Tuti
Nace el hijo del sha.
Y un papagayo cae muerto de un árbol.
Ambos acontecimientos modifican
el curso de la narración.
A veces pienso que lo que me impulsa a escribir este libro es el sentimiento de culpa. El sentimiento de culpa de un hijo que no ha acabado su tarea o no ha cumplido su misión, de alguien que se ha evadido a mitad de camino y ha dejado a su padre en la estacada. Quizá por eso se me aparece tantas veces en sueños. No me mira, me evita y me vuelve el rostro.
Ahora está muerto y yo no puedo retroceder en el tiempo para reparar el daño. Confío en que me perdonará y en que la próxima vez que me visite en sueños me mire a la cara.
Escribo este libro para aclarar, primero a él y luego a mí mismo, que mi evasión era inevitable, que se produjo como algo ajeno a mí, que ya no podía controlarla; ¿cómo decirlo?, que él fue justamente la causa por la que huí del país.
No puedo explicarlo. Como soy el hijo de Aga Akbar, ahora me encuentro aquí luchando con esta lengua nueva.
Si bien es cierto que a lo largo del tiempo utilicé en varias ocasiones a mi padre para mis propios fines, no lo es menos que nunca he dejado de prestarle servicio. Por ejemplo, ahora que escribo esta historia, no hago sino descifrar su libro, intentando volver inteligibles sus palabras. No me quejo, acepto que es mi destino. No tengo opción; es mi deber difundirlas.
El hijo de Reza Kan cambió de esposa un par de veces, hasta que acabó teniendo un hijo varón, un príncipe heredero. Su sueño se hizo realidad.
Contaba yo diez u once años, y el heredero, tres o cuatro. En todas las escuelas del país se festejaba con gran júbilo el día de su nacimiento. Sin embargo, en nuestra ciudad, que era muy religiosa, ni nos enterábamos. En los colegios de Teherán había niñas que bailaban enseñando las piernas. Todos cantaban, y se regalaban plátanos a los alumnos. En mi familia jamás habíamos visto un plátano, ni siquiera en fotografía.
En el Archivo Nacional de Teherán se pueden encontrar periódicos de aquella época con fotos en las que aparecen chiquillas de la capital que han resbalado en una piel de plátano. También hay una en blanco y negro de la reina y el príncipe heredero, que apenas sabe andar, visitando a una de esas niñas en el hospital.
El alcalde de nuestra ciudad puso el mayor empeño en organizar una serie de festejos para celebrar el aniversario del heredero, tarea que encomendó a nuestra escuela, situada en un paraje alejado y olvidado de las afueras. El director cogió la ocasión al vuelo para ascender unos peldaños en el escalafón administrativo, dado que el alcalde no acudiría solo, sino que llevaría a un «egregio invitado».
De haber sido posible, incluso habría hecho venir a una niña de Teherán para que bailara mostrando las piernas ante la mirada del alcalde.
- ¡Ismail! -me dijo una tarde, dándome una palmadita en el hombro-. Ven conmigo un momento; quisiera hablar contigo.
En su despacho, al que a los alumnos nos estaba vedada la entrada, me ofreció una galleta e incluso llegó a enseñarme un plátano diminuto. Luego empezó a hablarme del sha, del antiguo imperio persa y de Ciro, nuestro primer rey, llamado rey de reyes. Y también del mundo que cambiaba a pasos agigantados para convertirse en una sociedad moderna. Todos habían progresado, menos los habitantes de nuestra ciudad, atrasada y presa de los clérigos. En resumen: ante la perspectiva de la próxima visita a la escuela por parte del alcalde y su ilustre invitado, me pidió que lo ayudase.
- ¿Yo?
- Sí. Tú, Ismail. Tienes que ayudarme.
Ahora que recuerdo aquel día, me cubro la cara con las manos, avergonzado. ¿Por qué yo? ¿Por qué precisamente yo?
El director acercó su cabeza a la mía, afirmando que yo era distinto a los otros alumnos. Que leía muchos libros, que sabía mucho del mundo, y los demás no. Los otros no eran más que unos paletos que no entendían nada de la modernización del país. Luego me contó algunas cosas que debían quedar rigurosamente entre nosotros.
Yo no tenía que hacer nada en especial, sólo demostrar que era tan cultivado como cualquier alumno de Teherán y tan moderno como cualquier muchacho de París.
Llegó el día de la celebración. El alcalde acudió acompañado de su «egregio invitado», y ambos se instalaron en unos asientos reservados para ellos en la primera fila. Yo espiaba entre bastidores al invitado y al resto de la sala -que estaba de bote en bote-, agazapado detrás del telón, esperando mi turno para salir a escena. Para gran sorpresa del alcalde y de todo el alumnado, yo bailaría y demostraría que también nosotros éramos modernos. Era algo que ningún hombre de la familia, desde Adán hasta Ismail, había hecho jamás.
En unos instantes empezaría a contonearme con los brazos en alto, sacando el pompis y haciendo movimientos rítmicos con el vientre abombado; luego me inclinaría y me pondría otra vez derecho, exactamente como me había enseñado el director.
Justo cuando me tocaba salir, éste se me acercó con unas prendas de niña y una peluca en la mano.
- ¡Toma, ponte esto! -me ordenó.
Sólo Dios, él y yo sabíamos que no habíamos acordado nada de eso. Lo único que se suponía que debía hacer era danzar como un joven parisino. Ese solo hecho ya representaba un salto de gigante, un paso enorme en aquella ciudad tan religiosa.
- ¡Deprisa! ¡Quítate los pantalones! -me instó el director.
- ¡¿Qué?!
- ¡Ponte esto!
Él nunca habría osado cometer ese crimen con otro alumno, pues sabía que los parientes lo habrían matado. Me había elegido a mí pensando que mi padre minusválido no suponía ninguna amenaza.
Me resistí firmemente, pero mientras él me sujetaba, el subdirector me quitó los pantalones, me puso una falda corta, me encasquetó la peluca, me pintó los labios con carmín y me empujó a escena.
En ese instante, los músicos empezaron a tocar a todo volumen.
Yo permanecí inmóvil en medio del escenario.
- ¡Baila! -masculló entre dientes el director detrás del telón.
Miré al público. Los alumnos estaban perplejos, aunque nadie me reconoció. El alcalde batía palmas entre risas. Los músicos se pusieron a tocar más alto.
- ¡Baila! -me espetó otra vez el director.
Comencé a bailar.
Todavía tengo la frente bañada en sudor. Por la ventana veo el mar, el mar encerrado, dando puñetazos contra el dique.
La sucinta falda se me levantaba, dejando al descubierto mis calzoncillos blancos de algodón. Todos se reían, daban gritos de alegría y silbaban con los dedos, y el alcalde se desternillaba de risa.
De pronto vi a mi padre acercarse hecho una furia, perseguido por unos policías que intentaban detenerlo. A pesar de su debilitada salud, logró abrirse paso entre la multitud y trepó al escenario. Sin más, me cogió por la cintura, me cargó a la espalda y saltó abajo, con tan mala suerte que perdió el equilibrio y rodamos los dos por el suelo. Finalmente, los agentes lograron echarle mano y lo golpearon con sus porras de goma.
Por respeto a mi padre, prefiero no contar aquí el resto del episodio. Sólo esto: que me veo esperando, con las piernas desnudas y un vago rastro de carmín en los labios, en la puerta de una sala de operaciones, donde un médico y su ayudante suturan las heridas que acaban de hacerle a mi padre en la cabeza.
Pasa, todo pasa. El reino persa ya no existe, y el sha tampoco. ¿Y dónde está su príncipe heredero?
Un día lo vi en una noticia del informativo de la tarde sobre el funeral de la princesa Diana de Gales. Había mucha gente conocida: estrellas de Hollywood, cantantes, políticos y muchos príncipes y princesas.
Decenas de cámaras de la BBC mostraban con todo detalle a los asistentes. Una de ellas captó el rostro de un hombre joven y fornido que miraba al objetivo con la cabeza erguida, como un militar retirado. «¿Quién es? ¿De qué lo conozco?»
Él también era un refugiado, igual que yo. Nunca había pensado en eso. Sólo aquel día caí en la cuenta.
¿Qué había ido a hacer mi padre a la escuela? ¿De dónde salió tan de improviso? ¿Cómo se había enterado de que su Ismail había caído en la trampa? ¿Fue el azar?
No pudo ser eso; yo estaba irreconocible con la peluca. Alguien debió de avisarlo. Pero ¿quién? ¿Quién pudo enterarse de los planes del director?
El conserje, tal vez el anciano y piadoso conserje… Seguro que fue él. En mi mente lo veo correr a mi casa: «¡Por Alá! ¡Deprisa!»
Debió de encontrar a mi padre por pura casualidad, aunque quizá no fue tanta, pues por aquella época enfermaba muy a menudo, y a veces se quedaba en cama toda una semana.
Aquel día mi vida dio un vuelco, y también la de mi padre. En los años siguientes, los chavales del barrio ya no nos dejaron tranquilos. Me perseguían hasta en sueños. Yo los rehuía jadeando, pero siempre me alcanzaban y me zurraban hasta hacerme sangrar. Ni siquiera podía defenderme, pues tenía que sujetar con todas mis fuerzas el cinturón para que no me bajaran los pantalones. Querían ver una vez más mis piernas desnudas. Cuando se encontraban con mi padre en alguna parte, señalaban con el dedo las cicatrices que tenía en la cabeza y se desataban el cinturón. Él intentaba atraparlos, mientras ellos le tiraban piedras.
No eran escenas dignas de contemplación, y tampoco puedo describirlas.
Aquellos años de humillaciones, tanto para mí como para mi padre, en que, cuando volvíamos a casa, teníamos que dar un gran rodeo para eludir a aquellos chavales, fueron los de gloria del sha y su príncipe heredero. El mismo heredero que también vive en el exilio y que, como yo, ha perdido a su padre.
Los dos sufrirían después muchas vejaciones, especialmente durante el período en que el hijo no hallaba un lecho de muerte para su padre ni, al cabo, una última morada.
Por fin le encontró un sepulcro en Egipto.
Me resigné a aceptar mi destino. A la salida del colegio, corría a mi habitación y me refugiaba en mis libros, en novelas occidentales.
No recuerdo cómo fue a parar a casa aquel volumen ajado, o si alguien se lo dejó olvidado allí. Es posible que mi padre lo encontrara en algún sitio y lo cogiese. En cualquier caso, fue una revelación. Ese libro era distinto a todos los que yo conocía. ¿Sobre qué trataba? A bote pronto no me viene a la memoria, pero dando un pequeño paseo y volviendo atrás en el tiempo, he de poder recordarlo.
En mi barrio había una pequeña librería, regentada por un hombre mayor, que, además de periódicos y revistas, tenía una estantería repleta de manoseadas novelas policiacas. Cada vez que pasaba por allí, le pedía prestadas al librero unas cuantas y las leía a hurtadillas en la cama. Un día llegué a pensar que ya había leído todos los libros del mundo, pues aquel hombre no tenía más para mí.
Mi padre empezó a traer libros a casa.
- ¡Mira, para ti! -me decía con gestos.
Yo los hojeaba y los colocaba con indiferencia en mi biblioteca. No eran auténticos libros de lectura, sino mamotretos de la más variada índole; por ejemplo, un viejo ejemplar sobre el algodón y el hilo que había encontrado en algún rincón del trabajo, o un volumen con un montón de tablas y series numéricas.
Al principio era algo inofensivo; él llegaba con un libro y yo lo ponía en el estante, pero luego empezó a preguntarme si lo había leído.
- No, todavía no. Lo leeré más adelante -le contestaba yo.
Un día me entregó un viejo libraco de la empresa y quiso saber de qué trataba.
- De números -gesticulé-. Uno, dos, tres, cuatro… Y también de ángulos y círculos.
- Entonces ¿te sirve?
- Sí, muchas gracias -contesté, y lo metí entre los demás.
A veces se sentaba a mi lado, sin hacer ni decir nada, y me observaba en silencio. Los libros y la lectura lo habían hechizado. Quería saber qué se experimentaba cuando alguien se quedaba sentado o tumbado leyendo un libro.
Ahora que me he puesto a ahondar en sus escritos, veo que su vida se dividió en varias fases. Habíamos llegado a la de los libros, que duraría casi dos años.
- ¿De dónde los sacas? -le pregunté una vez.
- Los compro -me contestó.
- Pues no compres más. Los libros no se compran así como así. Cuando necesite alguno, ya me lo procuraré yo mismo.
Pero hizo caso omiso y siguió trayendo cada vez más. Un día, al caer la tarde, Tine lloró tanto que acabó desmayándose.
- ¿Estás contento ahora? -le grité enfadado-. ¿Por qué no me haces caso?
No hubo manera.
Mientras tanto, los muchachos del barrio habían descubierto un nuevo juego. En cuanto veían llegar a mi padre con un par de libros bajo el brazo o metidos en algún bolsillo, lo perseguían sigilosamente, le arrebataban uno y salían corriendo. Él iba detrás de ellos y les imploraba que se lo devolviesen, pero ellos no le hacían caso y se lo iban pasando de uno a otro.
El momento de inflexión se produjo un día en que mi padre llegó a casa con el pantalón hecho jirones y un montón de libros embarrados.
- ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté furioso.
- Nada. Esos chicos de la calle -gesticuló él con una sonrisa.
- No quiero que me traigas más libros -le solté.
- ¿No? ¿No más libros?
Le quité violentamente uno de los que llevaba bajo el brazo y lo lancé contra la pared del patio con todas mis fuerzas.
- No más. ¿Me has entendido? ¡Ni uno más!
Con el tiempo, esa actitud mía me ha parecido ruin e infame. ¿Cuántos años tendría yo por aquel entonces? ¿Doce? ¿Trece? Sin embargo, me sentía como si hubiera cumplido ya dieciséis o diecisiete, pues en los dos últimos años había crecido más que el resto de muchachos de mi edad.
Pero hice algo todavía más atroz. Cuando mi padre se agachó para recoger el libro del suelo, se lo impedí, los cogí todos y los tiré uno a uno a la azotea.
- Ya está -dije al acabar-. ¡Y ahora, desaparece de mi vista!
Mi padre no dijo nada, entró en casa y se fue a dormir. (Es tremendo, terrible, lo que hice.)
Por la noche me sobrevino un ataque de llanto, pero no podía llorar. ¿Cómo arreglarlo?
Entonces comprendí por qué mi padre compraba esos libros. Encendí la lámpara de aceite y lo desperté.
- ¡Ven! -gesticulé.
- ¿Adónde?
- ¡A la azotea!
En un principio pensó que sería luna llena y que se le había pasado por alto. Miró al cielo, pero no.
Yo era su Ismail; tenía que hacerme caso, así que se levantó de la cama y me siguió.
Sosteniendo la lámpara con la mano, me encaramé a la escalera.
- Tú también. ¡Arriba!
Con paso vacilante, mi padre subió tras de mí.
Le pasé la luz y empecé a recoger los libros, dispersos por todas partes.
- Ven aquí, dame la lámpara -gesticulé, y fui a sentarme junto a la chimenea-. Coge un libro, vamos a leer juntos.
Él eligió uno y se sentó a mi lado, sin saber qué pretendía. Ni yo mismo lo sabía exactamente.
Mi padre había escogido el volumen más grueso y me lo tendió. Se trataba de La rosaleda, del poeta medieval Saadi, una crónica en la que se pone de manifiesto la belleza de la lengua persa. En sus hecayadas, o relatos breves, se aprecian la fuerza y las posibilidades expresivas de nuestro idioma.
Era casi imposible traducir aquellos ricos textos poéticos del maestro al sencillo lenguaje de gestos de mi padre, pero tenía que resultar. Por algo estábamos tan compenetrados. Él captaba de inmediato lo que yo le decía, y viceversa. Con unos cuantos gestos insignificantes, yo era capaz de narrarle prácticamente todo lo que acontecía en el mundo. Pero no nos comunicábamos tan sólo mediante gestos, sino también usando los ojos, los labios, las posturas; y además nos asistía el dios de mi padre, el dios de los sordomudos.
Me puse a hojear el libro en busca de una hecayada que no fuera muy larga.
- ¿Qué… clase de libro es éste? -me preguntó mientras yo buscaba. Lo interpreté como una señal de reconciliación.
- ¿Cómo explicártelo? Verás, es un… un…
- ¿También procede del cielo?
- No, éste no es un libro sagrado. Es distinto. Trata de… la juventud. De… la vejez. De los reyes. Del corazón, el amor, la muerte y…, sí, también del amor. De cómo besar a la mujer, sujetarla, acariciarla, mirarla e incluso… Aquí hay una hecayada, una pequeña historia sobre un ciempiés.
- ¿Sobre qué?
- Un ciempiés, ese bichito que tiene muchas patas y camina muy rápido. Espera, acerca un poco la lámpara.
Con un palillo dibujé un ciempiés en el suelo e hice un movimiento rápido con los dedos.
- Voy a leerlo lentamente para que puedas ver las palabras en mis labios; luego te lo explicaré. Presta atención: «Dasto pa bò ri de ie hezar pa ie bé kosht (…). Un hombre a quien le habían cortado los brazos y las piernas mató un ciempiés (…).» ¿Lo has entendido?
- ¿Has dicho que el hombre no tenía brazos ni piernas? -gesticuló Akbar.
- Así es. Se los habían cortado. Escucha: «Dios sea loado. Cuando le hubo llegado la hora, cien pies no le bastaron para escapar de alguien que no tenía manos ni pies.» El asunto se complica, no puedo explicártelo con más detalle, pues yo tampoco lo entiendo del todo. El resto debes imaginártelo tú solo.
- ¿Cómo es que logra matar al animal sin tener brazos ni piernas?
- Cierto, hay que tener por lo menos una mano o un pie para poder atizarle a algo. Tú no lo entiendes, y yo tampoco; sin embargo, el hombre lo hizo. Tal vez por eso sea tan hermoso. La historia habla de la muerte y de que nadie se escapa a ella cuando llega. El tiempo del ciempiés había terminado, tenía que morir, no debía seguir viviendo; y, siendo así, incluso ese hombre podía matarlo. ¿Qué opinas tú al respecto?
Mi padre guardó silencio. Luego, dándose un golpecito en la cabeza, gesticuló:
- Muy listo. El escritor se lo ha pensado muy bien. ¿Podrías leerme otra historia?
- ¿Otra?
No sé por qué, pero en ese momento acudió a mi mente un antiguo y conocido relato persa. Pensé que era de Saadi, y me puse a buscarlo entre sus hecayadas, pero no lo hallé. Por lo visto pertenecía a otro escritor.
- ¿Qué buscas? -preguntó mi padre.
- Una historia que trata de un tuti.
- ¿Un tuti?
- Sí, un hermoso pájaro de muchos colores que tiene el pico torcido y habla. Un papagayo.
- ¿Un pájaro hablador?
- Bueno, no habla de verdad. Repite lo que se le dice. No encuentro la historia, pero no importa. Me la enseñaron en la escuela y me la sé de memoria. Hace mucho, mucho tiempo, había un mercader de especias persa que tenía en su casa un papagayo indio. Sí, era un pájaro de la India, un país que queda muy lejos, lejísimos. El animal, que añoraba su tierra, lloraba continuamente y cantaba: «A casa, a casa, a casa.» Un día en que el comerciante se aprestaba para partir otra vez a la India en viaje de negocios, le preguntó al ave si quería enviar algún recado a los papagayos de su país. «No, nada en especial -contestó-, pero dales recuerdos y diles que los echo muchísimo de menos.» Al poco de llegar, el mercader vio a un papagayo en un árbol. «Mi papagayo te manda recuerdos -le dijo-, os echa muchísimo de menos.» De golpe, el pájaro se cayó del árbol. Estaba muerto.
- ¿Muerto? -preguntó mi padre.
- Espera. Cuando el hombre regresó del viaje, su pájaro le preguntó si tenía algún mensaje para él de parte de los papagayos de la India. «No -contestó el mercader-, aunque sí que hablé con uno, pero cuando le di recuerdos de tu parte y le dije que los echabas de menos, se cayó del árbol de golpe, muerto.» «¿Muerto?», preguntó el animal. Y también se desplomó, muerto.
- ¿También él? -exclamó mi padre con sorpresa.
- Sí, también.
- ¿Cómo?
- Espera a que acabe. El hombre se llevó las manos a la cabeza, diciendo: «Ay, mi papagayo, mi papagayo, no debería habérselo contado.» Pero ya no podía hacer nada por él. Lo sacó de la jaula para tirarlo, y de pronto el pájaro se movió y salió volando. «¿Adónde vas?, le gritó el mercader. «¡A casa, a casa, a casa!», contestó.
Mi padre seguía mirándome asombrado sin decir nada, hasta que soltó una risotada y dijo:
- Listos. Ambos papagayos eran listos. Muy bonita, una historia muy bonita.
Nos quedamos un rato más en la azotea; yo, hojeando los libros y mi padre, a mi lado, sumido en sus pensamientos.
- Las máquinas, ¿sabes? -soltó de repente-, esas máquinas de tejer que hay en la fábrica siempre siguen y siguen funcionando en mi cabeza. Incluso cuando duermo. Yo… no sé, pero ese trabajo… Me gustaría… Me duele la cabeza, ¿sabes? Me duele muchísimo.
Era la primera vez que se quejaba de su trabajo en mi presencia. Vi en su mirada que no era afectación, sino una llamada de auxilio.
- Tengo siempre inflamada la garganta y me duele -dijo-. A veces me acometen sofocos repentinos, me falta el aire. Yo… Ya no quiero ir a la fábrica, pero eso es imposible; tengo cuatro hijos.
Examiné su rostro escuálido. ¿Cómo ayudarlo?
- Los hilos se rompen entre los dientes de las máquinas -prosiguió-. Yo presto atención, observo, pero ya no los veo. Entonces llega el jefe y me riñe. Todos me miran, sacuden la cabeza y dicen que Akbar es un necio. ¿Tú qué opinas? ¿Qué debo hacer?
Acababa de formularme una pregunta muy clara y yo, Ismail, debía darle una respuesta. Si yo no lo ayudaba, ¿quién lo haría? Mi obligación no era pensar en Tine y en las niñas, sino en él. Había nacido para prestarle servicio. Debía salvarlo. Se me ocurrió una idea.
- Tienes que morirte -gesticulé.
- ¿Qué?
- Morirte. Igual que el papagayo: caerte muerto.
No lograba entenderme.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cómo? ¿Dónde tengo que caerme?
- Entre las máquinas tejedoras. Así, de repente. De bruces. Muerto.
Al día siguiente, cinco obreros de la fábrica llegaron a casa con el cadáver de mi padre, lo depositaron en su lecho de muerte y se marcharon.
Mi padre abrió enseguida los ojos, cogió el bastón y su caja de herramientas y se refugió en la montaña.
Me pregunto adónde iría.