Yamila
En el transcurso del relato hace su aparición Yamila.
Cobijo para Yamila.
Una de las tareas más importantes que me encomendó el partido fue darle cobijo a Yamila.
Eso suponía una gran responsabilidad. Si el asunto acababa mal, las consecuencias serían funestas. Sería una catástrofe para mi familia y para el partido.
Yamila, la combatiente legendaria, protagonista de numerosas historias heroicas, valía su peso en oro. Su suerte estaba en mis manos. Tenía que esconderla de modo que los servicios secretos del sha nunca descubriesen su paradero.
Nadie podía imaginar que el partido lograría sacarla de Evin, la prisión más terrorífica del sha. Aun hoy, nadie sabe cómo pudo salir de aquel infierno. Se sospecha que fue con la ayuda de un oficial que, en el más absoluto secreto, colaboraba con la organización.
Antes de su detención, Yamila se vio involucrada en un tiroteo en el que perecieron siete destacados militantes del partido, pero ella siguió con vida y luchando. Teherán aguardó en vilo el desenlace. Yamila resistió el acoso de decenas de agentes de los servicios secretos hasta agotar su munición, y después se tragó la píldora letal. Sin embargo, los policías la condujeron de inmediato en helicóptero a un hospital militar y no la dejaron morir. Por aquella época, el sha aparecía casi todas las noches en televisión, sonriente, afirmando que sus servicios secretos habían acabado definitivamente con el movimiento de izquierdas, por lo que ningún miembro ni simpatizante del partido se atrevía a moverse.
Pero Yamila se escapó y, con esa acción, la organización puso de manifiesto que estaba más viva que nunca.
Un día me comunicaron que tenía una cita con Homayun (al que detuvieron después de la revolución y ejecutaron por orden del propio Jomeini).
Homayun me recibió en el sótano de una fábrica de vidrio, donde me contó que habían liberado a Yamila de la prisión de Evin. Pese a la trascendencia de lo que me estaba contando, me hablaba de forma pausada y serena, como si se tratara de un acontecimiento cotidiano, lo que me ayudó a controlar mis emociones.
- Esto debe quedar entre nosotros -me dijo-. Entre tú y yo. La operación ha sido un éxito hasta el momento, pero todavía falta mucho para darla por concluida. No le hemos dado publicidad, y tampoco la policía la ha mencionado. Queremos sacar a Yamila del país, pero hasta entonces necesitamos esconderla una semana, o tal vez más, en un lugar seguro. Debemos actuar rápido. ¿Qué te parece la tienda de tu padre?
Sentí una punzada en la nuca. Tuve la impresión de que había llegado a un punto crucial en mi vida. El Movimiento requería mi ayuda. Tenía entre las manos un pequeño trozo de la historia de la Resistencia. Sabía que se trataba de una fuga con una significación especial, que con el tiempo sería narrada a las generaciones venideras como si fuese un cuento de hadas. Y yo quería que el cuento de hadas perdurase. Pero si algo fallaba, si la policía iba a buscarla a la tienda de mi padre, todos acabaríamos mal: yo, ella y él.
Comprendí que la ley de los cuentos difiere de las leyes de la vida normal. Tenía que pensar con rapidez, dar una respuesta inmediata y actuar sin dilación.
- De acuerdo -contesté-. Yo me encargo.
Esa misma noche, hacia las nueve, aparqué mi coche en un garaje abandonado de las afueras, cerca de la carretera que conducía a Ispahán, y subí a una furgoneta roja que me habían dejado allí. Partí enseguida.
El corazón me latía con tal fuerza que podía oírlo. Durante un momento me fue imposible concentrarme. Nunca había tenido tanto miedo. El claxon de un camión me devolvió a la realidad con un sobresalto. Me recuperé y tomé conciencia de que iba conduciendo un vehículo en cuyo asiento trasero se encontraba Yamila, debajo de una pila de alfombras.
«Yamila» era un seudónimo, y nadie sabía qué aspecto tenía. Cuando estalló la revolución, publicó su autobiografía. En la prisión la habían torturado y violado para doblegarla, para que delatara a sus camaradas, pero ella había repetido una y otra vez: «¡Fuera el sha!»
Hasta diez minutos antes, había sido una mujer de leyenda. Ahora podía mirarla a través del espejo retrovisor y hablar con ella.
- Hola, camarada -le dije en voz baja, manteniendo la vista en el espejo. Ella no reaccionó-. ¡Camarada! ¿Está cómoda? -pregunté alzando un poco el tono.
No hubo respuesta. Pensé que se había dormido, así que callé y seguí conduciendo en silencio.
Había convenido algunas cosas con mi padre previamente. Tendría que permanecer en el taller hasta la medianoche, y a las doce en punto debía apagar la luz y marcharse a casa.
Por regla general, las tiendas estaban abiertas hasta las nueve, pero él se quedaba hasta muy avanzada la noche, sin que ello despertara sospechas. En el local había un pequeño almacén, que sería un lugar seguro para Yamila: disponía de un ventanuco con vistas al río y a las montañas. En caso de urgencia, se podía usar como vía de escape.
- ¡Camarada! ¿Me oye? -exclamé.
En el retrovisor vi que algo se movía entre las alfombras, pero no oí nada.
A las doce menos cuarto llegué a la ciudad, y a menos cinco vi que la luz de la tienda de mi padre aún estaba encendida. Aparqué, apagué los faros y susurré:
- Hemos llegado. Espere un momento, y no se mueva; vuelvo enseguida.
Entré en el taller. Mi padre se había dormido junto a la estufa. Apoyé suavemente mi mano en su hombro y se despertó sobresaltado.
- No te muevas -gesticulé-. Tengo que contarte algo importante. Algo sumamente importante. He traído a alguien. Una mujer joven. Hemos de darle cobijo una semana, diez días quizá. Escúchame bien: nadie debe saberlo. Si se entera la policía, vendrán a detenerla, y si la detienen, la matarán. ¿Has entendido lo que acabo de decir?
No, ¿cómo iba a entender a medianoche un resumen tan escueto de una historia tan larga?
- ¿Quién es? -preguntó.
- Una amiga. Y creo que lleva una… -Dudé un momento si contarle que Yamila llevaba una pistola. No se lo dije.
- ¿Qué tengo que hacer por ella?
- Esconderla en tu tienda.
- ¿Aquí? ¿Cómo? ¿Dónde?
- En el trastero, en el almacén.
- Eso es imposible, hay mucho desorden y…
- Proporciónale una lámpara de aceite y un libro, cómprale algún periódico…, o mejor no, no le compres nada, no hace falta. Nadie debe saber que está aquí.
- ¿Y si necesita ir al lavabo?
- Dale un cubo.
- ¿A una mujer? ¿Un cubo? No, no soy capaz.
Yo había optado por el camino más fácil: la tienda de mi padre. Pero no existía otra alternativa, y el partido no me había dado tiempo para reflexionar. Querían sacar a Yamila cuanto antes de Teherán, y no se me ocurría un lugar mejor para esconderla.
- No es una mujer como las demás -le dije-. Déjale un cubo y no te preocupes. Es inteligente. No me mires así. Dale un libro, y ya verás como todo sale bien.
- ¿Dónde está?
- En el coche. Apaga la luz. La traeré ahora mismo. Mete más leña en la estufa. No, mejor no. Mejor que no se vea salir humo por la chimenea.
Mi padre apagó la luz y yo salí a buscar a Yamila. Era un momento cargado de emoción y terror al mismo tiempo.
Abrí el portón trasero de la furgoneta. Me temblaban las manos. Era una ocurrencia infantil, pero pensé que ella saldría de un salto, con un fusil al hombro, diciéndome: «¿Adónde vamos, camarada?»
Pero no fue así como sucedió.
- Ya puede bajar -susurré.
No se movió.
- ¿Me ha oído?
Soltó un suspiro. Presa del pánico, aparté las alfombras. Yamila no podía incorporarse. Entré de rodillas en la furgoneta y le palpé la frente. Estaba caliente y empapada de sudor.
- Camarada, ¿cuánto hace que está enferma?
- Ya se me pasará -me dijo sin fuerzas.
Siempre había pensado que se trataba de una mujer alta y robusta, pero resultó ser menuda y delgada. Le cubrí los hombros con mi abrigo y, cargándola en brazos, la llevé hacia la tienda. Mi padre, que esperaba asomado a la ventana, salió a mi encuentro para ayudarme.
Juntos la llevamos en la oscuridad hasta la estufa y la dejamos recostada en una alfombra. Él corrió enseguida a buscarle un vaso de agua.
A la luz del fuego, Yamila abrió los ojos y observó al hombre que le ofrecía agua.
- Es mi padre -le expliqué-. Es sordomudo.
- Lo sé -replicó ella, y volvió a cerrar los ojos.
La sacudí ligeramente.
- Camarada, ¿se encuentra bien?
- Sí, sólo estoy un poco cansada -murmuró.
- ¿Voy a buscar alguna pastilla? -gesticuló mi padre.
- No, esperaremos un poco.
Decidí quedarme con ella. No podía confiársela a mi padre en ese estado.
- Tú vete a casa, y no te preocupes. Yo cuidaré de ella. Mañana trae algo de leche a escondidas.
Él no tenía alternativa, debía obedecerme. Echó el cerrojo de la puerta por fuera y se marchó. Lo seguí con la mirada desde la ventana. Estaba más viejo, más enjuto y más encogido.
Me quedé con Yamila, temeroso de que no mejorase y hubiese que llevarla al hospital, lo que pondría en peligro toda la operación.
Pero debía apartar de mi mente esas ideas. Todo dependía de mí, así que no tenía más opción que controlarme y seguir esperando.
En plena oscuridad, me dirigí al almacén y, a la tenue luz de la luna, intenté ordenar los trastos de mi padre para hacerle sitio a Yamila.
Cuando hube acabado, mi inseguridad se desvaneció. Estaba convencido de que aquél era el mejor sitio para ella. Me senté a su lado para descansar un momento y le cogí la mano.
Al alba, oí el canto del muecín en la mezquita:
Alaho Akbar. Alaho Akbar.
Ash hado an la ila ha ila alah.
Haye alal salat (…).
Dios es grande.
Apresuraos para la oración.
A los pocos minutos, oí que los fieles salían de sus casas. Me incorporé y me asomé con cuidado a la ventana. Como de costumbre, los hombres y las mujeres acudían a rezar por separado. Volví a donde estaba Yamila y le palpé la frente. La fiebre había remitido.
- ¿Se encuentra mejor?
Asintió con la cabeza. En ese instante oí toser a mi padre en la calle y el chirrido de la llave en la cerradura. Abrió la puerta y entró con un gran saco de tela a cuestas.
- Nadie me ha visto -gesticuló a la luz de la luna-. ¿Qué tal está?
- Algo mejor.
- Mira, ten: mantas, una almohada, leche, pastillas. Me voy a la mezquita.
- La llevaré al trastero. Aunque parece que se ha recuperado un poco, me quedaré con ella hasta mañana por la noche. Yo cerraré desde dentro. Cuando regreses, siéntate a trabajar en tu sitio, como siempre. Mañana por la noche, cuando esté totalmente restablecida, me iré. No te preocupes por ella. Es una mujer fuerte.
Hacia el mediodía, Yamila abrió los ojos y pudimos hablar un momento. Le dije que me quedaría un día más, pero ella insistió en que podía regresar a Teherán.
Al caer la tarde, deposité su suerte en manos de mi padre y me fui.
Mientras tanto, en Teherán, el partido había distribuido panfletos por toda la ciudad dando a conocer la huida de Yamila. Era una gran victoria en la lucha contra el sha.
Un grupo de simpatizantes había colgado una enorme pancarta en la fachada de la universidad, en la que aparecía Yamila, enérgica como una diosa, con un fusil al hombro.
La policía había iniciado una búsqueda a gran escala para dar con su paradero. Todo el mundo contenía la respiración y se mantenía al tanto de las noticias.
Por aquel entonces, yo trabajaba de peón en una empresa de fontanería. Por la mañana acudí al taller como si tal cosa, y me concentré al máximo en mi tarea para que el tiempo pasara más rápido, sin apartar en ningún momento la mirada del teléfono negro que había colgado en la pared. Cuando sonaba, el corazón me palpitaba con fuerza.
Al tercer día, hacia las tres de la tarde, mientras hacíamos una pausa para tomar un café, sonó el teléfono y me abalancé sobre él.
- ¿Dígame?
- Habla Jazanviye. ¿Podría ponerme con…?
Enseguida reconocí la voz de Cascabelito.
- Soy yo. ¿Cómo estáis?
- Bien. Papá me ha dado este número. Quiere verte cuanto antes.
- Gracias. Ya voy.
No permití que siguiese hablando, por temor a que estuvieran escuchándonos los del servicio secreto.
Yo había apuntado el número del taller en un papel y se lo había entregado a mi padre.
- Si ocurre algo, le das este papel a Cascabelito, sólo a ella, y le dices que me llame desde un teléfono público.
Salí inmediatamente en coche. Debía de haberle sucedido algo a Yamila.
Aguardé en las afueras de la ciudad hasta que oscureció, y continué la marcha hacia la tienda. Mi padre no esperaba que llegase tan pronto. Corrió a la puerta y cerró por dentro.
- ¿Qué pasa? -inquirí con un gesto.
- Estaba mejor, pero ayer por la tarde volvió a subirle la temperatura y ya no ha comido más. Respira, pero no abre los ojos.
Me dirigí al trastero y, a la luz de una vela, observé a Yamila, que yacía bajo las mantas bañada en sudor. Me hinqué de rodillas y le cogí la muñeca:
- ¡Camarada! ¿Me oye?
No me oía.
- Tenemos que llevarla al hospital -gesticuló mi padre-. De lo contrario, morirá. -Yo no reaccioné-. Ayer me sonrió -continuó informándome-. Le preparé una sopa en la estufa. Me agarró la mano, y cuando quise meterle una cucharada de sopa en la boca, se había dormido. Así, de golpe. Debes llevarla al hospital.
- Eso es imposible -le di a entender con gestos.
A mi padre le entró el pánico.
- Está fría. Se está muriendo. Lo sé. Mi madre también estaba caliente al principio y luego se enfrió de pronto. Muerta. Tiene que examinarla un médico. -Era la primera vez que lo veía tan inquieto-. Mi primera mujer también estaba caliente primero, muy caliente, y luego, de golpe, se enfrió.
- ¡Tranquilízate, cállate!
Pero no se callaba.
- Debemos llevarla al hospital ahora mismo.
Me sentí impotente.
- O si no a nuestra casa -gesticuló de pronto.
- ¡¿Cómo?!
- Podemos llamar a un médico y que vaya a visitarla allí.
- Imposible.
- ¿Por qué?
- No puedo explicártelo.
- Habla con Tine.
- ¿Con Tine?
- Sí, ¿por qué no?
En cuanto oí su nombre, comprendí que debía compartir mi secreto también con ella. Todas las puertas del mundo se me habían cerrado; sólo podía llamar a la suya.
- Está bien -gesticulé-. Ve a buscarla.
No sabía cómo se lo tomaría, pero estaba convencido de que se quedaría sin respiración cuando se enterase. Tine siempre había procurado mantener a mis hermanas alejadas de mis actividades políticas. Quería que sus hijas se casasen y abandonaran la casa paterna con toda normalidad, tuvieran hijos, se compraran una casa y fueran felices. Y ahora me presentaba yo ante su puerta con Yamila.
Mi madre comprendió de inmediato que se trataba de un problema grave. Hacía más de un año que no nos veíamos, y pensé que empezaría a quejarse: «¿Dónde te has metido? ¿Por qué no te has acordado de nosotros?» Pero no lo hizo. Pensé que me cogería en sus brazos, diciendo: «Hijo, ¡qué cambiado estás!» Pero tampoco lo hizo. Entró en el trastero en penumbra y me miró. Al principio no me reconoció. Luego volvió la vista hacia Yamila, que estaba tumbada en el suelo. Le conté brevemente lo que sucedía, y entendió enseguida.
Guardó silencio un momento, y entonces me mostró la otra cara de su personalidad. No era una mujer débil, sino la Tine sobre la que había oído hablar a Kazem Kan, la mujer que quitaba la nieve del tejado y se negaba a abrir la puerta. Para mi sorpresa, se arrodilló junto a Yamila, le tomó la mano y le palpó el abdomen. Luego cogió la vela y le examinó el vientre.
- Me la llevaré a casa y llamaré a un médico.
- Tine -la previne-, acaba de huir de la cárcel.
- De cualquier modo ha de verla un médico.
- Tienes razón, pero si la policía… Bueno, sí, en realidad nadie la conoce. Puedes decir simplemente que es…
- Diré que es una prima que ha venido de la aldea del Azafrán.
De esa forma tan sencilla, mi madre resolvía el complicado problema: aquella mujer estaba enferma, luego tenía que examinarla un médico.
Envolvió la cabeza de Yamila con su propio velo y le hizo señas a Akbar para que se acercase.
La ayudé a levantarla y la cargamos en la espalda de mi padre.
- ¡Ven! -gesticuló Tine, y, tras besarme en la frente, añadió-: No te preocupes. Todo se arreglará.
Me quedé allí, viéndolos partir en la oscuridad. No podía hacer nada más.