El tren
No comprenderemos las notas de Aga Akbar
mientras no sepamos nada sobre el sha Reza Kan.
Observemos el telón de fondo del relato,
los acontecimientos que no figuran en los apuntes.
La aldea del Azafrán no sólo era conocida por la milenaria inscripción cuneiforme, sino también por sus magníficas alfombras. Auténticas alfombras persas. Es muy probable que un europeo o un norteamericano que decora el salón de su casa con una hermosa alfombra persa no sea consciente de que ésta ha sido fabricada en la aldea del Azafrán. Se las reconoce fácilmente por el dibujo: si aparece en ella un extraño pájaro con una cola muy curiosa, sin duda proviene del pueblo natal de Aga Akbar.
Ciertos días de invierno, desde el otro lado de la cima del monte del Azafrán surgían de pronto cientos de pájaros procedentes de la antigua Unión Soviética, hambrientos y sedientos a causa del frío. Los aldeanos sabían el momento exacto de su llegada: por la mañana temprano, uno de los primeros días después de que la luna llena se plantase a la izquierda de la cumbre. Las mujeres dejaban apoyadas contra la pared escaleras de mano para la ocasión.
En cuanto divisaban a los pájaros, subían al tejado para depositar allí cuencos de agua caliente y restos de comida.
Cuando las extrañas aves se posaban en las azoteas, las mujeres y los niños se asomaban a la ventana para observar cómo se paseaban con sus largas y curiosas colas, inclinando continuamente la cabeza en señal de agradecimiento. Descansaban un par de horas y luego continuaban el vuelo. Las mujeres, que se pasaban todo el día, todo el mes, todo el año, toda su vida, tejiendo, sin tener nunca ocasión de abandonar la aldea, incorporaron los pájaros al diseño de sus tapices.
Otro motivo habitual de las alfombras de la región lo constituía la escritura cuneiforme.
Las mujeres analfabetas del monte del Azafrán utilizaban la misteriosa lengua de las inscripciones para plasmar sus anhelos y secretos.
A veces representaban a algún forastero con sombrero que se dirigía a la cueva sobre una mula, sosteniendo en la mano un papel con escritura cuneiforme.
Sin embargo, a finales de los años treinta comenzaron a tejer un dibujo totalmente distinto: en las alfombras apareció un tren, un tren que echaba humo y que, cual serpiente reptante, subía la ladera del monte.
En los diseños actuales se ve un pequeño avión sobrevolando la aldea, del que cae un paquete.
De manera involuntaria, mediante aquel trenecito humeante las mujeres reflejaban el símbolo del cambio de gobierno. Reza Kan, padre del último sha, concentraba a la sazón todo el poder en sus manos, un poder dictatorial y centralizado. Era un hombre de escasa formación, aunque muy ambicioso. Un soldado raso de pueblo que con el tiempo se convirtió en general.
En 1921 dirigió un golpe de Estado, anunció el fin de la dinastía de los Jazar y se autoproclamó nuevo rey de Persia. Así comenzó la nueva monarquía Pahlevi, de la que él se consideraba el primer rey.
Reza Kan anhelaba romper con las antiguas costumbres imperantes en el país. Quería trocar aquella sociedad arcaica en una nación moderna, de sesgo occidental, con nuevas fábricas, escuelas, imprentas, teatros, puentes de hierro, carreteras, autobuses, taxis…, sin olvidar las emisoras de radio y los aparatos de música por los que, por primera vez en la historia persa, se oyó la mágica voz de una cantante:
Yavash, yavash, yavash, yavash,
amadam dare junatun.
Yek shage joul dar dastam
sare rahat benshastam.
Be joda yadat naravad za nazaram (…).
Temblando, silenciosamente
pasé por delante de tu casa
con una flor en la mano.
Me senté en tu camino.
Sólo Dios sabe
que no puedo olvidarte.
Pero Reza Kan deseaba más. Incluso quiso cambiar de golpe la vida de las mujeres. De un día para otro las obligó a quitarse el velo para ir al zoco y sustituirlo por un abrigo y un sombrero.
Además, pretendía que todas esas cosas ocurriesen rápido. Por eso gobernaba con mano dura y no toleraba que nadie lo contrariase. Ordenó que al poeta Farogi le cosieran los labios por haber recitado un poema que trataba sobre la imposibilidad de que las mujeres anduviesen sin velo, pues irían dando traspiés. Muchos intelectuales, escritores y dirigentes políticos desaparecieron, fueron encarcelados o murieron asesinados.
La oposición afirmaba que Reza Kan era un siervo de la embajada británica en Teherán, que las potencias occidentales le habían encomendado modernizar el país en beneficio propio y que el imperialismo lo usaba como soldado o peón para combatir a la Unión Soviética.
Sin embargo, marioneta de Gran Bretaña o no, él también deseaba esos cambios radicales e intentaba introducirlos en el país a su manera, que no era otra que sembrando el terror.
Antes de abdicar en su hijo, Reza Kan quiso concluir personalmente los proyectos más importantes.
El tren era una de sus obsesiones.
En los dos mil quinientos años de gobiernos de reyes, sultanes y emires, nunca un funcionario se había dignado ascender a las montañas con el fin de registrar los nacimientos de sus pobladores; sin embargo, Reza Kan quería que todo el mundo tuviese un documento de identidad.
A través de los siglos, los únicos que habían mandado en las zonas rurales y en las montañas eran los imanes, pero éstos fueron sustituidos por los gendarmes, que llevaban una inscripción de Reza Kan labrada en cobre en su gorra militar y sólo obedecían a Su Majestad.
Reza Kan quería disponer de un ejército que acatara ciegamente sus órdenes, y para ello necesitaba soldados cuyo nombre, apellido e incluso fecha de nacimiento figurasen en una tarjeta. De este modo, por primera vez en la historia, se supo a ciencia cierta cuántos muchachos vivían en la aldea del Azafrán. Todos los datos se apuntaban en un libro que el gendarme local conservaba en un armario destinado a tal propósito.
Gracias a Reza Kan, también Aga Akbar obtuvo una tarjeta de identidad en la que, por vez primera, constaba oficialmente su largo apellido.
Empeñado en ver cumplido su gran sueño, Reza Kan mandó construir una larga línea férrea que uniese el extremo meridional del país con la frontera nororiental, es decir, que llegase hasta debajo de la «oreja» de la Unión Soviética. Él sabía que en realidad la estaba construyendo para los europeos, pero también que esos europeos no podrían llevársela a su casa: seguiría siendo propiedad del país.
El tendido de raíles avanzó lentamente por el desierto, cruzó ríos, montañas y valles, atravesó ciudades y pueblos hasta que, por fin, llegó al monte del Azafrán.
La serpiente de hierro escaló la montaña, pero hubo de detenerse a medio camino. La histórica cueva en cuya pared meridional estaba cincelado el texto cuneiforme obstruía el paso. La llegada del tren perturbaba su sueño eterno. Pero, sobre todas las cosas, los ingenieros temían que las explosiones de dinamita provocasen el hundimiento de la gruta.
La escritura cuneiforme, aquel milenario patrimonio cultural de la nación, estaba en peligro. Se temía que acabara agrietándose. Entre los técnicos cundió el pánico. El ingeniero jefe no sabía cómo resolver el problema. No se atrevía a correr ningún riesgo, porque era consciente de que, si algo fallaba, el sha le cortaría la cabeza.
Angustiado, envió un telegrama a la capital con el siguiente texto: «Imposible continuar tendido raíles. Obstrucción inscripciones cuneiformes.»
Cuando el sha lo leyó, subió de inmediato a un jeep y ordenó que lo condujesen al monte del Azafrán. Tras una larga noche de marcha, el vehículo se detuvo al pie de la montaña. El gendarme del pueblo le ofreció una mula, pero él la rechazó. Estaba empeñado en subir andando. Por la mañana temprano, antes de que el sol hubiese alcanzado la cima, Reza Kan llegó a la entrada de la cueva con un largo abrigo militar y un bastón bajo el brazo. Quería ver hasta qué punto se había cumplido su sueño.
- ¿Qué pasa? -preguntó.
- Majestad… -respondió angustiadísimo el ingeniero jefe, sin atreverse a seguir.
- ¡Explícate!
- Los… los… los raíles han de pasar por aquí, pero me temo que… que… que…
- ¡Que qué!
- Yo… yo… quería solicitar su autorización para… para… para trasladar las ins… ins… inscripciones.
- ¿Trasladarlas? ¡Calla, inútil! ¡Encuentra otra solución!
- Lo he… hemos calculado todo y analizado todas las posibilidades. Pero, se mire por donde se mire, la dinamita pondrá en peligro la cueva.
- ¡Busca otra ruta!
- Hemos estudiado todas las alternativas, y ésta es la mejor; cualquier otra es prácticamente imposible. Salvo que demos un gran rodeo, pero eso…
- ¡Eso… qué!
- Eso llevará mucho tiempo…
- ¿Cuánto?
- Meses, Majestad. Seis o siete meses adicionales.
- No disponemos de tanto tiempo. ¡Ni un día! ¡Ni una hora! ¡Apártate de mi camino! ¡Ingeniero inútil! «Imposible»… ¿Es ésa la única palabra que sabéis decir? ¿Seis o siete meses? ¡Qué disparate!
Encolerizado, Reza Kan desapareció en la oscuridad de la caverna. Fuera, nadie se atrevía a moverse. Cuando al cabo de un rato volvió a salir, dirigió la mirada hacia abajo, hacia la multitud de jóvenes campesinos que habían escalado la montaña para admirar a su rey. Al verlo emerger de la gruta, se encaramaron a los peñascos y exclamaron al unísono:
- Yavid sha! ¡Viva el sha! ¡Viva el sha!
Reza Kan cogió el bastón y empezó a descender la cuesta. Los gendarmes se disponían a dispersar a los aldeanos, cuando al pie de la montaña apareció un pequeño grupo de ancianos que acudían a ver al rey vestidos con sus mejores ropas. Cada uno llevaba en las manos un cuenco de agua, un espejo y un ejemplar del Corán. Cuando estuvieron a unos veinte metros del sha, el mayor de ellos echó el agua en dirección a él, y los demás inclinaron la cabeza.
- ¡Salam, sultán de Persia! -exclamó el hombre-. ¡Salam, sombra de Dios en la Tierra!
A continuación, se arrodilló y besó el suelo.
- ¡Adelántate! -le ordenó el sha, señalando con el bastón el lugar donde quería que se detuviese-. ¡Escucha, hombre de sienes plateadas! No me interesan tus oraciones. Mejor usa la cabeza y dame consejos. Ese ingeniero inepto no sabe cómo seguir. ¿Cómo puedo hacer que el tren pase junto a la cueva sin dañarla?
El anciano regresó a donde estaban los otros para consultarlos.
Tardó un rato en volver.
- ¡Cuéntame!
- Durante siglos, nuestros ancestros han construido sus casas aquí, en el monte del Azafrán, con sus propias manos, utilizando martillos y cinceles como únicas herramientas. Y nadie ha dañado jamás la montaña. Sólo han excavado donde ha hecho falta. Si Su Majestad así lo dispone, diré que acudan todos los mozos del pueblo con sus herramientas, y ellos se encargarán de abrir paso al tren.
El rostro del sha dio muestras de alivio, pero se esfumaron de inmediato.
- No, tardarían demasiado. No disponemos de tanto tiempo. Quiero acabar pronto.
- Lo que Su Majestad ordene. Puedo convocar a todos los jóvenes del monte del Azafrán. Y si es necesario, también a los de los pueblos vecinos. Poseemos experiencia, conocemos la montaña. Tenga a bien Su Majestad darles a nuestros hombres la oportunidad de demostrar lo que valen.
El sha guardó silencio.
- Proporcionadnos los mejores martillos del país.
- ¿Y luego?
- Abriremos un paso por donde el tren de Su Majestad pueda serpentear junto a la cueva y llegar al otro lado de la montaña.
Al caer la tarde, los muecines de todos los pueblos de la comarca subieron a los almenares de las mezquitas y llamaron:
- Alaho akbar! La ilahe líala! ¡En nombre de Alá! ¡En nombre de los espíritus de nuestros antepasados! ¡En nombre del sha Reza Kan, se buscan hombres fuertes! Aunque tengáis un vaso de agua en la mano, dejadlo y acudid enseguida a la mezquita.
En el transcurso de la tarde y durante toda la noche, los jóvenes de los alrededores fueron llegando a la mezquita de la aldea del Azafrán.
Por la mañana temprano, centenares de hombres siguieron al anciano hasta el lugar convenido, al pie de la montaña. Uno de ellos era Aga Akbar, que entonces contaba diecisiete años. No conocía al sha ni sabía lo que estaba haciendo, y menos aún tenía noticia de sus proyectos para el país. Y al igual que los demás, tampoco entendía por qué la vía férrea debía llegar con tanta prisa al otro lado del monte. Lo único que sabía era que estaban construyendo una línea de ferrocarril que pasaría junto a la cueva y que ellos estaban allí para salvar la escritura cuneiforme.
Desde una elevación, Reza Kan observaba a los hombres congregados abajo.
Los aldeanos habían oído las leyendas que circulaban sobre la personalidad del sha. En los pueblos y zonas rurales se le conocía como un redentor, un señor con mucho poder, alguien que defendía a los pobres, que quería dar al país un nuevo semblante. Sin embargo, en Teherán conocían otra cara del sha, la del hombre que eliminaba a sus opositores utilizando una violencia extrema.
En una ocasión había ordenado que retiraran el opio, el té y el azúcar de la casa de un destacado clérigo y que lo mantuviesen detenido durante tres semanas, lo que para el religioso equivalía a la pena de muerte. Prohibió a los imanes el uso del turbante y dio orden a sus agentes de perseguir a las mujeres que llevaran velo. Cuando los clérigos de la ciudad santa se sublevaron, Reza Kan mandó instalar un cañón frente a la puerta de la sagrada mezquita dorada y exclamó:
- ¿Dónde está esa rata negra? ¡Sal de tu madriguera!
¿Una rata? ¿Una rata negra? ¿Estaba calificando de rata al sublime guía espiritual de los chiíes? De repente, en el tejado de la mezquita aparecieron cientos de clérigos jóvenes con fusiles.
- ¡Abran fuego! -ordenó el sha a sus oficiales.
Decenas de religiosos murieron y otros tantos fueron detenidos. Una parte del santo sepulcro dorado resultó dañado. El mundo musulmán se estremeció. Los comerciantes apagaron la luz de sus tiendas, el zoco cerró sus puertas y la gente se vistió de luto. Pero el sha hizo caso omiso de todo eso.
- ¿Quedan más?
No, ya no quedaba nadie en la calle ni en las azoteas. Todo el mundo se había encerrado en sus casas a cal y canto.
Aga Akbar no sabía nada de esos hechos. Veía al sha como un militar de alto rango, un general que vestía una capa un tanto curiosa y que llevaba un bastón bajo el brazo.
El anciano se aproximó al monarca y, tras hacer una reverencia, le dijo:
- Todos están preparados para sacrificarse por los sueños del sha.
Reza Kan permaneció en silencio, observando a los campesinos. En su semblante se leía la duda que albergaba de que aquella gente pudiera solucionar realmente su problema.
En ese momento aparecieron varios carros blindados, que se detuvieron a pocos metros de los hombres. Descendieron dos generales, con la gorra en una mano y un fusil en la otra, y fueron corriendo hasta donde estaba el sha.
- ¡Todo listo, Majestad! -exclamó uno de ellos.
- ¡A descargar! -ordenó él.
Los generales volvieron a toda prisa a sus vehículos acorazados, los soldados abrieron los portones traseros y descargaron un par de centenares de martillos de picapedrero importados de Inglaterra.
- ¡Tú! -le espetó el sha al anciano-. ¡Ahí tienes, martillos! ¡Si tus hombres flaquean, te pego un tiro! -Se dio la vuelta y, dirigiéndose al ingeniero, le soltó-: ¿Y tú a qué esperas? ¡Manos a la obra!
Cuando estaba aproximándose a su jeep, se detuvo, como si se olvidara de algo. Volvió a la elevación desde la que había hablado a los hombres y le hizo una señal con el bastón a uno de los generales. Este, a su vez, indicó algo a siete soldados que esperaban en fila, con un saco repleto cada uno. Los jóvenes se acercaron al sha, depositaron los sacos en tierra y se cuadraron.
- ¡Abridlos! -ordenó Reza Kan.
Un soldado los desató uno por uno. El sha extrajo de uno de ellos un fajo de billetes nuevos de color verde y, girándose hacia los campesinos, exclamó:
- ¡A picar! Este dinero es para vosotros. Volveré dentro de tres semanas.
- Yavid sha! ¡Viva el sha! -proclamaron los hombres tres veces seguidas, tras lo cual el monarca descendió de nuevo hacia el jeep.
El ingeniero condujo lo más rápidamente posible a los aldeanos, que iban con su martillo al hombro, hasta el lugar donde acababa el camino. Los campesinos bromeaban entre sí. Sacando músculo, se decían unos a otros que arrancarían de raíz hasta las rocas más duras del monte. No sabían lo que les esperaba.
Años más tarde, Aga Akbar conservaba orgulloso en la repisa de la chimenea de su casa una vieja y descolorida foto en blanco y negro en la que aparecía con un martillo de picapedrero sobre el hombro derecho y un cincel grueso como un bacalao entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.
Aunque el fotógrafo había querido mostrar sobre todo el martillo y el cincel, el joven Akbar exhibía su musculatura de tal modo que ésta atraía la atención por encima de las herramientas.
Siendo su hijo Ismail todavía un niño, Akbar le había contado una larga historia sobre esa foto. Una historia que, en realidad, versaba sobre sus músculos y una enorme cantidad de dinero.
- Ven aquí -gesticuló Akbar dirigiéndose a su hijo-. A ver, dime: ¿sabes quién es ése de la foto?
Y empezó a narrarle la historia:
- Yo, Akbar, era muy fuerte, ¿sabes? Yo solo podía romper a martillazos esa roca, ¿la ves? Allí detrás; no, no alcanzas a verla; la foto es vieja y mala. Allí, detrás de mí…, ¿no lo ves? No importa. Ese peñasco, y todos los demás, teníamos que sacarlos de en medio. Esas cosas que explotan no se podían utilizar, pues dañarían la escritura cuneiforme. Algún día te llevaré a la cueva. Pero antes fíjate… ¿No has visto…? ¿Dónde está tu libro de la escuela? ¿No has visto en alguna parte una foto de un militar de altísimo rango con una capa y una corona en la cabeza? ¿No está en tu libro? Siete, sí: siete sacos de patatas llenos. Llenos de dinero. Y todo ese dinero era para nosotros. Porque iban a construir un tren.
¿Entendía Ismail lo que quería decirle en su rudimentario lenguaje de gestos?
Una cosa sí tenía clara: que su vida estaba inextricablemente unida a la de Akbar. Su familia -su madre, sus tíos y tías-, el imán del pueblo, los vecinos, los niños… todo el mundo lo obligaba a sentarse, levantarse y caminar a la par de su padre. Observarle la boca: ésa era su tarea.
Más adelante, sus tíos y tías, o los ancianos del monte del Azafrán, le facilitaron la información de la que carecía. Y quizá también él se encargó de buscar los datos correctos en los libros de historia o en las novelas publicadas después de la muerte del sha.
Pero sobre todo visitaba a menudo a Kazem Kan, el anciano tío de su padre, y se sentaba a su lado para escuchar las partes de la historia que desconocía.
- Tu padre era un hombre muy fuerte. Fui yo quien le dijo que iban a construir un tren. A mí nunca me gustaron los nobles ni los generales, ni los shas, pero había oído muchas cosas sobre Reza Kan y quise ir a verlo. Aunque no lo conseguí.
- ¿Por qué?
- Por testarudo. Fui a caballo, y los gendarmes no me dejaron pasar.
- ¿Por qué?
- Porque no estaba permitido acercarse al sha a lomos de un animal. ¡Pretendían que fuera a verlo caminando…, de rodillas! Yo me negué y tuve que regresar a casa. Pero al día siguiente volví. Deseaba ver lo que hacían aquellos hombres con el monte del Azafrán.
- ¿Fue usted andando o lo intentó de nuevo a caballo?
- Nadie me ha visto nunca ir caminando a ningún sitio. Me quedé mirando desde la lejanía a aquellos hombres, que día y noche y por turnos rompían las rocas a martillazos para dejar paso libre al tren.
- ¿Lograron resolver el problema con los martillos? Quiero decir: ¿abrieron a tiempo el camino?
- No exactamente a tiempo, aunque al final lo consiguieron. Los primeros días las cosas marcharon bien. Todos trabajaban al límite de sus fuerzas y se veía cómo la senda iba cobrando forma, hasta que toparon con una roca durísima justo debajo de la pared meridional de la cueva. Los hombres la emprendieron a martillazos, turno tras turno, pero no podían romperla. Así pasó una semana, y otra, y a la tercera se habían acabado sus fuerzas. Estaban exhaustos, debilitados, maltrechos. En una palabra: irreconocibles. Los ingenieros temían tanto al sha que no se daban cuenta de que los hombres no podían más. Les entró el pánico. El plazo estaba a punto de expirar, y ellos seguían intentando eliminar la roca. Aunque Reza Kan no había recibido ninguna formación oficial ni procedía de una familia en la que se leyesen libros, era un hombre inteligente y conocía bien a la gente del pueblo. Cuando llegó, le bastó ponerle la vista encima a un trabajador para advertir lo que pasaba. De inmediato, mandó de vuelta a casa al jefe de ingenieros, gritándole: «¡Coge la maleta y vete! ¡Rata de biblioteca! No tienes ni idea de lo que es trabajar, sólo sabes meter la nariz en los libros.» A continuación, ordenó que trajeran del campamento diez enormes cacerolas, y enseguida llegaron otros tantos cocineros corpulentos acarreando sendas ollas de gran tamaño. Reza Kan había comprendido que el pan y el queso de cabra no eran alimento suficiente para aquellos hombres que llevaban semanas enteras martilleando. Acto seguido, ordenó a unos soldados que matasen cinco cabras y se las entregasen a los cocineros. Aquel día nadie trabajó. Lo dedicaron a comer, beber, fumar y descansar. Por la noche, el sha regresó con un nuevo jefe de ingenieros y con la firme determinación de no volver a Teherán hasta que los raíles hubiesen llegado al otro lado de la cueva. A la mañana siguiente, antes de salir el sol, subió a la gruta acompañado de un soldado que cargaba un saco repleto de dinero. Reza Kan se quitó la capa, extrajo del saco un puñado de billetes y se encaramó a un peñasco para dirigirse a los hombres, que esperaban con el martillo al hombro, dispuestos a hacer lo que mandara su monarca. Señalando con el bastón a un hombre, gritó: «¡Tú!» El elegido dio un paso al frente. «¡Y tú! ¡No, tú no, el otro!» El otro también se adelantó. Era tu padre. Naturalmente, no podía oír lo que le decía el sha, pero los que estaban a su lado le dieron una palmada: «¡Es a ti, Akbar! ¡Al frente!» Así, uno a uno, Reza Kan seleccionó a once jóvenes fuertes. «¡Escuchad! -les dijo-. Mañana no quiero ver este peñasco aquí. Recompensaré con un billete cada martillazo certero. ¿Quién golpeará en primer lugar?» Por supuesto, tu padre no entendió sus palabras, por lo que no pudo ofrecerse voluntario. El primer hombre, haciendo acopio de todas sus fuerzas, dio tal golpe que hizo saltar un pedazo de roca. «Aquí tienes tu dinero -le dijo el sha-. ¡Ahora tú!», añadió, señalando a tu padre, que sólo entonces entendió de qué iba la cosa. Su martillazo arrancó un pedazo aún mayor. El sha esbozó una sonrisa. «Aquí tienes, muchacho. Coge estos dos billetes. ¡El siguiente!» Y así continuo, uno tras otro, hasta que finalmente la roca desapareció y los once hombres regresaron a sus casas, exhaustos. Al caer la tarde, todo el pueblo comentaba que el sha Reza Kan había deslizado unos billetes en el bolsillo de tu padre, que había caído desplomado, sin fuerzas siquiera para mantenerse en pie.
»Y aquí viene la historia de la foto. El sha mandó llamar al fotógrafo de prensa que registraba las obras del ferrocarril y apuntó con el bastón a tu padre, que yacía en el suelo. Akbar se incorporó de inmediato y agarró el martillo. "Póntelo al hombro -le indicó el fotógrafo-, y coge uno de esos cinceles gruesos. Sí, así está bien. No te muevas." Pero Aga Akbar se giró un poco para que se le viera mejor la musculatura. En el pueblo, esa noche todos rieron de buena gana comentando la anécdota y se sintieron muy orgullosos de que el periódico publicase aquella imagen.
»De ese modo, aquellos once hombres se convirtieron en los habitantes más ricos del monte del Azafrán. Construyeron casas nuevas de piedra, similares a las que había en la ciudad, y todos los padres estaban deseosos de dar a sus hijas en matrimonio a esos mozos, que se casaron con las muchachas más hermosas del pueblo. Pero a tu padre no logramos encontrarle ninguna novia, ninguna mujer adecuada. Así eran las cosas entonces. Y así son a menudo en esta vida. Todo pasa. La vida está llena de sorpresas.
- He oído muchas críticas acerca de Reza Kan, sobre todo en lo referente a la construcción del ferrocarril. ¿Qué opina usted?
- Escucha, muchacho: acabo de decirte que no sé nada de política. Esas cosas no debes consultármelas a mí. Además, nunca he leído periódicos, y mucho menos en aquella época. Me limito a leer mis propios libros, libros antiguos, poemas, historia… De críticas no sé nada. Lo que sí sé es que el monte del Azafrán no es una montaña cualquiera. No se trata sólo de una masa rocosa. Forma parte del patrimonio sagrado de este país. Las raíces de nuestros ancestros crecen entre esos peñascos. Pero no es sólo la cueva. En ese monte se ocultan otras cosas, como por ejemplo el pozo sagrado. La montaña está viva. Si uno se detiene en la boca de la gruta, puede oírla respirar. Y lo mismo ocurre en el pozo sagrado. Si te arrodillas junto a él y aguzas el oído, oyes el latir del corazón de la montaña… ¡Y en aquella época no se les ocurrió otra cosa que dinamitarla y golpearla con martillos ingleses!
- Entonces ¿por qué envió usted a mi padre allí?
- Yo no lo envié. Simplemente le expliqué lo que estaba sucediendo. Además, él no me obedecía, imitaba lo que hacían los muchachos de su edad. De todos modos, debo reconocer que las cosas no han sido tan terribles. Al principio temí que la montaña no resistiera, pero aguantó, y con el paso de los años se ha recuperado. La ladera ha vuelto a cubrirse de arbustos y flores, y ya no se ven los peñascos dañados. Las cabras monteses se pasean entre las vías y los terneros saltan de un raíl a otro. La montaña ha aceptado la vía férrea y la ha hecho suya. Prácticamente no se la ve. Dentro de un rato pasará el tren. Circula muy despacio. Y eso está bien. A nuestro viejo monte se le ha añadido un elemento nuevo, moderno. Un tren con pequeños vagones rojos que se arrastra hacia arriba, retumbando. Así son las cosas en esta vida, muchacho. Así son.