pasar a todos juntos a una sala, donde un poco más tarde podían hablar con sus hijos detrás de un enrejado alto y alargado. A un metro y medio de distancia de éste, había otra reja de separación. Como todo el mundo hablaba a la vez, era necesario hacerlo bien alto para entenderse.

Había que darse prisa, porque la hora se pasaba volando y las palabras no pronunciadas se quedaban atravesadas en la garganta hasta el mes siguiente.

A veces, en ese ambiente gélido y bullicioso, de repente una madre empezaba a chillar y se producía un silencio instantáneo. Todos sabían que si algún preso no acudía a la cita, era porque lo habían ejecutado. La hora de las visitas era una tortura para los padres. Morían cien veces hasta que veían a sus hijos detrás de aquellas rejas. ¿Estarán? ¿No estarán?

Akbar no sabía nada del desasosiego y la angustia de esos padres. Tine le había ahorrado ese sufrimiento, pero ella se derretía como una vela hasta que aparecía Cascabelito.

• • •

La puerta interior de la prisión se abrió y los guardias acompañaron a los reclusos hasta las rejas, pero Cascabelito no estaba entre ellos. Su lugar permaneció vacío. Tine quiso gritar, pero no salió ningún sonido de su boca. Akbar vio cómo le temblaban las verduras en la mano y a continuación se desplomaba. Le entró el pánico.

Dos mujeres policías agarraron a Tine por los brazos y la arrastraron hacia fuera. Akbar fue tras ellas unos metros, pero enseguida regresó.

- ¿Dónde está mi hija? -gesticuló, dirigiéndose a uno de los agentes apostados al otro lado de los barrotes, que no le contestó-. Cascabelito, mi hija -siguió apresuradamente, mientras miraba intranquilo a las celadoras que llevaban a Tine a la puerta.

El carcelero actuó como si no lo viese.

Pasó la hora de las visitas, y los guardias obligaron a los padres a retirarse.

- Tú también. ¡Fuera! -le dijo el vigilante a Akbar.

- Todavía no he visto a mi hija.

- ¡Fuera de aquí! -le espetó, señalándole la puerta. Akbar no quería salir. El agente lo agarró del brazo-. ¡Fuera he dicho!

Akbar se aferró a las rejas y gritó con fuerza:

- ¡Mmmiii Cccaaass!

Tres guardias lo zarandearon con violencia para obligarlo a soltar las rejas y lo empujaron hacia la puerta. Fuera de sí, Akbar levantó el bastón sobre la cabeza de uno de ellos con la intención de atizarle con todas sus fuerzas, pero de pronto se acordó de la advertencia de Tine: «No te enfades. No les digas nada a los policías. ¡No les hagas nada! Nunca más le pegues a un policía. De lo contrario, matarán a Cascabelito.»

Bajó el bastón, esbozó una sonrisa y gesticuló:

- Obedeceré. Ya me voy.

• • •

Fuera lo esperaban los otros padres, que se arremolinaron en torno a él para preguntarle:

- ¿Qué? ¿La has visto?

- ¡No! Me han echado a la calle.

- ¡Qué barbaridad! No son humanos, son unas bestias -masculló una mujer.

- ¿Dónde está mi esposa?

- Se la han llevado a casa -respondió un hombre.

- ¿Cómo estaba?

- No te preocupes. Unas mujeres la han acompañado a casa.

Akbar no sabía qué hacer. Todos murmuraban que seguramente habían ejecutado a Cascabelito.

- Si la han ejecutado, ya avisarán a la familia -musitó una madre.

- Son más ruines de lo que tú crees -replicó otra-. Lo que buscan es someterte. Sólo entonces te dicen que han matado a tu hijo.

- ¿Sabéis qué? -farfulló una tercera-. En el autobús comentaban que anoche los guardias estuvieron en las montañas persiguiendo con perros y reflectores a un grupo de presos que se había fugado.

- ¿Qué?

- Se fugaron tres.

- ¿De la cárcel de los clérigos? ¿Tú estás bien de la cabeza?

- También yo lo he oído comentar en el salón de té -dijo un hombre.

Las mujeres se cubrieron la cabeza con el velo y siguieron conversando en grupos.

Akbar se quedó solo.

Dos jeeps con guardias armados y perros bajaron la cuesta y atravesaron la plaza.

- ¡Fuera! -vociferó uno de los policías-. ¡A casa!

Las madres se precipitaron hacia la parada del autobús, donde las aguardaban sus maridos.

El autobús partió y el lugar quedó desierto. De las montañas bajaba un viento cortante que barría la plazoleta. Akbar se quedó allí, esperando a que saliera el imán de la prisión.

Tenía la intención de acercarse a él, cogerle la mano, besársela e implorarle: «Cascabelito no ha aparecido, y mi mujer se ha desmayado. ¿Sabe usted…?»

En ese instante se abrió la puerta de la cárcel y salió una policía envuelta en un velo. Había terminado su trabajo y se dirigía a la parada del autobús.

Él la reconoció. Era hija de uno de sus clientes. Akbar inclinó la cabeza a modo de saludo y ella le devolvió el gesto.

Con actitud vacilante, Akbar le indicó por señas:

- Mi hija. No ha venido.

La mujer volvió la cabeza y fijó la mirada en el muro de la prisión. Akbar prosiguió:

- Mi esposa se ha desplomado. Le he preguntado a un guardia dónde estaba Cascabelito, pero…

Incómoda, la mujer continuó mirando la penitenciaría, y luego el salón de té.

- Tu hija ya no está -gesticuló debajo del velo.

- ¿Cómo que no está? -gesticuló Akbar con expresión de sorpresa.

- Se ha ido a la montaña -respondió, antes de salir disparada a coger el autobús, que entraba en la plaza.